lunes, 22 de diciembre de 2014

Espíritu navideño

«Veinticinco, ya es Navidad.
Todos juntos vamos a brindar
por Ruanda, Etiopía.
En Venezuela o en la India,
ahí mueren niños.
Feliz Navidad.»

SKA-P, Villancico. 

Dos noticias se entienden mejor juntas, oigo decir a menudo últimamente. Por un lado, la ONG Educo presentó un anuncio alertando sobre la desnutrición infantil en España basado, según cuentan, en la historia real de Marta, una niña de once años que a los Reyes Magos les pide un plato de macarrones (de acuerdo con esta organización, en España uno de cada cuatro niños está malnutrido y uno de cada tres en riesgo de pobreza). Por otro lado, la portavoz Mònica Oltra acusó al diputado del PP en las Corts Valencianes, Rubén Ibáñez, de decir «ahora saco el pañuelo y lloro» en relación a este tema del hambre infantil (algo que él niega y que es imposible dilucidar con el vídeo que ha compartido la portavoz, de manera que el asunto se reduce a la palabra de uno contra la del otro).

Ilustración de John Holcroft
Este tipo de noticias chirrían especialmente en Navidad, una época en la que la bondad se nos presupone (si bien hay quien no se porta bien ni un solo día en todo el año). La tradición manda que en estas fechas seamos niños buenos, intercambiemos parabienes y felices deseos, y que nos demos besos en los morros unos a otros. Smuac, smuac, que dice Pérez-Reverte. Comentando la noticia sobre el diputado del PP en unos foros peruanos alguien escribía: «Los espanoles (sic) tienen la sensibilidad de una pared. Son criaturas insensibles, brutas y toscas». Ay, si solo fueran los españoles. Creo que donde mi primo dijo «espanoles» quería decir «humanos». Es mi opinión que hay una escasez generalizada de compasión en el mundo, escasez que, por los libros que leo, los debates que sigo y las conversaciones que escucho, es especialmente grave entre gente acaudalada, políticos y economistas. Seguramente sea una de esas quejas que se mantiene desde el origen de la especie, como la de que los demás son idiotas.

La compasión, afirma Victoria Camps, es la emoción más aprobada por la tradición filosófica a lo largo de los años:

Compasión es la traducción latina del griego simpatía, sentimiento en el que Hume hizo descansar su concepción de la moralidad. Si algo hay en los humanos que explica la existencia de una ética basada en la obligación de no hacerse daño y respetarse mutuamente, es ese sentimiento que nos vincula con los semejantes, que lleva a compadecerse de los que sufren, así como a alegrarse de su buena suerte, hasta el punto de que la inhumanidad y la falta de compasión son la misma cosa.
Aristóteles definía este sentimiento en su Retórica como «cierta tristeza por un mal que aparece grave o penoso en quien no es merecedor de padecerlo». El célebre filósofo observó que no sienten compasión los soberbios (aquellos con un «espíritu insolente»), pues se creen a salvo de sufrir mal alguno, lo que podría explicar en parte por qué a los políticos, con sueldos a partir de sesenta mil euros anuales y todos los gastos pagados, amén de un trato preferente ante la justicia, no les importan sus votantes y solo se preocupan por sí mismos. Aristóteles también incidió en que para sentir compasión es necesario que el mal «podría esperar padecerlo uno mismo o alguno de los allegados de uno, y esto cuando apareciese cercano». Este es otro hecho bien conocido por todos (me temo que hoy no traigo más que obviedades) y el motivo por el que el gobierno obliga a los directores de los medios de comunicación a «ser buenos» y no hablar de las desgracias de los ciudadanos, no vaya a ser que los espectadores se identifiquen con los perjudicados, se indignen y exijan algún cambio social. (La compasión parece estar basada en un circuito neuronal de la parte primitiva del cerebro que se activa cuando se ve sufrir a alguien cercano o similar a uno mismo). De la unión de ambos factores, soberbia y ausencia de identificación con el que sufre, resulta el sistema actual, en el que quienes más poder tienen para cambiar las cosas son los menos conmovidos y prestos a ello.

