domingo, 23 de diciembre de 2012

Sabiduría tuitera

Uno de mis memes favoritos son los Schrute facts, en los que aparece el rostro del pintoresco personaje de The Office Dwight Schrute echando por tierra algún cliché o frase célebre, tal como hace en la serie con sus compañeros. La primera afirmación que apareció rebatida -y que dio origen al meme- es el título de una canción de los Beatles:
Love is all you need?
False. You need water and rations.
Foto de mabelzzz
El meme consiguió hacerse suficientemente popular como para que los chicos de College Humor eligieran a Riann Wilson (el actor que da vida al personaje) para un vídeo especial grabado con motivo de una campaña contra la malaria. En dicho vídeo, que lleva por título Your Facebook is False, Dwight despoja de todo su encanto a las típicas citas inspiradoras que pueblan Facebook. Por ejemplo:
Dance like nobody is watching.
False. Dancing should be done in a rhythmic, coordinated style regardless of audience.

Don't judge the path I choose to take if you haven't walked the journey I had to make.
False. Firsthand experience is not a prequerisite for criticism, OK? Indeed, objectivity is often helpful, unbiased feedback.

There is nothing to fear except fear itself.
False. Lions.
Es fácil formar este tipo de frases aparentes. Julian Baggini nos muestra una técnica que podemos emplear para ello:
«Nada confiere con tanta eficacia la ilusión de profundidad como una paradoja que suene a sabiduría. ¿Qué les parece ésta?: «Para avanzar, es preciso retroceder». Intenten ustedes inventar una. Es fácil. Piensen primero en algo que deseen explicar (el conocimiento, el poder, los gatos). Luego piensen en su opuesto (la ignorancia, la impotencia, los perros). Finalmente, intenten combinar ambos elementos para sugerir algo sabio. «El conocimiento superior es el conocimiento de la ignorancia.» «Sólo el impotente conoce el verdadero poder.» «Para conocer al gato, hay que conocer también al perro.» En fin, suele funcionar.»
Séame permitido decir de entrada que a mí me han gustado las citas desde pequeño, aunque con el tiempo haya pasado de los proverbios a las citas más extensas que publico en nuestro otro blog, Pérgamo. A juzgar por el número de seguidores de cuentas de Twitter como ifilosofia, y por la cantidad de tuiteros que se dedican a publicar frases del estilo, no soy el único aficionado a las perlas de sabiduría. Me pregunto por qué. Tal vez las usamos para formar un halo de cultura. Puede que las usemos como argumento de autoridad. O quizá nos ahorre pensar por nosotros mismos.

Sea como sea, las grandes citas despojadas de contexto tienen cierto tufillo de sabiduría a lo McDonalds: rápido e insustancial. A menudo resultan pretenciosas y carecen de utilidad, ya que pocas veces mueven a la acción o se traducen en cambios duraderos de comportamiento. Por cada dicho a favor de algo se puede entrar otro de alguien igualmente ilustre que proclama justo lo contrario. Algunas reflexiones nos parecerán banales porque no se relacionan con ningún aspecto de nuestra vida, o porque las englobamos en la categoría de pajas mentales. La brevedad propia de los aforismos hace de ellos un blanco fácil, ya que cuando se condensa una larga disertación en un corto pensamiento es inevitable perder de vista la totalidad proteica del mensaje, llena de matices, advertencias y excepciones. Al leer únicamente las moralejas siempre se corre el peligro de olvidar la abigarrada variedad de experiencias humanas que llevaron a afirmar una cosa u otra. No se nos presentan las premisas, solo las conclusiones, por lo que la única medida de su validez es nuestra propia opinión. Finalmente, hay frases que son falsas o simple y llana tontería.

A mi juicio, un posible uso de este tipo de locuciones es el de antídoto de nuestra forma de ser. Las sentencias que van contra nuestros hábitos podrían acercarnos más a un provechoso término medio. Si somos demasiado conservadores podemos recordarnos que «quien no arriesga no gana». Si por el contrario somos unos temerarios habríamos de tener en cuenta que «los cementerios están llenos de valientes». Etcétera, etcétera. No obstante, como decía más arriba, es poco probable que una frase célebre lleve a una revelación profunda o un cambio sustancial. El efecto de priming que pueda tener probablemente se desvanezca enseguida sin dejar ninguna huella visible.

Yo creo que hay algo placentero en conectar los puntos, ya se trate de un chiste, una ironía o una lección vital reducida a un refrán de pocas palabras. Es como si algo dentro de nuestro cabeza hiciera clic cuando una persona resume de forma concisa nuestro conocimiento intuitivo, ese algo que siempre hemos sabido en el fondo pero que nunca hemos desarrollado de manera consciente.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Un año de libros (edición 2012)

Hay dos épocas del año en el que proliferan las listas de lecturas. Una es el verano, con las recomendaciones para ocupar la mente en vacaciones. La otra es final de año, con las listas de los mejores libros publicados o leídos en los últimos doce meses.

Foto de mabelzzz
Sin más preámbulo, he aquí los mejores libros que he leído en 2012 (puede ver la de 2011 aquí). Como siempre, la lista completa puede consultarse en nuestra estantería de anobii.

“Irreligion”, de John Allen Paulos: un breve libro que refuta doce argumentos comunes aducidos en favor de la existencia de Dios, desde los más clásicos (la primera causa, el argumento del diseño, el principio antrópico y el argumento ontológico) hasta los más subjetivos (coincidencias, profecías, milagros, etc.) pasando por los intentos matemáticos de probar la existencia de una deidad y los errores cognitivos que nos inducen a pensar en un ser superior.

“La ciencia de la belleza”, de Ulrich Renz: sin duda, una de las mejores lecturas de este año. Un libro ameno y lleno de historias interesantes en el que se cuenta cómo procesamos la belleza de las personas, su papel en la cultura, los beneficios y cargas que reporta, así como algunos mitos sobre ella (como el principio de la simetría), su función evolutiva, etc.

“Mindless Eating: Why We Eat More Than We Think”, de Brian Wansink: Wansik es un psicólogo que ha llevado a cabo varias investigaciones sobre el comportamiento de los humanos frente a la comida. Este libro es un resumen de su propio trabajo en el que expone las razones por las que comemos demasiado sin darnos cuenta (acceso fácil a la comida, distracciones, ambiente, etc.) y algunas indicaciones para lograr perder peso poco a poco sin darnos cuenta.

“Sexo, drogas y chocolate: la ciencia del placer”, de Paul Martin: Otro libro lleno de historias y datos interesantes, explicaciones científicas actuales sobre el procesamiento del placer y los comportamientos adictivos.

“La conquista de la felicidad”, de Bertrand Russell: una obra llena de perspicacia cuyos intuiciones y consejos son tan válidos hoy como cuando el libro fue escrito. El lector encontrará aquí reflexiones sobre el amor, el trabajo, el ocio y el sentido de la vida, así como la tensión entre individuo y sociedad.

“Las ventajas del deseo”, de Dan Ariely: de nuevo un libro que resume las investigaciones realizadas por el autor, en este caso el estudiante de economía del comportamiento Dan Ariely. Ariely tiene un estilo cercano, ágil y ameno, y tanto sus intuiciones como sus conclusiones hacen que el lector se sienta identificado y asienta en silencio. En este libro se muestran algunos trucos con los que sacar partido a nuestros errores mentales y cómo mitigar su impacto en la vida cotidiana.

“La trampa del ego”, de Julian Biaggini: si alguna vez has pensado que tienes dos caras o te has preguntado quién eres realmente, entonces este libro es para ti. El yo, nos dice Biaggini, no es una perla situada en nuestro interior. De la misma manera que si vamos separando las distintas partes que forman un reloj no llegamos a un núcleo que represente dicho reloj, al ir desgranando nuestra personalidad (cuerpo, comportamiento, pensamientos) nos encontramos que el yo es algo difuso e intangible, un haz de pensamientos y experiencias interconectadas.

“Cómo discutir con un fundamentalista sin perder la razón”, de Hubert Schleichert: aunque la primera parte es un poco teórica y menos interesante, la segunda debería ser una lectura obligada. Tras leerlo quedará claro por qué el 99% de los «argumentos» vertidos en los periódicos, debates y comentarios de internet son basura inútil, y por qué el 100% de las discusiones con ideologías contrarias, creyentes y trolls no llevan a ninguna parte.

“Por qué creemos en cosas raras”, de Michael Shermer: ¿por qué hay gente que creen en el reiki, el poder de los cristales o el de las pirámides? ¿Por qué siguen publicándose horóscopos? ¿Por qué gente inteligente cree en este tipo de cosas? Shermer argumenta que todo ello puede ser un subproducto de nuestros mecanismos mentales. Dichos mecanismos, desarrollados en nuestra evolución como especie hace miles de años, pueden volverse en ocasiones contra nosotros y hacernos ver tigres donde solo hay rayas.

