domingo, 25 de noviembre de 2012

Boguemos

Toqué un ordenador por primera vez a los siete años, en clase de informática. Mi colegio era uno de los pocos que por aquel entonces disponía de ellos. Durante toda mi infancia deseé tener mi propio PC en casa pero mis padres no podían permitírselo. Tuve que esperar hasta la mayoría de edad para que mi tío tuviera a bien donarnos uno de los que ya no necesitaba en su oficina, un Pentium MMX con Windows 98 SE y monitor en blanco y negro. La situación ha sido bien distinta para mi primo pequeño. Al tener tan solo diez años, para él los ordenadores han existido «desde siempre», y tener uno en casa le es tan natural como la televisión en la sala de estar. Televisión que, a su vez, para mí siempre ha estado allí, mientras que mis padres pasaron buena parte de su vida sin ella. Podríamos seguir así retrocediendo hasta algún antepasado que le contara a sus nietos batallitas sobre un mundo sin ruedas o sin fuego.
Foto de mabelzzz

Es lo que tienen los mayores, que gustan de hacernos notar las ventajas de los tiempos modernos, ventajas que ellos no disfrutaron y que nosotros damos por sentadas. Mi abuela, por ejemplo, no vivió en una casa con retrete hasta pasada la treintena. Mi madre durmió con ella en una casa llena de goteras y sin calefacción toda su infancia. Y he perdido la cuenta de las veces que mi tío me ha contado la historia de su SEAT seiscientos quebradizo, con una cuerda para abrir el agujero de la calefacción situado bajo el asiento trasero.

Las ventajas de las que gozamos no se reducen a avances tecnológicos o comodidades prácticas. Cuando mis padres se casaron el divorcio no era legal en España. Ni ellos ni mis abuelos pudieron votar, manifestarse o declararse en huelga durante buena parte de sus vidas. Sin embargo todos esos derechos son algo normal para los de mi generación. El problema de estar habituados a ellos es que nos hemos vuelto unos malcriados irresponsables y desagradecidos. «Las nuevas masas» escribió Ortega y Gasset «se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y, además, seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro». Y continúa:
«Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que "está ahí", de lo que decimos "es natural", porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural.»
«[E]l hombre hoy dominante es un primitivo, un Naturmensch emergiendo en medio de un mundo civilizado. Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es: ni siquiera ve en él la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza. El nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico. En el fondo de su alma desconoce el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización, y no alargará su entusiasmo por los aparatos hasta los principios que los hacen posibles
Ese es el problema: ni el estado del bienestar ni el ejercicio de nuestros derechos son en modo alguno naturales. Son logros artificiales cuya adquisición ha requerido mucho tiempo y trabajo cooperativo, y que requieren esfuerzo constante por parte de todos para mantenerse:
«la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida, es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo, son insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se pueden sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos.»
«La civilización no está ahí, no se sostiene a sí misma. Es artificio y requiere un artista o artesano. Si usted quiere aprovecharse de las ventajas de la civilización, pero no se preocupa usted de sostener la civilización..., se ha fastidiado usted. En un dos por tres se queda usted sin civilización. ¡Un descuido, y cuando mira usted en derredor, todo se ha volatilizado! Como si hubiese recogido unos tapices que tapaban la pura naturaleza, reaparece repristinada la selva primitiva.»
Parafraseando la célebre frase de Spiderman, grandes derechos y ventajas requieren grandes responsabilidades. No podemos pretender exigir lo primero sin trabajar en lo segundo. Victoria Camps nos recuerda que:
«[E]n una democracia, el individuo es ciudadano y, como tal, es sujeto de derechos pero también de deberes. Los deberes son lo que llamamos «virtudes cívicas», que consisten en el conjunto de obligaciones que comprometen con lo público o con el interés general»
«Lo que en tiempos fue evidente hoy ha dejado de serlo. La libertad se ha desprendido de la responsabilidad, aquélla se ha convertido en el valor supremo, pero no ha ocurrido lo mismo con la responsabilidad. No nos damos cuenta de que «no puede haber una sociedad libre sin autonomía individual, y no puede haber una sociedad sostenible que descanse solo en la autonomía».»
Es por eso que me parece reprochable la actitud de quienes asisten a la merma de nuestros derechos y nuestro bienestar y no mueven un dedo para evitarlo. Nos escudamos pensando en que protestar o votar no va a servir para nada o que no es nuestro problema. Nos aferramos a la excusa immediata y no pensamos a largo plazo. Pero luego nos enfadamos cuando nos despiden sin finiquito gracias a las reformas aprobadas, o nos despachan con una simple receta de antinflamatorios para el dolor que nos impide salir de cama (y encima hemos de pagar íntegro el precio del medicamento).
«Nos hemos vuelto demasiado civilizados para ver lo evidente. Porque la verdad es muy sencilla: para sobrevivir, a menudo hay que luchar; y para luchar, hay que mancharse las manos.»
La cita es de Orwell quien -como muchos otros- llevó su lucha contra el fascismo hasta el extremo de participar en la guerra (además de ser ciegos a lo obvio olvidamos las vidas que fueron sacrificadas para tener lo que ahora tenemos; con razón decía Dostoyevski que el ser humano es el bípedo ingrato). De un tiempo a esta parte se dice con frecuencia que «la cosa está muy mala», como si esa «cosa» fuera algo ajeno a nosotros. Lo cierto es más bien lo contrario: todos somos responsables del buen estado de salud de «la cosa», que es donde vivimos y lo que nos mantiene. Sin ella no somos más que unos pobres animales desnudos, como dijo el rey Lear. Más nos vale cuidarla. Todos viajamos en el mismo barco. Boguemos.

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