lunes, 30 de marzo de 2015

Fuego cruzado (y II)

De manera que ¿por qué nos molestamos en discutir sobre política cuando sabemos que nadie va a cambiar de opinión?

La primera respuesta que vamos a ver es el «mercado de las ideas» de John Stuart Mill. Para Mill nuestras creencias son razonables únicamente en la medida en que las evaluamos críticamente. Él pensaba que si nuestras creencias y acciones emergen victoriosas de la evaluación crítica de nuestros oponentes en un debate libre, si sobreviven a la lucha en el «mercado de ideas», entonces, y sólo entonces, tenemos derecho a aceptarlas como justificadas. El razonamiento, expuesto en su inmortal obra Sobre la libertad, bien se merece una cita larga:

El hombre es capaz de rectificar sus equivocaciones por medio de la discusión y la experiencia. No sólo por la experiencia; es necesaria la discusión para mostrar cómo debe ser interpretada la experiencia. Las opiniones y las costumbres falsas ceden gradualmente ante los hechos y los argumentos; pero para que los hechos y los argumentos produzcan algún efecto sobre los espíritus es necesario que se expongan. Muy pocos hechos son capaces de decirnos su propia historia sin necesitar comentarios que pongan de manifiesto su sentido. Toda la fuerza y valor, pues, del juicio humano dependen de esa única propiedad, según la cual puede pasar del error a la verdad, y sólo podrá tenerse confianza en él cuando tenga constantemente a mano los medios de hacerlo. ¿Por qué se llega a tener verdadera confianza en el juicio de una persona?; porque ha tenido abierto su espíritu a la crítica de sus opiniones y de su conducta; porque su costumbre ha sido oír todo cuanto se haya podido decir contra él, aprovechando todo lo que era justo, y explicándose a sí mismo, y cuando había ocasión a los demás, la falsedad de aquello que era falso; porque se ha percatado de que la única manera que tiene el hombre de acercarse al total conocimiento de un objeto es oyendo lo que pueda ser dicho de él por personas de todas las opiniones, y estudiando todos los modos de que puede ser considerado por los diferentes caracteres de espíritu. Ningún sabio adquirió su sabiduría por otro procedimiento; ni es propio de la naturaleza humana adquirir la sabiduría de otra manera.
Foto de Dennis Jarvis
Con lo que sabemos hoy día acerca de la psicología humana esta parece una respuesta un tanto ingenua. A mi juicio, pocos espectadores (casi diría: ninguno en absoluto) se sienta frente al televisor a ver debates políticos con la intención de formarse un juicio racional acerca del asunto tratado; más bien nos sentamos con la opinión ya formada. Es el hecho que estas polémicas no suelen ser un ejercicio colaborativo en busca de la verdad por lo que no hay en ellas ningún beneficio epistémico, ya que no alumbran nuevo conocimiento. Son discusiones, no deliberaciones.

Los estudios realizados por el psicólogo social especializado en política Philip Tetlock muestran que, en efecto, el mercado de las ideas suele fallar. Efectivamente, en este mercado los consumidores están más interesados en apuntalar sus prejuicios que en llevar a cabo una búsqueda desapasionada de la verdad. A su juicio, estas disputas dialécticas deben observarse desde el mismo punto de vista que las que tienen lugar entre aficionados de equipos deportivos rivales. Por tanto, no se trata de razón y lógica, sino de autoimagen e identidad social:

John Stuart Mill—who coined the marketplace of ideas metaphor—was keenly aware that audiences like listening to speakers who articulate shared views and blast opposing views more compellingly than the audience could for itself. In his chronicle of the decline of public intellectuals, Richard Posner notes that these advocates specialize in providing “solidarity,” not “credence,” goods. The psychological function being served is not the pursuit of truth but rather enhancing the self-images and social identities of co-believers: “We right-minded folks want our side to prevail over those wrong-headed folks.” The psychology is that of the sports arena, not the seminar room.
Así, cuando discutimos de política lo hacemos llevando la camiseta de nuestro equipo ideológico, y es tan probable que un ferviente conservador dé la razón a alguien de izquierdas como que un aficionado del Real Madrid se convierta en seguidor del F. C. Barcelona.

Para entender la última respuesta sobre la que trataremos, la de Alasdair MacIntyre, necesitamos conocer primero algo de Historia (no se preocupen, les prometo que será breve). El siglo V a. C. es considerado el periodo de máximo esplendor de Atenas en lo político, lo económico y lo cultural. En esta época conocida como Ilustración griega el mito y los oráculos pasan a ser insuficientes para responder a las preguntas más importantes que asaltan a la mente humana, de modo que se empieza a acudir a la argumentación racional. Ya no basta con aceptar lo que viene dado; se discute, se critica y se reflexiona el porqué de las costumbres y de las leyes. Es la época de los sofistas, a quienes Hegel llama «los hombres cultos de la Grecia de entonces y los propagadores de la cultura». Los sofistas, tal como explica Victoria Camps:

Aceptan que ni la ética ni la política pueden permitirse juicios que vayan más allá de la doxa, la opinión. Ni la ética ni la política son ciencias –como lo es la matemática o la geometría–, se basan no en verdades sino en opiniones que, como tales, no son demostrables. A lo único que uno puede aspirar es a convencer o persuadir de la utilidad de sustentarlas. Por eso, los sofistas son maestros en retórica, el arte de la persuasión, el que les sirve para conseguir la adhesión a aquellas ideas o leyes que juzgan más convenientes.
Avanzando unos siglos llegamos a la Ilustración francesa de los siglos XVII y XVIII, época en la que de nuevo Europa Occidental vuelve a rebelarse contra las viejas tradiciones y enfatiza la razón y el análisis. En ética y política, obras como el Leviatán de Hobbes, la Ética demostrada según el orden geométrico de Spinoza, así como la razón práctica de Kant, dan forma a un proyecto que aseguraba poder encontrar normas morales objetivas y universales mediante el uso de la razón. Para estos autores es inherente al intelecto humano el saber distinguir entre el bien y el mal, y afirman que podemos razonar en cada momento lo que es bueno y lo que es malo. Sostienen, en definitiva, que hay una justificación racional de la moral.

Para MacIntyre este proyecto ilustrado fracasó. Vivimos (y los estudios en psicología lo apoyan) en una sociedad emotivista en la que «no hay ni puede haber ninguna justificación racional válida para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas». En dicha sociedad los juicios morales únicamente expresan sensaciones viscerales de aprobación o desaprobación (la teoría yay/boo de la moral). Estas sensaciones internas son las que nos guían cuando tenemos que hacer una elección no guiada por criterios, algo que siempre ocurre en el punto terminal de la justificación moral. Dice el filósofo escocés:

Cada individuo, implícita o explícitamente, tiene que adoptar sus primeros principios sobre la base de una tal elección. El recurso a un principio universal es, a la postre, expresión de las preferencias de una voluntad individual y para esa voluntad sus principios tienen y sólo pueden tener la autoridad que ella misma decide conferirles al adoptarlos.
Pero ese relativismo basado en emociones, asegura este filósofo, es algo que nos causa desasosiego, lo cual es comprensible. Si asumimos que en política lo que está bien es lo que a cada uno le parece que está bien, que lo que es injusto en un país puede ser legítimo en otro, no es difícil vislumbrar los indeseables derroteros por los que nos lleva eso.

Occidente, declara MacIntyre, ha heredado de la Ilustración griega esa tradición en la que mediante el uso de la retórica era totalmente aceptable ser persuadido en lo atinente a argumentos morales. Sin embargo, carecemos de otros aspectos de dicha tradición que son necesarios para formar un todo coherente, como cierta visión de la naturaleza humana y de la naturaleza de la ética (verla como virtud personal y no solo como la capacidad de discernir el bien del mal). En su lugar tenemos la tradición fruto del Siglo de las Luces, según la cual podemos razonar hasta encontrar una verdad moral objetiva. El resultado es la sociedad actual, una sociedad emotivista que enmascara las preferencias personales con discusiones de apariencia racional para ocultar la incomodidad que nos provoca el hecho de que no haya justificaciones últimas a las que recurrir y de que, por eso, cada uno pueda argüir que algo está bien porque a él se lo parece (el clásico «porque sí»). De este modo el debate político es un sainete resultado de mezclar tradiciones incompletas de épocas distintas. El profesor Ian Shapiro resume así la postura de MacIntyre:

We engage in the forms of moral argument because we have inherited a tradition which is basically being dismembered. We've inherited bits and pieces of a tradition in which it was completely accepted that people can be persuaded in moral arguments. But we've also detached those strands of the tradition from the unifying assumptions about human nature that gave them their point, and so we've inherited sort of incoherent pieces of a once coherent world view. And the reason people engage in this argument is it, it's a kind of performative illustration of the dissatisfaction with what the Enlightenment has brought. That as the Enlightenment has played itself out, it's finally produced this emotivist culture which we all act out, we all live in, we all participate in, we all expect it to be the way it is. But the fact that we argue in this way betrays the fact that deep down we're uncomfortable with it, we're uncomfortable with the yay boo theory of morality. We don't like it, we can't live with it. So we go through the forms of rational argument because of that.
En definitiva, a juicio de MacIntyre discutimos sobre política porque, aunque en la práctica sabemos que no es así, queremos creer que somos seres lógicos y racionales en constante búsqueda de una verdad objetiva que deseamos que exista, y que somos capaces de cambiar de opinión cuando se nos hace ver que nuestros argumentos son débiles, nuestro razonamiento incorrecto o las pruebas contradicen nuestras afirmaciones.

