lunes, 28 de septiembre de 2015

Fotografía

He said: "one day you'll leave this world behind
so live a life you will remember"
My father told me when I was just a child
These are the nights that never die
My father told me
—Avicii, The Nights

En este mundo colmado de cámaras fotográficas no pasa un solo día sin que vea a alguien autoretratarse. Llego a la estación de tren y ahí me encuentro a una chica que se aburre esperando y empieza a contorsionarse y a poner morritos. Dentro del vagón, dos madres jóvenes se atusan el pelo y completan una sesión de fotos improvisada. En el trayecto que va desde la estación a mi casa, más adolescentes y grupos de amigas con el brazo extendido en alto, el móvil en el extremo apuntando a sus caretos y esa expresión característica de toda una generación. Selfis, selfis por todas partes.

Con la cámara tan a mano nos ha dado por capturar de todo, desde lo más cotidiano hasta lo más aburrido (léase: nuestra cara en primer plano), pasando por lo curioso o divertido. Quienes no hayan nacido con el móvil en la mano recordarán una época en la que no teníamos el gatillo tan suelto, aquella en la que películas fotográficas limitadas a treinta y seis instantáneas debían ser reveladas en una tienda al uso, lo que significaba varios días de espera hasta ver el resultado. Se me ocurre que aquí se puede aplicar el teorema de Alchian-Allen. Este teorema viene a decir que los australianos beben vino californiano de más calidad que los propios californianos, y viceversa, porque solo para los vinos más caros merece la pena pagar los gastos de transporte. Este razonamiento implica que cuando los gastos de hacer una foto eran mayores nos preocupábamos por capturar aquellos momentos realmente hermosos o importantes para nosotros. Tal observación me ha dado motivo para juzgar que, si medimos la calidad de una foto por su significado o valor artístico y no por sus aspectos técnicos, la fotografía actual es, en general, de peor calidad que antes. Sirva Instagram como prueba.

Admito que estos juicios sean discutibles. En cualquier caso, lo que me interesa hoy no es hablar acerca de la falta de gusto o los problemas de autoestima de los adictos al selfi, sino de las razones que nos llevan a hacernos fotos y, en concreto, a hacérnoslas en vacaciones, viajes, cumpleaños y celebraciones varias. Hasta las personas como yo, que aborrecemos el objetivo de la cámara, guardamos un buen puñado de autoretratos. ¿Por qué?

Fuente: XKCD

Consideremos el siguiente experimento mental. Supongan que yo me ofrezco a pagarles su viaje soñado con una condición: al volver a casa todas sus fotos y todos sus vídeos serán destruidos. No podrán conservar ningún documento gráfico de dicho viaje. ¿Hay trato? ¿Y si, además de borrar sus archivos, borrara sus recuerdos (al estilo Men In Black)? ¿Estarían dispuestos a tener unas vacaciones de las que no pudieran mantener ningún recuerdo?

Este experimento imaginario es obra de Daniel Kahneman, cuya propia investigación informal al respecto revela la importancia que damos a los recuerdos:

Aunque no he estudiado formalmente las reacciones a esta situación, cuando las comento con otras personas tengo la impresión de que la eliminación de los recuerdos reduce en gran medida el valor de la experiencia. En algunos casos, las personas hacen consigo mismas lo que aconsejarían a un amnésico que hiciera: maximizar el placer total retornando al lugar donde fue feliz en el pasado. Sin embargo, algunas personas dicen que no se molestarían en ir a ese lugar, lo que revela que les preocupa ante todo la amnesia del yo que recuerda, y la amnesia del propio yo que experimenta menos que la amnesia del yo ajeno. Muchas afirman que no irían, ni enviarían a otros amnésicos, a escalar montañas o caminar por la jungla porque estas experiencias suelen ser penosas en tiempo real y solo cobran el valor de la expectativa de que el esfuerzo y el placer de alcanzar la meta serán memorables.
Según Kahneman, el recuerdo es una parte importante de las vacaciones. De hecho, valoramos estas por las historias vividas y los recuerdos que esperamos guardar. Nos referimos a ellas como «memorables» o «inolvidables», lo que revela de forma explícita cuál es la finalidad perseguida. Las experiencias conscientemente memorables adquieren un valor y significado que no tendrían de otro modo. Y así (ibídem Kahneman):

