lunes, 30 de diciembre de 2013

Un año de libros (edición 2013)

Como cada año les traigo la lista de los mejores libros que han pasado por mis manos durante los últimos doce meses. Este año ha cundido más bien poco pues he dedicado parte del tiempo que solía asignar a la lectura a otros menesteres intelectuales, tales como los cursos gratuitos de Coursera. Ello no obstante aún puedo ofrecerles un surtido florilegio de recomendaciones que espero sean de su interés. Recuerden que la lista completa de lecturas está disponible en nuestra estantería de anobii. Y si quieren hacer su propia recomendación pueden hacerlo en los comentarios.
Foto de shutterhacks

“Pensar rápido, pensar despacio”, de Daniel Kahneman. Si solo van a leer un libro de no ficción en su vida, que sea este (con su millar de páginas estarán entretenidos una buena temporada). Esta obra es el resultado de más de treinta años de investigación sobre la cognición humana en colaboración con el difunto Amos Tversky. Una lectura imprescindible para entender cómo pensamos y averiguar, entre otras cosas, por qué todo el mundo es idiota. Una obra maestra por su contenido que a buen seguro pasará la prueba del tiempo.

“Lo que el dinero no puede comprar”, de Michael Sandel. El argumento de Sandel es sencillo: hay cosas con las que no se debe comerciar porque hacerlo implica no valorarlas apropiadamente, como sucede con los seres humanos. A través de multitud de ejemplos tomados de Estados Unidos, donde todo parece estar en venta (puestos en colas de espera, asientos en las sesiones del Congreso, nombres de estadios, sangre humana, espacios publicitarios como coches de policía y el propio cuerpo), el filósofo norteamericano nos habla de cómo comercializar algo lo degrada y cambia nuestra actitud hacia el objeto comercializado, lo que constituye uno de los grandes peligros de las sociedades de mercado.

“The signal and the noise”, de Nate Silver. Silver es conocido en Estados Unidos por su tino con los resultados de las elecciones presidenciales. En 2008, gracias al modelo desarrollado por él mismo, acertó el partido ganador (demócrata o republicano) en 49 de 50 estados; en 2012 predijo correctamente el bando vencedor en los cincuenta estados. Estadístico de formación, empezó desarrollando un modelo de análisis de jugadores de baseball para predecir el futuro rendimiento de pitchers y catchers. En este libro Silver analiza el mundo de la predicción y la dificultad de elaborar modelos útiles (es decir, que acierten) en áreas que van desde el tiempo en su ciudad y los terremotos hasta el póker (donde el autor ganó unos cuantos miles de dólares) y el cambio climático, pasando por la economía y el terrorismo. Muy interesante.

“Por qué mentimos... en especial a nosotros mismos”, de Dan Ariely. Otro libro donde Ariely expone el resultado de sus investigaciones y el de sus colaboradores, esta vez centrándose en la deshonestidad. La conclusión de Ariely es clara: solo unos pocos se atreven con los grandes desfalcos, mientras la inmensa mayoría de nosotros hacemos trampa, robamos o mentimos solo un poco, lo justo para poder permitirnos racionalizarlo y no afectar a la imagen que tenemos de nosotros mismos como buenas personas. Si bien creo que Ariely a menudo llega a conclusiones que no se pueden extraer de sus experimentos con tanta alegría como lo hace no deja de ser una lectura entretenida y reveladora.

“Mala farma”, de Ben Goldacre. Todos los problemas de la investigación médica y las malas prácticas de las empresas farmacéuticas puestos sobre la mesa y explicados con maestría para el lego en la materia. Tras haberlo leído entenderá por qué se retiran tantos medicamentos del mercado, y quizá reconsidere su tendencia a tirar de medicamentos ante el menor malestar.

“My life as a quant”, de Emanuel Derman. Derman trabaja como analista cuantitativo, es decir, es uno de esos físicos que trabajan elaborando modelos de trading con los que bancos del estilo de Goldman Sachs hacen dinero. Además del interés personal que tengo en el mundo de la física y las finanzas, la biografía me conmovió. Este físico de origen sudafricano llegó a Wall Street rebotado del mundo académico, donde no pudo hacerse un hueco en el ámbito de la física teórica. De dedicar su tiempo a desentrañar los misterios del universo y trabajar en lo que realmente le interesaba pasó a ser «como el resto», un proletario a bordo de su coche cada mañana camino a una oficina donde debe hacer lo que su jefe le ordene por dinero.

