domingo, 25 de septiembre de 2011

Miserias y esplendores del trabajo

A los veinte años hube de decidir si seguía estudiando fisioterapia o si cambiaba y me dedicaba a las tecnologías de la información. Desde pequeñito había querido ser masajista. El cuerpo humano me fascinaba y el deporte me encantaba. Había oído decir a un maestro de artes marciales «aprende a curar a los demás y serás noble». Sentía que la fisioterapia era lo mío.

Foto de Sean MacEntee
Pero durante la carrera mi tío me regaló uno de sus ordenadores para poder hacer los deberes de la asignatura de informática. Cogí aquel cacharro con gusto. Empecé a dedicarle cada vez más tiempo. Trastear con él y navegar por Internet se convirtió en mi forma favorita de pasar el tiempo.

Ya había estudiado dos años de la diplomatura. ¿Iba a «tirarlos» para empezar una carrera en algo totalmente distinto? Eso suponía gastar al menos dos años más en formarme. Además, temía que si hacía de mi hobby mi modo de vida, la informática dejara de gustarme.

Al final cambié de rumbo. Lo hice porque una persona muy respetada para mí me dijo «debes hacer lo que te apetezca en este momento». No hablaba en general, sino del trabajo. Su mensaje no era que me condujera hedónicamente por la vida, sino que debemos trabajar en lo que nos gusta. Cada día veo cuánta razón tenía, el muy cabrón.

Cuando amas tu trabajo disfrutas de tu fase de aprendizaje. Le dedicas todo el tiempo que puedes por el gustito que te da. Y, cuando finalmente encuentras empleo, te permite llevar mejor las miserias del mundo laboral: desplazamientos, horario, sueldo, sobrecarga, estresores de rol, dificultades en las relaciones laborales, dislates de la organización empresarial, etc. Además, son muchas las horas que trabajamos como para desperdiciarlas sin encontrar ninguna satisfacción, recompensa o sensación de realización en ellas.

Soy consciente de que he sido muy afortunado. Al contrario que mis padres -y otros muchos como ellos-, yo pude formarme cuanto quise, y elegir en qué -incluso pude cambiar cuando deseé hacerlo-. No tuve que empezar a trabajar en la adolescencia para alimentar a la familia. No he tenido que aferrarme a lo primero que salía. Los empleos de ayudante, camarero y mozo de almacén quedaron atrás como una forma de sacar algo de dinero en verano, y nada más.

Mi padre ha sido camarero toda su vida. Mi madre entró en el banco porque, en su momento, era un empleo con un buen sueldo y un horario estupendo. Ninguno de los dos disfruta de su ocupación. Curiosamente, ambos tienen hermanos que, aunque compartían sus circunstancias, tomaron caminos distintos. El hermano de mi madre se pagó a sí mismo la universidad y montó su propio negocio, al que es poco menos que adicto. Por su parte, el hermano de mi padre renunció a los vinitos después de picar piedra en la cantera para estudiar ciencias de la salud. Desde hace años trabaja en un autobús de donación de sangre, y está encantado. Veo a mis padres y veo a mis tíos, y me pregunto cuánto habrá influido el trabajo en la diferencia de satisfacción vital que manifiestan.

Esta semana nos ha dejado un compañero que entró en la empresa porque no encontraba nada de la disciplina en la que se había licenciado. Tras un año aguantando de mala manera su vaso se colmó y empezó a buscar de nuevo. Finalmente, ha encontrado un puesto en lo que realmente le interesa. Mucho mejor así. Como dice Ken Robinson «encontrar tu pasión lo cambia todo».

domingo, 18 de septiembre de 2011

Costumbrismo

Luis Piedrahita interpretó un fantástico monólogo sobre los juguetes de playa en el que se refiere a las madres como seres todopoderosos definidos por sus frases características. Una de tales frases -no mencionada en el monólogo- incluso tiene su calco en el idioma inglés. Dicha frase era el argumento definitivo con el que la autora de nuestros días quería hacernos reflexionar y evitar un comportamiento borreguil. Podía usarla con múltiples fines: afear nuestra conducta, prohibirnos una fiesta, o negarnos la compra de algún objeto codiciado. Hablo de ese «meme» en forma de pregunta retórica, ejemplo de reducción al absurdo, que nuestras progenitoras formulaban tal que así:
«Y si todos tus amigos se tiran por un puente ¿tú también te tiras?»
Había montones de respuestas posibles, ninguna de las cuales conseguía hacer cambiar de opinión a mamá -era, pues, el momento de probar con papá-.

