lunes, 28 de julio de 2014

La cadena de los gritos

Comentaba hace unos días alguien que conozco que había pasado cerca de donde tienen lugar los castings para el programa de televisión Gran Hermano y que la cola era de órdago, con los candidatos luciendo en su pecho un número que ya iba por los cientos de miles. Cientos de miles de personas aspirando a participar en un programa de televisión. ¿Por qué? ¿Por el dinero? ¿Por la fama? Yo sospecho que es más bien lo segundo, posiblemente bajo la premisa de que esta siempre viene acompañada del parné, si bien eso no tiene por qué ser cierto. No obstante, en una época en la que hay quien mide su valía según el número de followers que tiene en las redes sociales, quizá haya otras razones para buscar la fama, aparte de las monetarias.

La gente de The Philosopher's Mail hizo una interesante observación al respecto: queremos ser famosos porque queremos que los demás nos traten con amabilidad. No diríamos nada nuevo si aseguráramos que nos comportamos de forma más agradable (o, al menos, más educada en la mayoría de los casos) con quienes conocemos personalmente. Ser famoso y que los demás nos conozcan sería, pues, una manera de lograr ser tratado benévolamente por los desconocidos:
Everyone wants to be famous nowadays. That’s often blamed on people being stupid, shallow and narcissistic.
That doesn’t feel right. When people say they want to be famous, ultimately what they mean is something far more touching and vulnerable: they want the world to be nice to them.
Currently, it’s not illogical to want to be famous, because unfortunately, the world won’t generally be nice to us unless we are famous. This is deeply damaging and a major political problem.
The more that dignity and kindness are given only to the very few, the stronger the urge will be to avoid being simply ‘normal’. The more that ‘normal life’ is stripped of a basic level of dignity and security, the more dreams of outlandish fame and fortune will arise in compensation.
Those who pin the blame for ‘celebrity culture’ on some character defect in modern people are missing the point. The real cause of celebrity culture isn’t narcissistic shallowness, it is a deficit of kindness in our political and economic arrangements.
Opino que no les falta razón. Que, como dicen, vivimos en una sociedad en la que ser una persona ordinaria no conlleva el grado de respeto suficiente para que nuestros apetitos naturales por la dignidad sean satisfechos. Al fin y al cabo, pensamos de entrada que los demás son idiotas, egoístas y toda una plétora de desagradables adjetivos por el estilo (no hay manera más simple de afianzar esa valoración que leer los comentarios de las noticias de los periódicos en línea o coger el coche cada día para ir al trabajo). Al final, como aseveró Bertrand Russell con su natural agudeza, acabamos considerando a los demás como un estorbo:
Otro motivo de fatiga, del que tampoco nos damos cuenta, es la presencia constante de personas extrañas. El instinto natural del hombre, como el de otros animales, es el de examinar a todo ser extraño de su especie para saber si le debe tratar amigablemente u hostilmente. Este instinto no tiene más remedio que inhibirse entre los que viajan en el «Metro» a las horas de mayor aglomeración, y el resultado de esta inhibición es el experimentar un odio general difuso contra todos los extraños con quienes se pone en contacto involuntario. Además, la prisa para alcanzar el tren de la mañana, con la dispepsia consiguiente. Por lo tanto, cuando se llega a la oficina, los nervios están deshechos y se tiende a mirar a la raza humana como un estorbo. El jefe, que llega con un humor parecido, no está en disposición muy propicia para sus empleados.
Foto de quapan
En el decimoquinto episodio de la tercera temporada de la serie Cómo conocí a vuestra madre, Marshall llega al bar anímicamente hundido después de que su jefe le haya gritado. Es entonces cuando su amigo Barney tiene a bien contarle una de sus estrafalarias teorías sociológicas, una que él llama «la cadena de los gritos»:
Barney: Existe una cosa en la américa corporativa a la que a mí me gusta llamar «la cadena de los gritos». La cadena de los gritos empieza en la cúspide. El jefe de la jefa de Arthur le grita a la jefa de Arthur. La jefa de Arthur le grita a Arthur. Arthur te grita a ti. Tú te vas a casa y le gritas a Lily. Lily le grita a una de las niñas del jardín de infancia. Y luego esa niña le grita a su padre, que es el jefe de la jefa de Arthur. Y todo empieza de nuevo completándose así el círculo de los gritos.
Ted: Creía que era una cadena de gritos.
Barney: Círculo, Ted. Lo he llamado círculo.
Marshall: Yo no le grito nunca a Lily.
Lily: Y yo no grito a mis niños, ninguno de los cuales tiene padres que trabajen en la firma de Marshall.
Robbin: Así que no es un círculo.