“Imposibilidad: los límites de la ciencia y la ciencia de los límites”, de John D. Barrow. Hay quien opina, como Matt Ridley, que la ciencia nos puede sacar de cualquier apuro dado el tiempo suficiente. Este libro explora los límites del conocimiento humano y nuestras capacidades científicas. El cerebro humano no evolucionó para descifrar los misterios del cosmos, por lo que no sería de extrañar que nuestras capacidades cognitivas sean insuficientes para completar dicha tarea. Los grandes descubrimientos científicos cada vez tardan más en llegar y requieren más trabajo. Barrow examina nuestras limitaciones en tanto que humanos, las limitaciones de la informática y los límites impuestos por las propias leyes físicas. El futuro de la ciencia depende de si nuestras capacidades tienen un tope y de si hay o no una cantidad infinita de información fundamental sobre la Naturaleza.

“The Sports Gene”, de David Epstein. O por qué los jamaicanos son los mejores esprinters y los keniatas los mejores corredores de fondo, y por qué hay gente que con muy poco entrenamiento puede establecer un récord mundial. Una lectura fascinante que mezcla ciencia, deporte, historia y fisiología y que, de paso, deja patente lo poco que sabemos todavía sobre la interacción genes-entorno y el peso relativo de cada factor en el resultado final de nuestro desarrollo.

“Cuando los físicos asaltaron los mercados”, de James Weatherall. Otro libro sobre física y finanzas. Si bien no es lo que esperaba (no da detalles sobre los métodos actuales y el high frequency trading) me ha parecido muy bueno. El autor cuenta cómo se ha ido integrando la física en los mercados, desde los primeros modelos simples de Bachelier hasta la más reciente Prediction Company, pasando por Merton, Black y Scholes, Mandelbrot y Sornette. Los modelos utilizados por los analistas cuantitativos han sido duramente criticados tras la crisis financiera de 2008. Este libro, en la línea de The signal and the noise pone un punto de cordura en la discusión: algunos modelos son útiles, siempre y cuando no se pierdan de vista las premisas que lo sustentan y se utilicen en situaciones que no concuerdan con las simplificaciones que se asumen. Los problemas surgen cuando se utilizan a ciegas o no se respetan sus límites.

“Lo que el cerebro nos dice”, de V. S. Ramachandran. Ramachandran es bastante conocido por su anterior libro Fantasmas en el cerebro y su trabajo con los miembros fantasma. En este trabajo síntesis de sus investigaciones habla del funcionamiento del cerebro desde el punto de vista de la neurociencia cognitiva. Miembros fantasma, visión, autismo, lenguaje, belleza, humor, introspección y conciencia son los temas tratados en un recorrido muy interesante e instructivo.

“The Antidote: Happiness for People Who Can't Stand Positive Thinking”, de Oliver Burkeman. Aunque nació con un objetivo loable la psicología positiva parece haber contaminado la cultura occidental con la idea de que siempre hay ver el lado bueno y pensar en positivo, so pena de terribles consecuencias en caso contrario. Por otro lado, dada nuestra tendencia a pensar en términos de para lograr x debes hacer y abundan los manuales sobre cómo lograr la felicidad haciendo tal y cual. Burkeman, por el contrario, explora el camino opuesto, aquello que los clásicos llamaban via negativa: dejar de buscar la felicidad activamente y permitir que brote de forma natural. En lugar de obligarnos a ser optimistas y sentirnos fracasados cuando no lo logramos es mejor dar un paso atrás, tomar distancia con nuestros pensamientos, afrontar las dificultades con estoicismo, soltar el control y abrazar la inseguridad y la incertidumbre. Un libro recomendable para todo el mundo, pero en especial para aquellos que –como yo– poseen un temperamento más bien pesimista y poco festivo al estilo del grumpy cat. Oliver Burkeman escribe realmente bien y argumenta aún mejor, no dejando ningún argumento sin explorar.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Citius, altius, fortius (y III)

