domingo, 27 de enero de 2013

Presente

Charlando un día con Zeta me confesó que los domingos por la tarde son para ella el peor momento de la semana, con el madrugón a apenas unas horas de distancia y la perspectiva de otros cinco días de trabajo rondando por la cabeza. No es la única. Un estudio realizado en 2009 concluyó que el domingo es el día en el que los individuos sienten el menor nivel subjetivo de bienestar. Lo curioso es que, en realidad, luego no es para tanto. Según Daniel Gilbert es este error a la hora de predecir cómo nos sentiremos realmente el lunes lo que nos hace sufrir. Su libro trata precisamente de cómo esos fallos que comentemos cuando intentamos imaginar nuestro futuro nos hacen infelices.

Todo esto me recuerda a cómo describía Bermúdez el final de las vacaciones en su monólogo:
«A mí la vuelta de las vacaciones me rejuvenece. Sí, me siento como a los seis años, cuando tenía que volver al colegio: lloro, pataleo, como tierra para que me entre fiebre... Porque además en el trabajo nos hacen creer que hemos tenido un mes de vacaciones, pero es mentira, solo hemos tenido los primeros quince días. El resto lo pasamos angustiados pensando en la cuenta atrás como un condenado en el corredor de la muerte. Bueno, peor que en el corredor de la muerte ¿eh? Porque tú ni siquiera puedes llamar al gobernador de Texas para que te indulten.»
Como sucede con otras capacidades cognitivas, nuestra disposición para imaginar objetos que no existen y acontecimientos que no han sucedido -y podrían no llegar a suceder nunca- es un arma de doble filo. Las ventajas de esta aptitud son tan obvias que sería ocioso demostrarla mediante ejemplos. Por desgracia, la mente parece tener predilección por representar todo tipo de escenarios terribles (especialmente mientras intentamos dormir, diría yo), lo que nos obliga a hacer un esfuerzo consciente para «no pensar en eso», con éxito variable según la persona.
Foto de mabelzzz

Hasta tal punto es sabido que la mente viaja hacia lo malo que ese hecho se utiliza en técnicas de tortura. Kevin Dutton, psicólogo e investigador de la Universidad de Oxford, participó en un programa piloto para la televisión en el que fue sometido a una variante de una prueba utilizada por las fuerzas especiales SAS en sus propios procesos de selección. Tumbaron a Dutton en el suelo mientras una carretilla elevadora sostenía una plataforma de hormigón armado a unos metros por encima de él. El operador hizo bajar la carga lentamente hasta que la base de la misma tocó el pecho del profesor y comenzó a ejercer una ligera presión sobre su cuerpo. Tras unos quince segundos Dutton oyó cómo el conductor de la carretilla gritaba que el mecanismo se había atascado y no podía revertirlo...

Resultó que en realidad el hormigón armado era poliestireno pintado y la avería era fingida, por lo que el investigador nunca había corrido peligro. Sin embargo, tal como relató en Split Second Persuasion, la experiencia vivida fue terrorífica. Cuando el académico habló de ella con un grupo de psicópatas para su siguiente obra (The Wisdom of Psychopaths) esto fue lo que le dijeron:
«“I think the problem is that people spend so much time worrying about what might happen, what might go wrong, that they completely lose sight of the present. They completely overlook the fact that, actually, right now, everything’s perfectly fine. You can see that quite clearly in your interrogation exercise. What was it that chap told you? It’s not the violence that breaks you. It’s the threat of it. So why not just stay in the moment?

“I mean, think about it. Like Jamie says, while you were lying under that lump of concrete—or rather, what you thought was concrete—nothing bad was really happening to you, was it? Okay, a four-poster might’ve been more relaxing. But actually, if you’d been asleep, you’d really have been none the wiser, would you?

“Instead, what freaked you out was your imagination. Your brain was on fast-forward mode, whizzing and whirring through all the possible disasters that might unfold. But didn’t.

