lunes, 20 de abril de 2015

Viajar

Foto de Henri Bergius
Es la primera vez que, al volver de un viaje, no siento haber echado de menos mi casa, mi habitación, mi cama. Me habría quedado gustosamente otra semana (quizá más) en esa ciudad turísticamente sensacional, Roma, y no solamente por el hecho de no tener que ir a la oficina o haber escapado de la rutina. Desde que regresé de allí no pienso en otra cosa que en volver a la Caput Mundi. Llevo un par de días en los que todo me parece vulgar, aburrido y feo. Más de lo normal, quiero decir.

Lo cierto es que nunca me ha gustado viajar. El acto físico de trasladarme a otra ciudad me resulta tedioso en extremo, y los ambientes desconocidos y las gentes extrañas me producen rechazo. Si bien a lo largo de los años he visitado un puñado de ciudades y países, al final siempre me quedaba la misma sensación: «pues vale». Acabé asumiendo que viajar, como la fiesta nocturna, es algo que no disfruto y no va conmigo. La idea de los viajes como ingrediente esencial de una vida digna de ser vivida nunca ha resonado en mí. Ya saben a qué me refiero, todo eso sobre conocer otras culturas, expandir nuestros horizontes, etcétera:

[D]esde que empecé a viajar siento que el mundo es mi casa, que, habiendo nacido en un sitio, podría haber nacido en cualquier otro y ser uno más de aquellos que en el país visitado me rodean y con los que, siempre que puedo, me mezclo y me confundo.
La mayoría de mis amigos, por el contrario, son verdaderos trotamundos. Algunos viajan solo durante las dos o tres semanas de vacaciones que les permiten sus empleos. Otros, como mi estimado David Rey, han hecho del viaje su estilo de vida (pueden seguir sus andanzas en su blog). Es uno de esos nómadas digitales que trabaja a su ritmo desde cualquier lugar del mundo, según le place. Precisamente uno de estos nómadas me decía hace poco que iba a parar de viajar por viajar, que había descubierto que eso no iba con su carácter. Aseguraba que ello está sobrevalorado y me envió un artículo de un tal Henry Wismayer desarrollando dicho pensamiento:

This idea that travelling is an essential ingredient of a life well-lived is still in its infancy. Fifty years ago, as granny and granddad holidayed in Eastbourne, sheltering from the drizzle with bingo and haddock and chips on the pier, the experienced traveller was a storied soul, a seeker possessed of genuinely unusual knowledge. Only as the baby boomers came of age did the foreign holiday enter the quotidian. Not until the 90s did going to more exotic climes—the ubiquitous ‘gap-year’—become a post-secondary school, middle-class rite of passage.

In the years since, this idea has seeped into the West’s worldview. But somewhere amidst the collision of widening global curiosity, runaway self-absorption and increasingly unputdownable technology lurks a sense that travel is losing its capacity to make us wonder.

The internet, that great reductive slag-heap of YOLO hashtags in the sky, has been one of the main instigators of this phenomenon. Walk into a hostel bar nowadays and look around — chances are that half the patrons will be ensconced in their digital worlds. Expressionless faces illuminated by the deadening LCD glare of tablet screens, they sit around plugged into the home they had intended to leave behind, able to research every flight, hotel and restaurant in advance based on countless peer reviews.
La crítica de Wismayer se centra en el narcisismo y el turismo enlatado, así como en el hecho de que cada vez damos más importancia a la presentación del viaje en redes sociales en detrimento de la experimentación del mismo:

Travel has become another exercise in narcissistic presentation, one more way of desperately extracting some semblance of uniqueness out of your otherwise soul-crushingly mediocre existence.

[...] Just realize: if your travelling is a box-ticking exercise; if you predicate even one iota of self-worth on how many countries you’ve visited; if you think in bucket-lists inspired by clickbait ‘10 best’ listicles appealing to the lowest common denominator, from one deluded c*nt to another, travelling isn’t making you interesting. It’s just confirming your position as one of the crowd.
Curiosamente, todo eso que critica el autor del artículo es justo lo que hemos hecho en este viaje: una lista de sitios imprescindibles que ver por los que pasábamos a toda velocidad (teníamos poco tiempo) para continuar con el siguiente. Y, aún así, para mí esta vez ha sido distinto. Esta vez sí he experimentado alegría, júbilo y regocijo mientras caminaba por las calles haciendo fotos y contemplaba los monumentos correspondientes. No me importaba formar parte de la manada de turistas. De hecho, puedo decir que por primera he sentido verdadero deleite haciendo turismo, así como pena por tener que volver a casa.