Personalmente, no tengo una opinión clara acerca del dopaje. En lo que respecta al equipamiento sería fácil ser un purista: los deportistas deberían ir a pelo. Nada de bicicletas contrareloj, ni de bañadores de última generación, ni siquiera zapatillas; a correr y saltar descalzos y en pelota picada. Y nada de comer o beber durante la competición. El hecho de que en las ultramaratones haya puntos de descanso estaría contraviniendo el espíritu de tal competición: una carrera de resistencia pura no debería permitir rellenar el tanque de gasolina. No obstante, esos juicios son fácilmente objetables: a ver quién es el guapo que propone unos juegos olímpicos de invierno con atletas desabrigados.

Respecto a la sustancias para aumentar el rendimiento, en el momento en el que se permite que los atletas tomen algo más que pan y agua empiezan las problemas. Nadie sabe muy bien cuál es el criterio que guía a quienes elaboran la lista de prohibiciones:
«Although not explicitly stated the idea appears to be that nutritional supplements present at high concentrations that participate in bulk metabolic reactions are fine; hormones and other signalling molecules present at lower concentrations that control the rate of these reactions are banned. The exception to this rule is caffeine. It fits completely in the low concentration signalling category, is not even a natural hormone, but remains fully supported by sporting bodies and has been removed from all banned lists. As a legal, recreational drug in society, sport has given up trying to regulate its use, leading to this anomaly.»
Algunos creen que la distinción gira en torno a lo natural y lo artificial, pero ambos son conceptos difusos que no llevan a ninguna parte. El cuerpo no produce cafeína de forma natural, pero sí testosterona. La primera no está prohibida, la segunda sí. La creatina es producida por el cuerpo, pero también puede obtenerse de la carne y el pescado. Los suplementos de creatina mejoran el rendimiento en esfuerzos anaeróbicos intermitentes de corta duración, como un esprint de cien metros; sin embargo, no están prohibidos por la WADA. Como tampoco lo están los multivitamínicos, que de naturales tienen bien poco, y son utilizados incluso por poblaciones sedentarias. Mucha gente cree que los polvos de proteína son una especie de dopaje, pero en realidad se sitúan en la misma categoría que el Gatorade en polvo: se trata simplemente de un macronutriente aislado (y están permitidos). Pero mientras el Aquarius es una bebida de uso común gracias a la publicidad («la vida es un deporte muy duro», decían los anuncios) los batidos de proteína son un producto de gimnasio que evocan la imagen del hombre sobredesarrollado asiduo de la jeringuilla. A mi modesto entender todo se reduce a una cuestión de imagen: si la droga es aceptada socialmente, como la cafeína, no hay problema. Si de alguna manera evoca la metáfora del yonqui, entonces se proscribe.

Imagen de Mel B.

Hemos analizado el argumento de la salud y visto cómo hace aguas. La UCI prohíbe la EPO, pero no los somníferos de los que David Millar (y otros muchos ciclistas según él) abusaban, y que son perjudiciales a largo plazo. Vimos que el deporte profesional es perjudicial para la salud. Un lineman que haya jugado al menos cinco años en la NFL tiene una esperanza media de vida de cincuenta y dos años, según señala Brenkus. La duración media de la carrera de un futbolista americano profesional es de tan solo tres años. Los riesgos de los esteroides palidecen frente a los de la práctica diaria. Eso no quiere decir, obviamente, que no debamos hacer cuanto esté en nuestra mano para proteger a los deportistas. No dejamos, verbigracia, que salgan a correr a trescientos kilómetros por hora sin casco solo porque las carreras sean peligrosas en sí mismas; es solo que si esa fuera la verdadera razón habría otras maneras de actuar. Sin embargo, la protección de la salud sí parece aplicable a las categorías inferiores, donde los participantes copian los métodos de los profesionales pero no tienen los mismos recursos que ellos. Los deportistas amateur no cuentan con médicos experimentados que sepan lo que hacen y material de calidad: recurren a esteroides de contrabando, abusan de las drogas o se hacen las autotransfusiones en condiciones nada higiénicas. El resultado es que algunos de ellos mueren.