“¿Quién manda aquí?”, de Michael Gazzaniga: el trabajo que hizo famoso a Gazzaniga mostró cómo el impulso de acción aparece en el cerebro antes de que el sujeto sea consciente de él, lo que dejó en entredicho la cuestión de que poseamos libre albedrío y dejó entrever que las razones por las que creemos haber hecho algo son en realidad historias post hoc. En este libro Gazzaniga resume el estado actual de las investigaciones en este campo, qué se puede entender por libre albedrío, y la conexión entre ambos.

“El gorila invisible”, de Christopher Chabris y Daniel Simons: Chabris y Simons son los creadores de ese popular vídeo en YouTube en el que hay que contar los pases que dan varios jugadores de baloncesto, y que al ver por segunda vez revela algo inesperado. Su libro es un compendio sobre las ilusiones cotidianas (visuales, sobre la propia competencia o valía, nuestro grado de conocimiento, valoración propia y de los demás) contada a través de anécdotas e investigaciones psicológicas.

“La rebelión de las masas”, de José Ortega y Gasset: una lectura necesaria en estos momentos en los que asistimos con bostezos al expolio del estado de bienestar mientras se entroniza a personajes como Belén Esteba o Rafa Mora. El hombre masa es aquel ser vulgar e ignorante que se considera completo, sin necesidad de desarrollarse como persona, que reivindica su vulgaridad y no quiere someterse a instancias superiores. Su vida carece de proyectos definidos y anda a la deriva como una boya. No construye nada, solo reacciona a los estímulos externos. Cree que la civilización es tan natural como el aire que respira y no moverá un solo dedo para trabajar por su mantenimento. Para el hombre masa todo son derechos, no siente ninguna obligación y confía en la técnica para hacer de su vida algo fácil, carente de toda tragedia.

“Tropezar con la felicidad”, de Daniel Gilbert: en este libro no encontrará una receta para ser feliz, sino una lista de razones psicológicas por las que probablemente no llegue a serlo nunca. A través de los estudios realizados en el campo de la psicología positiva, Gilbert desvela nuestras inconsistencias internas y errores cognitivos y conductuales, así como la distancia que separa lo que creemos que nos hará felices de lo que realmente nos hace felices.

“Busca en tu interior”, de Chade-Meng Tan: Chade-Meng era un ingeniero de Google que en un momento dado comenzó a dar clases de meditación basada en la atención plena (mindfulness) a sus compañeros. El libro contiene los ejercicios y prácticas que Chade-Meng enseña en su programa dentro de Google, así como las investigaciones que soportan el valor de la meditación, que va desde la reducción de la ansiedad hasta incremento de la satisfacción general y -al menos en un estudio- la mejora de síntomas de enfermedades como la psoriasis.

“El gobierno de las emociones”, de Victoria Camps: Camps ganó el Premio Nacional de Ensayo con esta obra sobre las emociones y su relación con la ética. Además de ser un buen retrato de la sociedad occidental actual, examina ese trecho que se halla entre el dicho y el hecho aunando psicología de la emoción con la filosofía de Hume, Spinoza y Aristóteles.

domingo, 9 de diciembre de 2012

El oscuro pasajero

Dexter Morgan, el forense asesino experto en salpicaduras de sangre protagonista de las novelas escritas por Jeff Lindsay y la serie de televisión, se refiere a sus perentorias necesidades de matar como «su oscuro pasajero». Según sus propias palabras «es como un ser vivo dentro de mí que me dice qué hacer, que tengo que matar, sin dejarme otra opción». Buena parte de la serie se centra en la lucha de Morgan contra esa parte de su ser a la que se ve sometido sin remedio. Es algo que viene de antiguo. Ya la Medea de Eurípides (tragedia escrita en el 431 a. C.) se encontraba en una pugna similar contra sí misma. Cuando decide matar a los dos hijos que había tenido con Jasón se despide de ellos diciéndoles:
«¡No tengo fuerzas para dirigir sobre vosotros mi mirada, me vencen mis desgracias! Sí, conozco los crímenes que voy a realizar, pero mi pasión es más poderosa que mis reflexiones y ella es la mayor causante de males para los mortales».
El psiquiatra suizo Carl Jung describió el arquetipo de la Sombra como ese lado oscuro dentro de todos nosotros, el Venom dentro de Spiderman, el anillo único en el dedo de Frodo, el kyubi en Naruto:
«According to Jung, the Shadow represents those aspects of the self that are dark and that we try to deny. The Shadow is composed of all of our repressed motives and tendencies, our secret desires—those things we wish we could do but don’t because we realize they are socially unacceptable. For this reason, the Shadow is the part of ourselves that we prefer not to recognize. And, according to Jung in On the Psychology of the Unconscious, no matter how “good” or “bad” you may be, everyone has a shadow-side
Personalmente, mis ganas de matar no van más allá del ocasional deseo de arrancarle los riñones al imbécil de turno en la autopista. Mi oscuro pasajero se ocupa de otras afecciones del alma. Lo conocí hace unos once años, cuando estaba en la universidad. No lo reconocí en un primero momento, de modo que tomó el control con facilidad. Lo arruinó todo. Me costó varios años recuperar el mando. Con tiempo y trabajo las cosas volvieron a la normalidad y se mantuvieron ahí. Llegué a pensar que había conseguido echarle, que aquello era un capítulo cerrado que no volvería a repetirse. Pero ha resultado no ser así. Más bien parece que el muy cabrón solo ha estado dormido todo este tiempo. Otra vez noto su presencia en el pecho, en el estómago, en las piernas, en los ojos, en mi forma de pensar. Se ha despertado y ya ha arreado un par de empellones al volante que me han dejado con el susto en el cuerpo. Porque a diferencia del caso de Dexter mi oscuro pasajero es como los malos virus: su éxito acaba cobrándose al huésped.
Foto de mabelzzz

¿Qué se supone que debemos hacer con nuestro oscuro pasajero? ¿Debemos intentar traerlo a la luz para hacer que se desvanezca (si es que eso puede ocurrir)? ¿Debemos enfrentarnos a él directamente? ¿Anular su influencia a base de fármacos? ¿Aislarnos del mundo si no podemos controlarlo? ¿O debemos asumir esa parte de nosotros, convivir con ella y -tal vez- redirigir sus impulsos a fines más aceptables, como trata de hacer Dexter? A mi juicio, la respuesta depende de a quién le preguntes y de lo que tu sombra te impulse a hacer.

Yo soy reticente a los fármacos por razones filosóficas pero para monstruos de cierta naturaleza funcionan relativamente bien. Alumbrar la oscuridad para que así desaparezca es la estrategia que proponía Freud, no obstante el psicoanálisis deja mucho que desear. La iluminación es también el enfoque del budismo tibetano, según el cual centrar la atención en el oscuro pasajero llevaría a la comprensión de lo ilusorio y vacuo que es, lo que a su vez conduciría a su desaparición. Desde otro punto de vista dentro de la misma tradición el oscuro pasajero sería simplemente una nube negra que puede hacerse desaparecer cultivando la atención plena, dejando ver así el cielo brillante que constituye el verdadero yo. Por probar que no quede.

La siguiente opción, basada en lo que sabemos sobre la plasticidad cerebral (cuanto más pensamos en algo más recurrente se vuelve y más fuerte se hace dicho pensamiento), se basa en dejar morir de hambre al monstruo (el énfasis es mío):
«Let’s pretend that monsters cause our distress, occupying the mind and wreaking havoc on our emotions. What can we do to stop them? They seem so overwhelmingly powerful, we cannot stop them from arising in the mind, and we seem powerless to make them leave. Happily, it turns out that our monsters need us to feed them in order to survive. If we do not feed them, they will get hungry, and maybe they will go away. Therein lies the source of our power—we cannot stop monsters from arising or force them to leave, but we have the power to stop feeding them. Take anger, for example. [...] You may also find your mind constantly feeding the anger by retelling one or more stories to yourself over and over. If you then stop telling the stories, you may find the anger dissipating for the lack of fuel. Anger Monster needs to feed on your angry stories. With no stories to eat, Anger Monster gets hungry and sometimes goes away. By not feeding Anger Monster, you save mental energy and Anger Monster may leave you alone to play elsewhere.»
Hay técnicas cognitivo-conductuales para entrenarse en la detención del pensamiento, pero es una de esas cosas muy fáciles de decir y muy difícil de conseguir. Por último, otras técnicas cognitivas como la restructuración del pensamiento y el ABCDE pueden usarse en una confrontación directa contra ese indeseado pasajero.

Como dicen los ingleses: your mileage may vary. A mí me fue bien en su momento con las dos últimas estrategias que he mencionado, pero teniendo en cuenta lo que decía al principio de la entrada es evidente que su éxito dista de ser definitivo. Lo que es peor: parece que han dejado de funcionar. Tal vez sea que estoy utilizando armas romas; hace tiempo que no echaba mano de ellas y quizá necesiten ser afiladas de nuevo. O puede que mi oscuro pasajero haya aprendido a defenderse. Ahora se aprovecha de lo que hace mi lado no oscuro (que no es gran cosa, pero algo hay) para presentar sus alegaciones. Creo que se ha vuelto más listo.