Wismayer distingue entre «viajar» y «hacer turismo». Según él, lo primero puede ser enriquecedor y transformar a una persona, siempre que uno se salga de los canales habituales de resorts y visitas guiadas y se mezcle con los lugareños. Lo que él no tolera son aquellas personas que quieren mostrarse a los demás como viajeros pero no son más que turistas. Es en esos casos cuando viajar se convierte en un ejercicio hedónico y narcisista cuyo único efecto es aburrir a los demás con nuestra experiencia, calcada a la de las miles de personas que nos precedieron.

Sentado de noche frente al Coliseo, helado de limón en mano y rodeado de molestos vendedores de paloselfis, mirando de frente aquellos dos mil años de Historia, me preguntaba qué tienen los yacimientos de la Roma imperial que me causaron tan honda impresión. Para algunas personas son solo un montón de «piedras tiradas ahí en medio», lo cual es cierto en la misma medida en que nuestros padres, parejas, hijos y amigos son masas de carne en algún lugar del planeta. Hay algo inefable en esos restos que los hace ejemplo perfecto de aquel viejo problema filosófico acerca de la diferencia entre conocer algo intelectualmente y experimentarlo directamente. También traen a mi mente la discusión estética sobre arte elevado y cultura popular.

Al final, mientras caminaba de vuelta al hotel por la Via dei Fori Imperiali pensaba en lo maravilloso que es haber visto estos monumentos, y haber tocado con mis propias manos las mejores obras de un imperio caído hace tantos siglos. Me fui de allí con gran pesar pero también con una sensación de gratitud hacia el arte que había logrado emocionarme de forma tan singular. Puede que haya sido solo turismo estándar, que no haya transformado mi carácter ni puesto mi vida patas arriba, y que no me haya hecho más sabio. Pero me ha hecho feliz.

lunes, 6 de abril de 2015

¿Saldrá el sol mañana?

Saber si el sol volverá a alzarse mañana sobre el horizonte es una cuestión sencilla en su planteamiento pero muy difícil de responder. Al fin y al cabo, el mero hecho de que así haya sido todos los días de nuestra vida no garantiza que mañana vuelva a ocurrir. Recuerden el pollo de Russell, quien ve en el humano a un benefactor que le alimenta todos los días hasta que una mañana, claro está, le retuerce el pescuezo. David Hume observó que somos esclavos de nuestras expectativas: estamos acostumbrados a que unas cosas sucedan a otras. Por ejemplo, si lanzamos una bola de billar contra otra esperamos que esta última se mueva. Sin embargo, tal como señaló el filósofo escocés, cuando vemos las dos bolas chocar lo que percibimos son dos sucesos que se siguen en el tiempo, no que el segundo suceso ocurra a causa del primero. Dado que no podemos percibir la causa, no podemos estar completamente seguros de que el segundo suceso vaya a presentarse siempre que tenga lugar el primero:

Hume creía que no es posible alcanzar una certeza absoluta en nada que tenga como único fundamento las creencias tradicionales, el testimonio personal, la observación de una relación habitual o la concatenación de la causa y el efecto. Lo que Hume venía a afirmar, en resumen, era que sólo es posible confiar en aquello que la experiencia nos enseña.
[...] Hume argumentaba que algunos objetos se asociaban constantemente con otros. Sin embargo, el hecho de que los paraguas y la lluvia fuesen elementos que se dieran juntos no significaba que la causa de la lluvia residiera en los paraguas. Del mismo modo, la circunstancia de que el sol se hubiese elevado miles de veces sobre el horizonte no garantizaba que volviera a hacerlo al día siguiente. [...] Y dado que rara vez podemos tener la seguridad de que una determinada causa vaya a ejercer un particular efecto, debemos contentarnos con buscar únicamente las causas y los efectos probables.
En consecuencia, ya que nos es imposible saber con certeza si el sol saldrá mañana o no, predecir que no lo hará no es menos racional que predecir que lo hará.

Si es la primera vez que se topan con estos conceptos de epistemología tal vez todo ello les resulte un tanto extraño o demasiado sutil, y quizá estén pensando para sus adentros que el sol probablemente saldrá mañana. La palabra clave aquí es «probablemente». Al usarla reconocemos que el mundo es intrínsecamente incierto y, por ello, es posible albergar distintos grados de certeza. Podemos estar «muy seguros» de que el sol saldrá mañana o «poco seguros» de que nuestro equipo favorito ganará  la liga.