Quizá el dilema del dopaje está en que sustituye la cuestión de quién se esfuerza más o tiene más talento por la de quién tiene más valor y menos respeto por sí mismo para atreverse a probar cualquier cosa, por arriesgada que sea, con tal de ganar. O por la de quién responde mejor al tratamiento. En una entrada anterior dije que si desapareciera la lista de productos prohibidos todos jugarían en un campo nivelado. Pero eso tampoco es cierto, pues las sustancias afectan de forma diferente a cada persona. Hay quien responde más a sus efectos y quien lo nota menos. Algunos sacan más tajada del entrenamiento adicional que permiten llevar a cabo estos productos y otros menos. Coyle señala:
“En resumidas cuentas: la EPO y otras sustancias no equilibran el campo de juego fisiológico, tan sólo lo cambian a nuevas áreas y lo distorsionan. Tal y como dice el doctor Michael Ashenden: «El ganador en una carrera con dopaje no es el que ha entrenado más duro, sino el que ha respondido mejor a las drogas a nivel fisiológico».”
No obstante, incluso en el estado natural de atletas «limpios» ya hay diferencias en la respuesta al entrenamiento. Hace algunos años hablamos de que no todos partimos en realidad de la misma línea de salida. El dopaje podría usarse como una forma de ayudar a los más desaventajados por la naturaleza. Esto, por supuesto, plantea todo tipo de problemas prácticos. Es más fácil legislar de la forma «o todos o ninguno».

Como posible solución al debate sobre el dopaje se podría considerar crear competiciones separadas para aquellos que lo usan y aquellos que no, de la misma forma que hay competiciones masculinas y femeninas. Eso es algo que ya ocurre en el culturismo, donde hay campeonatos de culturismo «natural», en los que se llevan a cabo controles antidopaje, y otros que siguen una política de total tolerancia. En otro deporte de pura fuerza, el powerlifting, hay federaciones, campeonatos y récords separados según el competidor utilice o no una camisa compresora (dicha camisa incrementa el peso que uno puede levantar entre un veinte y un treinta por ciento). El motociclismo celebra carreras separadas para cada cilindrada. Los deportes de lucha cuentan con categorías por peso. Los Juegos Paralímpicos refieren una amplia gama de clases que reflejan las diferentes capacidades físicas de los deportistas. Y así siguiendo.

Si les ha interesado todo esto pueden empezar por leer Run, Swim, Throw, Cheat: The Science Behind Drugs in Sport, de Chris Cooper. La obra The Sports Gene: Inside the Science of Extraordinary Athletic Performance es una fascinante lectura sobre esos atletas extraordinarios dopados de nacimiento. Si practican algún deporte y quieren aumentar su rendimiento con sustancias legales les interesará Nutrición y ayudas ergogénicas en el deporte (o su versión actualizada). Michael J. Sandel expone su argumento moral en contra del dopaje en Contra la perfección: la ética en la era de la ingeniería genética. Si lo que les va es el morbo, el libro de Tyler Hamilton Ganar a cualquier precio es el que más detalles proporciona. Por último, no dejen de ver el documental de Chris Bell del que les hablé en otro contexto. Realmente vale la pena.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Citius, altius, fortius (II)

En la entrada anterior me referí al hombre que me adelantó con su ciclomotor cuando iba en bicicleta como tramposo. ¿Dónde reside la trampa exactamente? Una posible respuesta es que él no estaba haciendo uso de sus capacidades físicas para superar el ascenso, sino que había delegado parte del trabajo en un motor de combustión; se supone que la esencia del ciclismo es propulsar la bicicleta únicamente con la fuerza de las propias piernas. Otra forma de verlo es que él contaba con una ayuda de la que yo carecía. De haber tenido mi propio motor de bici ¿habría dejado de haber trampa, o nos habríamos convertido ambos en tramposos (o en motociclistas)? En este último caso volveríamos al punto en el que nos veíamos obligados a decidir qué ayudas mecánicas externas son aceptables. Pero si damos por buenos ciertos avances del equipamiento en el deporte, entonces la trampa desaparece: mientras todos los deportistas tengan acceso a dichos avances, nadie tiene derecho a quejarse. De la misma forma, si todos se dopan entonces ya no hay trampa en el sentido de tener una ventaja sobre el resto, razonamiento que muchos ciclistas en el pelotón han utilizado para justificar su conducta.