En la primera temporada de la serie Dexter visita a un terapeuta que le asegura que todos nosotros tenemos un gran lobo malo en nuestro interior, una oscuridad que no queremos que nadie vea. Cuando Dexter le pregunta cómo maneja él su propio lobo, el terapeuta le responde que aceptó su existencia y se hizo su amigo. Eso es más o menos lo que Jung pensaba que debíamos hacer:
«Jung strongly believed that for a person to be mentally healthy, he or she must find a way to incorporate the Shadow into the whole psyche. If the individual simply tries to repress his dark side, the Shadow will find a way through the cracks in the psyche and often express itself in disturbing ways. As Jung stated, “Everyone carries a Shadow, and the less it is embodied in the individual’s conscious life, the blacker and denser it is.” [...] Therefore, according to Jung, a key part of the human experience is to find a way to deal with our Shadow in socially appropriate ways in order to limit its influence on our thoughts and lives.»
Es posible que me engañara al pensar que mi oscuro pasajero se había ido. Acaso deba hacerme a la idea de que siempre estará ahí, de que no hay ninguna solución definitiva y lo único a lo que realmente puedo aspirar es a controlar el daño. Sea como sea debo lograr que vuelva a dormirse.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Boguemos

Toqué un ordenador por primera vez a los siete años, en clase de informática. Mi colegio era uno de los pocos que por aquel entonces disponía de ellos. Durante toda mi infancia deseé tener mi propio PC en casa pero mis padres no podían permitírselo. Tuve que esperar hasta la mayoría de edad para que mi tío tuviera a bien donarnos uno de los que ya no necesitaba en su oficina, un Pentium MMX con Windows 98 SE y monitor en blanco y negro. La situación ha sido bien distinta para mi primo pequeño. Al tener tan solo diez años, para él los ordenadores han existido «desde siempre», y tener uno en casa le es tan natural como la televisión en la sala de estar. Televisión que, a su vez, para mí siempre ha estado allí, mientras que mis padres pasaron buena parte de su vida sin ella. Podríamos seguir así retrocediendo hasta algún antepasado que le contara a sus nietos batallitas sobre un mundo sin ruedas o sin fuego.
Foto de mabelzzz

Es lo que tienen los mayores, que gustan de hacernos notar las ventajas de los tiempos modernos, ventajas que ellos no disfrutaron y que nosotros damos por sentadas. Mi abuela, por ejemplo, no vivió en una casa con retrete hasta pasada la treintena. Mi madre durmió con ella en una casa llena de goteras y sin calefacción toda su infancia. Y he perdido la cuenta de las veces que mi tío me ha contado la historia de su SEAT seiscientos quebradizo, con una cuerda para abrir el agujero de la calefacción situado bajo el asiento trasero.

Las ventajas de las que gozamos no se reducen a avances tecnológicos o comodidades prácticas. Cuando mis padres se casaron el divorcio no era legal en España. Ni ellos ni mis abuelos pudieron votar, manifestarse o declararse en huelga durante buena parte de sus vidas. Sin embargo todos esos derechos son algo normal para los de mi generación. El problema de estar habituados a ellos es que nos hemos vuelto unos malcriados irresponsables y desagradecidos. «Las nuevas masas» escribió Ortega y Gasset «se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y, además, seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro». Y continúa:
«Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que "está ahí", de lo que decimos "es natural", porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural.»
«[E]l hombre hoy dominante es un primitivo, un Naturmensch emergiendo en medio de un mundo civilizado. Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es: ni siquiera ve en él la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza. El nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico. En el fondo de su alma desconoce el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización, y no alargará su entusiasmo por los aparatos hasta los principios que los hacen posibles
Ese es el problema: ni el estado del bienestar ni el ejercicio de nuestros derechos son en modo alguno naturales. Son logros artificiales cuya adquisición ha requerido mucho tiempo y trabajo cooperativo, y que requieren esfuerzo constante por parte de todos para mantenerse:
«la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida, es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo, son insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se pueden sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos.»
«La civilización no está ahí, no se sostiene a sí misma. Es artificio y requiere un artista o artesano. Si usted quiere aprovecharse de las ventajas de la civilización, pero no se preocupa usted de sostener la civilización..., se ha fastidiado usted. En un dos por tres se queda usted sin civilización. ¡Un descuido, y cuando mira usted en derredor, todo se ha volatilizado! Como si hubiese recogido unos tapices que tapaban la pura naturaleza, reaparece repristinada la selva primitiva.»
Parafraseando la célebre frase de Spiderman, grandes derechos y ventajas requieren grandes responsabilidades. No podemos pretender exigir lo primero sin trabajar en lo segundo. Victoria Camps nos recuerda que:
«[E]n una democracia, el individuo es ciudadano y, como tal, es sujeto de derechos pero también de deberes. Los deberes son lo que llamamos «virtudes cívicas», que consisten en el conjunto de obligaciones que comprometen con lo público o con el interés general»
«Lo que en tiempos fue evidente hoy ha dejado de serlo. La libertad se ha desprendido de la responsabilidad, aquélla se ha convertido en el valor supremo, pero no ha ocurrido lo mismo con la responsabilidad. No nos damos cuenta de que «no puede haber una sociedad libre sin autonomía individual, y no puede haber una sociedad sostenible que descanse solo en la autonomía».»
Es por eso que me parece reprochable la actitud de quienes asisten a la merma de nuestros derechos y nuestro bienestar y no mueven un dedo para evitarlo. Nos escudamos pensando en que protestar o votar no va a servir para nada o que no es nuestro problema. Nos aferramos a la excusa immediata y no pensamos a largo plazo. Pero luego nos enfadamos cuando nos despiden sin finiquito gracias a las reformas aprobadas, o nos despachan con una simple receta de antinflamatorios para el dolor que nos impide salir de cama (y encima hemos de pagar íntegro el precio del medicamento).
«Nos hemos vuelto demasiado civilizados para ver lo evidente. Porque la verdad es muy sencilla: para sobrevivir, a menudo hay que luchar; y para luchar, hay que mancharse las manos.»
La cita es de Orwell quien -como muchos otros- llevó su lucha contra el fascismo hasta el extremo de participar en la guerra (además de ser ciegos a lo obvio olvidamos las vidas que fueron sacrificadas para tener lo que ahora tenemos; con razón decía Dostoyevski que el ser humano es el bípedo ingrato). De un tiempo a esta parte se dice con frecuencia que «la cosa está muy mala», como si esa «cosa» fuera algo ajeno a nosotros. Lo cierto es más bien lo contrario: todos somos responsables del buen estado de salud de «la cosa», que es donde vivimos y lo que nos mantiene. Sin ella no somos más que unos pobres animales desnudos, como dijo el rey Lear. Más nos vale cuidarla. Todos viajamos en el mismo barco. Boguemos.

domingo, 18 de noviembre de 2012

El espíritu del esclavo

Una de las hipótesis que trata de explicar por qué el tiempo vuela cuando nos hacemos mayores dice que eso se debe a la falta de experiencias nuevas. En verdad una vez pasados ciertos años sobre el mundo da la impresión de que todo se repite: la rutina se instaura y los días son más o menos iguales, pasamos por las mismas épocas cada año, los ciclos económicos atraviesan sus fases correspondientes y, en general, el péndulo de la historia va de un lado a otro dejándonos con la sensación de que no hay nada nuevo bajo el sol. Nadie como Fernando Lázaro Carreter para expresar esta idea en la esfera de la vida cotidiana:
«sucede mucho, pero siempre lo mismo. Es el chino que pasó veinte veces delante del centinela, y éste, al dar el parte, aseguró que habían pasado veinte chinos. Sólo que ahora pasan unos cuantos chinos unas cuantas veces, pero son los que pasaron ayer. La conversa de los oficinistas en sus multitudinarios desayunos de mediodía, de los automovilistas entre sí ante los semáforos, de los pacientes del hospital aguardando a que, al fin, entre el primero, gira siempre en torno a las mismas cosas. [...] Todos tenemos que hablar de lo que pasa, que es vario pero fotocopiado.»
Foto de mabelzzz
Esta semana el «chino» protagonista ha sido la huelga general de España y Portugal, tema recurrente en esa conversa de oficinistas a la que aludía el académico zaragozano. Como huelguista (aunque no tenga cara de tal, según un compañero) no ha habido disquisición en la que no se me informara de la inutilidad de la protesta, y otras razones particulares para no dejar de trabajar ese día.

Cualquiera puede encontrar un motivo para no hacer algo, si no es demasiado exigente en cuanto a la solidez del argumento. Además del habitual «no va a servir para nada» (que ya tratamos allá por el mes de las flores) yo me he encontrado, verbigracia, con personas que aseguraban no poder permitírselo económicamente (pero que en Diciembre se van de viaje de esquí a otro país), personas que no la secundaban por su odio hacia los mandamases sindicales (que es como si para fastidiar a tu pareja te escondieras las tijeras de la cocina en el culo, de modo que no las encuentre) y personas que aseveraban que lo necesario es un paro indefinido (si no haces huelga un solo día -porque no puedes o no quieres- ¿cómo vas a hacer huelga sin fin a la vista?). Incluso me topé con un especimen único que juntaba en sí todas esas justificaciones.

