domingo, 26 de junio de 2011

La vida correcta

-Yo no sé como puede haber gente a la que le guste el picante.

Foto de Manish Bansai
Sentados a la sombra en la terraza de un bar, Edelmiro me contaba algunas de las cosas que no le gusta comer, como la cebolla cruda, el vinagre y todo lo que lleve picante. La forma en la que me lo dijo es muy propia de él; es tremendamente radical para sus gustos, creencias y opiniones. Odia con toda su alma, por ejemplo, a todo aquel que a sus ojos sea promiscuo. Esa intransigencia le trae por la calle de la amargura, ya que prácticamente nadie puede responder a sus expectativas, lo que acaba cabreándole. Tras compartir la mañana juntos nos despedimos hasta la próxima.

Aquel mismo día, por la tarde, nos visitó en casa mi primo. Vino acompañado de su prometida y de sus padres a traernos la invitación para su boda, que tendrá lugar en unos meses. Durante la cena que les ofrecimos, mi tío se dirigió varias veces a mi madre para expresarle lo que, a mi entender, parecía orgullo por «haber despachado ya a sus dos hijos» (mi prima lleva varios años casada). Me hacía gracia como mi tío decía haber casado a sus vástagos (como si el hecho hubiera sido cosa suya), y el sentimiento de trabajo cumplido que parecía filtrarse en su tono.

Una de las cosas que tienen en común Edelmiro y mi tío (y algunos psicólogos) es que, para ellos, parece haber una única forma de hacer las cosas: la suya. Dan la impresión de estar convencidos de que su manera de vivir y ver el mundo es la única correcta, y el que no obre como ellos harían está equivocado. No en el sentido moral, sino en un sentido, digamos, «práctico».

Para ambos la vida parece consistir principalmente en casarse, tener hijos, y que esos hijos a su vez se casen y tengan hijos. Todo lo que no sea eso es «incorrecto».

Como solterón y persona a la que siempre han tildado de «rarito» por su modo de vida, esa forma de ser me incomodaba. ¿Acaso no hay varias formas igualmente «correctas» de vivir? ¿Por qué se supone que lo que tengo que hacer a mi edad es salir todos los fines de semana a quedarme sordo en un pub y emborracharme? ¿Por qué me miran mal cuando, en lugar de aprovechar mis vacaciones para «escapar» de la ciudad a la playa, las uso para quedarme en casa haciendo deporte y leyendo? ¿Por qué tengo que traer un hijo a un mundo superpoblado?

Insisto en que no estoy hablando de la vida buena, sino de lo que podría llamarse la vida correcta. Vender droga y violar a niños no es ni bueno ni correcto, pero ser soltero ¿acaso es malo o incorrecto? Puede que haya formas moralmente superiores de gastar nuestro tiempo pero, entre ver la televisión y hacer crucigramas ¿alguna de las dos opciones es más «correcta»?

Una de las cosas que más valoro de mis padres es que no hayan elegido ese camino. En su forma de criarnos eligieron darnos autonomía para que llegáramos por nosotros mismos a un modo «correcto» de vivir (claro que debe de ser más fácil cuando tus hijos no han decidido entregarse a las drogas, ya sean ilegales o sociales; supongo que pueden considerarse afortunados de que las haya salido bien las tres veces). Aún así no es rara la ocasión en la que nos echan a la cara lo de que ellos, a nuestra edad, ya tenían dos hijos, o que empezaron a trabajar de niños o en la adolescencia. Es como si lo que quisieran transmitirnos es que teníamos que habernos casado jóvenes y tener hijos lo antes posible, para malvivir hasta la jubilación de deuda en deuda y a duras penas, trabajando como esclavos. Porque eso es lo que hace la gente.

He dicho antes «me incomodaba», en pasado, porque ya no es así . He comprendido que, simplemente, no tienen razón, que ahí fuera no hay ningún manual sobre la vida donde aparezcan las instrucciones para una práctica mundana «correcta». Y ahora voy a tirarme en la cama a leer, que para eso estoy de vacaciones.

domingo, 19 de junio de 2011

Desperdicio

Foto de Curtis Palmer
Cada día, mire donde mire, no veo más que desperdicio. Desperdicio de vida natural en la propaganda que llega por correo postal, y en el concienzudo envasado de los alimentos. Desperdicio de agua por parte de aquellos que, a estas alturas, aún no cierran el grifo mientras se lavan los dientes. Desperdicio de energía en fútiles alumbrados, o en desplazamientos ridículamente cortos a bordo de todoterrenos. Desperdicio de alimentos en casas y restaurantes.