Foto de istolethetv
Parte del problema con las drogas en el deporte es que, al estar prohibidas, solo algunos atletas se atreven a poner en juego sus carreras arriesgándose a usarlas, lo que relega a los más cautos a un injusto segundo plano. También se sienten injustamente tratados quienes no tienen ningún problema médico que requiera tratamiento con alguna sustancia prohibida, pues no pueden acogerse a las perfectamente legales exenciones de uso terapéutico. David Millar cuenta en su libro cómo su equipo alegó una tendinitis para poder inyectarle cortisona, una táctica que según Tyler Hamilton el U.S. Postal utilizó con Armstrong (la cortisona, entre otras cosas, ayuda a combatir la fatiga y mejora la recuperación). Si en algunos casos es lícito que un deportista utilice sustancias prohibidas, o si no es posible asegurarse de que ninguno lo haga, una manera de eliminar la ventaja de unos sobre otros podría ser levantar totalmente la prohibición, de manera que todos tengan acceso a los mismos métodos para potenciar el rendimiento. Aún entonces podría haber una situación de desventaja para aquellos que no se atrevan a hacer uso de las sustancias potenciadoras del rendimiento por el temor de perjudicar su salud a largo plazo.

Anteriormente he dicho que el uso de un motor externo en el ciclismo constituye una trampa evidente porque traslada el esfuerzo del propio cuerpo a un mecanismo externo. En este sentido se podría argumentar que el dopaje debe estar prohibido por constituir un atajo o una forma de ganar sin sacrificio mediante (el argumento del esfuerzo explicaría, de paso, la prohibición de las cámaras hiperbáricas y las autotransfusiones de sangre). Pero no es tan sencillo. Si bien los ciclistas afirman que la EPO puede convertir a un burro en un caballo de carreras, el hecho es que no ahorra ni una gota de sudor. Tal como dice Tyler Hamilton:
«La gente cree que doparse es para vagos que quieren evitar el trabajo duro. Puede que eso sea cierto en algunos casos, pero en el mío, igual que en el de muchos ciclistas que conocía, era precisamente lo contrario. La EPO proporcionaba la capacidad de sufrir más, de obligarte a llegar más lejos y con más fuerza de lo que jamás hubieras imaginado, tanto entrenando como en carrera. Recompensaba justo aquello en lo que yo era bueno: tener una estupenda ética laboral y presionarse al límite y superarlo.»
Hormonas como la testosterona y la eritropoyetina no evitan que uno deba trabajar duro, pero sí hacen dicho esfuerzo más rentable y, al acelerar la recuperación, permiten que pueda llevarse a cabo más a menudo.

La última razón que veremos para prohibir las drogas que aumentan el rendimiento es puramente moral. Los productos dopantes habrían de estar vedados porque violan el espíritu deportivo, de acuerdo con el cual uno debería hacer uso únicamente de los propios dones y capacidades naturales para ejercer su actividad. De lo que se trataría es de llegar a ser el mejor a través de un entrenamiento y un esfuerzo disciplinados, llevados a cabo con perseverancia y combinados con nuestro talento. Constancia, determinación, voluntad, lucha y genio son las cualidades que esperamos lleven a un atleta a lo más alto, no una jeringuilla combinada con un cóctel de pastillas. Lo hermoso de la historia de Armstrong era que se trataba de un hombre que logró ganar siete veces el Tour de Francia tras superar un cáncer con métastasis (dejaremos de lado, al menos por el momento, la ingenuidad de pensar que es posible ganar una carrera de tres semanas y 3.200 kilómetros a base únicamente de colacao y crispis). Queremos que gane el mejor, no el más drogado.

La importancia que atribuimos a la esencia del deporte es más fácil de ver en una competición como la Fórmula 1, donde la tecnología puede llegar a primar sobre la labor del deportista, como hemos visto durante el campeonato de este año, o como ocurrió a principios de 2009 con Brawn GP y sus difusores dobles. Para algunos lo ideal es que ganara el mejor conductor. Sin embargo, cuando se tiene un coche muy superior no hace falta ser el mejor. Este hecho molesta a quienes piensan que ello altera el sentido de la competición, y fue una de las razones de que se eliminara el control de tracción en 2008: en aras de la pureza del deporte habría que trasladar el mayor número de tareas de conducción al piloto, no al coche (algo con lo que otros estarían en desacuerdo aduciendo que la Fórmula 1 trata de una lucha entre pilotos por llegar el primero, pero también entre equipos por construir el mejor coche).