Existen buenas razones que justifican el «donde fueres, haz lo que vieres». Gracias a los comportamientos imitativos y automáticos podemos desenvolvernos necesitando menos energía psíquica, y tomar decisiones rápidas. También puede ayudarnos a integrarnos en el grupo, sacar partido del conocimiento acumulado y la experiencia del mismo o, si algo sale mal, evitar que te linchen, al haber hecho lo que cualquiera habría hecho en tu lugar.

Si bien lo más probable es que en la mente de nuestras madres solo estuviera presente el protegernos o el poder ahorrarse unos duros en esas cosas «que todos mis amigos tienen», lo cierto es que su pregunta pone de relieve el peligro de actuar acríticamente.  A lo largo de la vida acumulamos modos de acción que tienen un coste asociado en forma de límites aprendidos. Límites, además, de los que muchas veces ni siquiera somos conscientes. Hay una fábula al respecto:
«Un día una mujer iba a cocinar un trozo de carne. Antes de ponerlo en la cazuela, cortó una pequeña rodaja. Cuando se le preguntó por qué lo hizo, se detuvo, se sintió un poco turbada y dijo que lo hacía porque su madre siempre había hecho lo mismo cuando cocinaba un trozo de carne. Ella misma sintió curiosidad, así que telefoneó a su madre para preguntarle por qué siempre cortaba una rodaja de la carne antes de cocinarla. La respuesta de la madre fue la misma: "porque así lo hacía mi madre". Por último, para obtener una respuesta más útil, le hizo la misma pregunta a su abuela. Sin dudar, su abuela le respondió: "Porque es la única manera de que quepa en mi cazuela"».
Somos libres de aceptar o rechazar las tradiciones y costumbres que heredamos de nuestros mayores, los procedimientos en el trabajo cuya única justificación es que «siempre se ha hecho así», o la forma en que resolvemos nuestros problemas personales y tomamos nuestras decisiones. Para no vernos arrastrados por la marea de la costumbre podemos estar atentos, tomar conciencia y preguntarnos a menudo «¿es esto necesario?», «¿realmente necesito esto?» o «¿tiene esto que ser de esta forma?». Si todos los caminos llevan a Roma es posible que la autopista represente la peor elección, ya que, al ser la primera opción de todo el mundo, siempre está atascada.

Para mí, este proceso es la semilla de la que brotaron cosas como el fin de la segregación racial o el voto femenino. Alguien se pregunta «¿por qué tiene esto que ser así?», y da comienzo una reacción que cambia el mundo.

Al actuar de esta manera quizá encontremos ocasiones en las que habremos de ir en contra del grupo. Eso puede requerir de nosotros cierta dosis de un tipo de heroísmo poco valorado y no muy común: algunos experimentos psicológicos revelan que somos propensos a someternos al grupo.

Esta semana he visto en la televisión a una señora ladrando que iban a continuar alanceando toros en su pueblo porque es la tradición, y nadie se la va a quitar. Que algo se haya venido haciendo toda la vida no es razón suficiente para seguir haciéndolo, ni justifica el que se esté haciendo ahora mismo. Porque ¿y si la tradición fuera que todos se tiraran desde un puente?