El proyecto iniciado en la época de Newton y Descartes prometía llevarnos al conocimiento completo a través del uso de «la razón clara y distinta», término empleado por el célebre francés. Los filósofos de aquel entonces, imbuidos por el espíritu de la época, confiaban en que también la política y la moral podían resolverse de forma científica. Más de tres siglos después queda claro, sin embargo, que no se puede dejar al margen la ideología política cuando se discute sobre política.

lunes, 23 de marzo de 2015

Fuego cruzado (I)

Otro fin de semana de elecciones, otro fin de semana de marchas de la dignidad, otro fin de semana de discusiones políticas en internet. Qué rápido pasa el tiempo y qué despacio evoluciona la humanidad. Son demasiados los que creen profundamente en sus propias convicciones y tratan con vehemencia de hacerlas pasar por el gaznate ajeno (como bien decía el recientemente fallecido Terry Pratchett: «el problema de tener una mente abierta es que la gente insiste en entrar y poner allí sus cosas»). Son demasiados los que se ven a sí mismos como seres de pensamiento infalible en posesión de los datos y los hechos correctos, y a los demás como batos duros de mollera incapaces de entrar en razón. Personas a quienes los nombres de Rawls, Nozick, MacIntyre, Burke, Fukuyama y compañía les sugiere la alineación del West Ham United antes que teorías políticas discuten cargados de todo el partidismo del que pueden hacer acopio con la intención de, pero sin la capacidad para, persuadir a los demás. El resultado es bien resumido por Michael Sandel: «el argumento político consiste principalmente en hablar a gritos en la televisión por cable, verter la ponzoña partidista en las tertulias de la radio y excitar las disensiones ideológicas en los pasillos del Congreso».

Foto de Adam Arroyo
Todos estamos familiarizados con programas como La Sexta Noche, Un tiempo nuevo, Al rojo vivo, Las mañanas de Cuatro, El debate de la 1 o Crossfire (por citar alguno de otro país), versiones televisadas de las discusiones políticas que tienen lugar en bares, reuniones familiares, oficinas o la red, en las que miembros de un bando y de otro desarrollan argumentos que se arrojan mutuamente cual adoquines, siempre sin ningún efecto, pues nadie logra convencer a nadie de nada, quedando nuevamente el debate sin resolver. Este desacuerdo moral lo traía a colación Alasdair MacIntyre como punto de partida de su libro Tras la virtud:

El rasgo más chocante del lenguaje moral contemporáneo es que gran parte de él se usa para expresar desacuerdos; y el rasgo más sorprendente de los debates en que esos desacuerdos se expresan es su carácter interminable. Con esto no me refiero a que dichos debates siguen y siguen y siguen –aunque también ocurre–, sino a que por lo visto no pueden encontrar un término. Parece que no hay un modo racional de afianzar un acuerdo moral en nuestra cultura.
Algo que sabemos que nunca va a pasar en uno de estos debates es que alguien se levante y le diga a su oponente: «no lo había visto así, tienes razón». De hecho, nos quedaríamos pasmados si eso sucediera. Ya en su momento vimos algunas de las razones biológicas y psicológicas detrás de ello, de manera que no las repetiremos aquí. Quiero, sin embargo, añadir una cosa, y es la observación de MacIntyre al respecto de cómo lo que a primera vista parece una argumentación rápidamente decae hacia un desacuerdo no argumentado, observación cuya importancia veremos en la segunda parte (ibídem MacIntyre):

Siempre que un agente interviene en el foro de un debate público, es de suponer que ya tiene, implícita o explícitamente, situado en su propio fuero interno el asunto de que se trate. Pero si no poseemos criterios irrebatibles, ni un conjunto de razones concluyentes por cuyo medio podamos convencer a nuestros oponentes, se deduce que en el proceso de reajustar nuestras propias opiniones no habremos podido apelar a tales criterios o tales razones. Si me falta cualquier buena razón que invocar contra ti, da la impresión de que no tengo ninguna buena razón. Parecerá, pues, que adopto mi postura como consecuencia de alguna decisión no racional. En correspondencia con el carácter inacabable de la discusión pública aparece un trasfondo inquietante de arbitrariedad privada. No es para extrañarse que nos pongamos a la defensiva y por consiguiente levantemos la voz.
Estas porfías que sufrimos a diario sobre moral en política no solo no suelen lograr que reconsideremos nuestra postura, sino que incluso pueden tener el efecto contrario. Enfrentados con pruebas en contra, a veces nos atrincheramos aún más en nuestras creencias:

Several studies have documented the “attitude polarization” effect that happens when you give a single body of information to people with differing partisan leanings. Liberals and conservatives actually move further apart when they read about research on whether the death penalty deters crime, or when they rate the quality of arguments made by candidates in a presidential debate, or when they evaluate arguments about affirmative action or gun control.
Hasta cierto punto, todo esto tiene sentido y es incluso deseable. En una sociedad plural somos libres de tener y de defender nuestros propios puntos de vista morales, y se supone que el conjunto de la ciudadanía se beneficia de la existencia de diversas opiniones. Por otro lado, todos tenemos que cerrar selectivamente nuestra mente a ciertos sistemas de creencias, so pena de que nuestro pensamiento dé vueltas constantemente a un terreno conocido o intelectualmente yermo. Pienso que hay que encontrar cierto equilibrio entre tener una mente abierta a la crítica y mantener cierta firmeza que nos libre de ahogarnos en el relativismo y la inacción. En palabras de Julian Biaggini:

No puede ir y examinar a fondo todas las afirmaciones que parecen contradecir lo que usted cree. Algunas se descartan como simplemente otro ejemplo de un tipo de pensamiento que usted rechaza y otras las ve como un reto interesante. La clave para mantener la mente abierta es hacer estas distinciones de forma justa y sincera, reconociendo los auténticos retos y estando siempre abierto a la posibilidad de que pueda aparecer otro. Básicamente, tiene que reconocer que puede haberlo entendido mal. Pero dar igual crédito a todas las alternativas no es tener una mente abierta sino una mente vacía.
Pero si estos debates consisten únicamente en exponer las propias razones sin escuchar al otro, si sabemos que nunca vamos a ponernos de acuerdo y que no vamos a convencer a nadie de nuestro punto de vista, y si todos somos conscientes de ello, entonces ¿por qué nos molestamos en discutir? ¿Por qué gastamos tiempo en desafiar los argumentos, las premisas y la lógica de quienes opinan lo contrario que nosotros, tratando de hacerles ver que su postura carece de sentido o coherencia? ¿Por qué vemos estos programas si no tenemos ni la más mínima esperanza de que haya algún tipo de acuerdo, ni de que nos haga cambiar de opinión? ¿Por qué estos espacios televisivos adoptan la forma de un debate racional cuando todos somos conscientes de que en realidad se trata de una discusión emocional? ¿Por qué seguimos polemizando una y otra y otra vez?

Hasta la fecha he encontrado tres posibles respuestas. Dichas respuestas van más allá del hecho superficial de que algunas personas muy pesadas tienen la costumbre de contar siempre las mismas historias y hablar siempre de los mismos temas (como yo en este blog, por ejemplo).

Continuará.

lunes, 16 de marzo de 2015

¿A qué huelen las nubes?

Parece ser naturaleza humana intentar emular los éxitos de los demás copiando directamente su filosofía o sus acciones. Cuando uno pretende alcanzar la gloria empresarial, verbigracia, puede recopilar una lista de los empresarios más exitosos y buscar patrones comunes. No les costará encontrar decenas de libros que siguen dicha receta y que aseguran haber desentrañado el secreto del logro deportivo, político, personal el que toque gracias al análisis de las personas más relevantes del ramo.

Podría decirse que el modelo elegido por las cabezas pensantes de la empresa para la que trabajo es Florentino Pérez en su primera época al frente del Real Madrid, cuando ganó la novena Champions League. Los aficionados al balompié recordarán que la filosofía de ese equipo era aquella de «Zidanes y Pavones»:

Pérez knew that he could not afford to buy eleven superstars all over the pitch – or more, as injuries and suspensions would always mean he would need a squad. He could, at best, manage half a dozen of the very best in the world. The rest would have to come from the youth team. This was the policy of Cracks y Pavones, of superstars like Zidane and homegrown hopefuls such as Francisco Pavón, with the emphasis very much on the superstars. They would cover up for the weaknesses of the youngsters, while at the same time helping them to improve.
Los directores han tomado prestada dicha filosofía y la han «adaptado» a las condiciones particulares de la empresa (bajo presupuesto, pérdidas anuales, cultura nacional, etcétera). Dado que la tesorería no da para Zidanes se ha optado por la parte de los Pavones o, por usar el eufemismo que ellos mismos emplean, «crear cantera». El resultado es una vorágine de contratación de becarios los cuales –a través de un proceso mágico que se ve que hay– se convertirán en los Zidanes que en un futuro próximo nos auparán a lo más alto.

Foto de Samuel Mann
El caso es que, como les digo, mi empresa se ha lanzado a buscar sangre fresca y la gente de recursos humanos anda muy atareada haciendo entrevistas. Aquí, como en otras muchas compañías, este proceso es bastante sencillo para el grueso de la tropa (ya no hablo de becarios). La gente de recursos humanos elige unos pocos de entre varios currículos y concierta una cita en persona en las oficinas de la empresa. Tras esta entrevista, el candidato debe acudir a otra más técnica con el responsable correspondiente. Si ambos entrevistadores dan el visto bueno, se le hace una oferta al candidato. Cuanta mayor responsabilidad implica el puesto ofertado más peso tiene la entrevista con el directivo correspondiente y menos con la persona de recursos humanos. Así, en la cúspide de la pirámide de gestión lo más importante es pasar el filtro del mandamás de turno.

La entrevista personal abierta es probablemente la forma dominante de selección. Si lo piensan, estos encuentros se parecen bastante a una primera cita: se queda a solas, se charla un poco sobre cada uno, se forma una imagen de la otra persona y, si hay conexión, se sigue adelante. Allen Huffcutt, de la Bradley University, ha estudiado las entrevistas de trabajo durante casi veinte años. Su conclusión, basada en una larga historia de investigación acerca del tema, asegura que no funcionan demasiado bien. De hecho:

Cuando los investigadores realizaron un metaanálisis –un amplio estudio que incorporaba datos de todo trabajo científico efectuado en el campo–, comprobaron que solo existe una pequeña correlación entre las entrevistas de «primera cita» (no estructuradas) y el desempeño de un puesto de trabajo. Las calificaciones que los directivos otorgan a los candidatos a un empleo tienen poco que ver con cómo realizan dichos candidatos el trabajo.
Una de las razones es, según Huffcutt, que los responsables de contratación «solo preguntan nimiedades». El problema de las clásicas preguntas que se suelen hacer («¿cuáles son tus fortalezas y debilidades?», «¿por qué quieres cambiar de trabajo?», «¿por qué debo contratarte?», «¿qué te ves haciendo dentro de cinco años?») es que se centran en factores irrelevantes y solo producen respuestas preparadas que no dicen nada sobre las destrezas del candidato. Todos sabemos que estas cuestiones lo único que hacen es invitar al candidato a hacer una representación, mas los responsables de contratación creen que su instinto les permitirá ver más allá de la actuación y serán capaces de elegir al candidato ideal. Pocos signos hay, sin embargo, para creer que logren tal cosa. Desde el efecto «espejito, espejito» a la miopía del «ojo chino», pasando por los sesgos en la preselección de candidaturas, uno tras otro los estudios muestran que quienes se dedican a seleccionar personal no son muy buenos en estas lides.

Para Huffcutt, la solución pasar por evitar las entrevistas de tipo «primera cita» y utilizar en su lugar entrevistas estructuradas centradas en detalles específicos, así como en el planteamiento de «escenarios hipotéticos relacionados con el puesto de trabajo» (énfasis en el original):

Es el planteamiento del detective televisivo Joe Friday: «Solo los hechos, señora. Solo los hechos». La idea es centrarse en los datos pertinentes y prescindir de cualquier pregunta que invite al candidato a predecir el futuro, reconstruir el pasado o reflexionar sobre las grandes cuestiones de la vida. Debemos centrarnos en la información importante. ¿Qué programas de contabilidad conoces? ¿Qué experiencia tienes en la dirección de campañas de relaciones públicas? ¿Cómo reducirías las ineficiencias en la cadena de montaje?
[...] El metaanálisis demostró que las entrevistos del tipo «Joe Friday» son
seis veces más efectivas que las de «primera cita» en la predicción del rendimiento laboral de un candidato.
En esta línea, Daniel Kahneman expone en su obra un método que él mismo desarrolló para seleccionar personal del ejército:

Supongamos que necesitamos contratar a un representante comercial para nuestra empresa. Si somos serios y de verdad deseamos contratar a la persona más indicada para esa profesión, hemos de hacer lo siguiente: primero, escoger unas cuantas características que sean prerrequisitos para el éxito en ese puesto (competencia técnica, personalidad tratable, formalidad, etc.). Procuremos que no sean demasiadas; seis dimensiones es un buen número. Estas características escogidas han de ser lo más independientes posible unas de otras, y hemos de sentir que podemos evaluarlas con certeza haciendo unas pocas preguntas sobre datos fácticos. A continuación, hacer una lista de estas preguntas para cada característica y pensar cómo puntuarlas, por ejemplo en una escala de 1 a 5. Hemos de tener una idea de lo que podamos decir que es «muy flojo» o «muy satisfactorio».
Estos preparativos deben llevarnos una media hora, una pequeña inversión de tiempo que puede suponer una diferencia importante en cuanto a las cualidades de las personas que contratamos. Para evitar el efecto halo, hemos de reunir información sobre una característica cada vez, puntuando cada una antes de pasar a otra. No saltemos de una a otra. Para evaluar a cada candidato, hay que tener en cuenta las seis puntuaciones. [...] Propongámonos firmemente contratar al candidato cuya puntuación final sea más alta aunque haya otro que también nos guste; intentemos resistir nuestro deseo de imaginar que el primero se ha roto una pierna para cambiarlo por ese otro.
Si bien las entrevistas estructuradas son mucho más eficaces que las entrevistas abiertas, lo cierto es que no son perfectas pues algunas personas saben venderse mejor que otras. No obstante, es posible realizar una buena selección de personal sin entrevistas de ningún tipo. Tal como señalan los hermanos Brafman: «la investigación muestra que un test de aptitud predice el rendimiento igual de bien que una entrevista estructurada». El problema es que todo el mundo espera una entrevista. Huffcutt sugiere utilizar el test de aptitud para seleccionar al personal y hacer uso de la entrevista en persona para convencer al candidato de que acepte la oferta.

En una entrevista publicada allá por 2013, el vicepresidente de people operations (otro eufemismo para «departamento de gestión del personal») de Google, Laszlo Bock, reconocía que los brainteasers o guesstimations marca de la casa («¿cuántos afinadores de piano hay en tu ciudad?», «¿cuántas pelotas de ping pong hacen falta para llenar un autobús escolar?») son una pérdida de tiempo y no predicen nada. En su lugar, los resultados de los estudios llevados a cabo por ellos mismos coinciden en lo dicho aquí: lo mejor es una entrevista estructurada centrada en hechos y datos relevantes. En sus propias palabras:

«[W]hat works well are structured behavioral interviews, where you have a consistent rubric for how you assess people, rather than having each interviewer just make stuff up.
[...] The interesting thing about the behavioral interview is that when you ask somebody to speak to their own experience, and you drill into that, you get two kinds of information. One is you get to see how they actually interacted in a real-world situation, and the valuable “meta” information you get about the candidate is a sense of what they consider to be difficult.
Y es que no basta con decir «de acuerdo, mediremos estos seis apartados y los puntuaremos objetivamente». Además de eso hay que asegurarse de que los aspectos que se están valorando tienen poder predictivo en relación al desempeño del puesto de trabajo. Muchos entrevistadores eligen sus preguntas porque son las que todo el mundo hace, más que por verdadera su utilidad. Pero, dado el efecto que tienen los malos empleados en una empresa, vale la pena invertir algo de esfuerzo en hacer como Google y verificar que lo que estamos midiendo realmente sirve para predecir (al menos en parte) el resultado, una lección que trasciende el ámbito de las entrevistas de trabajo y es aplicable a muchos otros aspectos de nuestra vida.

lunes, 9 de marzo de 2015

El ojo chino

Un antiguo jefe y amigo mío llama «ojo chino» a un supuesto sexto sentido que le permite «calar» a la gente de forma fehaciente. Es una de las capacidades que a aquellos que se dedican a la selección de personal se les da por supuesta, pues es una de las funciones principales por la que se les paga y, además, teóricamente han sido entrenadas en el arte. Sus decisiones de contratación se basan en una supuesta habilidad para ver a un aspirante y ser capaz de conocerlo de verdad. Sin embargo, la realidad muestra que el «ojo chino» más bien escasea. Sentados en su puesto de trabajo, miren hacia delante, hacia atrás, y a ambos lados. Muy probablemente sean capaces de identificar a algunas de las personas más vagas, incompetentes o impresentables que haya puesto dios sobre la tierra (si no ven ninguna quizá quieran considerar ese principio del póquer que dice que si no somos capaces de detectar al pringado de la partida es porque somos nosotros mismos).

Foto de Cyberesque
Cuando se trata de valorar a los demás todos nos volvemos excesivamente confiados en nuestras capacidades. Estamos tan acostumbrados a diagnosticar la personalidad de otros que –una vez más– confundimos familiaridad con verdadera destreza, olvidamos las veces que nuestra opinión resultó errónea y solo nos acordamos de las veces que acertamos, etcétera. Pero el hecho es que, por mucho que nos creamos capaces de delinear el carácter de un individuo tras unos pocos minutos de conversación, no creo que les cueste rescatar de la memoria unas cuantas relaciones personales que fracasaron y que les dejaron pensando «menuda decepción» o «¿cómo no vi esas cosas?»:

Todos diagnosticamos cuando nos encontramos con una persona o situación por primera vez, y uno tras otro los estudios muestran que no somos muy buenos en estas lides. Sin embargo, cuando entrevistamos a un candidato potencial o iniciamos una nueva relación, sobrevaloramos una y otra vez nuestra habilidad para formarnos una opinión objetiva.
Y es que, como dice el refrán, no hay mayor ciego que el que no quiere ver, lección que uno aprende bien cuando ha estado enamorado:

Según han descubierto recientemente dos psicólogos canadienses, Tara MacDonald y Mike Ross, los estudiantes desechan datos objetivos cuando la información no se ajusta a lo que quieren ver. En su estudio, MacDonald y Ross hablaron con estudiantes universitarios durante una de las épocas más apasionantes de su vida: como universitarios de primer año que acababan de establecer una nueva relación romántica.
[...] continuando con el estudio, los investigadores pidieron permiso para hablar con el compañero de habitación y la familia de cada estudiante y preguntarles qué pensaban sobre la calidad de la relación y cuánto duraría. Estas personas observaban desde fuera, sin cristales de color rosa, el nuevo amor. [...] los compañeros de habitación y los padres predijeron mucho mejor la duración de las relaciones, pero, sorprendentemente, lo que MacDonald y Ross descubrieron es que, incluso cuando los estudiantes auguraban que sus relaciones serían duraderas, sus valoraciones de los problemas daban en el clavo. Los estudiantes no eran ciegos ante los asuntos que ya tensaban sus relaciones; se limitaban a ignorarlos cuando había que hacer predicciones acerca del futuro.

Igual que los ojos de la cara, el ojo chino puede ser víctima de múltiples ilusiones. Una de ellas es el efecto «espejito, espejito» del que hablamos hace poco: valoramos más positivamente y nos gustan más aquellos que más se parecen a nosotros. Otra ilusión es que la que nos hace ver como más competentes a quienes muestran más confianza, algo que, por ejemplo, queda reflejado en cómo valoramos a los médicos. Las personas atractivas nos parecen tener mejor carácter y ser más inteligentes, sanas, seguras y con mayor capacidad de liderazgo. Aquí, el «ojo chino» queda deslumbrado por el efecto halo:

Karen Dion y sus colegas Ellen Berscheid y Elaine Walster, consideradas hoy las tres grandes damas de la investigación del atractivo, fueron las primeras en investigar científicamente este tema. En el año 1972 publicaron un estudio con el sencillo y provocador título de Lo bello es bueno [...], que es ya un clásico en la historia de la psicología.[...] Las tres investigadoras concluyeron que «a las personas atractivas se les atribuye un mayor número de cualidades socialmente deseables que a las personas que no son atractivas». Karen Dion y sus colegas dieron a este fenómeno un bello nombre: el efecto halo (en inglés, halo, pronunciado heilo). Hoy en día los investigadores hablan de un estereotipo del atractivo y con ello quieren decir que al elaborar nuestra imagen interior de un desconocido recurrimos a estereotipos «buenos» o «malos» según el grado de belleza de nuestro interlocutor.
El efecto halo extiende su encanto más allá de la belleza. Cuando una persona nos gusta (por la razón que sea) es probable que nos gusten muchas cosas de ella, incluyendo algunas que nunca hemos visto y que le damos por supuestas:

You meet a woman named Joan at a party and find her personable and easy to talk to. Now her name comes up as someone who could be asked to contribute to a charity. What do you know about Joan’s generosity? The correct answer is that you know virtually nothing, because there is little reason to believe that people who are agreeable in social situations are also generous contributors to charities. But you like Joan and you will retrieve the feeling of liking her when you think of her. You also like generosity and generous people. By association, you are now predisposed to believe that Joan is generous. And now that you believe she is generous, you probably like Joan even better than you did earlier, because you have added generosity to her pleasant attributes.
Real evidence of generosity is missing in the story of Joan, and the gap is filled by a guess that fits one’s emotional response to her.
Una particularidad del efecto halo es que es muy sensible a la primera impresión, hasta el punto de que la información subsiguiente se torna irrelevante, como muestra el siguiente experimento:

In an enduring classic of psychology, Solomon Asch presented descriptions of two people and asked for comments on their personality. What do you think of Alan and Ben?

Alan: intelligent—industrious—impulsive—critical—stubborn—envious
Ben: envious—stubborn—critical—impulsive—industrious—intelligent

If you are like most of us, you viewed Alan much more favorably than Ben. The initial traits in the list change the very meaning of the traits that appear later. The stubbornness of an intelligent person is seen as likely to be justified and may actually evoke respect, but intelligence in an envious and stubborn person makes him more dangerous. The halo effect is also an example of suppressed ambiguity: like the word bank, the adjective stubborn is ambiguous and will be interpreted in a way that makes it coherent with the context.
Así pues, se da la circunstancia de que nuestra opinión sobre otro individuo se forma a partir algo tan contingente como la secuencia en la cual observamos sus rasgos de personalidad. Si, por la razón que sea, observamos primero los rasgos menos favorables, nuestra valoración será negativa y es difícil que cambie.

Desde pequeñitos prestamos atención a los demás y tratamos de dilucidar si son amigos o enemigos, y qué podemos esperar de ellos. Nos formamos una impresión instantánea de la personalidad de cada persona que conocemos de forma automática e inconsciente, proceso cuyo resultado solemos dar por bueno sin analizarlo detenidamente. No obstante, los procesos intuitivos están sujetos a una gran variedad de sesgos que inducen a error. Una evaluación precisa de la personalidad requiere una aproximación más estructurada y sistemática:

Few of us have been taught a systematic way to assess personalities. Instead, we are constantly bombarded with a contradictory mishmash of religious, moral, literary, and psychological ideas that are hard to apply in an orderly manner. Imagine how we would struggle to do simple arithmetic if we kept getting contradictory instructions on how to work with numbers. Yet we're expected to make sense of people without having been taught a coherent arithmetic of personality.
No es mi intención aquí ofrecer dicho sistema (aunque el lector interesado puede encontrar en el libro de Samuel Barondes un método no académico), sino únicamente resaltar el hecho de que caracterizar a una persona es mucho más complicado de lo que solemos pensar, y que nuestra probabilidad de error es mucho mayor de lo que estamos dispuestos a admitir. La mayoría de nosotros podemos vivir con ello sin mucho problema, pues las equivocaciones tienen escasa trascendencia. Otros, sin embargo, no deberían permitirse el lujo de confiar en sensaciones viscerales de efectividad no comprobada, pues sus decisiones (como la de ofrecer un puesto de trabajo) pueden afectar de forma significativa a otras personas. Desafortunadamente, esta es una precaución que, como veremos próximamente, quienes se encargan de la selección de personal suelen pasar por alto.

lunes, 2 de marzo de 2015

Su candidatura ha sido descartada

En un día cualquiera pueden verse en la oficina decenas de tonterías. Algunas son banales, como la persona que señala una sala vacía y a oscuras y pregunta «¿está ocupada?». Otras son ínsitas al negocio, como vender productos que la empresa no fabrica o servicios que nunca ha ofrecido. Las hay que enervan por cómo perjudican la vida de los trabajadores, como los plazos absurdos o las subidas de sueldo carentes de toda lógica. Y hay otras –no muchas– que afectan a gente que ni siquiera forma parte de la empresa pero que, por alguna razón, quieren hacerlo. A este respecto, siempre me ha molestado sobremanera la ligereza con la que se tratan los currículos, desde el descarte inicial por no acomodarse a normas arbitrarias («este tiene más de dos páginas; fuera») a la discriminación racial pura y dura («este no, que es negro y no le van a sentar bien nuestros chistes»), pasando, como siempre, por el sexismo («esta sí, que está buena y así por lo menos la vemos»).

