lunes, 27 de julio de 2015

Inteligencia artificial

Era la primera partida de las seis que se jugaron en 1997. Deep Blue*, jugando con negras, iba perdiendo. Kasparov había logrado sacar al ordenador de su juego basado en una inmensa base de datos de posiciones conocidas, forzándole a utilizar su heurística para continuar la partida. En su cuadragésimo turno, Deep Blue hizo algo muy extraño: movió su torre a la primera fila de las blancas en lugar de hacer jaque al rey de Kasparov, que era lo esperable. La jugada de su contrincante permitía al ruso avanzar con sus peones hacia la primera fila de las negras y obtener una reina. Más sorprendentemente aún, Deep Blue se rindió en el siguiente turno.

Fuente: (Silver, 2012)

De vuelta en su hotel aquella noche, Kasparov no dejaba de preguntarse cómo era posible que Deep Blue hubiera cometido un error táctico de tal magnitud en una posición tan simple; era el tipo de error que los ordenadores no cometen. Revisando los datos, el campeón mundial encontró que la jugada convencional (mover la torre para hacer jaque al rey blanco) no era un buen movimiento en realidad: a la larga hubiera significado la victoria de Kasparov, si bien se necesitarían más de veinte movimientos para llegar a ello. El gran maestro dedujo que la única razón por la que Deep Blue había optado por otro movimiento era que había encontrado otra secuencia más larga de movimientos que llevaran al jaque mate. Con una secuencia más larga Deep Blue quizá habría podido forzar tablas, pues cuantos más movimientos tienen lugar mayor es la posibilidad de que el humano se equivoque en un turno dado (los grandes jugadores cometen errores graves alrededor de una vez cada setenta y cinco movimientos). Pero si eso era cierto, si Deep Blue había dado con una secuencia más larga de movimientos, significaba que el ordenador podía anticiparse más de veinte movimientos, cuando se pensaba que su límite estaba entre seis y ocho. Esa aparente superioridad de la máquina afectó a Kasparov en el resto del encuentro. Nunca más ganó a Deep Blue. El célebre ajedrecista se rindió en la segunda partida, consiguió un empate en las tres siguientes y, finalmente, perdió la sexta.

Hoy día contamos con algo mejor que los expertos de carne y hueso: algoritmos e inteligencia artificial. Sea dicho de antemano que, en mi humilde opinión (no soy ningún experto en la materia), la inteligencia artificial aún es muy primitiva y estamos lejos de la singularidad. Sin embargo, hay cuestiones en las que los algoritmos rinden mejor que los expertos de forma consistente y por amplio margen. Allá por 1990, el profesor de economía de Princeton Orley Ashenfelter, utilizando regresión lineal, tuvo más éxito en sus predicciones sobre el valor futuro de los vinos de Burdeos que el experto en vinos Robert Parker. Bill James usó la estadística para aupar a un equipo de béisbol de bajo presupuesto, los Oakland Athletics, a las Series Mundiales (actualmente, el uso de la estadística se ha extendido a múltiples deportes). Algoritmos sencillos baten por goleada a los humanos en lo que a predicciones políticas se refiere. Existen fórmulas para predecir éxitos de taquilla, determinar qué empleados quieren abandonar la empresa o qué clientes son más proclives a no devolver un préstamo. Deep Blue venció a Kasparov y Watson a los mejores concursantes de Jeopardy. Algoritmos de diagnóstico sencillos como el test de Apgar han salvado miles de vidas de las intuiciones fallidas de los galenos. Y así siguiendo.

Fue el psicólogo Paul Meehl quien abrió la veda de los expertos a mediados del siglo pasado al publicar un libro en el que informaba de que las predicciones hechas por profesionales experimentados eran menos acertadas que las hechas con un algoritmo o fórmula:

Way back in 1954, Paul Meehl wrote a book called Clinical Versus Statistical Prediction. This slim volume created a storm of controversy among psychologists because it reported the results of about twenty other empirical studies that compared how well “clinical” experts could predict relative to simple statistical models. The studies concerned a diverse set of predictions, such as how patients with schizophrenia would respond to electroshock therapy or how prisoners would respond to parole. Meehl’s startling finding was that none of the studies suggested that experts could outpredict statistical equations.
Durante los cincuenta años siguientes se han llevado a acabo docenas de estudios comparando el éxito en la toma de decisiones de los expertos frente a los métodos estadísticos en un amplia variedad de campos. La conclusión no ha cambiado, pues los algoritmos superan de manera significativa a los expertos (ibídem):