Barney: Muy bien. ¿Queréis que sea una cadena de gritos? Es una cadena de gritos. Se me ocurrió lo del círculo a mitad de discurso porque pensé que era una metáfora más elegante. Pero vale, ¡arruinádmela! Siempre me menoscabáis cuando intento dar mi opinión, y estoy harto. ¡Dios! ¡Estoy rodeado de idiotas! ¡Idiotas!... ¿Lo véis? ¿No os sentís mucho mejor?
Como dice el propio Barney, la cadena del grito es real. O, al menos, eso es lo que piensa nada menos que Daniel Kahneman. Durante su trabajo con las fuerzas aéreas israelíes Kahneman observó que los instructores chillaban a los cadetes cuando lo hacían mal en lugar de felicitarles cuando lo hacía bien. Según los instructores, de esa manera es como mejoraban, pues habían notado que cuando alababan la ejecución de una maniobra en el siguiente intento el rendimiento empeoraba, mientras que con los gritos ocurría lo contrario. Sin embargo, ello se debía en realidad al fenómeno de regresión a la media, no a que el refuerzo negativo fuera más eficaz que el positivo. Los instructores, por supuesto, hicieron caso omiso de la explicación y siguieron pensando que era el castigo lo que funcionaba, de manera que continuaron usando palos en lugar de zanahorias. El resultado era un sistema poco amistoso para con los cadetes. Kahneman se dio cuenta entonces de que esa situación era aplicable a la sociedad en general donde, aun cuando somos amables con quienes lo son con nosotros, es más probable que seamos tratados de manera antipática, porque estamos pagando el pato de otro que antes se mostró hostil con quien ahora se nos muestra hostil (el énfasis es mío):
The discovery I made on that day was that the flight instructors were trapped in an unfortunate contingency: because they punished cadets when performance was poor, they were mostly rewarded by a subsequent improvement, even if punishment was actually ineffective. Furthermore, the instructors were not alone in that predicament. I had stumbled onto a significant fact of the human condition: the feedback to which life exposes us is perverse. Because we tend to be nice to other people when they please us and nasty when they do not, we are statistically punished for being nice and rewarded for being nasty.
Así, nuestros mejores gestos se van por el desagüe de aquellas personas que no nos corresponden y nos pagan con su indiferencia o mala educación –sin dar las gracias siquiera–, personas que incluso sacan provecho de forma recurrente de nuestras buenas intenciones y hasta de nuestras desventuras. Y como compensación lo único que recibimos es la animadversión de otros sujetos que, irónicamente, han sufrido las mismas afrentas que nosotros.

Dada esta falta de simpatía generalizada ¿tiene sentido tratar de ser famoso para que los demás nos traten cortesmente? Probablemente no. Como dicen en ese mismo blog, The Philosopher's Mail, la simpatía hacia el famoso no dura demasiado. Además, la fama trae consigo sus propios problemas. La persona notoria, al estar expuesta, es vulnerable: cada uno de sus actos es mirado con lupa y criticado por un número creciente de personas con acceso a internet. Todos sus trapos sucios saldrán a la luz, todos sus miedos y dudas sobre sí misma serán confirmados por miles de extraños:
One wants to be famous out of a desire for kindness. But the world isn’t generally kind to the famous for very long. The reason is basic: the success of any one person involves humiliation for lots of others. The celebrity of a few people will always contrast painfully with the obscurity of the many. Being famous upsets people. For a time, the resentment can be kept under control, but it is never somnolent for very long. When we imagine fame, we forget that it is inextricably connected to being too visible in the eyes of some, to bugging them unduly, to coming to be seen as the plausible cause of their humiliation: a symbol of how the world has treated them unfairly.
So soon enough, the world will start to go through the rubbish bags of the famous, it will comment negatively on their appearance, it will pour over their setbacks, it will judge their relationships, it will mock their new movies.
Fame makes people more, not less, vulnerable, because it throws them open to unlimited judgement. Everyone is wounded by a cruel assessment of their character or merit. But the famous have an added challenge in store. The assessments will come in from legions of people who would never dare to say to their faces what they can now express from the safety of the newspaper office or screen. We know from our own lives that a nasty remark can take a day or two to process.
Precisamente al hilo de esta cuestión un amigo dijo que la gente es amable con el famoso cuando está cara a cara con él, pero que luego es cruel. El ejemplo que puso es el de Paqurrín, cuya causa de celebridad es «ser hijo de». Nos contaba este amigo que había visto a algunas personas hacerse fotos con el susodicho para, acto seguido, tacharle de gordo y otras cosas por el estilo según se alejaba dando la espalda. Las redes sociales son un buen registro de este comportamiento. La actriz británica Keira Knightley, verbigracia, duró tan solo doce horas en Twitter. Borró su cuenta y aseguró que se había sentido como en el patio de un colegio. Mientras tanto, los personajes famosos que mantienen activas las suyas tienen que soportar comentarios de lo más grosero. El anonimato parece hacer estragos en la decencia de algunos individuos: personas que se comportarían educadamente si se las conociera cara a cara se tornan furiosas, vengativas, crueles, obsesivas e implacables cuando están en línea. Por ello, blogs como Microsiervos decidieron cerrar los comentarios hace tiempo ante el esfuerzo que supone moderarlos. The Philosopher's Mail nació directamente sin ellos.

