lunes, 26 de mayo de 2014

Vota Bota, mi pelota

Escribo estas líneas minutos después de haber votado en las elecciones al Parlamento Europeo. Según algunos economistas he hecho una tontería, ya que he pagado cierto coste de oportunidad aun cuando mi voto no va a influir en el resultado. Por tanto, según este razonamiento, he sido irracional. En palabras de Steven Landsburg:
«I have no idea why people vote. One hundred million Americans cast votes for president in 1992. I wager that no one of those hundred million was naive enough to believe that he was casting the decisive vote in an otherwise tied election. It is fashionable to cite John F. Kennedy's razor-thin 300,000 vote margin over Richard M. Nixon in 1960, but 300,000 is not the same as 1–even by the standards of precision that are conventional in economics. It is equally fashionable to cite the observation that "if everyone else thought that way and stayed home, then my vote would be important", which is as true and as irrelevant as the observation that if voting booths were space-ships, voters could travel to the moon. Everyone else does not stay home. The only choice that an individual voter faces is whether or not to vote, given that tens of millions of others are voting. At the risk of shocking your ninth-grade civics teacher, I am prepared to offer you an absolute guarantee that if you stay home in 1996, your indolence will not affect the outcome. So why do people vote? I don't know.»
Foto de myJon
Desde mi punto de vista, este párrafo representa el daño que produce en las personas estudiar economía. Otra posibilidad es que aquellos que deciden dedicarse a ella ya adolecían de cierta rémora cognitiva de serie que fue lo que les condujo a la práctica de dicha disciplina en lugar de a trabajar en industrias más respetables, como la pornografía. Equipados con un único esquema mental para ver el mundo, son como martillos en busca de clavos a los que golpear con sus teorías irrelevantes o defectuosas, ciegos a la distinción entre lo que es y lo que debería ser, incapaces de entender que hay acciones buenas en sí mismas o que, en ocasiones, está bien hacer algo que no sirve para nada. Este desdén por el derecho al voto supone además, a mi juicio, un gran desprecio por todos aquellos que lucharon antes que nosotros para que fuera posible. El sufragio universal no es producido por la naturaleza, y quienes lo desdeñan acaso sean como el niño rico que siempre lo ha tenido todo y tira a la basura lo que otros anhelan. En su momento ya hablamos acerca de este comportamiento desagradecido para con los grandes esfuerzos que supone mantener cierto grado de democracia, de manera que no me extenderé más sobre ello.

Cuando Apple presentó el iPhone 5c hubo quienes hicieron un vídeo parodia sobre cómo la marca de la manzana había expandido así su mercado a los plebeyos:
«We realized that poor people do actually have some money. It is not a lot money but it does exist, so we thought "we would like some that poor people money". So we designed a more less advanced version of our previous products and marketed them towards this new emerging demographic which, quite frankly, I had no idea existed up until moments ago.»
Ciertamente, los pobres tienen poco dinero, pero tienen algo. Sin embargo, dado que son muchos, es posible sacar una buena suma esquilmándolos. Esa es, supongo, una de las razones de que las subidas de impuestos se centren en la base de la pirámide. Mi propia investigación informal con estadísticas del INE sobre la distribución de sueldos en España me mostró que se ingresa mucho más subiendo los impuestos a aquellos que cobran hasta setenta mil euros anuales que subiéndolos a quienes ganan más de doscientos cincuenta mil, para quienes habría que aplicar impuestos de hasta el noventa por ciento si se quiere igualar la recaudación. Pero dejemos la discusión sobre la mejor política de tributos a un lado, pues es ajena al asunto tratado hoy. Lo que me interesa es recalcar el hecho de que la fuerza de la gente de la calle reside en su número. Eso es algo que tratan de mostrar los gráficos que pululan estos días por las redes sociales: si las abstenciones se sustituyeran por votos a partidos pequeños sería fácil expulsar del poder a los dos más grandes. De hecho, es suficiente con mucho menos: cuando un partido necesita un escaño para sacar adelante su propuesta los pocos votos del partido minoritario valen tanto como los millones que dieron amplia representación al partido mayoritario. Por desgracia, la fuerza de la gente de a pie es también nuestra mayor debilidad: es mucho más difícil coordinar las acciones de diez millones de personas que de diez mil.