El reverendo Thomas Bayes concibió la racionalidad como una cuestión probabilística. Su «ensayo encaminado a la resolución de uno de los problemas que plantea la doctrina de las probabilidades», publicado póstumamente por la Royal Society en 1763 gracias a Richard Price, trataba sobre cómo formulamos creencias probabilísticas acerca del mundo cuando nos encontramos con nuevos datos. Era toda una declaración sobre la manera en que aprendemos acerca del universo: a través de la aproximación, acercándonos más y más a la verdad según vamos reuniendo más pruebas. En esencia:

La regla de Bayes contradice la arraigadísima convicción de que la ciencia moderna requiere objetividad y precisión. El teorema de Bayes permite valorar una creencia, y nos indica que no sólo es posible adquirir conocimiento aunque nos falten datos o éstos resulten inadecuados, sino que da en añadir que el saber puede obtenerse partiendo de aproximaciones e incluso de la ignorancia.
No pretendo explicar con toda claridad aquí la regla o teorema de Bayes (teorema que, en justicia, debería llevar el nombre de Pierre-Simon Laplace, quien la descubrió de forma independiente y la desarrolló hasta darle la forma en que hoy la utilizamos), así que me saltaré el formalismo matemático. Solo diré –simplificando mucho– que nos permite calcular la probabilidad de que una hipótesis sea cierta dada la ocurrencia de un evento. Un caso típico es el de las pruebas médicas. Por ejemplo: ¿cuál es la probabilidad de que una mujer de cuarenta años tenga cáncer de mama sabiendo que su mamografía ha dado positivo? Aplicando el teorema de Bayes obtenemos que es de tan solo un diez por ciento (el lector puede consultar los cálculos detallados en el libro de Nate Silver o admitir sin dudar que este resultado es correcto). Esa es la razón, dicho sea de paso, de que las mamografías rutinarias se recomienden solo a mujeres mayores de cincuenta años.

El punto que me interesa destacar de la regla de Bayes es que nos permite computar exactamente cuánto debemos modificar nuestro grado de creencia en una hipótesis según vamos atesorando pruebas que la soportan o la contradicen:

Por ejemplo, las probabilidades asignadas por un jugador a cada caballo de una carrera estará condicionada por el conocimiento que tenga el jugador sobre la forma de cada caballo en el pasado. Aún más, dichas probabilidades estarán sujetas a cambio a la luz de nuevas pruebas, si, por ejemplo, encuentra a su llegada al hipódromo que uno de los caballos está sudando profusamente y parece claramente enfermo. El teorema de Bayes prescribe cómo se han de modificar las probabilidades a la luz de pruebas nuevas.
Es posible visualizar esta variación. Los gráficos siguientes muestran cómo iría cambiando nuestra creencia de que una moneda está trucada según vamos haciendo lanzamientos de la misma y van saliendo caras y cruces:


Fuente: elaboración propia

Fuente: elaboración propia

El primer gráfico corresponde a doscientos lanzamientos de una moneda no trucada, y el segundo a cien lanzamientos de una moneda trucada en la que sale cara en proporción 2:1. Obsérvese cómo se ajusta la creencia al alza o a la baja con cada nuevo lanzamiento y cómo –dependiendo de la hipótesis que se quiera comprobar– se necesita un mayor número de pruebas para alcanzar el mismo grado de confianza.

¿Y qué decir de la pregunta que da título a esta entrada, la de si saldrá el sol mañana? Pues sucede que basta verlo surgir del horizonte cada día durante tres semanas para alcanzar un alto grado de confianza en que mañana volverá a ocurrir:

Fuente: elaboración propia


A pesar de haber aburrido probablemente a muchos lectores con ella, lo cierto es que la regla de Bayes tiene una importancia capital en nuestras vidas. A lo largo de la Historia ha servido para encontrar una bomba de hidrógeno perdida y varios submarinos estadounidenses y rusos; ha ayudado a demostrar que el tabaco produce cáncer de pulmón y que un alto nivel de colesterol en sangre es una de las causas del infarto. Hoy día, la regla de Bayes filtra el correo basura de nuestras bandejas de entrada y se utiliza con éxito para predecir el resultado de elecciones presidenciales. Las compañías de publicidad la emplean en redes sociales para saber si nuestras reacciones a sus productos y servicios son positivas o negativas, mientras que las propias redes sociales (Facebook, Twitter, etcétera) la utilizan para, por ejemplo, determinar nuestro sexo automáticamente a partir de lo que escribimos en ellas y poder personalizar así la publicad que nos muestran.

Dejando a un lado estas utilidades prácticas, lo interesante del marco bayesiano es su proposición de racionalidad. Como escribe Sharon Bertsch McGrayne:

Constituye una lógica que permite razonar en el amplio espectro vital que asienta en las zonas grises situadas entre la verdad absoluta y la completa incertidumbre. Al interrogarnos sobre algo, es muy frecuente que la información con que contemos no represente sino una pequeña fracción de toda la que existe. Sin embargo, todo el mundo desea poder realizar predicciones basadas en nuestras experiencias pretéritas, y lo cierto es que acostumbramos a cambiar nuestros puntos de vista al adquirir nueva información.
La perspectiva bayesiana nos hace ver que un agente racional, aunque parta de la más absoluta ignorancia, puede obtener conocimiento si corrige sus creencias a medida que va encontrando pruebas. Pero, como hemos hablado muchas veces, para una persona ese es un gran si.