[E]l turismo contribuye a que la gente viva experiencias y acumule recuerdos. La imagen de una multitud de turistas incansables sugiere que los recuerdos que estos acumulan son muchas veces un asunto importante para ellos, que incluyen tanto en sus planes de vacaciones como en la experiencia de los mismos. El fotógrafo no contempla la escena como un instante que merezca ser salvado, sino como un futuro recuerdo que hay que diseñar.
La fotografía nutre al «yo que recuerda». Llenamos nuestros álbumes de fotos y discos duros con imágenes de nuestros cumpleaños o de nuestra luna de miel de manera que, en el futuro, cuando caminemos a lo largo de la Avenida del Recuerdo, nos sintamos felices. Es por ello que la crítica habitual que aparece en el cómic de XKCD que ilustra este artículo (¿no deberías dejar la cámara y disfrutar del momento?) está equivocada. La función principal de las vacaciones no es tanto experimentar placer o relajación como formar y acumular recuerdos. Al fin y al cabo, las sensaciones del momento son efímeras mientras que los recuerdos, salvo accidente o enfermedad, nos acompañarán el resto de nuestra vida.

Pero se da un hecho curioso. Al hacer fotos dejamos a un lado (al menos temporalmente) al yo que experimenta, que es lo único que realmente tenemos, para satisfacer a un yo futuro que no existe (y puede que no llegue a existir). Ello implica realizar un pronóstico afectivo, tarea que según las investigaciones del psicólogo Daniel Gilbert no se nos da muy bien. Como explica Douwe Draaisma:

Cuando fotografiamos, nos adelantamos a lo que queremos recordar dentro de diez, veinte o quizá cincuenta años. Y aquí empieza el problema. La persona que serás dentro de veinte años te es aún más desconocida que la que fuiste hace veinte. Haces las fotografías para un extraño, un cliente del futuro que se llama igual que tú, pero cuyos deseos desconoces.
El ejemplo más evidente de errores de pronóstico afectivos fotográficos son las instantáneas de parejas que acaban hechas añicos o borradas cuando la relación acaba mal. Es el lado menos amable de la fotografía. Cuando guardamos un recuerdo en nuestra mente, cada vez que lo recuperamos lo volvemos a guardar modificado sin que nos demos cuenta. Algunos desaparecen completamente. Con el tiempo construimos una imagen de nuestra vida que no es tan fiel a los hechos como a lo que pensamos de nosotros mismos. Los recuerdos son bloques de construcción del yo. En palabras de Julian Biaggini:

Todos ignoramos cosas y no confiamos a la memoria los hechos y los acontecimientos que entran en conflicto con la manera en que nos vemos a nosotros mismos y al mundo. Recordamos de forma selectiva, habitualmente sin un esfuerzo consciente o un deseo expreso de hacerlo. Y, sin embargo, como creemos que la memoria recoge los hechos objetivamente, no nos percatamos de que todo esto significa que estamos construyendo el mundo y a nosotros mismos.
A diferencia de las imágenes mentales, las fotografías, una vez hechas, no cambian ni se desvanecen. Las imágenes que evocan recuerdos dolorosos permanecen hasta que decidimos deshacernos de ellas. Cuando hacemos tal cosa, cuando destruimos el soporte físico de experiencias que preferimos olvidar, estamos moldeando de alguna manera nuestros yo.

Mi abuela tiene ochenta y tres años. Vive sola, así que pasa la mayoría de los días sentada en el sofá de su salón viendo la tele. Tanto el salón como el resto de habitaciones están repletos de fotografías de la familia. Las paredes y los muebles muestran docenas de imágenes de épocas muy distintas, desde los autoretratos en blanco y negro de su juventud hasta las fotos impresas de sus bisnietos recién nacidos. En el colgante que nunca se quita lleva una foto de su marido, mi abuelo, fallecido hace más de cuarenta años. Visitarla me hace pensar en cómo el yo autobiográfico, aquel del que autores como Kahneman afirman que depende el sentido de la identidad, se ve apuntalado por las fotografías y los vídeos cuando hasta hace no mucho se cimentaba únicamente en la falible memoria humana. Y me llama la atención el hecho de que mi abuela prefiere tener todos esos recuerdos a la vista en lugar de guardarlos en álbumes. Me pregunto cuántos selfis se haría si fuera una adolescente de hoy día.

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