Foto de Flazingo Photos
No se sientan mal, por tanto, si entregan su hoja de servicios y nunca les llaman; a menudo somos descartados por razones que nada tienen que ver con nuestra capacidad profesional o adecuación al puesto ofertado. Existe una historia acerca de cierto gestor que seleccionaba al azar la mitad de las candidaturas que recibía y acto seguido las tiraba a la papelera para asegurarse de que no contrataba a gente que tuviera mala suerte. Esto, que seguramente sea solo un chiste, empieza a perder la gracia cuando tenemos en cuenta que cosas como la fuente tipográfica en la que está escrito nuestro currículo o el peso del mismo, influye en la valoración de nuestra solicitud:

In a 2010 study conducted by Josh Ackerman, Christopher C. Nocera, and their associates, subjects pretended to conduct job interviews. They took their interviewing job more seriously and saw résumés as being more impressive if those résumés were attached to heavy clipboards. Resumes attached to light clipboards were regarded as being from less-qualified applicants. The weight and heaviness of the participants’ physical sensation translated not only into the weight and heft of their duty but the import of what they read.

Los sesgos anteriores pueden ser arbitrarios pero, al menos, no tienen ninguna carga moral. Mucho peor es, a mi juicio (y supongo que estarán de acuerdo), la discriminación por motivos de raza. En Estados Unidos, por ejemplo, es una desventaja tener un nombre muy «de negro»:

A lo largo de los años, una serie de «estudios de auditoría» ha tratado de calcular cómo percibe la gente diferentes nombres. En un estudio típico, un investigador enviaría dos currículos idénticos (y falsos), uno con un nombre tradicionalmente blanco y el otro con un nombre que pareciese propio de un inmigrante o perteneciente a una minoría, a un empleador potencial. Los currículos «blancos» siempre han cosechado más entrevistas de trabajo.
En la misma línea, en un estudio cuyo resultado se ha publicado recientemente los entrevistadores blancos valoraron como más inteligentes a aquellos hispanos y afroamericanos cuyos tonos de piel eran los más claros. Esto me ha recordado aquella portada de la revista Mental Floss en la que Neil deGrasse Tyson fue blanqueado a más no poder, algo que, dicho sea de paso, no es la primera vez que ocurre.

Y no solo el color de piel puede jugar en nuestra contra, también puede hacerlo nuestro sexo y nuestra apariencia. Otro estudio publicado el año pasado concluyó que los hombres atractivos son contactados más a menudo que el resto de candidatos masculinos (los menos agraciados físicamente y los que no incluyen su foto). Sin embargo, en el caso de las mujeres parece que es mejor no adjuntar ninguna imagen:

We sent 5312 CVs in pairs to 2656 advertised job openings. In each pair, one CV was without a picture while the second, otherwise almost identical CV contained a picture of either an attractive male/female or a plain-looking male/female. Employer callbacks to attractive men are significantly higher than to men with no picture and to plain-looking men, nearly doubling the latter group. Strikingly, attractive women do not enjoy the same beauty premium. In fact, women with no picture have a significantly higher rate of callbacks than attractive or plain-looking women.
Los autores del estudio especulan con la posibilidad de que las mujeres bellas sean discriminadas por envidia, dado que la mayoría de individuos que se dedican a la selección de personal son féminas.

Cuenta Malcolm Gladwell en su libro Inteligencia intuitiva que la música clásica era hasta hace poco dominio de los hombres. Se pensaba que las mujeres, por su constitución física, no podían tocar como los hombres, algo que, de acuerdo con los directores de orquesta, quedaba claro en las audiciones. Sin embargo, en las últimas décadas los músicos de orquesta de Estados Unidos formaron un sindicato y lograron instituir un tribunal oficial de audiciones con un sistema de selección formalizado. Dicho sistema mostraba a los jueces la única característica que de verdad importaba de cara a su decisión: el sonido de la música interpretada por el aspirante. Desde entonces el número de mujeres en orquestas ha ido creciendo:

A los músicos se les dejó de identificar por su nombre para hacerlo por números. Se pusieron cortinas entre el tribunal y la persona que se sometía a la prueba, y en caso de que ésta se aclarara la garganta o hiciera cualquier clase de sonido que permitiera su identificación (si, por ejemplo, llevaba tacones y pisaba una zona del suelo que no estuviera alfombrada), se la invitaba a que saliera de la sala y se le asignaba otro número. Y mientras estas nuevas reglas se iban implantando por todo el país, sucedió algo extraordinario: las orquestas empezaron a contratar a mujeres.
En los últimos treinta años, desde que se generalizó el uso de las cortinas, el número de mujeres en las principales orquestas de Estados Unidos se ha multiplicado por cinco.
Si no podemos evitar que el inconsciente y sus estereotipos influyan en nuestras decisiones, lo apropiado sería filtrar aquellas señales (la fuente tipográfica, el color de piel, el sexo, la belleza) que no atraviesan ningún control consciente ni han de resistir un análisis crítico, y que no deberían influir en nuestra valoración. Esa sería, al menos, la opción honesta (y, por ende, la que es menos probable que ocurra). La otra opción es que los candidatos presentemos currículos con hermosas fuentes y elegantes diseños que incluyan fotos que son resultado de horas de Photoshop, a sabiendas de que en un currículum no hay mentiras ni exageraciones, sino únicamente verdades en potencia.