Esta premisa de «mantener el espíritu del juego» elimina la distinción entre mejoras de equipamiento y ayudas ergogénicas. Independientemente de su naturaleza, todas ellas habrían de estar prohibidas si corrompen el deporte. Según Michael Sandel:
«Naturalmente, no todas las innovaciones en el entrenamiento y el equipo son una corrupción del juego. Algunas de ellas, como los guantes de béisbol y las raquetas de grafito para los tenistas, contribuyen a mejorarlo. ¿Cómo distinguir los cambios que mejoran un deporte de aquellos que lo corrompen? Ningún principio simple puede resolver la cuestión de una vez por todas. La respuesta depende de la naturaleza del deporte y de si la innovación contribuye a destacar u oscurecer los talentos y las habilidades que distinguen a los mejores jugadores.»
Consideremos el caso de los esteroides anabolizantes. Los anabolizantes son al cuerpo lo que los ingenieros al bólido de Fórmula 1: ambos tienen por objetivo procurar un motor más potente y un chasis mejor. En ningún deporte es eso tan evidente como en el culturismo, disciplina conocida precisamente por el uso indiscriminado de productos dopantes. El objetivo del culturista es lograr los músculos más grandes, definidos, proporcionados y simétricos que la naturaleza le permita, objetivos todos ellos en los que los efectos de los anabolizantes destacan especialmente. En el deporte donde más se utilizan es donde más claramente se pone de manifiesto cómo algunos productos sintéticos pueden corromper el espíritu deportivo. Y no solo se trata de anabolizantes. El infame Synthol, que tiene su máximo exponente en la grotesca figura de Gregg Valentino, es el equivalente no quirúrgico a los implantes de pectorales, bíceps, gemelos, hombros u otro músculo. Es evidente que nadie otorgaría el título de Mr. Olympia a alguien que ha moldeado su cuerpo a base de silicona. Sin embargo, es indudable que por la sangre de todos los campeones del Olympia corren hormonas sintéticas.

El argumento del espíritu del deporte también está lleno de zonas grises. Es cierto que los esteroides aumentan el tamaño y fuerza de los músculos, y que la EPO incrementa la resistencia, pero inyectárselos no impide el cultivo y la exhibición de talentos naturales. De hecho, podría argumentarse que los potencia. Como he dicho antes, lo que hacen estas sustancias es rentabilizar más el trabajo duro. Sigue habiendo una clara diferencia moral entre un pelotón de ciclistas subiendo el Alpe d'Huez con un hematocrito de 50 y otro que lo hace en el coche del equipo. Además, si consideramos que resistencia y velocidad son las cualidades fundamentales de un ciclista y que, siendo así, estas deberían ser desarrolladas únicamente mediante entrenamiento, entonces ¿no habrían de prohibirse las bicicletas y equipamientos para etapas contrarreloj (que aumentan la velocidad), así como los avituallamientos (que proporcionan resistencia)?

¿Y qué ocurre con los deportes donde las facultades acrecentadas por fármacos son solo una mejora indirecta? Ninguna droga en el mundo puede dar a un futbolista el toque de Iniesta o los regates de Messi (irónicamente, el argentino ha contado con su propia exención se uso terapéutico de hormona del crecimiento). Es más, a la mayoría ni siquiera le dotará de la velocidad de Cristiano Ronaldo, ya que la velocidad es una capacidad de desarrollo muy limitada por la genética. Dado que en el fútbol prima la técnica sobre las cualidades físicas (que se lo pregunten a la selección nacional estadounidense) un chute de testosterona no estaría contraviniendo el espíritu del balompié. Dicho sea de paso, esta primacía de la técnica es probablemente la razón de que la mayoría de los positivos en controles antidopaje en el mundo del fútbol sea por drogas recreativas como la marihuana o la cocaína.