Cuantos menos votos hacen falta para obtener la mayoría parlamentaria más fácil es para los de siempre ganar, porque ellos sí que van a votar (siempre me he preguntado si no sería buena idea instaurar el voto obligatorio o fijar un porcentaje mínimo de participación para declarar válidas unas elecciones). Quienes sacan tajada (políticos, grupos de presión, etcétera) siempre votan, porque, como digo, le sacan provecho. Cada vez que oigo a mi madre gruñir entre dientes murmurando que no piensa votar porque son todos unos sinvergüenzas yo le digo, medio broma, medio en serio, que piensa como un pobre o un esclavo; estoy bastante seguro que gente como Florentino Pérez no falta a las urnas. La abstención de la mayoría no hace más que allanar el camino para que los más cercanos a quienes nos gobiernan se llenen los bolsillos mediante transferencia de rentas; qué menos que dificultarles la tarea.

Téngase en cuenta, además, que los comicios son una de las maneras en la que los políticos rinden cuentas. Si todos los jubilados, verbigracia, dejan de acudir a las urnas porque están hartos ¿qué incentivo tienen los diputados para mantener las pensiones? Podrían eliminarlas y repartírselas entre ellos sin perder aquello que tanto ansían, que es el poder en sí mismo (quien haya leído libros escritos por políticos como el de Zapatero sabrá de qué hablo). Cuando el sistema nominal de «una persona, un voto» consiste más bien en «un euro, un voto» solo la suma de todos los que no formamos parte de un grupo de cabildeo puede darnos influencia política.

Obviamente, sería absurdo pensar que el mero acto de introducir un papel en una caja de cristal es suficiente para resolver todos nuestros problemas, tan absurdo como creer que lo único que hace falta para recuperarse de una lesión es placenta de yegua. Los lobbies seguirán financiando las campañas electorales de los dos grandes partidos para que ganen quienes pueden satisfacer sus intereses. Muchísimas personas continuarán votando a los de siempre porque, por extraño que parezca, votar es más una cuestión de identidad que de raciocinio. Pero el sistema no es inmutable, y puede moldearse desde dentro y desde fuera del mismo. Las elecciones son solo uno más entre otros muchos campos de batalla donde luchar por una sociedad más justa.

lunes, 19 de mayo de 2014

Cuestión de principios

Una vez más ahí estaban enzarzados Rico y Enrico, discutiendo medio en serio, medio en broma, que si rojo uno, que si facha el otro, que si Franco esto, que si Carrillo lo otro. Etcétera, etcétera. Al final Rico dijo: «anda que si fueras rico ibas a ser tú rojo». «¿Qué tiene eso que ver?», preguntó Enrico. El argumento de espantapájaros implícito en las palabras de Rico era, obviamente, que los rojos le quitan todo a todo el mundo para repartirlo (especialmente entre vagos y maleantes), y que eso es algo a lo que Enrico se opondría en caso de tener algo que le pudieran quitar porque, como todos sabemos, no es lo mismo «dame» que «toma».

Foto de Marco Bellucci
Hace ya algún tiempo hablamos sobre Robin Hood y la idoneidad moral de que la ley obligue a los ricos a pagar más impuestos. Séame permitido repasar de forma somera –y, por tanto, necesariamente imprecisa– dos líneas de argumentación opuestas a este respecto. A la izquierda tenemos la justicia distributiva basada en el principio de la diferencia de John Rawls. En líneas generales, Rawls sostiene que las fortunas de Cristiano Ronaldo o Amancio Ortega no son mérito solo de ellos mismos. Puede que trabajaran muy duro, pero otros (mi padre, sin ir más lejos, y puede que el suyo) también lo hicieron y no alcanzaron el éxito. Además, cuentan con ciertas capacidades y destrezas naturales que son contingentes, no fruto de su trabajo; no hicieron nada para merecerlas. Por último, también han tenido la suerte de desarrollar esas capacidades en el seno de una sociedad que las aprecia: de nada hubiera servido a Ortega su capacidad empresarial en una sociedad ascética que despreciara el dinero, y poco hubiera logrado Ronaldo en el siglo XV (desde luego no la fortuna que posee actualmente). Por tanto, según Rawls, lo que ganan no les pertenece solo a ellos, y deberían compartirlo con quienes carecen de dotes similares (citado en Sandel):
«Parece claro que en el esfuerzo que una persona esté dispuesta a hacer influyen sus capacidades y destrezas naturales y las alternativas que se le presenten. Cuanto mejor dotado se esté, más probable será, si todo lo demás es igual, el esforzarse a conciencia.»