Near the end of his life, Meehl, together with Minnesota protégé William Grove, completed a “meta” analysis of 136 of these man-versus-machine studies. In only 8 of 136 studies was expert prediction found to be appreciably more accurate than statistical prediction. The rest of the studies were equally divided between those where statistical prediction “decisively outperformed” expert prediction, and those where the accuracy was not appreciably different. Overall, when asked to make binary predictions, the average expert in these wildly diverse fields got it right about two-thirds of the time (66.5 percent). The Super Crunchers, however, had a success rate that was almost three-quarters (73.2 percent).
Existen varias razones que explican por qué los humanos somos inferiores a los algoritmos cuando se trata de predecir o de tomar decisiones. Para empezar, tal como explica Kahneman:

Una razón [...] es que los expertos tratan de pasar por listos, piensan fuera de la realidad y, para hacer sus predicciones, consideran complejas combinaciones de factores. La complejidad puede contar en los casos raros, pero lo más frecuente es que reduzca la validez.

[...] Otra razón de la inferioridad del juicio experto es que los humanos son incorregiblemente inconsistentes cuando hacen juicios sumarios sobre información compleja. Cuando se les pide evaluar dos veces la misma información, frecuentemente dan respuestas diferentes.
Otro factor relacionado con la psique humana es que, en general, los métodos estadísticos hacen mucho mejor trabajo cuando se trata de elegir qué factores han de tenerse en cuenta a la hora de hacer una predicción o tomar una decisión. También son mejores que las personas asignando pesos a cada factor individual. Según Ayres, incluso ecuaciones simples y poco refinadas son mejores que los humanos.

Por otro lado, se dan factores de método. Por ejemplo, los expertos de carne y hueso no suelen llevar un registro de sus errores y aciertos (de hecho, tienden a recordar solo sus aciertos). Por contra, la validez de los algoritmos es puesta a prueba constantemente con conjuntos de datos reservados para ello y con los nuevos datos que se van generando. Los algoritmos se van refinando y mejoran continuamente; los expertos, no. Adicionalmente, un algoritmo puede darnos una respuesta probabilística (hay un sesenta por ciento de probabilidades de que llueva mañana), lo cual nos permite actuar en consecuencia. Por el contrario, los expertos (especialmente aquellos que aparecen en los medios de comunicación) normalmente hacen afirmaciones simplistas, cerradas y definitivas. Para mayor escarnio, se muestran excesivamente confiados en sus afirmaciones, tal como explicamos en el artículo anterior (el dogmatismo es una vía rápida hacia el error). Los procedimientos estadísticos no solo predicen, sino que también nos dicen qué calidad tiene dicha predicción.

Finalmente, a diferencia de los expertos, la inteligencia artificial no tiene ego ni sentimientos. Esto es muy importante para tomar decisiones no sesgadas (por ejemplo, influidos por el miedo o nuestras opiniones políticas), así como para cambiar nuestras predicciones o nuestro método según vamos recopilando más datos. Mientras que un algoritmo puede ser cien por cien bayesiano, lo que le permite adaptarse, recalcular y asignar nuevos pesos a los factores en los que se basa su decisión para hacer mejores predicciones, las personas, como vimos, en lugar de modificar nuestras creencias modificamos o desechamos los datos que no cuadran con nuestra opinión.

Como ocurre con todo programa informático, durante el desarrollo de Deep Blue sus creadores dedicaron mucho tiempo a solucionar fallos o bugs. Cuando el ordenador hacía un movimiento chocante o estúpido los programadores revisaban el código en busca de la causa y lo corregían. Conforme se eliminaban los bugs y Deep Blue se iba haciendo mejor jugador, cada vez estaba menos claro si esos movimiento insólitos se debían a un error en el programa o a que la máquina había identificado una jugada mejor que había escapado al ojo experto. No obstante, lo que ocurrió en aquella primera partida con Kasparov no fue una genialidad de Deep Blue, sino un error. No es que el programa pudiera predecir más de veinte movimientos; simplemente, sus creadores habían dejado un fallo sin arreglar. De hecho, el error se debió precisamente a que Deep Blue fue incapaz en ese turno de decidirse por el siguiente movimiento (énfasis en el original):

The bug had arisen on the forty-fourth move of their first game against Kasparov; unable to select a move, the program had defaulted to a last-resort fail-safe in which it picked a play completely at random. The bug had been inconsequential, coming late in the game in a position that had already been lost; Campbell and team repaired it the next day. “We had seen it once before, in a test game played earlier in 1997, and thought that it was fixed,” he told me. “Unfortunately there was one case that we had missed.”
Kasparov sobrestimó las capacidades de Deep Blue y lo acabó pagando con la derrota. En general, la falibilidad de la inteligencia artificial abre un gran abanico de posibles maneras en la que podemos acabar perjudicados. Como habrán adivinado sin necesidad de ningún algoritmo, hablaremos sobre ello.