No todo desperdicio lo es de cosas tangibles. Los parados (supongo que no todos) son un desperdicio de talento. Me pregunto cuántas personas habrá muy buenas en su profesión que no pueden ejercer porque su puesto está ocupado por incompetentes con mejor suerte.

El desperdicio al que más vueltas le doy de un tiempo a esta parte es al de nuestra energía mental, nuestros recursos cognitivos. Cada uno de nosotros tiene una sola vida, de duración finita, y puede elegir (más o menos libremente) a qué dedicar el tiempo libre. Quitando las tareas de mantenimiento (comer, lavarse, etc.) hay quien se dedica al deporte. Otros, a ver la tele. Otros, a la fiesta nocturna.

Personalmente, odio sentir que estoy desperdiciando mi tiempo. A mi entender, nuestro tiempo y nuestra energía mental son nuestros recursos más preciados. Cada minuto que pasa no volverá. ¿Vas a echarlo a perder jugando al Angry Birds?

En las primeras escenas de El hombre sin sombra, se ve cómo el biólogo protagonista descansa un momento mirando hacia el techo, donde tiene un cartel que reza «Deberías estar trabajando». Me pregunto dónde estaríamos de haber seguido su ejemplo y dedicado más tiempo a la ciencia a lo largo de nuestra historia. Quizá ya estaría resuelto el problema los residuos sólidos urbanos. Quizá la hermana de mi amiga hubiera podido curarse sin sufrir meses de quimioterapia.

Como animales sociales, y dada la importancia de los comportamientos individuales agregados ¿no sería mejor dedicar nuestro tiempo libre a algo más grande que nosotros mismos?

domingo, 5 de junio de 2011

Algo se muere en el alma

El 21 de Febrero de 2008 era el primer día en mi nuevo trabajo. Coincidió con una reunión de departamento, en la que pude conocer a todos los que serían mis nuevos compañeros: aquel que se me antojaba parecido a Cristiano Ronaldo, la chica delgaducha y de voz chillona, el que se cambiaba de departamento,  el rubio, los moteros, la gente de las sedes en otras ciudades... Acabada la reunión era momento de entrar en harina. El jefe de aquel entonces miró al personal. «Venga, a ver a quién le toca cargar con el nuevo», pensé. El primer elegido, al que llamaré Mario, hizo un gesto (que aún tengo grabado) como queriendo decir «no puedo», «estoy hasta arriba» o, simplemente «imposible». Así que me asignaron al doble de Cristiano Ronaldo. En mi cabeza no dejaba de rondar aquel monólogo de Tonino: «Cuando eres el nuevo, no le importas a nadie. Si alguien dijera "¿echamos al nuevo y compramos un microondas?" nadie se opondría».

Meses después, Mario se iba de vacaciones de verano a Japón. Resultó que yo compartía con otro compañero con el que había hecho migas, Martín, el gusto por el manga. Martín y Mario eran buenos amigos. El primero le sugirió al segundo que, ya que iba allí, me trajera un número de la Shonen Jump. «Esas cosas»,  dijo Mario, «son solo para gente cercana y amigos».

El pasado 16 de Mayo era lunes. Ocho y pico de la mañana y seis personas del departamento en la oficina. «Vamos a juntarnos un momento en la sala de vídeo», dijo Mario, jefe del departamento desde hacía casi dos años. Justo antes de levantarme, me echó una mirada por encima de las gafas, otro de sus gestos que se me ha quedado grabado. Y entonces me temí lo peor.

Por desgracia, acerté. «Que me voy», anunció. No debe de haber muchos casos en las que un jefe anuncia que se marcha y los empleados lloran (algunos visiblemente, otros por dentro). El mismo Mario tuvo que luchar para contener las lágrimas. Habían sido seis años en la empresa: cuatro como soldado raso, dos como manager de unas veinte personas. Mucho había cambiado en los tres años y tres meses que ambos coincidimos: en el mundo, en nuestra empresa y en mí. Su noticia me inundó de pena.