«No nos merecemos nuestro lugar en la distribución de dotes innatas más de lo que nos merecemos nuestro punto de partida inicial en la sociedad. También es problemático que nos merezcamos el carácter superior gracias al cual realizamos el esfuerzo requerido para cultivar nuestras capacidades, pues tal carácter depende en buena parte de haber tenido fortuna con la familia y las circunstancias en los primeros años de vida, y no nos podemos arrogar mérito alguno por eso.»

«Quienes han resultado favorecidos por la naturaleza, sean quienes sean, pueden sacar provecho de su buena fortuna solo con la condición de que se mejore la situación de quienes han salido perdiendo. Los aventajados por su naturaleza no han de ganar por el mero hecho de que están mejor dotados, sino solo para cubrir el coste de la formación y la educación y para que usen sus dotes de modo que ayuden también a los menos afortunados.»
Frente a Rawls, a la derecha, está Robert Nozick. En Anarquía, Estado y utopía (1974) escrito como respuesta a Una teoría de la justicia de Rawls, Nozick defiende la doctrina libertaria según la cual cada uno es dueño de sí mismo y, por tanto, de su trabajo, por lo que tenemos derecho a quedarnos con los frutos de nuestro esfuerzo. Para Nozick gravar las rentas del trabajo es inmoral porque significa que se está obligando a alguien a trabajar por el bien de otro, es decir, es equiparable a los trabajos forzados. Un Estado que le quita a Cristiano Ronaldo parte del dinero que ha ganado con su trabajo viola la libertad humana al tratarle como un esclavo de su propiedad:
«El impuesto a los productos del trabajo va a la par con el trabajo forzado. Algunas personas encuentran esta afirmación obviamente verdadera: tomar las ganancias de n horas laborales es como tomar n horas de la persona; es como forzar a la persona a trabajar n horas para propósitos de otra. Para otros, esta afirmación es absurda. Pero aun éstos, si objetan el trabajo forzado, se opondrían a obligar a hippies desempleados a que trabajaran en beneficio de los necesitados, y también objetarían obligar a cada persona a trabajar cinco horas extra a la semana para beneficio de los necesitados. Sin embargo, no les parece que un sistema que toma el salario de cinco horas en impuestos obliga a alguien a trabajar cinco horas, puesto que ofrece a la persona obligada una gama más amplia de opción en actividades que la que le ofrece la imposición en especie con el trabajo particular, especificado.»

«Apoderarse de los resultados del trabajo de alguien equivale a apoderarse de sus horas y a dirigirlo a realizar actividades varias. Si las personas lo obligan a usted a hacer cierto trabajo o un trabajo no recompensado por un periodo determinado, deciden lo que usted debe hacer y los propósitos que su trabajo debe servir, con independencia de las decisiones de usted. Este proceso por medio del cual privan a usted de estas decisiones los hace copropietarios de usted; les otorga un derecho de propiedad sobre usted. Sería tener un derecho de propiedad, tal y como se tiene dicho control y poder de decisión parcial, por derecho, sobre un animal u objeto inanimado.»
Para Nozick cualquier impuesto es inmoral. Pero supongamos que a Cristiano y a Amancio, siendo tan majetes como podamos imaginarlos, no les importara pagar impuestos. ¿Sería correcto quitarles más a ellos por el bien de quienes menos tienen? La respuesta de Nozick es un rotundo «no», y propone un experimento mental muy llamativo:
«Una aplicación del principio de maximizar la posición de los que estén en peor condición bien podría comprender una redistribución forzosa de partes corporales ("tú has tenido vista todos estos años; ahora uno —o incluso los dos— de tus ojos debe ser trasplantado a otros"), o matar pronto a algunas personas para utilizar sus cuerpos con el objeto de obtener material necesario para salvar las vidas de quienes, de otra manera, morirían jóvenes.»
Quizá se entienda mejor utilizando sangre en lugar de ojos. ¿Sería moralmente lícito que el Estado nos visitara en casa cada cuatro meses para extraernos casi medio litro de sangre en favor de aquellos hospitalizados que la necesitan? No es difícil imaginar la oposición que tal sugerencia desencadenaría. Nozick no tiene problema en que cualquiera done parte de su fortuna siempre que lo haga voluntariamente, pero no hacerlo no debería ser ilegal.