Sigue diciendo Camps en su libro que la compasión en sí misma se queda corta, que lo que se requiere en un mundo donde los recursos están distribuidos de forma tan desigual es justicia. De nada sirve decirse «¡qué pena!», entregar unas monedas y seguir adelante como si nada: «La compasión necesaria es aquella que implica indignación [...] contra los que mantienen instituciones que permiten injusticias». La compasión es, pues, una puerta a la justicia. Desgraciadamente, abundan quienes no se ven afectados por esta emoción y, por ende, niegan ciertas injusticias que claman al cielo, sea porque atenta contra sus ideales o porque afecta a personas fuera de su ámbito social, o bien porque creen que «eso» no puede pasarle a ellos.

Los medios de comunicación no ayudan precisamente a cosechar compasión. Hace ya bastante tiempo que la desgracia ajena se convirtió en espectáculo. Que le pregunten a Pedro Piqueras, vaya, cuyos informativos estaban plagados de hechos atroces, terribles, espeluznantes, terroríficos, apocalípticos y demás adjetivos que salteaba con gusto. Actualmente ni siquiera hace falta ver el telediario; los vídeos de decapitaciones, atropellos, peleas y otras lindeces por el estilo pululan por los grupos de WhatsApp y se ponen a disposición de todos en páginas de internet al uso. Frente a las imágenes explícitas están las desgracias más abstractas: las cifras de pobreza, parados, deshaucios, suicidios, embargos, cortes de luz por impago, muertes achacables a los recortes de presupuesto. Ya sea mercadeando con las imágenes más impactantes para ofrecer un espectáculo morboso o reduciéndolas a un número, el caso es que las víctimas son reificadas y despojadas de su humanidad, lo que hace que la compasión se evapore. Según la psicología, es la despersonalización de las víctimas lo que permite que personas normales lleven a cabo atrocidades como las que tuvieron lugar en el siglo XX. Sumémosle a ello el hecho de que ante el torrente inacabable de desgracias con el que se nos bombardea la respuesta más habitual sea el distanciamiento.

A la despersonalización mencionada se opone, curiosamente, la expansión del círculo moral explicada por Peter Singer, descrita aquí por Steven Pinker:

Las personas han extendido sistemáticamente la línea de puntos mental que abarca las entidades que se consideran dignas de consideración moral. El círculo se ha extendido de la familia y el pueblo al clan, la tribu, la nación, la raza, y más recientemente (como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) a toda la humanidad. Se ha dilatado para pasar de encerrar a la realeza, la aristocracia y los propietarios a encerrar a todos los hombres. Ha pasado de incluir sólo a los hombres a incluir a las mujeres, los niños y los recién nacidos. Se ha ensanchado para abarcar a los delincuentes, los prisioneros de guerra, los civiles enemigos y los discapacitados mentales.
Mucho me temo que en la lucha entre estas dos fuerzas contrarias prevalecerá la despersonalización, pues depende de las zonas menos evolucionadas del cerebro. Aquel ideal budista que asegura que no hay diferencias esenciales entre «yo» y «otro», y que la verdadera iluminación viene de la compasión que disuelve esa barrera, se antoja harto improbable de extenderse al común de la población en un mundo de siete mil millones de personas, tan diferentes unas de otras.

Mientras rumiaba las ideas aquí expuestas no dejaba de pensar en cierto tuit que resumía de forma irónica la situación: «Vivimos en una sociedad de mierda. Se cae una viejecita cruzando la calle y me dejáis riéndome sola». En 1984, Orwell nos había instado a hacernos una idea del futuro imaginando una bota aplastando un rostro humano incesantemente. Lo que este autor inglés dejó fuera de la imagen fue los millones de personas asistiendo indiferentes a tal hecho, ora justificándolo («algo habrá hecho», «se lo merece», «se lo ha buscado»), ora ignorándolo llanamente («no es mi problema», «no hay nada que yo pueda hacer», «que se jodan»). Si los informativos abrieran el veinticinco de diciembre con la noticia «la alta ocupación hotelera obliga al hijo de Dios a nacer en un pesebre», la única reacción que cabría esperar sería la de un ejército de almas duras, inmunes al dolor ajeno, conectándose a sus redes sociales favoritas para hacer mofa y befa de la paternidad del niño Jesús.

Feliz Navidad.

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