Ante este panorama no es de extrañar que gente como Scott Adams, el dibujante de Dilbert, asegure que los adultos estamos sedientos de palabras amables y que, por ello, deberíamos agasajar a los demás con creciente frecuencia:
Los niños están acostumbrados a recibir un flujo constante de críticas y halagos, pero los adultos se pueden pasar semanas sin recibir un cumplido mientras soportan críticas, tanto en el trabajo como en casa. Los adultos necesitan con desespero una palabra amable. Cuando usted comprende el poder de la alabanza sincera (lo contrario a la mentira, la adulación y el beso en el trasero) se da cuenta de que no utilizarla es casi inmoral. Si ve algo que le impresiona, el respeto decente a la humanidad insiste en que lo exprese con palabras.
Claro que a uno le quedan pocas ganas de ser afable después de estar todo el día recibiendo el menosprecio de los otros. Aún así Savater insiste en su Ética para Amador en que ser cordial es lo lógico:
Si repartimos a troche y moche enemistad, aunque sea disimuladamente, no es probable que recibamos a cambio cosa mejor que más enemistad. Ya sé que por muy buen ejemplo que llegue a dar uno, los demás siempre tienen a la vista demasiados malos ejemplos que imitar. ¿Para qué molestarse, pues, y renunciar a las ventajas inmediatas que sacan a menudo los canallas? Marco Aurelio te contestaría: «¿Te parece prudente aumentar el ya crecido número de los malos, de los que poco realmente positivo puedes esperar, y desanimar a la minoría de los mejores, que en cambio tanto pueden hacer por tu buena vida? ¿No es más lógico sembrar lo que intentas cosechar en lugar de lo opuesto, aun a sabiendas de que la cizaña puede estropear tu cosecha? ¿Prefieres portarte voluntariamente al modo de tanto loco como hay suelto, en lugar de defender y mostrar las ventajas de la cordura?»
Hay que señalar aquí que Savater se refiere a la dicotomía entre tratar a los demás humanos como a enemigos frente a procurar su amistad. Pero a lo largo del día no tiene sentido tratar de hacerse amigo de todo el mundo. No buscamos amistad cuando pedimos nuestra comida en un restaurante, reclamamos una factura o tratamos de sobrevivir al atasco. También puede ser que no queramos entablar amistad con nuestros compañeros de trabajo, y prefiramos mantener cierta distancia profesional. Mi experiencia me dice que en esas situaciones en las que no pretendemos ganarnos la complicidad y el afecto de nuestros semejantes, la falta total de empatía y un trato más bien rudo son mucho más eficaces. Es algo que he aprendido de nuestros clientes: a quien mejor se atiende es a aquel que, como se dice vulgarmente, «monta el pollo». Es posible que aún actuando así no siempre logren lo que pretendían pero sí impedirá que queden los últimos en varias áreas de la vida y, además, no les quedará la sensación de ser unos pringados. Les aseguro que esa es una sensación muy desagradable. Se lo dice alguien a quien todo el mundo se le cuela en las salidas de la autopista.

lunes, 21 de julio de 2014

Historia de un esclavo

En Anarquía, Estado y utopía, Robert Nozick desarrolla lo que él llamó «la historia del esclavo». Considere la siguiente secuencia de casos, nos dice este filósofo, e imagínese que se trata de usted:
«1) Hay un esclavo completamente a merced de los caprichos de un amo inhumano. Con frecuencia es cruelmente golpeado, llamado en medio de la noche, etcétera.
2) El amo es más amable y golpea al esclavo sólo por infracciones establecidas a sus reglas (no completar la cuota de trabajo, etcétera). Le da al esclavo algún tiempo libre.
3) El amo tiene un grupo de esclavos y decide cómo deben repartirse las cosas entre ellos sobre bases adecuadas, tomando en consideración sus necesidades, méritos, etcétera.
4) El amo deja a sus esclavos cuatro días para ellos y exige que trabajen sólo tres días a la semana en su tierra. El resto del tiempo es suyo.
5) El amo permite a sus esclavos salir y trabajar en la ciudad (o en cualquier parte que quieran) por un salario. Les exige solamente que le envíen tres séptimos de sus salarios. También retiene el poder de llamarlos a la plantación si alguna emergencia amenaza su tierra; así como el de elevar o bajar la cantidad de tres séptimos requerida que se le debe entregar. Retiene además el derecho de impedir a sus esclavos participar en ciertas actividades peligrosas que amenazan su utilidad financiera, por ejemplo montañismo, fumar cigarrillos.
6) El amo permite a cada uno de sus 10 000 esclavos, con excepción de usted, votar, y la decisión conjunta es tomada por todos ellos. Hay discusión abierta, etcétera, entre ellos, y tienen el poder de determinar a qué usos destina cualquier porcentaje de las ganancias de usted (y las de ellos), que decidan tomar; qué actividades pueden prohibírsele a usted legítimamente, etcétera.
[...]
7) Aunque aun no teniendo voto, usted está en libertad (y se le da el derecho) de asistir a las discusiones de los 10 000 y tratar de persuadirlos de que adopten varias políticas y tratarle a usted y a sí mismos de cierta manera. Ellos a continuación votan para decidir sobre las políticas que cubren el vasto ámbito de sus poderes.
8) Como atención a las útiles contribuciones de usted a la discusión, los 10 000 le permiten a usted votar en caso de empate; ellos se comprometen a este procedimiento. Después de la discusión, usted asienta su voto en una hoja de papel; ellos prosiguen y votan. En la eventualidad de que se dividan en partes iguales sobre algún problema o alguna cuestión, 5 000 a favor y 5 000 en contra, ellos miran la boleta de usted y la cuentan. Esto nunca ha sucedido todavía; nunca han tenido la ocasión de abrir su boleta. [...]