Tanto Rawls como Nozick argumentan de forma tan convincente que cuando uno lee sus obras piensa: «pues sí, así tiene que ser». El problema es que, como vemos, sus conclusiones son totalmente distintas. La razón es que parten de principios distintos. Rawls es partidario de establecer unas reglas de juego y decidir después quién tiene derecho a qué. Por tanto, si decidimos que queremos un sistema fiscal que obligue a los que más ganan a entregar una parte mayor de su riqueza, entonces nadie tiene derecho a quejarse. Nozick no acepta esto. Para él la libertad es un derecho irrenunciable. Es triste que haya gente hambrienta y en la calle, pero ello no justifica quitarle a uno parte de lo que tiene, incluso aunque eso no le afecte, como ocurre con la sangre. Para Nozick las necesidades de otros no priman sobre el derecho de uno a hacer lo que quiera con lo que es suyo.

Toda argumentación moral parte de ciertas premisas. El propio Nozick lo hace notar en su obra:
«Cada teoría especifica puntos de partida y procesos de transformación, y cada una acepta lo que de allí resulte. De acuerdo con cada teoría, cualquier cosa que resulte debe ser aceptada debido a su árbol genealógico, a su historia. Cualquier teoría que llega a un proceso debe comenzar con algo que no se justifica en sí mismo por ser el resultado de un proceso (de otra manera, debería comenzar aún más atrás), es decir, ya sea: con enunciados generales que sostienen la prioridad fundamental del proceso, o bien, con el proceso mismo.»
Pero siempre es posible negar dichas premisas porque, como explicaba MacIntyre, aquí no hay principios universales a los que aferrarse:
«Lo que el progreso de la filosofía analítica ha logrado establecer es que no hay ningún fundamento para la creencia en principios universales y necesarios (fuera de las puras investigaciones formales), excepto los relacionados con algún conjunto de premisas. Los primeros principios cartesianos, las verdades a priori kantianas en incluso los fantasmas de esas nociones que por largo tiempo habitaron el emprimo, todos han sido expulsados de la filosofía.»
Es el problema fundamental de la ética, el de la justificación última. ¿Está mal robarle al rico para darle de comer al pobre? ¿Es permisible matar a una persona para salvar a cinco? ¿Por qué actuar moralmente?  Si no nos ponemos de acuerdo en los principios fundamentales es muy difícil –por no decir imposible– llegar a un acuerdo. Como dice Schleichert:
«Argumentar presupone una base de argumentación, y la discusión trata precisamente de esa base. La situación puede describirse sucintamente mediante el antiguo axioma de la lógica según el cual no se puede discutir con quien pone en cuestión nuestros principios: contra principia negantem non est disputandum».
Pero ¿cómo decidir las premisas de las que partir? ¿Cómo decantarnos por unos u otros valores y principios fundamentales sobre los que no es posible ninguna argumentación ulterior? Es un problema que también mencionamos en su momento. Hasta donde yo sé no hay respuesta definitiva que zanje este dilema. A menudo lo que hacemos es, simplemente, limitarnos a negar la tesis del otro y a sustituir su sistema dogmático por el nuestro.

Como vimos, la geometría euclídea fue el canon durante siglos. Sin embargo, en el siglo XVIII comenzaron a desarrollarse otros tipos de geometría que diferían de la de Euclides en su quinto postulado: la naturaleza de las líneas paralelas. En la geometría hiperbólica las líneas paralelas no se mantienen equidistantes, sino que se van alejando; en la geometría elíptica se van acercando hasta cruzarse. Distinta premisa, distintas consecuencias. Supongo que los matemáticos no tienen problema en distinguir cuál es la opción de partida correcta en cada situación. Por desgracia, ese es un lujo del que carecen quienes se dedican a las ciencias sociales.