Puedo entender que los empresarios menosprecien y critiquen cualquier reivindicación obrera ya que -por decirlo suavemente- el asunto no les viene muy bien. Más chocante es que la oposición a la protesta venga de entre aquellos que más sufren la situación actual, y a quienes más perjudicaría dejar hacer libremente a los de arriba (a todos los niveles, cada uno se preocupa de salvar y almohadillar su propio trasero, aunque eso vaya en perjuicio de los demás). Todo este pesimismo, el bajar los brazos antes de empezar a luchar, me ha recordado tres libros que narran tres historias distintas (dos reales, una ficticia) entrelazadas.

El primero de ellos es la vida de Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz. Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia cuenta la lucha tremebunda del pueblo indígena guatemalteco. Según Menchú, cada vez que trataba de organizar la oposición se encontraba con la resistencia de sus iguales, los cuales le aseguraban que no iba a cambiar nada, que su vida iba a ser siempre igual, llena de trabajo y sufrimiento.

La segunda historia proviene de la novela El árbol de la ciencia, escrita por Pío Baroja. Uno de los personajes principales de la historia dice:
«la naturaleza es muy sabia. No se contenta sólo con dividir a los hombres en felices y en desdichados, en ricos y pobres, sino que da al rico el espíritu de la riqueza, y al pobre el espíritu de la miseria. Tú sabes cómo se hacen las abejas obreros; se encierra a la larva en un alveolo pequeño y se le da una alimentación deficiente. La larva ésta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera, una proletaria, que tiene el espíritu del trabajo y de la sumisión. Así sucede entre los hombres, entre el obrero y el militar, entre el rico y el pobre.»
Como sintetiza más tarde el protagonista, la naturaleza hace al esclavo y le da el espíritu de la esclavitud.

La tercera historia tiene que ver con perros. En Aprenda optimismo el psicólogo Martin E. P. Seligman detalla sus crueles experimentos de laboratorio con canes. En dichos experimentos, a base de descargas eléctricas que los animales no podían evitar, estos aprendían que nada de lo que hicieran tenía importancia, por lo que dejaban de luchar para evitar el dolor de futuros shocks (ni siquiera se movían). La clave es que dicho comportamiento se mantiene incluso cuando ya es posible actuar para evitar el sufrimiento. Este fenómeno se conoce como impotencia o indefensión aprendida y se ha reproducido en experimentos con humanos (puede verse un ejemplo sencillo en este vídeo).

Me pregunto cuánto «espíritu de esclavo» hay detrás de cada «no va a servir para nada». Yo creo, no obstante, que se trata simplemente de un argumento socorrido para quedar bien frente a uno mismo. La cosa es, mucho me temo, que simplemente somos seres egoístas que no se revuelven hasta que le toca a uno de lleno. Y ya pueden sufrir decenas, cientos, miles o millones -dependiendo del umbral propio y de la distancia física o social- de prójimos, que tanto da mientras no sea la propia piel la que está en juego.
Lo malo de esto es que tiene mucho sentido que sea así, de manera que no cabe esperar que cambie.

domingo, 11 de noviembre de 2012

La carrera de la rata

Foto de mabelzzz
Hay personas con las que tenemos siempre las mismas conversaciones, en las que se dicen siempre las mismas frases en el mismo orden, se hacen las mismas preguntas, se dan las mismas respuestas y se gastan las mismas bromas. En mi caso una de esas personas es cierto familiar cercano (llamémosle Dositeo) que nos recuerda en cada visita la manera en que su cónyuge (a la que nos referiremos usando el nombre de Eustaquia) emula diariamente al protagonista de El gran despilfarro.

Esta pareja está atrapada en lo que Robert Kiyosaki llama la carrera de la rata:
«Como resultado del incremento de sus ingresos, deciden salir y comprar la casa de sus sueños. Una vez en su casa, tienen un nuevo impuesto denominado "impuesto a la propiedad" [...]. A continuación adquieren un nuevo automóvil, nuevos muebles y nuevos aparatos para acondicionar su nueva casa. De repente despiertan y descubren que la columna de pasivos está colmada con la deuda de la hipoteca y las tarjetas de crédito. Ahora están atrapados en la "carrera de la rata". Tienen un hijo. Trabajan más duro. El proceso se repite. Más dinero e impuestos más altos, porque suben de categoría impositiva. Les llega una tarjeta de crédito por correo. La utilizan. La saturan. [...] El vecino los llama para invitarlos a ir de compras [...]. Se dicen: "No compraremos nada, sólo iremos a ver." Pero sólo en caso de que encuentren algo, llevan su tarjeta de crédito en la cartera.»
De modo que este matrimonio nunca gana suficiente dinero, pues sus gastos crecen a la vez que sus ingresos. Sobre el papel, Eustaquia y Dositeo tienen un BMW, un mercedes, casa en la playa, en la montaña y vacaciones en el extranjero, además de televisiones de plasma, iPhone, etcétera. Sin embargo, en realidad son un claro ejemplo de cómo gastar mucho dinero en cosas equivocadas es ortogonal a la felicidad personal.

La semana pasada expuse la idea de que tal vez en los países ricos se trabaja demasiado. Lo cierto es que la obsesión por el crecimiento económico y la generación de riqueza basados en el consumo ha acabado sometiendo a muchos al tipo de vida que describe Geoffrey Miller:
«All you have to do is sit in classrooms every day for sixteen years to learn counter intuitive skills, and then work and commute fifty hours a week for forty years in tedious jobs for amoral corporations, far away from relatives and friends, without any decent child care, sense of community, political empowerment, or contact with nature. Oh, and you'll have to special medicines to avoid suicidal despair, to avoid having more than two children. It's not so bad, really. The shoe swooshes are pretty cool.» 
Globalmente somos más ricos, pero no más felices. Ocurre que las necesidades que tiene la economía para crecer no son las mismas que las que tienen los individuos para ser felices. Como dice Daniel Gilbert:
«la producción de riqueza no es una condición necesaria para hacer felices a los individuos, pero sí sirve para satisfacer las necesidades de una economía, que está al servicio de una sociedad estable, que está al servicio de una red de propagación de creencias engañosas sobre la felicidad y la riqueza. Las economías prosperan cuando los individuos se esfuerzan, pero, como los individuos sólo se esfuerzan por su propia felicidad, es fundamental que crean, aunque sea falso, que la producción y el consumo son las vías hacia el bienestar personal.»
Y es que para ser felices, dicen los psicólogos, una vez cubiertas las necesidades básicas el dinero debe gastarse en experiencias, no en objetos. Una razón de que hagamos lo contrario es que las personas somos realmente malas prediciendo qué nos hará felices. Si el lector posee un trastero o un desván en su vivienda no le será difícil encontrar multitud de cosas que nacieron como una oferta de bienestar y acabaron en una promesa incumplida. Afortunadamente, es poco probable que nada de lo allí guardado haya tenido un impacto permanente en su economía o haya afectado radicalmente a su estilo de vida. Pero la cosa cambia cuando hablamos de casas en las afueras y todoterrenos, gastos que nos pueden condenar durante años a, por ejemplo, largos viajes de ida y vuelta al trabajo (un hecho fatal para nuestra felicidad), o a tener que soportar a un infame rebaño de gilipollas porque «hay que pagar las facturas».

Por supuesto, cabe pensar que mejor ser un rico insatisfecho que un pobre insatisfecho. Yo creo que mi padre, a pesar de que no le falta nada de lo esencial, cambiaría sin pensarlo su lugar con el de Dositeo. Ambos trabajan alrededor de doce horas seis días por semana, pero mientras el hacedor de mis días gasta sus escasas horas de descanso semiinconsciente en un sofá desvencijado de la década de los ochenta, Dositeo puede relajarse de vez en cuando cerca del mar o en su propia casita rural frente al fuego de leña. No obstante, pensar que, ya que vamos a estar puteados igualmente mejor será rodearse de lujo y caprichos, es precisamente el tipo de pensamiento que lo lleva a uno a la línea de salida de la carrera de la rata.