domingo, 11 de septiembre de 2011

Palos y zanahorias

Durante una de sus sesiones de zapping, mi hermana acabó viendo un documental sobre tráfico rodado que emitían en La 2. Hablaron principalmente sobre los atascos y sus posibles soluciones. Entre las propuestas que se barajaban estaba el pago por kilómetro, según el cual cada conductor pagaría una cuota en función de la distancia recorrida, disuadiendo de este modo a la gente de usar el coche. La cara de mi hermana era un poema: «sí, hombre, voy a pagar yo por conducir. Ya pago la gasolina». Cuando le indiqué que ni con eso ni con el impuesto de circulación se acerca siquiera a compensar las externalidades negativas que su conducción genera respondió: «pues que me paguen un coche eléctrico». Mientras discutíamos, el documental siguió adelante, dando paso a otra alternativa. En lugar de cobrar, se sugería pagar a los conductores por usar rutas alternativas menos congestionadas. Tiempo le faltó a mi querida hermana para declararse fan de dicha opción.

Foto de Carly & Art
¿Cómo hacer que los conductores dejen el coche en casa? ¿Cómo conseguir que los empleados no vagueen? ¿De qué manera puede lograrse que se respeten las leyes?

Mi tata, que además de conductora es profesora de educación infantil, me dice que a los niños hay que premiarlos cuando se portan bien y castigarlos cuando hacen algo mal, ya que el condicionamiento es lo único que entienden. Así que por un lado están las zanahorias para quienes se esfuerzan y son cumplidores y, por otro, los palos para aquellos que haraganean y no cumplen las normas.

Esas dos opciones parecen funcionar igual de bien con los adultos. Sin embargo, en este caso la equivalencia entre mal comportamiento y palo, y entre buen comportamiento y zanahoria, no está tan definida. Como escribió Mark Buchanan:
La economía tradicional sostiene que el rendimiento de los empleados se mejora mediante la imposición de sanciones. Pero nuestro sentido de la justicia puede dar algunas sorpresas. En unos experimentos, por ejemplo, Ernst Fehr y sus compañeros han descubierto que la aplicación de sanciones puede llevar algunas veces al decrecimiento de los esfuerzos de los trabajadores, en la medida en que lo que hacen es reaccionar a un trato que consideran injusto. Es una lección aprendida hace mucho tiempo por los adiestradores de animales -que las recompensas son más útiles que los castigos-. Eso no quiere decir que los castigos sean inútiles. En algunos casos, al parecer, pueden ser beneficiosos, pero sobre todo si no tienen que ser aplicados. Con más experimentos, Fehr y sus compañeros descubrieron que los empleados responden mejor cuando las sanciones on posibles en principio -especificadas en un contrato, por ejemplo-, pero la dirección nunca o raramente las usa. Los trabajadores ven el desuso de las posibles sanciones como una conducta cooperativa y responden a la gratitud incrementando sus esfuerzos, más incluso que en ausencia de cualquier sanción hipotética.
Economistas como Steven Levitt y Stephen Dubner tienen claro que no hay nada como los premios:
Las gente no es «buena» ni «mala». Las personas son personas y responden a incentivos. Casi siempre pueden ser manipuladas -para bien o para mal- si se encuentran las palancas adecuadas.
Eso significa pagar a los malos estudiantes para que mejoren sus notas. O pagar a la gente para que recicle o reduzca sus emisiones de dióxido de carbono. O, como en la película Malditos Bastardos de Tarantino, dar a un criminal casa, dinero y seguridad para poder cazar al pez gordo. Quizá deberíamos cobrar todos un sueldo de «buen ciudadano» y que, en lugar de ir a la cárcel, simplemente nos retiraran los emolumentos al infringir la ley. Pero es que a veces ni el dinero funciona.

A mi juicio, hacer lo correcto -lo que para mí incluye buscar la perfección- es nuestra obligación. Dadas las capacidades de raciocinio de las personas, creo que nuestro comportamiento no debería guiarse por palos y zanahorias. Si bien somos animales, no somos burros -aunque eso sea algo que suele quedarse en el campo de la teoría-.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Animalia

El conejito de la foto se llama Gus y tiene menos de un año. Le encanta que le rasquen detrás de las orejas, roer todos los cables que encuentre y brincar por el largo pasillo de la casa en la que vive. Tiene unos preciosos ojos azabache, un pelaje suave, y ese gesto encantador que hacen los conejos con el hocico cuando husmean. Es, como dice su dueña, «una cucada».

