lunes, 7 de abril de 2014

Así es como vivimos

Andábamos por la cafetería y en varias mesas se discutía lo acontecido en las manifestaciones del pasado 22 de Marzo. Pasando al lado de una de esas mesas oí a un tipo afirmar casi a gritos que «el problema es que siempre hay cuatro perroflautas de los cojones». Su lenguaje corporal (puños en la cadera, echado hacia delante sobre la mesa, presto para levantarse a la menor provocación) indicaba que no estaba por la labor de que alguien le contradijera. Me estaba alejando de su sitio, así que no pude escuchar su conclusión, pero tampoco era necesario. «Cuatro perroflautas de los cojones». Es todo lo que necesitaba saber.

Foto de maxf
La noche del sábado estuve siguiendo el transcurso de la manifestación vía Twitter. Para cuando empezaron los palos las aguas ya se habían separado. A un lado estaban quienes subían o retuiteaban fotos de aquellos que habían sido heridos por la policía, echando pestes del cuerpo. Al otro lado se hallaban los que ponían el grito en el cielo por las marquesinas de autobús rotas y la cifra en constante aumento de policías lastimados. Ambos bandos se encontraban mutuamente en largos hilos de reproches e insultos mutuos. Como de costumbre, todo el mundo tenía la razón.


En los últimos artículos hemos estado hablando de cómo siempre tratamos de persuadir a los demás, y de cómo defendemos con vehemencia posturas que no tienen justificación racional alguna, como nuestra serie favorita. Vimos que las preferencias se basan en gustos, no en razones, pero que cuando nos preguntan por las primeras podemos ofrecer un florilegio de estas últimas, lo que nos confunde y nos hace pensar que en verdad hay razones objetivas que sustenten nuestra elección. Lamentablemente, exhibimos el mismo comportamiento en asuntos de cierta enjundia, como la política o la ética. Considere las siguientes cuestiones. ¿Deben pagar más impuestos los más ricos? ¿Debería legalizarse la marihuana? ¿Y el aborto? ¿Las personas que contraten un seguro de salud privado deben recibir un descuento en sus impuestos? ¿Deberían prohibirse las corridas de toros? ¿Los movimientos migratorios deben facilitarse o impedirse? ¿El uso público del burka y el niqab debe prohibirse? ¿La autoridad debe respetarse o cuestionarse? ¿Debe el gobierno ayudar a los desfavorecidos o limitarse a asegurar el cumplimiento de la ley? ¿Es legítimo emplear la violencia en algún caso? ¿Los símbolos religiosos deben salir de las escuelas públicas? ¿Está a favor o en contra de la pena de muerte?