domingo, 4 de noviembre de 2012

El elogio de la ociosidad

El primer monólogo que interpretó Eva Hache en El club de la comedia trataba sobre el dinero, algo que según ella es lo que en definitiva nos distingue de los animales. Con su peculiar estilo atacaba la idea del trabajo como fuente de dignidad:
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«Lo de que el trabajo dignifica... que me digan por favor quién se ha sacado eso de la manga. [...] Vale, vale, vamos a  jugar. Yo puedo imaginarme que sí, el trabajo dignifica. Muy bien. Me levanto a las cinco y media de la mañana. Pongo la lavadora, limpio un poquito por encima la casa. Me monto en mi coche. En el atasco, de dos horas y media, me alegro -y mucho- porque ya he repasado todos los objetivos de la reunión de mi jefe. Llego tarde a la reunión, sin tiempo para desayunar. A la hora de comer me voy al gimnasio para ponerme cañón. Luego por la tarde aprendo una barbaridad en un curso de formación para la empresa. [...] Me monto en mi coche. En el atasco de por la tarde -que son tres horas y cuarto- me digo "¡Qué feliz soy! ¡Qué raro! Si no tengo la regla... ¡ah! Que a lo mejor va a ser porque solo me quedan doce años para pagar los intereses de mi chalet adobado (sic)". Llego a mi casa que parezco la exnovia de Chucky. Mi marido me da tres camisas para planchar, un niño para limpiarle los mocos y además me dice: "¿qué tal cariño?". ¿Y yo qué le digo? Yo le digo: "¡Digna! ¡Me siento digna! ¡Estoy levantando España con estas dos manos!"»
Bertrand Russell rechazó de forma parecida esa misma idea de que el trabajo dignifica en su ensayo El elogio de la ociosidad, escrito en 1932:
«Si le preguntáis [al que trabaja] cuál es la que considera la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: «Me agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento». Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores.»
Para el británico carecía de sentido el rumbo que estaba tomando la economía, basada en la producción de una cantidad mayor de bienes. Basta con visitar cualquier supermercado de un país desarrollado para ver una larga serie de productos cuya necesidad es dudosa, o cuya infinita variedad y abundancia son difíciles de justificar. ¿Por qué habríamos de seguir trabajando largas horas una vez satisfechas las necesidades básicas? Russell pensaba que lo lógico sería aprovechar el aumento de productividad para disfrutar de más tiempo libre:
«La solución racional sería, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades primarias y las comodidades elementales para todos, reducir las horas de trabajo gradualmente [...] Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para emplearlo como creyera conveniente.»
En el mismo sentido se manifestó Keynes, celebérrimo economista y contemporáneo de Russell. Él creyó que los progresos tecnológicos nos permitirían vivir tranquilamente sin apenas necesidad de trabajar. Hace poco el hombre más rico del mundo también ha opinado que se debería trajinar menos horas (aunque durante más años). Al fin y al cabo ¿para que están las máquinas?

Lo cierto es que tanto el trabajo como sus frutos -la riqueza- están mal repartidos. Los hay que no trabajan nada y les sobra el dinero. ¿Qué lógica tiene que algunos trabajen cincuenta, sesenta o setenta horas a la semana mientras otros están parados y no pueden ganar dinero suficiente ni para comer? ¿Por qué matarse a currar si la riqueza generada va ir a parar al uno por ciento de la población más rico, que ya tiene de sobra sin merecerlo? Buena parte de los habitantes de este mundo no saldrá de la pobreza por más que laboren. ¿De qué sirve ser globalmente más ricos si se tira a espuertas en un lado del planeta mientras lo esencial escasea en buena parte del otro? ¿Y por qué perder tiempo y recursos fabricando la enésima copia de mermelada de melocotón? ¿No podríamos pasar tranquilamente sin explotar al personal para sacar un nuevo modelo de iPhone cada año? Quizá no deberíamos guiar la mano invisible para que nos haga bregar aún más, sino para repartir mejor.

Si la perspectiva general no convence al lector, tal vez lo haga particular. La mayoría de nosotros nos dedicamos a trabajos sin sentido, totalmente prescindibles, vacuos y, a menudo, absurdos. Aunque el trabajo puede ser una fuente inmensa de satisfacción, cada vez estoy más seguro de que solo disfruta de ello un pequeño porcentaje de la población. Me atrevería a decir que nueve de cada diez lectores del blog trabajan solo por dinero (para averiguar si es su caso compruebe lo siguiente: ¿trabaja el domingo en lo mismo que hace durante la semana, solo porque le satisface?). Así pues, ¿cuánto tiempo de su vida quiere el lector echar a perder? ¿No sería mejor que ocupara su tiempo en disfrutar con los amigos o sus hijos en lugar de estar luchando con una panda de gilipollas? Una vez asegurado lo esencial (cobijo, alimento y esas cosas) parece recomendable apuntar hacia otros aspectos de la vida.

Haber trabajado mucho es un arrepentimiento común en las fases tardías de la vida. Para los griegos trabajar no era una virtud, sino un mero requisito de la vida. En su visión del mundo el trabajo es necesario para subsistir, pero el que solo da el callo es un esclavo, alguien que ha perdido su autonomía y no puede alcanzar la vida buena. Como decía Russell en su ensayo:
«El hecho es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare.»
Desgraciadamente, no siempre podemos elegir cuánto tiempo trabajamos al día. Pero si usted puede, considere que reivindicar la dignidad del trabajo podría ser un truco de algunos para mantener contentos a los pobres esclavos (a fin de cuentas, bien se cuidan ellos de permanecer indignos). Y si finalmente opta por tener más tiempo para sí, por favor, no lo malgaste.

domingo, 28 de octubre de 2012

Cómo lidiar con los gilipollas en el trabajo

Martín se acercó a hablar con la persona que debía tratar el último caso que había llegado al sistema de gestión de incidencias. Le explicó lo sucedido, las comprobaciones que sería bueno hacer y algunos detalles más que consideró le serían útiles al encargado de resolver el problema. Cuando terminó de hablar, el individuo al que se había dirigido levantó su cuaderno y enseñó a Martín lo que había estado garabateando mientras Martín hablaba. En la hoja ponía: «no estoy aquí para atender tus tonterías».

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Robert I. Sutton es el autor del libro The No Asshole Rule: Building a Civilized Workplace and Surviving One That Isn't (hay traducción al español pero está descatalogada), una obra que nació como un simple artículo publicado en el Harvard Business Review. En el quinto capítulo de este pequeño manual el profesor expone algunos consejos para afrontar un trabajo donde se esté expuesto a algún gilipollas. He aquí un pequeño resumen de dicho capítulo que ojalá ayude a todos aquellos que, como los protagonistas de las historias que jalonan el texto de esta entrada, tienen que vérselas con impresentables todos los días.

Huye

El primer consejo es obvio: si las personas que te rodean en el trabajo te amargan la vida, cambia de trabajo. No esperes. Los consejos siguientes, aunque pueden hacer soportable el día a día, no deberían disuadirte de buscar una salida definitiva a esa situación de abuso.

Cambia cómo ves las cosas

Modificar la actitud frente a los acontecimientos puede ayudar a reducir el daño. Evitar culparse a uno mismo por cómo está siendo tratado o ver las dificultades como algo temporal protegerán tu salud mental.

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Jacinta acudió por enésima vez al puesto de trabajo de la persona que debía haberle entregado cierta información bastante tiempo atrás. Cuando volvió a reclamársela, el susodicho se puso en pie y empezó a gritar a Jacinta en mitad de la oficina, acusándola entre otras cosas de mentirosa.
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Espera lo mejor, asume lo peor

No esperes que el comportamiento de ese gilipollas cambie, de modo que mantén bajas tus expectativas en lo atinente a un cambio de actitud. Sin embargo, sé optimista en lo que se refiere a cómo te afectan sus malos modos. Piensa que siempre saldrás bien parado de la situación, emocionalmente ileso.

Desarrolla indiferencia y desapego emocional

Como dice el autor, aprender a que todo te importe una mierda en ciertos momentos no es el tipo de consejo que uno puede esperar en un libro sobre negocios, pero es una cualidad útil para sacar lo mejor de una mala situación. Si te están oprimiendo o humillando, preocúpate lo menos posible de los gilipollas responsables. En lugar de ello piensa en cosas placenteras lo más a menudo que puedas. Céntrate en llegar a la hora de salir o en lo bueno que tengas ese día. Hay ocasiones en las que lo mejor para tu salud mental es que todo te resbale.

Busca pequeñas victorias

Para sobrevivir necesitas sentir que controlas tienes el control. Una forma de lograr esa sensación de control, según Sutton, es llevar a cabo pequeñas acciones que reduzcan tu exposición al veneno de la gente. Construir refugios (ver más adelante) o ayudar a alguien que esté en la misma situación es bueno para ti. Si no puedes ganar la guerra contra ese cabrón empieza a buscar las pequeñas batallas que puedes decantar a tu favor.
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La jefa de departamento ordenó a Fortunata y Dorotea que se ocuparan del papeleo entrante de forma alterna. Fortunata hizo caso omiso y empezó a asignarse todas las tareas entrantes, incluso aunque debido a la carga de trabajo tuviera que dejarlas paradas en su mesa durante días o resolverlas malamente. Solo se dirigía a Dorotea para concitar a unos compañeros frente a otros, pontificar acerca de la profesionalidad o recriminarle a Dorotea las ausencias de su puesto, aunque estas se debieran a necesidades fisiológicas. Su tono siempre era acerbo y condescendiente. En la revisión anual de competencias la jefa de Dorotea le bajó la nota, que hasta entonces siempre había sido la más alta.
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Limita tu exposición

Procura que tu trato con hijos de la gran puta sea lo más infrecuente, breve y superficial posible. En primer lugar, porque eso limita el daño directo. En segundo lugar, porque el control sobre la interacción es una de esas pequeñas victorias que dan sensación de control. Reúnete con ellos lo mínimo imprescindible. Utiliza el correo electrónico o el teléfono en lugar de los encuentros en persona, así te será más fácil mantenerte indiferente a nivel emocional.