“So the trick, whenever possible, I propose, is to stop your brain from running on ahead of you. Keep doing that and, sooner or later, you’ll kick the courage habit, too.”»
Vivir el presente y evitar que la mente empiece a imaginar todo tipo de sucesos horrendos es algo natural para los psicópatas. ¿Cómo podemos lograrlo el resto de nosotros? En los últimos años los investigadores se han centrado en un tipo de meditación originada en la India cuyo objetivo es desarrollar la atención, estar alerta y tomar conciencia plena tanto de nuestras actividades como de nuestros pensamientos. Este tipo de meditación -denominado mindfulness- parece reducir la frecuencia e intensidad de los pensamientos negativos. El lector interesado encontrará una buena iniciación en cualquiera de estos libros. Tenga presente que son necesarios al menos tres meses de práctica diaria para notar sus efectos. Al fin y al cabo, domeñar la mente es una tarea hercúlea que requiere mucho entrenamiento.

Encuentro interesante que la receta para reducir afecciones como la depresión, la ansiedad, el estrés y la irritabilidad, así como aumentar la sensación de bienestar, no consista en pensar que todo irá bien y que nos esperan un montón de cosas buenas, sino en no permitir que la mente imagine un negro porvenir. No es necesario ser un iluso, basta con vivir el ahora. La mente que vaga lejos hacia el futuro no es una mente feliz:
As Daniel Gilbert discovered after tracking thousands of participants in real time, a mind that is wandering away from the present moment is a mind that isn’t happy. He developed an iPhone app that would prompt subjects to answer questions on what they were currently doing and what they were thinking about at various points in the day. In 46.9 percent of samples Gilbert and his colleagues collected, people were not thinking about whatever it was they were doing—even if what they were doing was actually quite pleasant, like listening to music or playing a game. And their happiness? The more their minds wandered, the less happy they were—regardless of the activity. As Gilbert put it in a paper in Science, “The ability to think about what is not happening is a cognitive achievement that comes at an emotional cost.”
La actitud adecuada sería entonces la de aquel personaje de El Alquimista que en cada momento solo se preocupaba de lo que tenía entre manos:
«El camellero [...] no parecía estar muy impresionado con la amenaza de guerra.
–Estoy vivo –dijo al muchacho mientras comía un plato de dátiles en la noche sin hogueras ni luna–. Mientras estoy comiendo, no hago nada más que comer. Si estuviera caminando, me limitaría a caminar. Si tengo que luchar, será un día tan bueno para morir como cualquier otro.
»Porque no vivo ni en mi pasado ni en mi futuro. Tengo sólo el presente, y eso es lo único que me interesa. Si puedes permanecer siempre en el presente serás un hombre feliz.»
Esto no significa que debamos olvidarnos del mañana, dejar de prepararnos para lo que pueda venir o renunciar a nuestros planes a largo plazo. De lo que se trata es de pensar en el futuro solo cuando sea hora de pensar en el futuro, y de prestar más atención al aquí y el ahora, evitando así que el intelecto nos impida disfrutar del presente con su movimiento errabundo entre preocupaciones y deberes que aún están por llegar.

domingo, 20 de enero de 2013

Cuando la intención no es suficiente

Al escribir la entrada anterior me dominaba la emoción y no tenía ganas de desarrollar mi argumento. Permítaseme hacerlo ahora sirviéndome de un personaje de ficción y un problema concreto. Aunque en lo sucesivo hablaremos de Penny, la protagonista de la serie The Big Bang Theory, el razonamiento será igualmente aplicable a personas de la vida real con problemas reales. Para quien no haya visto la serie, Penny es una chica que quiere ser actriz pero trabaja de camarera. El problema de Penny es que su carrera interpretativa parece no haber avanzado nada en los seis últimos años.

Foto de mabelzzz
¿Cómo podría ayudar yo a Penny si fuera su amigo en ese mundo ficiticio? Lo más obvio sería echarle una mano con el propio problema, es decir, con su carrera. Sin embargo yo, igual que Leonard y el resto de sus amigos, no tengo ninguna relación con el mundo de Hollywood. No sé cómo funciona ni conozco a nadie que pudiera asistirla. No puedo conseguirle ninguna prueba. Ni siquiera podría aconsejarle, porque desconozco absolutamente todo lo relacionado con el desarrollo de una carrera en el mundo de la interpretación.