A mi juicio el argumento moral ha ido perdiendo relevancia según el deporte se ha ido comercializando. El deporte profesional, aquel en el que los deportistas necesitan ganar para poder pagar facturas, es un negocio. Y el capitalismo es experto en arrancar de ellos cualquier consideración ética. Hamilton y Millar coinciden en sus respectivos libros en este aspecto. Pedalear era su sustento y lo único que sabían hacer. Habían trabajado toda su vida para llegar hasta ahí. Si para mantenerse en el pelotón debían entrar en el juego ¿qué otra opción tenían? De nuevo en palabras de Tyler Hamilton:
«[C]reo que todos los que quieren juzgar a los que se dopan deberían pensarlo, al menos durante un segundo. Pasa toda tu vida trabajando para llegar al filo del éxito y entonces te hacen elegir: unirte o marcharte a casa. ¿Qué harías tú?»
Continuará

lunes, 2 de diciembre de 2013

Citius, altius, fortius (I)

Tres ciclistas, tres libros. Paul Kimmage escribió Rough Ride a principios de los noventa, uno de los primeros libros en hablar del dopaje en el ciclismo, del que se han publicado varias ediciones actualizadas según salían a la luz nuevos escándalos. David Millar cuenta sus memorias en Pedaleando en la oscuridad. Detenido junto a otros miembros del equipo Cofidis en 2004, tras cumplir su sanción de dos años ha estado formando parte –como corredor y como propietario– de equipos con una clara política antidopaje. Tyler Hamilton, gregario de Lance Armstrong, es el coautor de Ganar a cualquier precio, donde da detallada cuenta de este tipo de prácticas entre los profesionales (incluyendo cómo logran evadir los controles) con especial atención al comportamiento del desposeído campeón norteamericano y la operación Puerto. Millar y Hamilton fueron descubiertos y sancionados. Habían hecho algo prohibido por la UCI y el COI y fueron castigados con sendas suspensiones y la eliminación de sus victorias. Pero ¿por qué está prohibido doparse?
Foto de The Pug Father

Como ya sabrán, el dopaje consiste en el uso de sustancias ergogénicas con el fin de mejorar el rendimiento deportivo, como la EPO utilizada por los ciclistas y los esteroides anabolizantes empleados por atletas de fuerza. Si bien cuando hablamos de sustancias ergogénicas solemos pensar en fármacos, lo cierto es que esos no son los únicos elementos de este conjunto:
«Everything an athlete ingests is a performance-enhancing substance, including spinach, milk, and bread. All contribute to muscle growth, bone strength, good circulation, and every other aspect of physical health that all of us strive for. In addition to the kinds of things that help athletes and the rest of us gain general fitness, there are chemicals that have more immediate effects on performance.As an example, take sugar. In its various common forms, such as glucose, fructose, and sucrose, sugar is a simple, fast-acting carbohydrate that can supply short-term energy to depleted muscles. Get some into your body at about mile 20 of the marathon and it just might make the difference between a personal best and a total meltdown.»
Desde este punto de vista, el dopaje es tan antiguo como el mismo deporte. En la antigua Grecia ya se recurría a dietas específicas y suplementos para aumentar el rendimiento:
«los atletas del siglo VI a. C. aumentaban su fuerza comiendo carnes diferentes según la disciplina que practicaban: los saltadores de caballo, boxeadores y lanzadores, de toro, y, los luchadores, de cerdo. En el siglo V a. C. existen referencias de que los corredores de fondo bebían antes de la carrera cocimientos de plantas, se hacían aplicaciones de hongos desecados e incluso llegaban a la extirpación del bazo, por considerar que un bazo congestionado, duro y doloroso podía suponer una pérdida de velocidad en la carrera. En el siglo III a. C. Filotrasto y Galeno refieren la ingestión de multitud de sustancias por parte de los atletas y Plinio, en el siglo I, afirma ya que los corredores de fondo bebían cocciones de equiseto para evitar la fatiga y prolongar la resistencia en carreras de larga duración.»
Hoy día muchos de nosotros –deportistas o no– también hacemos uso de cocciones para evitar la fatiga y prolongar la resistencia, mejorar la concentración y aumentar el estado de alerta. Me estoy refiriendo, cómo no, al café (o, en mi caso, al té). La cafeína es una droga estimulante que ilustra perfectamente la dificultad de trazar una línea en torno a las sustancias potenciadoras del rendimiento. De efectividad sobradamente probada, este alcaloide estuvo en la lista de la Agencia Mundial Antidopaje hasta 2004. De un año para otro las tabletas de cafeína que Kimmage había sido reacio a usar pasaban a ser legales. El mero hecho de que un principio activo mejore el desempeño físico no parece ser, pues, razón suficiente para prohibirlo.