Construye refugios

Busca sitios donde te puedas esconder de los energúmenos y juntarte con gente agradable. Comparte tus penas con otras víctimas. Quédate cerca de los colegas que te apoyan. No conviertas esos encuentros, sin embargo, en un muro de las lamentaciones; céntrate en cambiar cómo ves y cómo te afectan los hechos.

Pelea y gana las batallas adecuadas

En lugar de dejarte atrapar en la espiral de insultos y vejaciones responde siempre a la gente airada con calma y hablándoles con respeto. Explícales de forma suave tus demandas y las razones por las que no mereces ser el blanco de su ira. Si quieres ir más allá y arriesgar un poco, explica Sutton, puedes probar pequeñas venganzas que castiguen su comportamiento o les pongan en ridículo frente a todos los demás.

sábado, 20 de octubre de 2012

La noria

Al hablar de los propósitos de año nuevo vimos cómo somos presas de la falacia del yo futuro, ese ser -nosotros mismos- inalcanzable que mañana estará menos cansado o estresado, que tendrá tiempo libre suficiente para dedicar a tareas pendientes; un yo que elegirá no quedarse sentado en el sofá viendo una serie, sino que se pondrá manos a la obra y avanzará en todo aquello que se prometió que haría.

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El error de considerarnos personas mejores en el futuro es, al menos en parte, producto de un equívoco mayor, a saber, creer que en ese futuro habrán desaparecido los impedimentos del presente. Es, además, una demostración diaria de cómo tropezamos continuamente con la misma piedra y somos ciegos a lecciones que se sitúan a dos palmos de nuestras narices.

Sirva de ejemplo la siguiente historia personal. Mi jefe se acercó hace poco a preguntarme cómo va nuestro proyecto de mejora del servicio. «Muy retrasado», le dije. Y tanto. Solo el comienzo se ha pospuesto diez meses, y en menos de un mes desde que se lanzó oficialmente nos hemos desviado ya veinte días respecto a lo planificado, planificación que se hizo tomando en consideración cierta cantidad de aplazamientos que a ciencia cierta surgirían. Somos, pues, víctimas de la ley de Hofstadter: «todo lleva más tiempo del planeado, incluso teniendo en cuenta la ley de Hofstadter». Cuando le conté qué estaba haciendo ahora mismo en lugar del proyecto (crear esto, cambiar aquello, arreglar lo otro, etcétera, etcétera) me dio su aprobación, dijo que sería una situación temporal, que habían coincidido un par de cosas negativas, y que el resto de tareas solo había que hacerlas una vez. Se supone que después de esto todo irá rodado.

No será el caso. Porque una vez resueltos los problemas de ahora, llegarán otros nuevos. Nuevos clientes con nuevas peticiones que necesitarán nuevos sistemas que tendrán nuevos fallos. Así es la vida. Los problemas de ahora pasarán, pero la llegada de problemas nuevos es continua. A mi modesto entender, es algo que sucede a todos los niveles y en todas las esferas de la vida. Yo lo aprendí cuando empecé a gestionar mis finanzas con un programa al efecto. Los primeros meses pude ver cómo el dinero se escapaba sin yo quererlo debido a imprevistos. Al hacer cálculos sobre mis ganancias netas futuras solía pensar «este gasto no debería volver a ocurrir, por lo que podré ahorrar más el próximo trimestre». Pero eso no llegó a pasar nunca: las previsiones fallaban una y otra vez. Cuando no había que pagar la reparación del coche había que comprar un frigorífico nuevo, o si no hacer un viaje súbito, o hacer frente a impuestos nuevos, o ir al fisioterapeuta, o abonar seguros, o hacer un regalo no contemplado, o prestar dinero a mis padres para que pudieran hacer frente a sus propios pagos inopinados. El mismo gasto inesperado podía no volver a darse en años, pero la sucesión de imprevistos no cesaba. Siempre pasaba algo. Igual que me ocurre ahora en el trabajo, solo atender lo imprevisto -aquello que supuestamente no debería volver a repetirse- borraba cualquier posibilidad de progreso. Me sentía a bordo de una noria, en movimiento pero sin avanzar realmente.

Esperar al momento oportuno para hacer algo puede ser una idea terrible. Es muy improbable que ese momento llegue nunca. ¿Qué posibilidades hay que de que todo lo que te estorba desaparezca a la vez? ¿Cuánto podría durar tal situación? Como le explicaba el viejo Jay a Phil en un episodio de Modern Family:
«Phil: Me han ofrecido ser socio en una agencia nueva.
Jay: ¡Oh! Me alegro.
Phil: No estoy tan seguro. Sí, tiene muchas ventajas, pero ahora tengo un puesto estable. Tengo tres hijos y al menos una irá a la universidad. En el peor de los casos irán todos.
Jay: ¿Y qué opina Claire?
Phil: No se lo he dicho todavía, quería hablar primero contigo. Tú viviste esto.
Jay: Pues creo que solo puedes hacerte una pregunta.
Phil: ¿Si estoy preparado para dirigir mi propia empresa?
Jay: Nah, tienes don de gentes, eres un buen vendedor; has logrado mantener la familia en tiempos duros.
Phil: Entonces ¿qué? ¿Si es buen momento?
Jay: Nunca es el momento perfecto, la casa podría incendiarse mañana. La pregunta es "¿te apetece?"»
Cuando uno de mis mejores amigos volvió de visita a España tras haberse mudado a Irlanda, me dijo que uno de los cambios más notorios era que allí no podía esperar a que dejara de llover para hacer planes al aire libre, porque en Dublín diluvia constantemente. Si lo que principalmente te está frenando a la hora de hacer algo que deseas (ya sea aprender un nuevo idioma, tocar un nuevo instrumento, cambiar de trabajo o tener un hijo) es la sensación de que no es el momento adecuado, tal vez deberías reconsiderar tu posición. En la vida no para de llover, solo varía la intensidad. Siempre habrá recibos que pagar y relaciones que atender, enfermedades que te minarán y cosas que se romperán. Siempre habrá una excusa. Lo único que no habrá es más tiempo.

domingo, 7 de octubre de 2012

En un mundo de tuertos

Una de las muchas ventajas de Facebook es que permite a los amigos insultarte públicamente en tu muro sin importar la distancia que medie entre ambos. Le pasó a una querida amiga hace no mucho cuando publicó una viñeta de contenido político que terminaba con la frase «No hay nada más tonto que un obrero de derechas». El resultado fue el habitual en estos casos: razones enfrentadas profusamente sazonadas con insultos y pullas. Precisamente ese día regresaba yo a la mesa de trabajo tras el almuerzo y ahí estaban mis compañeros, acusándose los unos a los otros de rojos y de fascistas, escenificando exactamente lo mismo que había tenido lugar en la red. Por el volumen de los gritos era obvio que el intercambio de argumentos había cesado bastante tiempo atrás. Cuando yo llegué solo quedaba el cruce de improperios, después de lo cual se echaron unas risas por el ridículo hecho y, al final, vuelta al tajo.
Foto de mabelzzz

La viñeta de la discordia me recordó otro tuit que captó mi atención en su momento: «Esquizofrenia española: Ser pobre y votar a la derecha». Esa es una solución breve a una aparente paradoja que suelen observar los de la banda izquierda. No es cosa solo de este país: en 2004 se publicó un libro en EEUU que abordaba la contradicción y en el que se ofrecía otra posible respuesta (básicamente, que los republicanos habían engañado a los trabajadores y habitantes del campo para conseguir su voto).

Lo cierto es que puede haber motivos razonables por las que un obrero o alguien con el sueldo mínimo vote a los conservadores. Este podría pensar que son gestores competentes (lo cual puede resultar cierto o no). O quizá lo que quería era castigar al otro partido por corruptos o chapuzas. Pero algo así ¿no debería pasar en contadas ocasiones, como la crisis actual? Si sucede continuamente ¿no está tirando piedras contra su propio tejado, el muy bobo?

Al parecer lo que sucede en realidad es que normalmente no votamos a quienes comparten nuestra clase social, sino a quienes nos une nuestro marco moral. Esa es al menos la conclusión que se extrae de los trabajos hechos por George Lakoff (psicólogo cognitivo) y Jonathan Haidt (psicólogo moral). Algunas personas dan preferencia a la libertad individual sobre la protección de los demás, y viceversa. Podemos concebir la justicia como retribución o como igualdad. Nos puede importar o no el patriotismo y la unidad de la nación. Tal vez valoremos el orden y la autoridad, tal vez nos parezca que ambas cosas deben ser cuestionadas. Quizá queramos simplemente que todo siga más o menos como está y se mantengan las tradiciones; quizá deseemos justo lo contrario. Hay quien está convencido de que existe un orden sagrado dictado por una deidad y que debe ser mantenido a toda costa; muchos sienten lo contrario. Por no hablar de temas como la inmigración, la guerra y el aborto. Qué valoramos y en qué orden de prioridad es lo que más influye acerca de la papeleta que va finalmente en el sobre.