lunes, 12 de mayo de 2014

Sin olvidar el fútbol

Sospecho que a ustedes también les pasa. Antes de llegar a la oficina el lunes por la mañana (el que tenga oficina a la que ir, claro) uno ya sabe la conversa que le espera. A grandes rasgos será la misma que el lunes anterior, que a su vez era igual a la del lunes anterior a ese, y así siguiendo. Fernando Lázaro Carreter lo expresó de manera magistral en este párrafo que releo a menudo:
«La actualidad tiene de malo que obliga a hablar de ella; atenta contra la libertad de expresión. Y no es porque no acontezca nada, como solía antaño; bien al contrario, sucede mucho, pero siempre lo mismo. Es el chino que pasó veinte veces delante del centinela, y éste, al dar el parte, aseguró que habían pasado veinte chinos. Sólo que ahora pasan unos cuantos chinos unas cuantas veces, pero son los que pasaron ayer. La conversa de los oficinistas en sus multitudinarios desayunos de mediodía, de los automovilistas entre sí ante los semáforos, de los pacientes del hospital aguardando a que, al fin, entre el primero, gira siempre en torno a las mismas cosas. Y de ello hablará cualquiera de nosotros si, dentro de un mes, tomamos el tren para ir a San Fermín, por ejemplo, y no a Villadiego, que es de donde parte la escondida senda de los sabios. Todos tenemos que hablar de lo que pasa, que es vario pero fotocopiado. Y, por tanto, los medios de comunicación, se ven obligados a retratar la actualidad y a ponerla en boca de todos (que si el fútbol, que si el famoso y la famosa, que si el fútbol, que la gasolina, que el sueldo por un lado y los impuestos por otro, que el fútbol, que Insalud, que la tele, y otros sujetos y objetos similares anejos al Estado de bienestar, sin olvidar el fútbol).»
Foto de Wikipedia
Es año de mundial, la liga va a resolverse en la última jornada y dos equipos de la capital de este bendito país jugarán la final de la copa de Europa, todo lo cual nos asegura, incluso a quienes no tenemos especial interés en ello, una buena provisión de conversaciones y discusiones acerca del adorado balompié. Si no les gusta este deporte ya pueden armarse de paciencia. Con objeto de que aquellos que no sean aficionados no se sientan aislados durante dichas conversaciones aquí les dejo con el resumen de un interesante libro sobre fútbol escrito por Chris Anderson (portero reconvertido en estadístico) y David Sally (jugador de béisbol convertido en economista del comportamiento). Analizando datos de campeonatos de todo el mundo (tanto de clubes como de selecciones nacionales) y apoyándose en el trabajo de otros investigadores estos autores extraen sorprendentes conclusiones que a menudo contravienen el dogma establecido en este deporte.