Si no está en mis manos solucionar el problema en sí, tal vez podría echarle un cable con su preocupación por el problema. A menudo buscamos formas de disipar las inquietudes de los demás, pero esa puede ser una respuesta inadecuada en el sentido que explica Simon Blackburn:
«Supongamos que me encuentro con una persona que quiere comer. [...] De modo que le de doy un puñetazo en el estómago, para que el dolor le haga olvidar la comida. ¿Acaso le he dado lo que quería? En absoluto (incluso si olvidamos el hecho de que el puñetazo debe de haber sido doloroso). Él no quería que le liberara de ninguna tensión. Lo que quería era comida. Asimismo, una persona normal que sienta un deseo sexual no busca liberar su tensión. El bromuro podría tener ese efecto, pero no es eso lo que quiere. Lo que quiere es sexo.»
Para Penny el problema es su carrera, no su preocupación por su carrera. Como vimos al hablar de la pastilla roja, es posible que la gente no quiera dejar de preocuparse. Nos sentimos identificados con nuestras preocupaciones y a veces son importantes para nosotros, pues aquello que nos desasosiega en parte nos define y hace que nos consideremos de cierta manera. Si nos olvidáramos de ellas dejaríamos de ser nosotros. Por tanto, si yo consiguiera quitarle de encima a Penny la inquietud por su carrera tal vez no la estaría ayudando en absoluto, sino más bien al contrario: ella podría dejar de esforzarse por lo que quiere. No olvidemos que a menudo, como dice Victoria Camps, «las emociones son los móviles de la acción».

Incluso aunque Penny deseara borrar su preocupación yo tampoco podría serle de ayuda, como quedó patente en el caso de Ren. A pesar del amable comentario que dejó, lo cierto es que le fue mucho mejor con su receta que con la que yo le sugerí. No soy una de esas personas capaz de hacer que alguien olvide sus problemas.

Cabe considerar que, aunque no puedo influir en la carrera de Penny ni en sus desvelos asociados, aún pudiera serle útil asistiéndola en su angustia. Desgraciadamente, tampoco soy lo que se dice reconfortante. Me siento incapaz de pronunciar frases como «todo saldrá bien» o «ya verás cómo lo consigues» porque no sé si será el caso, y no quiero engañarte con mensajes que ni yo mismo me creo. El hecho desgraciado es que nos pueden pasar cosas muy malas durante mucho tiempo (para mensajes optimistas mejor lea el blog de Anyi). El único mensaje que he sabido enviar hasta la fecha a quienes sufrían es «¡ánimo!», y confieso que cuando lo hago me siento como si estuviera luchando con un huracán a base de regüeldos.

Otra vía de acción sería tratar de mejorar el estado de ánimo de Penny con pequeños gestos mundanos. Podría, verbigracia, enviarle chistes, vídeos de gatitos, comprarle algo de chocolate o regalarle un tratamiento en un balneario con la esperanza de que se sienta mejor y deje a un lado sus tribulaciones, aunque solo sea por un breve espacio de tiempo. Sin embargo, la utilidad real de estas acciones es efímera y baladí, e incluso pueden incomodar a la persona. Además, en una relación de amistad tales acciones se dan por descontado. No hace falta un motivo para hacerle un regalo a un amigo o enviarle algo que crees que le puede interesar o hacerle reír. Es algo que surge espontáneamente (al menos en mi caso) porque los tienes presentes.

Quizá Penny se conforme con que alguien la escuche. Lamentablemente, la ayuda que pueda suponer escuchar a alguien depende de que ese alguien quiera contarte sus problemas. Todos conocemos a gente a la que no le gusta hablar de ellos y no le dicen a nadie lo que le pasa, bien sea porque creen que pueden preocuparles, porque sienten vergüenza o porque no quieren mostrarse débiles. En estos casos poco se puede hacer salvo mostrar interés por la persona (¡sin agobiar!) y estar ahí, como dijo Silvi. No obstante, cuando presto mi oído y alguien lo rehusa no puedo dejar de pensar que he fallado a la hora de hacer que la persona se sienta cómoda o confíe lo suficiente en mí.

Si no puedo solucionar el problema de Penny, no consigo hacer que deje de preocuparse por ello, no logro que se sienta mejor y no soy capaz de hacer que desahogue, dudo que pueda afirmarse que la estoy ayudando. Cuando a un reloj le quitas la correa, la pila y las manecillas, entonces lo que tienes no es un reloj. Es un trasto inútil.