Por tanto, es probable, verbigracia, que algunos de los catalanes que secundaron el movimiento No vull pagar voten de nuevo el mes que viene al presidente actual si lo más importante para ellos es la independencia. No verán una contradicción en apoyar al gobierno contra el que se rebelaron; más bien les parecerá que anteponen intereses de orden superior o otros inferiores. Todos sacrificamos a diario cosas en virtud de otras más importantes. No es distinto cuando tomamos decisiones políticas. Y la economía es solo una de las muchas facetas vitales modeladas por las ideologías.

El gran Ortega y Gasset dejó escrito:
«Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral»
Así, cuando valoramos a los del bando contrario según el hemisferio moral propio nuestra percepción carece de profundidad, igual que ocurre cuando vemos con un solo ojo. Tan idiota le parece a un socialista un obrero que apoya a quienes probablemente le asfixiarán económicamente, como estúpido se antoja a un conservador alguien rico que está de parte de quienes le quitarán su dinero mediante impuestos. Sin embargo, basta con mirar usando ambos ojos para -como decía mi amiga una vez armado el granizo- encontrarle su lógica.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Una historia del corazón

Todos a lo largo de la vida pasamos por situaciones que nunca habríamos imaginado que tendríamos que pasar. Situaciones para las que nunca te habían preparado y que te encuentras un buen día sin más. Situaciones que al final son las que acaban determinando quién eres.

Hace casi seis años ya, sufrí una de esas situaciones. Yo no hice nada para salir de ella, simplemente tuve suerte de tener a mi lado a las personas adecuadas. Ellos son los verdaderos protagonistas de la siguiente historia, que lo único que pretende es conseguir que se repita una y otra vez:


Desde entonces mi vida no ha dado ningún giro radical, no hay detrás ninguna de las muchas historias increíbles de superación que podemos ver día a día, ni siquiera fui consciente del impacto que supuso en mi círculo más próximo en su momento hasta tiempo más tarde, ya que se puede decir que yo no lo viví.

Una vez llegué a tomar conciencia de lo excepcional del caso, sabía que en algún momento habría de servir para algo más que para continuar respirando, pero no tenía ni idea de como usarlo. Así han transcurrido los años hasta que Esther y la plataforma de la que forma parte (EdCivEmerg) vinieron a mí, dándole por fin un sentido.

“porque los niños de hoy pueden salvar una vida mañana”

domingo, 23 de septiembre de 2012

In memoriam J.C.F.

A mi abuelo le encantaba el queso.

Hasta bien entrada la adolescencia siempre veraneaba en la aldea natal de mi padre, una casita perdida en medio de los montes de Lugo, en Galicia. Mis hermanas y yo pasábamos allí los días cuidando de los animales de la granja y correteando por los prados. Con mi abuelo aprendí a ordeñar vacas, a segar y rastrillar la hierba con la que alimentarlas, a dar de comer a cerdos, gallinas y corderos, a cortar leña y a hacer pan. Es curioso cómo a veces pasan por vacaciones lo que es trabajo en toda regla. Aún hoy mi padre no para quieto cuando vuelve a esa casa, yendo de recoger cosas del huerto a recolectar miel de las colmenas, mientras mantiene de paso el fuego del horno.

Se fue de a poco, mi abuelo. Durante el último par de años había que bañarle, levantarle y acostarle. No siempre era capaz de comer él solo. Por desgracia llevaba los últimos meses deslizándose por la pendiente de esa enfermedad que todo lo borra. Cuando le vi por última vez -no hace ni treinta días atrás- ya no reconocía a nadie salvo en momentos puntuales de lucidez, cada vez más espaciados. Hablaba, pero eran solo palabras sueltas en un débil susurro. Solía mantener una sonrisa infantil cuando conversabas con él. Ni rastro del mal genio que decían que gastaba; con nosotros siempre fue encantador.

Lamentablemente, en las dos últimas semanas su estado empeoró rápidamente. Ya no se podía mantener sentado, por lo que estaba en la cama todo el día. Después dejó de comer, y hubo que alimentarle con jeringuillas llenas de zumo. Al final dejó de beber también. El pasado domingo, dieciséis de septiembre de 2012, a eso de las nueve y media de la noche, su respiración se desvaneció como lo hacen las canciones, fundiéndose lentamente con el silencio. Le rodeaban su mujer y tres de sus cinco hijos. Tenía ochenta y nueve años recién cumplidos.

Nunca antes había perdido a un miembro cercano de mi familia, y solo una vez había estado en un velatorio, el del padre de mi mejor amigo. «Parece un muñeco» fue lo primero que pensé cuando vi el cadáver de mi abuelo en el tanatorio. Había adelgazado mucho, se le notaba consumido por tantos días sin comer. Para colmo, la persona que preparó el cuerpo no debía de ser muy diestra; mis tíos se quejaban de que no parecía él. Aún así estaba elegante con su traje y su corbata, su pose señorial y el rosario entrelazado entre sus manos -antes recias, ahora huesudas-. «Nuestro más sentido pésame», «es ley de vida», «ahora descansa» y otros tópicos del mismo tenor formaron la retahíla de condolencias del velatorio, fórmulas al uso para un momento en el que en realidad no hay nada que decir. Finalmente lo enterramos en el panteón familiar que él mismo construyó allá por la década de los sesenta. Su cuerpo reposa ahora en el hueco inferior del lado derecho. Sin duda fue el acto físico de meter allí el ataúd la peor parte de todo el proceso. Hay algo terrible en ello que no puedo explicar.

Mi abuelo trabajó todos los días de su vida hasta que los problemas en sus piernas le obligaron a quedarse sentado. Era otro tipo de trabajo, de aquel en el que uno mismo se queda con los frutos de su esfuerzo. Cuando yo era pequeño casi todo lo que se comía en aquella casa era hecho allí: frutas, verduras, pan, leche, carne, huevos... y el queso, ese queso de fortísimo sabor que hacía siempre de postre, el cual mi abuelo cortaba con la navaja que llevaba encima a todas horas (una navaja de las de pueblo, fabricada en la cuchillería del pueblo), acompañándolo de pan o miel, según la apetencia del momento. Todos los años volvíamos de allí con el maletero convertido en improvisada despensa, acomodando como se podía las maletas entre las viandas. A mí me daba un poco sensación de saqueo.

No obstante, los mejores frutos que han salido de aquella casa han sido mi padre, sus dos hermanos (uno de los cuales es mi padrino) y sus dos hermanas (una de las cuales es mi madrina), todas ellas personas fuertes, trabajadoras y solícitas que ahora dan continuidad a ese haz de pensamientos, pasiones y emociones que fue su padre.

Una vez leí que a menudo la muerte se considera una falta de consideración para con los vivos. Sea como sea, ahora toca ocuparse de los que se quedan. Especialmente de mi abuela, que tras sesenta años de matrimonio ha perdido, en un sentido bastante literal, una parte de sí misma. En las parejas que llevan mucho tiempo formadas la mente de uno se extiende hacia la del otro y ambas se entrelazan, hasta el punto de que comparten espacio en sus cabezas para guardar los recuerdos del otro, se influyen mutuamente y piensan de forma conjunta.

«¡Qué triste!» suspiraba la pobre mujer tras la misa mientras mi hermana y yo la acompañábamos de nuevo al coche, sujetándola cada uno de un brazo. Aunque soy ateo la acompañé en silencio durante su rezo del rosario con la ingenua esperanza de repartir un poco la carga del dolor. Su hermana también estaba allí y, al igual que mi abuela, ha perdido a su marido este verano. Me temo que la mayor esperanza de vida de las mujeres lleva consigo la maldición de ver morir a los hombres que quieren.

Al contemplar aquel féretro por primera vez sentí rabia. Tuve ganas de liarme a patadas con todo. Por el dolor de los seres queridos allí reunidos. Porque no podré volver a ver a aquel hombre sentado en su rincón habitual de la mesa disfrutando del vino y el queso. Por mis primos pequeños, que han perdido a su abuelo tan pronto y no podrán aprender de él lo que yo aprendí. Por el absurdo, la banalidad y el sinsentido de la existencia humana.

La sensación que tengo ahora es que la vida se reduce a ver morir a los que te rodean -algunos de los cuales te importan, muchos otros que no- para después, algún día, morirte tú. Y cada noche, mientras intento quedarme dormido, me pregunto quién será el siguiente.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Autosabotaje

Como tantos otros, he estado enamorado varias veces. Como tantos otro, he estado enamorado de personas que no me correspondían. Y como tantos otros, he estado enamorado de quien no me convenía. Una de las lecciones de la adolescencia es que uno no elige de quién se enamora; los sentimientos te atrapan sin más.

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Venimos al mundo con un buen puñado de preferencias, gustos, inclinaciones y necesidades preprogramadas. La crianza, la educación, la cultura y las experiencias vividas añaden algunas más. Para cuando somos adultos cargamos con una mochila considerable de impulsos y frenos automáticos. Algunos son más o menos maleables, pero otros (innatos) parecen inalterables. Según el caso, puede requerir tanta energía cambiar que pocos se toman la molestia.