  • De media, los equipos marcan uno de cada nueve tiros y se produce un gol cada sesenta y nueve minutos. Solo dos de cada nueve goles son producto de una secuencia mayor de tres pases, y aproximadamente la mitad de los goles se deben a robos de balón cercanos al área contraria.
  • En un partido la posesión del balón cambia cuatrocientas veces de bando (nuevamente, de media). Más del noventa por ciento de las jugadas no llega al cuarto pase. El treinta por ciento de las recuperaciones de balón sucedidas en al área contraria acaban en gol, mientras que casi la mitad de todos los goles se deben de un robo de balón.
  • En contra de lo que se suele creer, es justo después de meter un gol cuando es menos probable que un equipo encaje un tanto.
  • La correlación entre córners sacados y goles marcados es cero, es decir, más córners no implican más goles. Solo uno de cada cinco córners acaba en disparo a puerta. El noventa por ciento de esos tiros no tienen éxito, por lo que el valor neto de un córner es de poco más de dos goles cada diez saques de esquina. En total, se marca un gol por un córner cada diez partidos. Es mejor sacar en corto y mantener la posesión que centrar directo al área.
  • En el fútbol, la suerte cuenta tanto como la destreza: cincuenta por ciento. La mitad de los goles y resultados que vemos se deben a la mera fortuna.
  • En las grandes ligas europeas la media de goles por partido es de 2,66. Los resultados más comunes son 1-1, 1-0, 2-1, 2-0, 0-0 y 0-1. Más del treinta por ciento de los partidos acaban sin gol.
  • En el fútbol, el favorito gana apenas el cincuenta por ciento de las veces. Comparado con otros deportes, en balonmano, baloncesto y fútbol americano los favoritos ganan dos tercios de las veces. En baseball, el sesenta por ciento. Incluso cuando la diferencia entre el equipo favorito y su oponente es muy amplia, en el balonpié el primero gana el sesenta y cinco por ciento de las ocasiones, mientras que en baloncesto lo hacen más del ochenta por ciento.
  • Los datos históricos indican que el cuarenta y ocho por ciento de los partidos acaban en victoria para el equipo de casa, el veintiséis por ciento en empate y el resto (otro veintiséis por ciento) en victoria del equipo visitante.
  • El equipo que más veces dispara en un partido acaba venciendo en menos de la mitad de las ocasiones (45-47% en las series estudiadas). Si los tiros van entre los tres palos el porcentaje asciende al 50-58%. De media los equipos efectúan poco más de doce tiros por partido.
  • El número de goles por partido ha caído a través de la historia de este deporte, pasando de cuatro goles y medio por partido en 1890 a 2,6 en 1996, aunque se ha estabilizado en las últimas dos décadas. Según los autores la causa es la mejora en las técnicas y estrategias defensivas (fueras de juego, presión, marcaje en zona, etcétera). En general, el fútbol ha pasado de ser un deporte donde primaba el ataque (con siete delanteros en sus primeros tiempos) a uno donde lo más importante es la defensa, con equipos que juegan sin delanteros, reemplazados por el "falso nueve".
  • El fútbol en las grandes ligas (Alemania, Inglaterra, España, Italia) es muy similar en cuanto a goles, tiros y pases, pero hay diferencias en el número de faltas pitadas y el número de tarjetas mostradas. En España se pitan más faltas y se sacan más tarjetas que en ninguna otra liga.
  • Estadísticamente hablando, marcar un gol prácticamente garantiza conseguir un punto. Si se marcan dos goles es más probable la victoria que el empate.
  • Los equipos que más goles marcan solo ganan el cincuenta y uno por ciento de los títulos. Los que menos tantos encajan, del cuarenta al cincuenta y cinco por ciento. En un partido dado, no encajar un gol aumenta más las probabilidades de no salir derrotado que marcarlo (proporciona un treinta por ciento más de puntos).
  • Los equipos con más éxito tienen más tiempo la posesión, pasan más la pelota (especialmente en campo contrario) y la pierden menos en favor del contrario. Por lo general, a mayor posesión mayor rendimiento ofensivo, menos goles encajados, menos derrotas y más victorias logradas (de un siete a un once por ciento más). Aún así, más importante que la cantidad total de posesión es no perder el balón. Los equipos que juegan al pelotazo tienen menos oportunidades de marcar y por tanto anotan menos goles.
  • La probabilidad de marcar un penalti es de alrededor de un setenta y siete por ciento.
  • La mejor manera de aumentar el rendimiento de un equipo no es contratar un fuera de serie sino deshacerse del eslabón más débil (aquel menos dotado técnicamente). Los equipos son tan buenos como el peor de sus jugadores.
  • Una tarjeta roja reduce en un tercio la expectativa de puntos ganados.
  • Jugar en casa incrementa las probabilidades de victoria del veintisiete al cuarenta y dos por ciento, mientras que disminuye las de derrota del treinta y dos al diecinueve por ciento.
  • Para un equipo que va perdiendo la mejor estrategia de sustituciones es hacer el primer cambio antes del minuto cincuenta y ocho, el segundo antes del setenta y tres y el tercero antes del setenta y nueve. Ello incrementa la posibilidades de salvar al menos un punto del veintidós al cuarenta por ciento.
  • Salarios y posición en la tabla de clasificación van de la mano. Dónde acaba un club la temporada viene determinado hasta en un ochenta y nueve por ciento por el dinero que se deja en las pagas de sus jugadores (dependiendo de los años y las competiciones que compongan la muestra). La influencia del entrenador explica la variación de resultados entre un diez y un quince por ciento.

Pueden probar a dejar caer alguno de estos datos en las charlas del desayuno. No se sorprendan si el enterado de turno (aquel que ve muchos partidos y lee la prensa deportiva) lo rechaza de mala manera; es lo que cabe esperar. El fútbol es de esas cosas de las que todo el mundo habla y muchos creen conocer bien, aun cuando solo estén confundiendo familiaridad con conocimiento genuino y se estén limitando en realidad a repetir lo que oyeron decir antes a otros. Los españoles, cuando no ejercemos de políticos, economistas o magnates, ejercemos de entrenadores y, como en todas las áreas anteriores, demostramos que no es necesario saber de lo que uno habla para discutir asumiendo que se tiene la razón.

lunes, 5 de mayo de 2014

En teoría (y II)

En teoría, la práctica y la teoría son iguales. En la práctica, no.