Zeta asegura que mi ayuda no pasa desapercibida, pero yo no acabo de ver que mis torpes esfuerzos puedan calificarse como tal, puesto que difícilmente han supuesto ninguna diferencia en su caso ni en ningún otro. Aunque las personas aprecien mis buenas intenciones lo cierto es que no viven de ellas. Nos guste o no, el intento es algo de una naturaleza muy distinta a la de la consecución (como se preguntaba el Actor Secundario Bob «¿acaso conceden el Nobel por intento de química?»). A mi modesto entender, en lo referente al auxilio del prójimo la ausencia de logro equivale al fracaso.

martes, 15 de enero de 2013

Una rápida y personal

Cuando no pude ayudar a mi madre, fue porque yo era aún muy pequeño.
Cuando no pude ayudar a mi amigo, pensé que se debía a que no hizo caso de mis consejos.
Cuando no pude ayudar a otro amigo, creí que no puso suficiente empeño en su recuperación.
Cuando no pude ayudar a mi madre de nuevo, razoné que ella no había aprendido nada.
Cuando no pude ayudar a mi hermana, supuse que fue porque ella era demasiado blanda.
Cuando no pude ayudar a mi amiga, imaginé que en su caso yo no podía hacer nada.
Cuando no pude ayudar a otra amiga, me di cuenta de que jamás había logrado ayudar a nadie.
Cuando no pude ayudar a mi padre, empecé a atisbar un patrón.
Cuando lo puse todo junto, la muestra era ya muy grande y resultaba obvio que el problema era yo.

Cuando lo único que puedo hacer por una de las personas que más quiero en el mundo es echarme a un lado para no estorbar y no empeorar la situación, entonces es evidente que he fracasado como persona.

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domingo, 6 de enero de 2013

Pierda peso en diez años

La editorial Pearson publica libros en una línea editorial bastante conocida dentro del mundo IT llamada Sams Teach Yourself. Estos libros se clasifican por periodos de tiempo según se quiera aprender algo en diez minutos, veinticuatro horas o veintiún días. Peter Norvig, el director de investigación de Google, escribió hace más de una década un ensayo también conocido dentro del mundo IT en el que criticaba dicha aproximación por fantasiosa. En su artículo, Norvig nos sugiere dedicar una década de práctica deliberada para alcanzar verdadera maestría, es decir, un resultado notable y que perdure.

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Que todo lo que queremos nos gustaría obtenerlo cuanto antes es una afirmación tan poco controvertida como la de que el Papa cree en Dios. Sirva como ejemplo el deseo común de perder peso, deseo que suele hallarse entre los diez propósitos de año nuevo más comunes. El proceso habitual consiste en lanzarse, después de un mes de excesos, a una dieta más o menos creíble durante un periodo de tiempo más o menos corto, con la esperanza de recuperar un peso más o menos igual al inicial. Como sabemos el resultado no suele ser el esperado, lo que no es óbice para que muchos lo intenten de nuevo al año siguiente. Si el lector se siente identificado, tal vez sea hora de que trate de perder peso en diez años.

Brian Wansink es profesor de Ciencia Nutricional y Marketing en departamento de Economía Aplicada de la Universidad de Cornell. Sus investigaciones de laboratorio se han centrado en lo que nos influencia a la hora de comer. Su libro Mindless Eating: Why We Eat More Than We Think -de donde provienen las citas de esta entrada- se centra en dichos estudios y sus conclusiones. Según él comemos de más no porque tengamos hambre, sino por el entorno, es decir, los amigos y la familia, los envases, los platos, las distracciones y un largo etcétera. Para Wansink la pérdida de peso no debe afrontarse como una guerra relámpago, porque en ese caso fracasaremos:
«deprivation diets don’t work for three reasons: 1) Our body fights against them; 2) our brain fights against them; and 3) our day-to-day environment fights against them.»
El error que nos lleva a embarcarnos en una dieta milagro es creer que tenemos más voluntad de la que realmente tenemos, una ilusión de la que ya hablamos en este mismo contexto. Por tanto, asegura el autor, una dieta basada en privaciones -cuyo éxito depende del autocontrol- está destinada al fracaso:
«When it comes to losing weight, we can’t rely only on our brain, or our “cognitive control,” a.k.a. willpower. If we’re making more than 200 food-related decisions each day, as our research has shown, it’s almost impossible to have them all be diet-book perfect. We have millions of years of evolution and instinct telling us to eat as often as we can and to eat as much as we can. Most of us simply do not have the mental fortitude to stare at a plate of warm cookies on the table and say, “I’m not going to eat a cookie, I’m not going to eat a cookie,” and then not eat the cookie. It’s only so long before our “No, no, maybe, maybe” turns into a “Yes”.»
Según Wansink la mejor dieta es aquella en la que no te das cuenta de que estás haciendo dieta. El plan que propone en su obra se basa en cinco puntos clave:

  • Recortar entre cien y doscientas calorías diarias, de modo que no sintamos ningún tipo de privación.
  • Cambiar pequeños comportamientos en la mesa.
  • Hacer pequeños ajustes en el entorno.
  • Elegir tres cambios fáciles en nuestra dieta que podamos llevar a cabo sin mucho sacrificio.
  • Revisar esta lista diariamente.

La lista de trucos para implementar dicho plan es bastante extensa, de modo que a continuación se listan solo algunos de ellos (se puede obtener más información en su sitio web además de en el propio libro):

  • Échate un 20% menos de comida en el plato de lo que harías normalmente antes de empezar a comer.
  • Sírvete un 20% más de frutas y de verduras de lo habitual.
  • Sírvete todo lo que vayas a comer (aperitivos, acompañantes y postre incluidos) antes de empezar.
  • No comas nada directamente de la caja o el envase donde venga, pon lo que vayas a comer en un plato.
  • Come en platos pequeños y bebe en vasos delgados.
  • Compra la comida en envases pequeños. Si adquieres el tamaño familiar porque es más económico repártelo después en raciones exactas.
  • No pongas el pavo o la fuente de patatas en el centro de la mesa sino en la cocina o algún otro lugar apartado que te obligue a levantarte para repetir.
  • Esconde los caprichos en la despensa y el fondo del frigorífico, no los dejes a la vista.
  • Si vas a picar, hazlo sentado a la mesa y comiendo de un plato limpio.
  • No comas distraído (viendo la televisión, leyendo, jugando con tu teléfono, etcétera).
  • No te prives de las cosas que te gustan: cómelas, pero en menor cantidad.
  • Evita los menús gigantes o, si los eliges, compártelos con más personas.
  • Utiliza un sistema de compensaciones del tipo "puedo comer x si hago y". Por ejemplo, "puedo comer helado si he hecho ejercicio" o "puedo tomar un refresco si uso las escaleras todo el día".

Solo con privarte de esa lata de Coca Cola con la que riegas tus comidas puedes perder casi cuatro kilos en un año, mientras que recortar doscientas calorías diarias puede suponer un cambio de unos ocho kilos en doce meses. Quizá parezca poco para un periodo de tiempo tan largo pero, en realidad, ese es el ritmo real al que solemos engordar:
«No one goes to bed skinny and wakes up fat. Most people gain (or lose) weight so gradually they cant really figure out how it happened. They don't remember changing their eating or exercise patterns. All they remember is once being able to fit into their favorite pants without having to hold their breath and hope they can get the zipper to budge.»
Ello se debe a que con la edad nuestro ritmo basal va decreciendo (a mayor ritmo si no hacemos ejercicio) por la pérdida de tejido muscular, lo cual hace que la cantidad de calorías que antes nos permitía mantenernos en el mismo peso ahora suponga un exceso que se vaya acumulando año tras año (de ahí que la ropa vaya «encogiendo»). La Navidad es una época excepcional porque comemos de más a sabiendas, pero aún así la ganancia de peso neta no es tan grande como puede parecernos. Sin embargo, durante la mayor parte del año no nos damos cuenta de si estamos ingiriendo calorías de más o de menos, y los excesos se van acumulando.

Creo que el concepto de dieta (un pequeño periodo de privación para rebajar el número que indica la báscula) está equivocado cuando se trata de luchar contra esos kilos que ganamos sin darnos cuenta. De lo que se trata es de comer lo justo y saludablemente todo el tiempo. Así pues, para mantener un peso saludable, en lugar de preocuparte por lo que comes entre Nochebuena y Nochevieja, preocúpate por lo que comes entre Nochevieja y Nochebuena.