9) Ellos echan el voto de usted con el de ellos. Si ellos están exactamente empatados, el voto de usted decide la cuestión. De otra manera no produce ninguna diferencia en el resultado del sufragio.
La pregunta es: ¿cuál transición, desde el caso número 1 al caso número 9, hizo que dejara de ser la historia de un esclavo?»
Foto de BlueRobot
Nozick criticaba así el estado democrático moderno, en el que los gobernantes (que en esta historia serían nuestros amos) tienen una vasta panoplia de poderes sobre sus ciudadanos y violan de esa manera sus derechos (por ejemplo, al quedarse con su dinero vía impuestos). Pero lo que me interesa hoy no es su justificación del Estado mínimo, sino la pregunta que plantea al final: ¿en qué momento deja de ser la historia de un esclavo?

La historia de Nozick es un ejemplo de paradoja sorites o paradoja del montón (también conocida como paradoja del calvo). Se suele atribuir a Eubúlides de Mileto, un filósofo griego de la escuela megárica contemporáneo de Aristóteles. Es una paradoja que surge con los argumentos graduales. Por ejemplo, cuando tratamos de averiguar en qué momento un montón de arena deja de serlo según vamos quitando grano a grano:
«Diez mil granos convenientemente dispuestos constituyen un montón. Pero no hay ningún momento en que, retirando un único grano, convirtamos una acumulación de granos que constituyen un montón en algo que no lo es. Si seguimos quitando granos –pongamos por caso 9.999 veces–, no hay ningún momento en que el montón deje de serlo. Sin embargo, sabemos perfectamente que un único grano no constituye un montón.»
Del mismo modo ¿en qué momento, desde los esclavos del antiguo Egipto hasta la semana laboral de menos de treinta horas con un mes de vacaciones, deja de ser la historia de un esclavo? Al fin y al cabo, actualmente las empresas se quedan con los beneficios que obtienen con nuestro trabajo, y el Estado se mantiene a sí mismo con lo que nos quita mediante impuestos. Aunque en los países desarrollados cada vez se trabajan menos horas y las vacaciones no son ya únicamente para los más privilegiados, buena parte del fruto de nuestro esfuerzo es tomado por otros (los políticos y los bancos, por ejemplo) sin que podamos negarnos. Así pues, nos guste o no, el hecho es que no producimos únicamente para nosotros mismos. Por otro lado, la mayoría no podemos permitirnos el lujo de no trajinar por lo que, aún en ausencia de un amo que nos obligue a ello, estamos obligados a laborar, hasta el punto de que es una de las actividades a la que más horas del día dedicamos. La diferencia más palpable con la esclavitud en la Antigüedad tal vez sea que las personas ya no son compradas y vendidas como mercancías, aunque viendo cómo tratan las empresas a sus empleados es difícil no pensar que aún se considera a los trabajadores piezas desechables. Eso es aún más notable en los procesos de selección donde hay muchísimos candidatos para muy pocos puestos; ahí las grandes cadenas de tiendas ni siquiera disimulan su visión de los solicitantes como instrumentos de ganancias y objetos de uso.

El lector interesado puede encontrar algunas respuestas no definitivas que diferentes filósofos han dado a la paradoja sorites en la enciclopedia de filosofía en línea de la universidad de Stanford o en el libro de Michael Clark. Lo que me preocupa llegados a este punto no es resolver la paradoja en sí, sino el problema suscitado por quienes se aprovechan de las motivaciones intrínsecas de la gente, y cómo algunos se dejan llevar por ellas hasta el punto de sumirse voluntariamente en un régimen de esclavitud mal adornado. Ha llegado el momento de hablar de Zappos.