Mario llegó a ser jefe de departamento casi de casualidad. El anterior ocupante del puesto (aquel que me había contratado) se marchó a los seis meses de mi llegada. El sucesor natural, por antigüedad, hubiera sido Cristiano Ronaldo, pero éste no aceptó las condiciones que se le ofrecían. A mí me parecía que ese puesto iba más con la forma de ser de Mario que con la de CR. Luego he sabido que no era el único que pensaba así. Tras muchos meses de idas y venidas, Mario se hizo finalmente con el cargo.

Inteligencia emocional. La cara de Mario podría ser portada de los dos libros. En contra de lo que parece decir Goleman, este tipo de jerarcas son la excepción, no la regla. Por cada jefe decente hay unos cinco que son incompetentes, impresentables, o ambas cosas a la vez. La marcha de este hombre no es mala solo para los que dependíamos de él; es mala para todos los empleados. Alegre, optimista y apasionado, su fuerte personalidad le permitía enfrentarse a los cargos más altos, director general incluido, para denunciar todo lo que él consideraba que estaba mal, y pedir soluciones. Firme protector de sus subordinados, Pepito Grillo del comité de dirección, colega de los comerciales, azote inmisericorde de los incompetentes... Aquel que venga a sustituirle trabajará de forma distinta, pero nunca podrá hacerlo mejor.

Para nosotros fue (es) amigo antes que jefe. Quedábamos fuera del trabajo para cenar y reír. Pocos podrán emborracharse libremente en una fiesta delante de su superior hasta el punto de enseñarle los genitales, y que todo quede en divertida anécdota.

Puede que cada uno haya recordado últimamente los momentos compartidos con él. En mi caso, nos recuerdo a ambos cambiando una rueda de su coche (¡tardamos una hora!). Y el viernes que me llamó a las ocho de la mañana para que bajara al bar a desayunar con él. Y las conversaciones en su coche camino de casa. Y el trabajo codo con codo para resolver problemas técnicos misteriosos. Y su boda. Y ese maldito proyecto interminable que no ha conseguido cerrar antes de irse. Y las discusiones sobre la falacia de la inducción. Y las veces que, por fastidiar, no quise decirle el título de aquel libro que mencionaba la imposibilidad práctica de la anarquía.

Creo que cuando a alguien le resulta muy duro marcharse estira la despedida todo lo que puede, como intentando retrasar el final al máximo. En este caso ha habido dos fiestas (más otra que está pendiente) y tres cartas de despedida, una de ellas manuscrita y dirigida a cada uno de nosotros. Tengo la mía frente a mí. No quiso que la leyéramos estando él delante. Aún no la he abierto.

No quiero abrirla; no estoy seguro de por qué. Sé que me da las gracias. No ha dejado de dárnoslas estos últimos días. Nosotros hemos intentado hacer lo propio con una fiesta, una camiseta, un reloj y montones de palabras y gestos. Aún no me parece suficiente para corresponder lo que nos ha dado con su forma de ser y trabajar. Personalmente, no siento por él otra que cosa que admiración, envidia y gratitud.

Todo esto no deja de ser egoísmo puro; darle vueltas a cómo nos afecta su marcha. Qué será de nosotros ahora, etc. Pero para él tampoco ha sido fácil. Hace unos días confesaba haber sentido miedo ante el cambio. Se enfrenta a un trabajo nuevo, en una empresa nueva, y tiene un hijo en camino; todo ello en medio de una recesión. Ha cambiado la estabilidad actual por una mayor estabilidad futura. Yo no sé si me hubiera atrevido. Ese valor es una de las cosas que admiro de él.

La mayoría de los que se acercaron a despedirse de él el último día le deseaban suerte. No le va a hacer falta. Estoy convencido de que le va a ir bien allí donde vaya.

Es curioso. A lo largo de la vida, he tenido muchos compañeros de estudio y de trabajo de los que me he tenido que separar muy a mi pesar.  Pero nunca antes había llorado la marcha de uno de ellos. Y eso que nos seguiremos viendo regularmente. Será porque perderle equivale a una bajada de sueldo mayor del 30%. O por los efectos que puede tener el cambio en nuestra salud. O, simplemente, porque Mario era la persona que me aprobaba las vacaciones.

Adiós, amigo.