En 1995 la FIFA ordenó a todas sus ligas constituyentes que establecieran la regla de otorgar tres puntos por victoria en lugar de dos. La idea de Sepp Blatter, secretario general de la organización por aquel entonces, era premiar el fútbol de ataque con una recompensa un 50% mayor. El resultado, relatan Chris Anderson y David Sally, fue bien distinto:
«Two German economists, Alexander Dilger and Hannah Geyer, came up with a way to test what changed when their nation’s football leagues switched to three points for a win. They looked at 6,000 league games and 1,300 from cup competitions over the ten years before the rule change and the ten after. The cup games provided the control group, unaffected by the switch (since the reward in tournament football is progression, not points).
Dilger and Geyer did find that the three-point rule had a dramatic effect on one aspect of a football match, but it wasn’t goals. In league games three points for a win led to a drastic increase in the number of yellow cards. Attacking football had increased, but the ‘attack’ consisted not of strikes on goal, but rather of clips of the opponents’ heels, pushes in their backs, and late tackles. There was also a clear decline in the number of draws – understandable, since losing two points for parity is less palatable than only losing one – and a rise in the number of victories by a one-goal margin.
With three points available for victory, a manager’s substitutes were focused on defence, back lines refused to move forward, and the number of long clearances rose. Goals had not become more abundant, but they had become even more decisive and valuable. Three points for a win had not rewarded attacking football. It had rewarded cynical football.»
No es de extrañar que a la FIFA le saliera el tiro por la culata. En un sistema complejo fruto de la interacción de tantos individuos las cadenas de causalidad distan de ser obvias o bien comprendidas, el comportamiento de sus elementos es difícil o imposible de predecir, desconocemos cuáles son las variables correctas y las relaciones que se establecen entre ellas, y carecemos de ideas claras y distintas que se asemejen a los axiomas de Euclides. El resultado es que no poseemos un conocimiento a priori acerca de cómo influir en el sistema de la manera que queremos porque nos es imposible anticipar todas las consecuencias de nuestras decisiones.

No obstante, siendo como somos ilusos, seguimos creyendo que podemos saber qué tipo de cosas deben provocar ciertos efectos y qué tipos de cosas no. Sirva como ejemplo la imagen que ilustra este artículo. Se trata de un panfleto de la National Association Opposed to Woman Suffrage, una organización neoyorquina de principios del siglo XX que, como su propio nombre indica, se oponía a que las mujeres pudieran votar (clic en la imagen para ampliar).