Zappos es una empresa de venta de zapatos por internet. Su proceso de selección de personal para el departamento de atención al cliente (o, como lo llaman ellos, Customer Loyalty Team) es un tanto curioso. Lo que hacen, explica Dan Ariely, es seleccionar a unos cuantos candidatos y entrenarlos durante una semana. Después, a cada uno de ellos le ofrecen dos mil dólares por no aceptar el trabajo. Sí, han leído bien: dos mil dólares por no aceptar el trabajo (si les interesa creo que pueden intentarlo aquí, aunque ahora mismo no hay ninguna vacante). ¿Qué sentido tiene ofrecer dinero por no ser contratado? Según Ariely, hay dos razones principales. La primera es que así filtran a aquellas personas poco o solo medianamente interesadas en el puesto. La segunda consiste en sustituir la motivación extrínseca por la intrínseca. Con el fin de reducir la disonancia cognitiva, quienes rechazan el dinero se convencen a sí mismos de que están realmente interesados en trabajar en Zappos. Al fin y al cabo, ¡renunciaron a dos mil dólares! ¿Por qué iban a hacerlo si no fuera porque les encanta trabajar ahí? Adicionalmente, haber dedicado una semana a intentar ser contratado hace que lo aprecien aún más, ya que valoramos más aquello por lo que hemos trabajado. De esta manera la empresa mantiene la calidad de la atención al cliente al contar únicamente con empleados motivados, a pesar de que sigue siendo un trabajo mal pagado. Al parecer les da resultado: los clientes están muy satisfechos con el servicio y la plantilla parece bastante contenta. Si visitan la sección de cultura empresarial de su sitio web verán cómo parece que trabajan en oficinas de gominola situadas en la Calle de la Piruleta.

Obviamente, esta estratagema no es aplicable a todas las empresas y trabajos. Las grandes corporaciones que cuentan con miles de candidatos para un solo puesto de trabajo y con una amplia clientela ya consolidada ni lo considerarían. Sus empleados ya cuentan con la motivación del miedo a perder su empleo, lo cual no produce empleados felices, pero sale muy barato. Por otro lado, las labores mecánicas y repetitivas responden mejor al mero incentivo económico, y sería absurdo tratar de dotarlas de cierta trascendencia. Quienes –como yo– hayan trabajado de reponedores en una gran cadena de supermercados sabrán a qué me refiero.

David Hume, ese observador tan perspicaz de la conducta humana, escribió:
«Nada más sorprendente para quienes consideran con mirada filosófica los asuntos humanos que la facilidad con que los muchos son gobernados por los pocos, y la implícita sumisión con que los hombres resignan sus sentimientos y pasiones ante los de sus gobernantes. Si nos preguntamos por qué medios se produce este milagro, hallaremos que, pues la fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes gobiernan no pueden apoyarse sino en la opinión. La opinión es, por tanto, el único fundamento del gobierno, y esta máxima alcanza lo mismo a los gobiernos más despóticos y militares que a los más populares y libres.»
Para Chomsky esta visión explica por qué las élites cuidan tanto el adoctrinamiento y el control de pensamiento, algo patente en su obsesión por controlar los medios de comunicación. ¿Qué mejor esclavo, me pregunto yo, que aquel que se convence a sí mismo (ayudado por quienes mandan) de que no lo es? Personas como Samuel, de quien les hablé la semana pasada, que trabajan turno doble por iniciativa propia (a veces hasta el punto de morir), convencidos de que lo hacen porque deben, porque quieren, porque les gusta o porque es su pasión. Precisamente por esto dije en aquel entonces que la diligencia puede volverse en contra de uno. Y aún así, considero a Samuel un afortunado entre quienes somos esclavos de nuestro salario (la mayoría de trabajadores, mucho me temo), ya que su creencia le permite edulcorar y hacer más digestible la realidad. Ya saben, sarna con gusto no pica, y todo eso. Lo explicó Pío Baroja, cuando escribió que la naturaleza crea al esclavo y le da el espíritu del esclavo:
«la naturaleza es muy sabia. No se contenta sólo con dividir a los hombres en felices y en desdichados, en ricos y pobres, sino que da al rico el espíritu de la riqueza, y al pobre el espíritu de la miseria. Tú sabes cómo se hacen las abejas obreros; se encierra a la larva en un alveolo pequeño y se le da una alimentación deficiente. La larva ésta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera, una proletaria, que tiene el espíritu del trabajo y de la sumisión. Así sucede entre los hombres, entre el obrero y el militar, entre el rico y el pobre.»
Hay una frase que se suele atribuir incorrectamente a Mark Twain que dice que la historia no se repite, pero rima. Yo he encontrado una posible rima de la situación actual en los recuerdos de Orwell sobre la guerra civil española. Solo hay que cambiar las nacionalidades mencionadas por las empresas que se les ocurra y la «ración de comida» por «salario mínimo»:
«Pues bien, la esclavitud ha reaparecido ante nuestras propias narices. Los polacos, rusos, judíos y presos políticos de todas las nacionalidades que construyen carreteras o desecan pantanos a cambio de una ración mínima de comida en los campos de trabajo que pueblan toda Europa y el norte de África son simples siervos de la gleba. Lo más que se puede decir es que todavía no está permitido que un individuo compre y venda esclavos.»
Y así, como el mismo Orwell dice, generación tras generación, centenares de millones de esclavos en cuyas espaldas se apoya la civilización mueren sin dejar testimonio de su existencia, y acaban durmiendo en el más profundo silencio.