Al contrario que la cafeína, las anfetaminas, otro de los estimulantes más usados en la época del ciclista irlandés, aún siguen vedadas. ¿A qué es debido? La razón principal es, probablemente, el riesgo que implican para la salud. Pero tampoco es que la cafeína sea segura: el LD50 se sitúa en torno a 150-200 miligramos por kilo de peso, difícil de alcanzar a base de tazas de café, pero no tanto mediante pastillas. Al margen de eso, la amenaza para la salud como argumento para prohibir ciertos compuestos suele contrargumentarse de dos maneras principales. Por una parte, dado que nada está exento de riesgo (incluso el agua ingerida en grandes cantidades puede ser letal), de lo que se trata es de alcanzar un equilibrio entre riesgo y beneficio. Expertos como el doctor Charles Yesalis aseguran que los anabolizantes, una de las sustancias más explotadas y perseguidas, pueden usarse forma relativamente segura. Al fin y al cabo se ha estado recurriendo a ellos durante bastante tiempo en el ámbito clínico con pacientes de cáncer o SIDA. Además de eso, las hormonas se emplean también en contextos no terapéuticos, como el cambio de sexo.

Incluso aunque fueran dañinos, afirma la otra línea de refutación, no importaría. El deporte profesional no trata sobre la salud, es un espectáculo con el que algunos se ganan la vida. Al más alto nivel el peligro es inherente a la actividad misma, como atestiguan los ciclistas muertos en caídas producidas durante los descensos de puerto de montaña, o los daños cerebrales que sufren los jugadores de la NFL (sin mencionar la obesidad de sus defensas). Si de verdad se tratara de proteger a los deportistas podríamos empezar por no obligarles a chocar cabeza con cabeza, no inyectarles diversos medicamentos para que puedan subirse a la moto con fracturas graves del día anterior, o no hacerles rodar a 80 kilómetros por hora sobre una bicicleta con neumáticos de menos de dos centímetros de ancho y nula capacidad de frenada con la única protección de un maillot y un casco de ciclista. «Si quieres sentir cómo es ser ciclista» le gustaba decir a Jonathan Vaughters «desnúdate hasta quedarte en ropa interior, conduce tu coche a 65 kilómetros por hora y salta por la ventanilla sobre una pila de metal dentado».

Aunque todas las sustancias ergogénicas fueran inocuas aún podríamos señalar que, de alguna manera, un deportista que se sirve de ellas está recurriendo a una ayuda «externa». Recuerdo una mañana de ruta en bicicleta en la que me estaba dejando el corazón y los pulmones en una pendiente del 9% cuando me pasó un tipo pedaleando plácidamente en una bicicleta con un motorcito incorporado. Eso, a todas luces, era hacer trampa. Pero otro de esos días el que me adelantó fue un ciclista acoplado a su manillar de triatlón. Su postura aerodinámica le daba ventaja sobre mí, ventaja que se sumaba al hecho de que él montaba una bici de carretera mientras yo me arrastraba con quince kilos de bicicleta de montaña. Los ciclistas profesionales hacen uso de todo tipo de ayudas externas (ruedas lenticulares, cascos aerodinámicos, bicicletas ultraligeras) que son perfectamente legales. Como con los medicamentos, algunas innovaciones en el equipamiento son vistas como una violación flagrante de las reglas, mientras otras se aceptan sin más. En este punto suele recordarse que incluso el recurrir a un entrenador estaba mal visto en su momento, tal como se muestra en la película Carros de fuego.

A mi juicio, la diferencia más evidente de la que nos servimos para diferenciar las ayudas tecnológicas de aquellas que pueden considerarse dopaje es –por mal que suene decirlo así– el hecho de que las primeras no se introducen en el cuerpo para actuar sobre su fisiología.

Continuará