Otro botón de muestra relacionado con el sufragio universal: los liberales del siglo XIX alegaron razones económicas para tratar de evitar que los pobres pudieran votar. Tal como cuenta Ha-Joon Chang :
«The nineteenth-century liberals believed that abstinence was the key to wealth accumulation and thus economic development. Having acquired the fruits of their labour, people need to abstain from instant gratification and invest it, if they were to accumulate wealth. In this world view, the poor were poor because they did not have the character to exercise such abstinence. Therefore, if you gave the poor voting rights, they would want to maximize their current consumption, rather than investment, by imposing taxes on the rich and spending them. This might make the poor better off in the short run, but it would make them worse off in the long run by reducing investment and thus growth.
[...] Between the late nineteenth and early twentieth centuries, the worst fears of liberals were realized, and most countries in Europe and the so-called ‘Western offshoots’ (the US, Canada, Australia and New Zealand) extended suffrage to the poor (naturally only to the males). However, the dreaded over-taxation of the rich and the resulting destruction of capitalism did not happen. In the decades that followed the introduction of universal male suffrage, taxation on the rich and social spending did not increase by much. So, the poor were not that impatient after all.»
También en el siglo XIX Louis Agassiz, naturalista suizo creyente y defensor de la poligenia (una teoría del racismo científico que sostenía que las razas provienen de orígenes distintos y están dotadas de atributos desiguales) se expresaba en estos términos al ser consultado sobre el papel de los negros en una nación estadounidense reunificada (citado en Gould, 2003):
«Considero que la igualdad social nunca puede practicarse. Se trata de una imposibilidad natural que deriva del propio carácter de la raza negra» (10 de agosto de 1863); como los negros son «indolentes, traviesos, sensuales, imitativos, sumisos, afables, veleidosos, inconstantes, devotos, cariñosos, en un grado que no se observa en ninguna otra raza, sólo cabe compararlos con los niños, pues, aunque su estatura sea la del adulto, conservan una mente infantil... Por tanto, sostengo que son incapaces de vivir en pie de igual social con los blancos, en el seno de una única e idéntica comunidad, sin convertirse en un elemento de desorden social» (10 de agosto de 1863). Los negros deben estar controlados y sujetos a ciertas limitaciones, porque la decisión imprudente de otorgarles determinados privilegios sociales engendraría ulteriores discordias: «Nadie tiene derecho a algo que es incapaz de usar... Si cometemos la imprudencia de conceder de entrada demasiado a la raza negra, luego tendremos que retirarle violentamente algunos de los privilegios que puede utilizar tanto en detrimento de nosotros como en perjuicio de ella misma (10 de agosto de 1863).
Los casos mencionados ilustran cómo puede disfrazarse una ideología con argumentos a priori que –en el espíritu de la época– pueden incluso sonar razonables. Como bien decía Stephen Jay Gould, a menudo se promueve una «determinada política social aparentando que se trata de una investigación desapasionada de ciertos hechos científicos». Hoy día lo más habitual es, creo yo, usar argumentos económicos. Políticos, economistas y otros seres de dudosa respetabilidad son propensos a alumbrar cadenas de razonamiento que generan miedo, incertidumbre y duda cuando se trata de defender sus intereses basándose en una disciplina cuyos logros están a años luz de cualquier ciencia. Hay que rescatar a los bancos o la civilización occidental se hundirá. Hay que seguir pagando sueldos estratosféricos a los banqueros o su talento (supuestamente imprescindible) se irá a otro lado. Hay que bajar los impuestos a los ricos o dejarán de trabajar, invertir y crear empresas. Hay que bajar los sueldos y despojar de toda protección al trabajador o el paro será siempre alto. Hay que eliminar la regulación y liberalizar todo lo posible porque eso es bálsamo de Fierabrás para la economía y los consumidores. Etcétera, etcétera. Es importante tener en cuenta la falibilidad del proceso deductivo especialmente cuando se trata de cambio social o del statu quo, so pena de que nos hagan comulgar con ruedas de molino.

El último argumento del panfleto contra el sufragio femenino reza: «it is unwise to risk the good we already have for the evil which may occur». El problema es que es muy fácil retratar algo sobre el papel de tal manera que suene como el mayor de los males. Si yo les propusiera una actividad que produce taquicardia, sudoración, elevación de la presión arterial, aumento del ritmo respiratorio y vasocongestión es probable que no se sientan impelidos a participar en ella. Sin embargo, todos los síntomas descritos se producen durante el sexo, algo a lo que probablemente no quieran (¡y quizá ni deban!) renunciar. La cuestión no es si un curso de acción puede tener efectos nocivos; todos los medicamentos tienen efectos secundarios. La cuestión es si los beneficios superan con creces a los anteriores, un punto expresado por Nassim Taleb:
«In real life, as we saw with the ideas of Seneca and the bets of Thales, exposure is more important than knowledge; decision effects supersede logic. Textbook “knowledge” misses a dimension, the hidden asymmetry of benefits—just like the notion of average. The need to focus on the payoff from your actions instead of studying the structure of the world (or understanding the “True” and the “False”) has been largely missed in intellectual history. Horribly missed. The payoff, what happens to you (the benefits or harm from it), is always the most important thing, not the event itself.»
La única forma de averiguar si los pros son mayores que los contras es mediante experimentos. Ese es el fundamento de la medicina basada en pruebas y del movimiento a favor de políticas públicas basadas en pruebas. Como humanos cargamos con muchos sesgos cognitivos que interfieren en nuestra toma de decisiones, nuestras intuiciones a menudo están equivocadas y nos cuesta reconocer nuestros fallos. Necesitamos pruebas empíricas para averiguar qué razonamiento es el correcto. Necesitamos acudir a la experiencia.