lunes, 14 de julio de 2014

Diligencia

Hay personas que tienen una ética de trabajo asombrosa. Yo siempre he tenido el ejemplo en casa, con mi padre. Nacido en una pequeña aldea perdida en el monte, dejó pronto el colegio para ponerse a trabajar y no ha parado hasta hoy. Durante prácticamente toda su vida mi progenitor se ha levantado antes del amanecer y se ha acostado de madrugada. Los fines de semana hacía extras porque con su salario habitual (más el de mi madre) no le llegaba para cuidarnos. En vacaciones, cuando volvía unos días a su aldea natal, se dedicaba a tareas de la granja: ir a por la leña, alimentar a los animales, cuidar el huerto, recoger la miel... Cada vez que oigo a un rico decir que su éxito se debe solamente a lo mucho que ha trabajado río con sorna por dentro; la única forma de que el tipo de turno haya bregado más que mi padre es que haya vivido en un mundo donde el día tiene más de veinticuatro horas.

Foto de drhenkenstein
Cuando leí Rebelión en la granja enseguida identifiqué a mi padre con el personaje de Boxer. Por si no han leído la novela (les recomiendo que lo hagan), se trata de una fábula satírica en la que los animales de una granja se rebelan contra los humanos que los gobiernan y logran expulsarlos, tomando el control de la hacienda. Los animales se organizan entonces por sí mismos en un nuevo sistema de gobierno con los cerdos al frente. Boxer es uno de los dos caballos de tiro que viven en la granja, poseedor de una fuerza descomunal y una disposición a trabajar fuera de lo común:
«Todos admiraban a Boxer. Había sido un gran trabajador aun en el tiempo de Jones, pero ahora más bien semejaba tres caballos que uno; en determinados días parecía que todo el trabajo descansaba sobre sus forzudos hombros. Tiraba y arrastraba de la mañana a la noche y siempre donde el trabajo era más duro. Había acordado con un gallo que, éste, lo despertara media hora antes que a los demás, y efectuaba algún trabajo voluntario donde hacía más falta, antes de empezar la tarea normal de todos los días. Su respuesta para cada problema, para cada contratiempo, era: «¡Trabajaré más fuerte!»; era como un estribillo personal.»
Poco podía imaginar yo al leer aquello con catorce o quince años que en la vida me toparía con más de un Boxer. He tenido y todavía tengo compañeros que, como mi padre o como Boxer, trabajan muchas más horas de las que les son pagadas, incluyendo noches y fines de semana, mes tras mes, año tras año. Siempre he sentido curiosidad por conocer los motivos que les llevan a actuar así. Como soy un cotilla entremetido alguna vez se lo he preguntado directamente. Sus respuestas son variopintas: «si no lo hago yo, se queda sin hacer», «es muy interesante», «es un reto», «estoy recuperando el tiempo perdido», «si no me entretuvieran con fuegos mientras estoy en la oficina no tendría que trabajar fuera de horas».

En su curso de introducción al comportamiento irracional, Dan Ariely ofrece una visión de conjunto acerca de los motivos que tenemos para trabajar. Simplificando mucho la cuestión, hay dos grandes categorías de incentivos: intrínsecos y extrínsecos. El dinero, la principal razón que nos hace aplicarnos a la mayoría, es un motivador extrínseco. Pero, como saben, también hay personas que no necesitan el dinero y aún así continúan trabajando. Sus incentivos son intrínsecos: orgullo, reputación, camaradería, logro, realización, ayudar al mundo, etcétera (mi profesor de autoescuela tenía una razón más prosaica: volvió al tajo tras la jubilación sencillamente porque se aburría en casa). Cada persona y cada empleo tiene su propia combinación de ambos tipos. Mi padre, camarero para más señas, siempre ha dado el callo porque necesitaba el dinero para mantener a su familia y, en parte, porque en algunos restaurantes tenía buenos amigos. Es difícil sentirse realizado transportando comida. Por el contrario, para algunos de mis compañeros la paga es un aspecto secundario (de lo contrario ya se habrían mudado, pues ofertas no les faltan). Ellos valoran más la libertad de acción que tienen actualmente, la calidad de sus compañeros, lo interesante de sus labores, la autonomía que disfrutan, etcétera.