Cuando le enseñé esta foto a mi hermana, me dijo «¿Un conejo como mascota? Los conejos son para comérselos». No es la única que ha reaccionado así; son varios los que bromean con cocinar al pobre bicho al ajillo.

En sociedades occidentales de tradición cristiana creces con la cantinela de que Dios puso a todos los animales al servicio del hombre; que somos la cúspide de la pirámide alimentaria, el más avanzado de los seres vivos. Porque Dios así lo quiso, el hombre tiene derecho a usar al resto de seres vivos en su beneficio como mejor le convenga (alimento, abrigo, adornos). Pero ni la religión -una creencia- ni la tradición -inercia cultural- son razones válidas para criar animales en cautividad, explotarlos en granjas o torturarles y darles muerte en ese infame espectáculo que son las corridas de toros.

¿Por qué está mal matar y torturar a las personas pero no a los animales? Recordemos que los miembros de la especie Homo sapiens también somos animales. ¿Acaso hay algo que nos haga diferente y nos dé permiso para someter al resto de especies? Dejo como ejercicio al lector encontrar dichas diferencias, si las hay. En su diálogo interno tenga siempre en cuenta estos tres casos: un bebé, una persona que se ha quedado en coma, y otra nacida anencéfala. Descubrirá que no es tan fácil mantener al género humano en el pedestal. Por ejemplo, la racionalidad suele ser una de las primeras razones aducidas, pero un bebé no es racional. ¿Significa eso que podemos comérnoslo? Alguien nacido anencéfalo nunca llegará a serlo, ni siquiera logrará tener conciencia. ¿Preparamos la parrilla?
Cuidado también con la falacia naturalista. Puede que en estado salvaje el grande o el listo se coma al pequeño o al tonto, pero ni las vacunas ni el ordenador con el que escribo esto no nacen de una mata. La marca a partir de la cual empezamos a ir contra la naturaleza no debería situarse arbitrariamente según nos convenga.
Como último punto a tener en cuenta, respecto a la salud, es cierto que la grasa y la proteína de los animales hicieron posible el desarrollo del cerebro humano, que proporcionalmente necesita muchas calorías para funcionar. Pero ahora que el alimento nos sobra -otra cosa es que esté mal repartido- parece posible vivir perfectamente sin recurrir a alimentos de origen animal.

La igual consideración de todos los animales tiene grandes implicaciones. No se debería matar animales para comer, pero tampoco se podrían explotar para obtener leche o huevos (¿quién estaría a favor de ordeñar a mujeres para tener algo en que mojar las madalenas?). Tampoco deberían utilizarse para hacer ropa o adornos, ni privarles de su libertad encerrándolos en un zoo. Incluso el tener a un animal como mascota es discutible. Habría que terminar con todos los experimentos con animales, ya sean para probar champús o para desarrollar fármacos. Lo cual me parece totalmente lógico: si las medicinas son para los Homo sapiens ¿con qué derecho maltratamos a otras especies, que ni siquiera se beneficiarán del resultado? Claro que usar a personas para experimentos también está mal, y plantea un montón de problemas. La ética es peliaguda.

Dicho todo lo anterior, se podría considerar nuestra obligación moral seguir los pasos de Lisa Simpson en el episodio 3F03, ir incluso más allá, y abrazar el veganismo ético. Claro que llevar ese comportamiento hasta sus últimas consecuencias exige una clase de heroísmo moral del que muy pocos -si es que hay alguien- serían capaces, máxime teniendo en cuenta cómo está montado el mundo ahora mismo. Habría que renunciar a muchísimas cosas, algunas de las cuales -como el desarrollo de fármacos o técnicas quirúrgicas- son sumamente importantes para nuestra supervivencia. A ver quién es el majo que se niega a matar a un cerdo para transplantar la válvula cardíaca del susodicho a su ser más querido. Como he dicho antes, la ética es peliaguda.