Seguramente ha podido responder a todos estos interrogantes en un breve lapso de tiempo. Lo importante aquí no son las respuestas en sí, sino el proceso que le ha llevado a ellas. ¿A cuántas ha respondido «sí» o «no»? ¿Cuántas veces ha pensado «depende»? ¿En algún caso se ha dicho «no lo sé, nunca he pensado sobre eso»? Son preguntas difíciles, con muchos matices posibles y ramificaciones invisibles al primer vistazo. Según Kahneman, cuando nos enfrentamos a preguntas de tal calibre normalmente respondemos –sin darnos cuenta– a una pregunta más fácil, un proceso llamado sustitución:
«[Paul] Slovic eventually developed the notion of an affect heuristic, in which people make judgments and decisions by consulting their emotions: Do I like it? Do I hate it? How strongly do I feel about it? In many domains of life, Slovic said, people form opinions and make choices that directly express their feelings and their basic tendency to approach or avoid, often without knowing that they are doing so. The affect heuristic is an instance of substitution, in which the answer to an easy question (How do I feel about it?) serves as an answer to a much harder question (What do I think about it?)»
Por ello, a menudo nuestro juicio es en realidad un juicio emocional. Tal como explica Daniel Goleman (el énfasis es mío):
«Las reglas de decisión derivadas de nuestra experiencia vital se basan en las redes neuronales subcorticales que recopilan, almacenan y aplican algoritmos a cada uno de los acontecimientos vitales y establecen el rumbo de nuestro timón interior. En esas regiones subcorticales, escasamente conectadas con las áreas verbales del neocórtex, aunque mucho más con las vísceras, guarda el cerebro nuestras sensaciones más profundas de propósito y significado. Conocemos nuestros valores partiendo de la sensación visceral de lo que nos parece adecuado e inadecuado y articulando luego ese sentimiento
Los experimentos de psicología social y las técnicas de imagen cerebral han venido a demostrar algo que David Hume (y otros antes qué él) ya denunciaron: formamos nuestros juicios morales de forma rápida y emocional. En un célebre pasaje de su Tratado de la naturaleza humana el filósofo escocés observó:
«Tomemos una acción que se estima ser viciosa: el asesinato intencional, por ejemplo. Examinémoslo en todos sus aspectos y veamos si se puede hallar algún hecho o existencia real que se llame vicio. De cualquier modo que se le considere, sólo se hallan ciertas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. No existen otros fenómenos en este caso. El vicio nos escapa enteramente mientras se le considere como un objeto. No se le puede hallar hasta que se dirige la reflexión hacia el propio pecho y se halla un sentimiento de censura que surge en nosotros con respecto a la acción. Aquí existe un hecho; pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en nosotros mismos, no en el objeto. Así, cuando se declara una acción o carácter vicioso no se quiere decir sino que por la constitución de nuestra naturaleza experimentamos un sentimiento o afección de censura ante la contemplación de aquél. El vicio y la virtud, por consiguiente, pueden ser comparados con los sonidos, colores, calor y frío, que según la filosofía moderna no son cualidades en los objetos, sino percepciones en el espíritu, y este descubrimiento en moral, lo mismo que otros en la física, debe ser considerado como un avance considerable de las ciencias especulativas, aunque, lo mismo que éstas, no tiene o tiene poca influencia en la práctica. Nada puede ser más real o interesarnos más que nuestros propios sentimientos de placer y dolor, y si éstos son favorables a la virtud y desfavorables al vicio no puede ser requerido nada más para la regulación de nuestra conducta y vida.»
La defensa argumental subsiguiente con la que torturamos a los otros es más que nada una búsqueda post hoc de razones para justificar los juicios que ya hemos hecho, no una descripción del impecable razonamiento lógico que nos llevó a nuestra conclusión. En palabras de Michael Shermer:
«Rara vez alguno de nosotros se sienta ante una relación de hechos, sopesa los pros y los contras y opta por lo que parece más lógico y racional sin tener en cuenta lo que creíamos con anterioridad. Al contrario: los hechos del mundo nos llegan a través de los filtros coloreados de las teorías, las hipótesis, las corazonadas, las inclinaciones y los prejuicios que hemos ido acumulando al o largo de nuestra vida. Entonces revisamos el corpus de datos y escogemos los que confirman lo que ya creíamos, prescindiendo o desechando mediante racionalizaciones los que no nos cuadran.»
La mayor parte de nuestras creencias, pues, son fruto de la genética y el ambiente, de nuestro pasado y de nuestro entorno, exactamente igual que nuestros gustos. A menudo me pregunto si yo tendría ideas políticas y valores éticos diferentes de haber nacido en otra época, en otro país u otra clase social, si mi familia estuviera formada por ricos empresarios en lugar de gente llana trabajadora. Sospecho que la respuesta es «sí». El ejemplo más palpable es cómo afecta la edad a nuestro marco de creencias, proceso que Churchill resumió en el aforismo «quien a los veinte años no sea revolucionario no tiene corazón, y quien a los cuarenta lo siga siendo, no tiene cabeza». En este punto no puedo resistirme a traer de nuevo a colación esa cita de Ortega y Gasset a la que ya recurrí en otro contexto:
«Cada cual cree vivir por su cuenta, en virtud de razones que supone personalísimas. Pero el hecho es que bajo esa superficie de nuestra conciencia actúan las grandes fuerzas anónimas, los poderosos alisios de la historia, soplos gigantes que nos movilizan a su capricho.»
En David y Goliat Malcolm Gladwell cuenta la historia de Wilma Derksen, una mujer cuya hija fue asesinada. En el funeral recibió la visita de un hombre cuya hija también había muerto a manos de un indeseable. Este visitante anónimo le contó cómo había sacrificado todo en su búsqueda de justicia: su familia, su trabajo, su salud... Por su parte Wilma, que como menonita había sido criada en el pacifismo, combatió todo instinto de venganza y renunció incluso a la búsqueda del asesino. «Toda la filosofía menonita se resume en que hay que perdonar y no guardar rencor», le dice al periodista. Su comportamiento era reflejo del de su padre, quien en su momento decidió no demandar a alguien que le debía mucho dinero, optando en su lugar por olvidarse del tema. La respuesta del padre resume perfectamente lo que he tratado de expresar aquí: «eso es en lo que creo, y así es como vivimos».

2 comentarios:

  1. Es muy cierto todo esto. Pero también lo contrario es una rallada. Yo viví un periodo de mi vida funcionando de forma "lógica" y me volví loco. ;)

    http://luistarrafeta.com/2011/11/30/los-peligros-de-estudiar-algebra/

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