El peso relativo de los factores intrínsecos y extrínsecos puede variar con el tiempo. Por ejemplo, es posible que al principio de la carrera profesional se quiera trabajar más con el fin de ahorrar para tener hijos más adelante, mientras que en las fases más tardías se opte por trabajar menos y en labores más significativas. A veces el cambio se produce de manera inconsciente y tiene efectos curiosos. Si empiezan a pagarnos por algo que hacíamos motu propio (por alguna motivación intrínseca) es muy probable que más adelante no queramos seguir haciéndolo si no seguimos recibiendo la recompensa monetaria. Este cambio de motivación intrínseca a extrínseca se conoce como efecto de sobrejustificación. Lo contrario también es posible: cuando la paga no es muy buena podemos dar más valor automáticamente a las motivaciones intrínsecas, de manera que no quedemos ante nosotros mismos como unos pringados que se dejan el culo por una paga miserable. Es una forma de reducir la disonancia cognitiva, esa tensión psicológica que se produce cuando nuestro comportamiento no casa con nuestras creencias.

Samuel –llamémosle así– es uno de esos compañeros tan diligentes a los que me he referido al principio. Su motivación es principalmente intrínseca. A mí la situación en la que se haya envuelto me recuerda a la del tráfico en las grandes ciudades: por muchas horas que dedique (por muchas carreteras que haya) siempre estará saturado, porque hay una gran cantidad de tráfico latente (trabajo) esperando ser despachado. A Samuel eso no parece importarle, lo cual me hace pensar que quizá sea, sencillamente, un adicto al estado de flujo que su labor le proporciona. Él es, dicho sea de paso, una de esas víctimas de la maldición de la competencia y de los jefes incompetentes de las que hemos hablado últimamente. Su ímprobo esfuerzo, poco apreciado y nunca recompensado, me recuerda aquel verso del Cantar de Mio Cid: «¡Dios qué buen vasallo, si oviesse buen señor!».

Samuel es, como digo, una persona de diligencia extrema. Creo que la diligencia es una cualidad tan deseable como escasa. El cirujano Atul Gawande, en su libro sobre cómo rendir mejor, señalaba que gracias a ella se pueden conseguir grandes cosas allí donde el logro no depende del talento, sino simplemente del esfuerzo cuidado, constante y concienzudo:
«[C]uando se concibe la diligencia como el requisito fundamental para alcanzar grandes logros, se presenta como uno de los retos más arduos a los que pueda enfrentarse cualquier grupo humano que asuma tareas arriesgadas y cargadas de consecuencias. Aumenta las esperanzas, aparentemente imposibles, depositadas en el rendimiento y la conducta humanas. Y no obstante, en medicina, alguna gente ha satisfecho esas esperanzas en un grado casi inconcebible. La campaña para erradicar la poliomielitis en la India fue uno de esos casos.»
Pero la diligencia posee también un lado oscuro. «Tiene un regusto de obcecación simplista»—observa Gawande. «Y si constituyera el objetivo principal en la vida de un individuo, sin duda esa vida se nos antojaría estrecha y poco ambiciosa». Como todas las virtudes, la diligencia debe administrarse con seso: se puede ser víctima de su exceso, lo mismo que de su defecto. Quede esto dicho aquí por ahora, y sea otro el momento de desarrollar este asunto.

En un momento dado de la historia (atención: spoilers) los cerdos de la granja de Orwell deciden que hay que construir un molino para suministrar electricidad a la granja. Este proyecto supone para los animales una tarea penosa, llena de dificultades inesperadas, con largas horas de trabajo e insuficiente comida. Pero Boxer nunca vacila. Le dice al gallo que le despierte tres cuartos de hora más temprano, en lugar de media hora. Después, una hora más temprano. En sus pocos ratos libres va a la cantera a juntar piedras y arrastrarlas al emplazamiento del molino. Considera los fallos de la granja como defectos suyos y su solución siempre es aplicarse más. «Trabajaré más fuerte». Poco a poco su salud va empeorando. Finalmente, un día de verano, poco antes de su duodécimo cumpleaños, Boxer tiene un grave accidente mientras trabaja y ya no puede levantarse. Tras permanecer unos días en el establo, un furgón contratado por los cerdos viene a llevárselo. En el letrero del furgón se puede leer: «Alfredo Simmonds, matarife de caballos y fabricante de cola, Willingdon». Los cerdos le dicen a los otros animales que no se preocupen, que en realidad es el veterinario, que le ha comprado su furgón al descuartizador y aún no ha cambiado el cartel. Se celebra un funeral a la memoria de Boxer y se confecciona una gran corona con laurel para ser colocada sobre su tumba. Por último, se programa un banquete conmemorativo en su honor. Sin embargo, el ágape finalmente no tiene lugar, pues los cerdos se pasan la víspera de fiesta, bebiéndose un cajón entero de whisky que un almacenista trajo ese día desde Willingdon.