Para Richard David Precht la conclusión de todo lo anterior es deprimente (el énfasis es mío):
«Even if I liberate myself from many external constraints, my desires, preferences, and longings remain unfree. I am not the one determining my needs -they are determining me! And that is why many neuroscientists claim that people are utterly incapable of 'reinventing' themselves»
A veces esas necesidades y deseos que nos vienen dados no están alineados con lo que nos conviene, como decía al principio. El resultado es que nos saboteamos a nosotros mismos por acción (hacemos cosas que preferiríamos no hacer) o por inacción (no hacemos cosas que querríamos hacer). Los ejemplos abundan por doquier. Mujeres que solo se ven atraídas por hombres proclives a la infidelidad o a desaparecer inmediatamente tras meter. Hombres a los que les gustaría sentar la cabeza pero que están abonados a labrar en tajo ajeno. Parejas en las que uno quiere hijos y el otro no. Individuos envidiosos de todo y de todos. Empleados que anhelan renunciar a obtener satisfacción en su trabajo. Gente dadivosa en lo personal que preferiría no volcarse tanto hacia los demás porque siempre salen escaldados. Celosos patológicos sin ninguna justificación. Personas a las que les gustaría no dejar todo para el último minuto.

Todos ellos desearían cambiar, transformar sus pulsiones internas y pensar o actuar de otra manera. «Quisiera ser el tipo de persona a la que eso no le preocupa» me decía, verbigracia, un amigo cuando hablábamos de la búsqueda de realización en el trabajo. A mí personalmente me gustaría, entre otras muchas cosas, no darle tantas vueltas a todo, no ser tan cobarde y no estar enganchado al azúcar.

Lamentablemente, me temo que no elegimos nada de lo anterior: ni las necesidades ni los deseos ni las preferencias ni el objeto de nuestras preocupaciones. Lo que sucede es que el subconsciente pide algo («¡quiero una casa más grande!») y la razón se lo niega («no hay dinero») pero el primero hace caso omiso y sigue rogando y pataleando, amargando a uno la existencia. Más tarde, cuando es la razón la que se fija un objetivo («debo ver las cosas buenas que tengo») si el subconsciente no está interesado hará oídos sordos y seguirá a lo suyo («¡quiero una casa más grande!»), denegando el impulso interno que tanto ayuda a la consecución de nuestros objetivos.

No digo que seamos totalmente esclavos de nuestras propensiones. A veces podemos hacer valer nuestra voluntad para no llevar a cabo todo lo que nos pide el cuerpo, pero no parece que seamos capaces de cambiar qué es eso que nos pide. Difícilmente nos levantaremos un día queriendo desde lo hondo de nuestra persona aquello que anoche queríamos querer. Es cierto que algunas de las cosas que he mencionado cambian con el tiempo pero, como digo, no ocurre de forma voluntaria. Más bien creo que nos vamos adaptando a base de intentar ignorar esa vocecilla interna -aunque se resista a callar, la condenada-.

Ojalá en el caso del lector sus deseos conscientes coincidan con los que surgen de su interior, especialmente en lo que atañe a cuestiones importantes. Eso le ahorrará muchas amarguras.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Disfrutar la vida

Colin Farrell interpretó en un episodio de Scrubs a un irlandés juerguista cierrabares que le decía a los doctores:
«¿Vosotros qué, troncos? Aquí salvando vidas todos los días, y aún así salís y quemáis los bares. Porque vosotros salís de noche ¿verdad?» 
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Cuando los jóvenes galenos le dicen que, debido a sus horarios, lo que hacen realmente es acostarse temprano él replica:
«Tíos, ya dormiréis cuando estéis muertos. Tenéis que salir a la calle, tenéis que hablar con extraños. Desayunar cervezas. Enrollaros con la chica más fea de la fiesta. Iros de viaje a Texas ¿sabéis? Bailad con mujeres cansadas de sus maridos. La vida os pone todo en el regazo. Atreveos a abrazarla»
Su personaje me recordó al también irlandés George Best, un futbolista de la década de los sesenta a quien se atribuye la frase «he gastado mucho dinero en mujeres, alcohol y coches; el resto lo he desperdiciado». En la vida real, Farrell tiene un tatuaje en el brazo con la frase carpe diem. Según él, esa locución latina significa que hay que aprovechar el día, vivir el momento y dejar que el ayer desaparezca. Para el filósofo Julian Baggini dicha interpretación es una receta para el desastre:
«Si eso fuera lo que carpe diem significa realmente, yo diría que Farrell ha cometido un error al intentar vivir siguiendo esa definición. Vivir sólo para el momento y olvidar el mañana o el ayer no es una receta para la satisfacción. El problema es que los placeres van y vienen, y el mañana que imaginamos que jamás llegará casi siempre llega. El hedonismo puro nos deja vacíos, siempre estamos anhelando más placer y jamás no sentimos saciados. Las llamadas de atención están ahí, desde Platón y Aristóteles hasta Dorothy Parker pasando por Kierkegaard.»
Nunca he comulgado con el hedonismo simple típico del filósofo de bar. En primer lugar, porque no creo que dé sentido a la vida. Stephen Hetherington lo resume muy bien:
«La gente no piensa por lo general que si un gato siente placer, eso le otorga sentido a su vida. Así que la próxima vez que oigas a alguien explayarse entusiasmada sobre el sentido que dan a su vida la "buena comida, el buen vino, la buena conversación, en fin, el placer puro y llano", pregúntate si es tan obvio que su vida adquiera por ello más signifcado que la vida de un gato feliz. ¿Es acaso el placer como tal demasiado frívolo como para contribuir a darle verdadero significado a una vida?»
En segundo lugar, porque soy una de esas personas que necesita la narrativa para vivir. Una existencia basada en la mera sucesión de episodios de goce me parece vacía y sin significado. No quisiera que, si algún día viera pasar toda mi vida por delante de mis ojos, lo único que se proyectara ante ellos fuera una comilona seguida por otra comilona, seguida por un polvo, seguido por una comilona. Creo que la vida, como las buenas series de televisión, necesita una trama transversal que alumbre un todo satisfactorio. La típica serie basada en el caso de la semana acaba aburriendo a cualquiera.

Vivir cada día como si fuera el último implicaría la imposibilidad de llevar a cabo proyectos vitales. «He aprendido a depender [de Dios], a vivir al día y a renunciar a hacer planes. Tenemos el día de hoy, pero quizá no tengamos el de mañana», dijo una de sus entrevistadas a la doctora Kubler Ross. Nada nos garantiza que llegue el mañana, es cierto, pero eso es una invitación a no postergar las cosas, no a renunciar a nuestros planes a largo plazo. La flexibilidad mal entendida que conlleva renunciar al timón da un resultado opuesto al buscado.

Hay una tercera razón para que no comparta el enfoque del que estamos hablando. Es una razón que, además, hace que se me atraganten las personas que se guían por un estilo de vida así. Me temo, sufrido lector, que hemos llegado al punto en el que me pongo a pontificar, de modo que le entenderé si se salta los dos párrafos siguientes.

No somos el puto oso Yogui. El mundo no es un panal de miel puesto a nuestra disposición para darle gusto al cuerpo. No estamos solos. Otras personas -cercanas o no- nos necesitan. Tenemos obligaciones para con los demás. La vida no es solo diversión y jodienda. Nuestro disfrute no puede subvertir nuestro sentido del deber. ¿Qué pensaríamos de un médico que no atiende una urgencia porque está disfrutando del postre en su hora libre para comer?

No digo que debamos hacer vida ascética. Lo que digo es que hacer de los chutes de serotonina y dopamina un fin en sí mismo es reprochable, más aún cuando muchos sufren tanto y tan continuamente.  Mientras unos pocos nos ponemos ciegos a aperitivos, otros muchos tienen que atarse fuertemente una cuerda a la cintura para dejar de sentir hambre. Los analgésicos que algunos toman para la resaca los fabrican empresas que llevan a cabo sus ensayos médicos en países del tercer mundo sin ninguna ética médica. Millones de personas no tienen acceso a los avances científicos producidos en los últimos cien años. La fruición propia no es lo más importante del mundo. A mi juicio, es una obligación moral renunciar a parte de ella por el bien de los demás dedicando, verbigracia, el dinero que gastamos en comida y bebercio de utilidad marginal reducida o nula a mejores fines.

Una vez conversaba con alguien acerca de visiones sobre la vida y, en su caso, solo supo decirme que lo que tenía claro era que la vida hay que disfrutarla. En casos así, ya se refiriera a placeres simples, a gratificaciones o a estados de flujo la perspectiva es siempre la misma: «¿qué puedo obtener yo del mundo?». Curiosamente, las investigaciones en psicología apuntan en la dirección contraria: si lo que se busca es ser feliz la perspectiva adecuada tal vez sería «¿qué puedo darle al mundo?».