lunes, 7 de julio de 2014

El principio de Dilbert

LEl principio de Dilbert hace más de una década, poco antes de que me sumara a la población activa. Me pareció divertido, y tal vez algo exagerado, pero ahora soy consciente de que no lo aprecié en todo su esplendor. Solo cuando uno ha pasado algunos años bajo el yugo empresarial se da cuenta de cuán ciertas son las historias del libro, y la tragedia que supone que sean graciosas porque son verdad. Quien conoce las miserias internas de su negocio no puede dejar de sorprenderse de que las casas se tengan en pie, los trenes lleguen a su hora, internet funcione o no haya más muchos más muertos cada día por diversas causas. Si lo piensan, el hecho de que las empresas funcionen es sorprendente. Pregunten por ahí si la gente es idiota y obtendrán mayoría aplastante de síes. Pues bien, la actividad empresarial consiste –visto de forma cínica– en coordinar el comportamiento de un puñado de idiotas para producir un producto o dar un servicio aprovechando la sinergia: ninguno de nosotros en solitario es tan estúpido como todos nosotros juntos. Por fortuna, de alguna manera las idioteces se cancelan mutuamente y a veces alumbramos cosas realmente útiles y convenientes para la vida.

El principio de Dilbert reza así: «los trabajadores más ineptos pasan sistemáticamente a ocupar cargos donde pueden causar el menor daño: la dirección de la empresa». La diferencia con el principio de Peter (que probablemente ya conozcan) es que «ahora, al parecer, los trabajadores incompetentes son ascendidos directamente a puestos de responsabilidad sin tener que pasar antes por las etapas de competencia».


Es un matiz sutil pero importante. En las empresas de servicios, los que mandan ya no tienen que haber pasado tiempo en la trinchera. Como resultado, quienes gestionan proyectos a menudo desconocen los problemas que hay que afrontar, planifican de forma disparatada y hacen encargos descabellados. El siguiente sketch de comedia, titulado "The Expert", lo resume muy bien. Si les resulta divertido probablemente sea porque ustedes también están atrapados en esta pesadilla kafkiana. Mis condolencias.


La acumulación de incompetencia causada por el principio de Peter se debía al hecho de que ascender a un empleado de, digamos, programador a jefe de equipo, no es un ascenso, sino un cambio de carrera, una función que requiere un conjunto de capacidades totalmente distinto. Personas que no querían o no sabían mandar se encontraban de repente con gente a su cargo. Sin embargo, aunque la mayoría acababan siendo malos jefes, al menos comprendían a sus empleados y lo que estos hacían. Como dice Adams:
«No lo supimos valorar, pero el infravalorado principio de Peter se encargaba de proporcionarnos un jefe que entendía lo que hacían sus empleados. Por supuesto, siempre tomaba decisiones erróneas; después de todo, no tenía ninguna formación empresarial. Pero por lo menos se trataba de decisiones informadas, tomadas por un curtido veterano de las trincheras.»
Hoy en día ya no es como antes. Ahora los jefes a menudo se buscan fuera, seleccionándolos –si el presupuesto lo permite– entre personas con posgrados, másteres, MBA y otros títulos de nombre rimbombante que estudian quienes pretenden dirigir. Pero cuando no hay dinero o se prefiere recurrir a gente «de la casa», entonces rige el principio de Dilbert. Los trabajadores competentes ya no son «recompensados» con un ascenso (por desgracia, a menudo no son recompensados de ninguna manera). En lugar de ello permanecen atrapados en su tarea del día a día, saturados de tareas anodinas y apagando fuego tras fuego (hasta que acaban hartos y se marchan a otro lado, claro). Por ello se recurre a los incompetentes, que son los que están libres. Es así como personas sin sangre en las venas, nula capacidad de negociación, cero asertividad y ninguna inteligencia emocional llegan a ser responsables del bienestar de la tropa y el buen funcionamiento de la compañía. Y así nos luce el pelo.

Pocos días atrás un amigo se lamentaba de que hacía mucho tiempo que en su empresa no tenían jefes competentes, y que dudaba que eso fuera a cambiar. No sé por qué me vinieron a la mente las clases de física del instituto, en concreto las lecciones sobre energía potencial y la roca que tendía a caer por la ladera de la montaña hacia el valle porque así el sistema alcanzaba un estado de equilibrio fuertemente estable. Se me ocurrió que, tal vez, en las empresas el estado de equilibrio estable se logra cuando todos los puestos de dirección están ocupados por incompetentes. Efectivamente, revertir esa situación es difícil: hay que aplicar trabajo y lo único que se puede lograr es volver a una situación de equilibrio débilmente estable. El único consuelo que le queda a mi amigo es que, al menos en su caso, los jefes son unos inútiles, pero no son malas personas. No todo el mundo cuenta con ese alivio.