* La historia de Deep Blue y Kasparov está tomada del libro de Nate Silver The Signal and the Noise: Why So Many Predictions Fail - But Some Don't.

lunes, 20 de julio de 2015

Completamente seguro

De la mano de Ed Russo y Paul Schoemaker esta semana les traigo un pequeño juego en forma de test. Para cada una de las siguientes diez preguntas respondan con un rango tal que estén seguros al noventa por ciento de incluir la respuesta correcta. Por ejemplo, si la pregunta es «¿cuántos huesos hay en el cuerpo humano?» podrían decir algo como «entre treinta y trescientos». La clave aquí es que solo hay que estar seguro al noventa por ciento, no al cien por cien, pues en este último caso uno siempre puede plantear rangos ridículamente amplios que contienen la respuesta correcta con seguridad (por ejemplo, entre cero y quince mill billones de huesos). Por tanto, el objetivo es acertar nueve de las diez cuestiones. Huelga decir que no vale buscar en Google ni consultar a nadie. Tampoco vale decir «no tengo ni idea». Para cada pregunta seguro que tienen alguna pista de por dónde pueden ir los tiros. Por ejemplo, si les interrogan sobre cuántos años tenía Mozart cuando murió es evidente que no tiene mucho sentido decir «cuatrocientos años».

¿Preparados? Aquí van las preguntas:
  1. ¿Cuánto pesa un Airbus A340-600 vacío? Entre ___ y ___ kilos.
  2. ¿En qué año ganó John Steinbeck el Premio Nobel de Literatura? Entre ___ y ___.
  3. ¿Cuál es la distancia de la Tierra a la Luna? Entre ___ y ___ kilómetros.
  4. ¿Cuál es la distancia de Madrid a Baghdad? Entre ___ y ___ kilómetros.
  5. ¿En qué año terminó de construirse el Coliseo Romano? Entre ___ y ___.
  6. ¿Cuál es la altura de la presa de Asuán? Entre ___ y ___ metros.
  7. ¿En qué año completó Magallanes la primera vuelta al mundo en barco? Entre ___ y ___.
  8. ¿En qué año nació Gandhi? Entre ___ y ___.
  9. ¿Cuál es la superficie del mar Mediterráneo? Entre ___ y ___ kilómetros cuadrados.
  10. ¿Cuál es el periodo de gestación de una ballena azul? Entre ___ y ___ días.

¿Lo tienen? Encontrarán las respuestas al final del artículo*. ¿Qué tal les ha ido? Recuerden que el objetivo era acertar nueve. Si han acertado las diez, entonces es que están muy faltos de confianza. En cualquier caso, Ed Russo y Paul Schoemaker pusieron a prueba a más de dos mil personas y encontraron que la mayoría erraba entre cuatro y siete preguntas. Menos de un uno por ciento de los encuestados dieron rangos que incluyeran la respuesta correcta nueve o diez veces. Es decir, el noventa y nueve por ciento de los sujetos de estudio mostraron una confianza excesiva.


A continuación les plantearé un dilema descrito por el periodista David Freedman. Imaginen que llevan meses con dolor de espalda y consultan a dos médicos. El primero les dice que ha visto muchos casos como el suyo y que es difícil saber exactamente cuál es el problema, que diferentes tratamientos funcionan en grados distintos, que es difícil saber qué funcionara en su caso concreto y que la mayoría de las veces ningún remedio es completamente efectivo. Les sugiere un tratamiento A, el cual tiende a funcionar algo mejor en pacientes como usted, y le cita para el mes siguiente para comprobar si ha funcionado o probar otra cosa. El segundo doctor, por otra parte, les dice que ha visto muchos casos como el suyo y que sabe exactamente cuál es el problema. Les asegura que la mayoría de pacientes responde muy bien al tratamiento B y que seguramente ustedes también. Les cita directamente para empezar el tratamiento y les garantiza que con ello el problema estará solucionado. ¿Con qué doctor se quedarían?

La mayoría, explica Freedman, elige el segundo doctor, incluso aunque se les diga que el primer médico tiene mejores credenciales:

When I ask people this question, almost all of them say they’d go with the second doctor. At which point I ask them another question: if you were told one of these doctors had recently been named Wisest Orthopedist of the Year by the state orthopedic society while the other was known to his colleagues behind his back as Bozo the Orthopedist, which would you guess is which? Almost everyone guesses without hesitation that the second doctor is the one who gets no respect. But why would we prefer the advice of someone whose wisdom we’re so quick to question? Apparently we like the second doctor’s advice so much that we’re willing to take a chance on it, in spite of whatever qualms we might have about its reliability.
La clave aquí es la confianza: tendemos a fiarnos más de aquellos que se muestran confiados, pues los consideramos más cualificados. Por desgracia, como ya se habrán dado cuenta en esta vida a menudo los menos competentes son los que más confiados se muestran en sus habilidades (es lo que se conoce como efecto Dunning-Kruger). El resultado es una ilusión de confianza que nos perjudica a diario de dos maneras:

[La ilusión de confianza] nos hace sobrestimar nuestras propias cualidades, en especial en relación con otras personas. En segundo lugar, [...] nos hace interpretar la seguridad –o la falta de ella– que otras personas manifiestan como una señal válida de sus propias habilidades, de su nivel de conocimiento y de la precisión de sus recuerdos. Esto no sería un problema si la confianza, en efecto, tuviese una relación estrecha con estas cosas, pero la realidad es que la seguridad y la capacidad pueden divergir tanto que basarse en la primera se convierte en una trampa mental gigantesca, con consecuencias potencialmente desastrosas.
Una muestra de dichas consecuencias desastrosas podría ser lo siguiente:

Un estudio sobre pacientes que murieron en la UCI comparó resultados de autopsias con diagnósticos que los médicos habían hecho cuando los pacientes aún vivían. También los médicos acusaban un exceso de confianza. El resultado fue que «lo médicos que creían estar “completamente seguros” de su diagnóstico ante mortem estaban equivocados en el 40 por ciento de los casos».
La relación entre confianza y capacidades o conocimiento no sigue una dinámica lineal. Como explican Chabris y Simons, cuando aprendemos una actividad nueva nuestra confianza es mayor de lo que debería para nuestro nivel. A medida que vamos mejorando la confianza también aumenta pero a menor velocidad, hasta alcanzar un punto en el que los niveles de confianza son los adecuados a nuestra habilidad (ese momento en el que nos damos cuenta de lo poco que sabemos en realidad). Sin embargo, si seguimos avanzando en nuestro conocimiento y nos convertimos en superespecialistas acabamos sabiendo cada vez más sobre cada menos, momento en el cual nuestra confianza se dispara y el exceso de conocimiento se vuelve en nuestra contra. Philip Tetlock llama a este último fenómeno la hipótesis del aire caliente:

The hot air hypothesis asserts that experts are more susceptible to [...] overconfidence than dilettantes because experts “know too much”: they have so much case-specific knowledge at their fingertips, and are so skilled at marshalling that knowledge to construct compelling cause-effect scenarios, that they talk themselves into assigning extreme probabilities that stray further from the objective base-rate probabilities. As expertise rises, we should therefore expect confidence in forecasts to rise faster, far faster, than forecast accuracy.
Se da, por tanto, una curiosa paradoja. Cuando hay mucho en juego exigimos determinación, pues creemos que la confianza guarda una relación directa con el conocimiento. Por ello, pedimos a los expertos seguridad en sus consejos y, como consecuencia, la demanda de expertos seguros de sí mismos crece, mientras que aquellos que muestran dudas o tienen en cuenta los matices son descartados. Los medios de comunicación, los consejos de dirección, los comités de expertos... se llenan de personas completamente seguras de sí mismas pregonando sus infalibles recetas. Sin embargo, como hemos visto aquellos que más seguridad muestran son los que peor asesoramiento pueden ofrecernos. Creen saber mucho más de lo que en realidad saben, y están excesivamente seguros de que saben tanto como creen. El resultado es que nos vemos bombardeados por recomendaciones deficientes que recibimos –eso sí– de buena gana.

Recientemente, el diario británico The Guardian publicó un perfil sobre Daniel Kahneman. En la entrevista el célebre psicólogo decía que, si tuviera una varita mágica, eliminaría del mundo el exceso de confianza. Como él mismo asegura en su libro, la incertidumbre sobre el conocimiento propio es uno de los pilares de la racionalidad (la certeza es cosa de necios), si bien no es algo que las personas o las organizaciones valoren. Pero, por otro lado, también tiene razón Nassim Taleb cuando observa que el exceso de confianza tiene una vertiente positiva, como cuando lleva a los emprendedores a llevar a cabo sus aventuras ciegos a las escasas probabilidades de éxito. En las pocas ocasiones en que tienen éxito la sociedad en su conjunto se beneficia del exceso de confianza.

Quizá sea una buena regla heurística seguir el consejo de alguien solo si, en caso de estar equivocado, se hunde él con el barco. Mi experiencia me dice que cuando alguien se juega el pellejo con lo que propone su seguridad disminuye notablemente.



* Las respuestas correctas son: (1) 218.000 kilos; (2) 1962; (3) 384.400 kilómetros; (4) 4308 kilómetros; (5) a.d. 80; (6) 114 metros; (7) 1522; (8) 1869; (9) 2.510.000 kilómetros cuadrados; (10) 335 días.

lunes, 13 de julio de 2015

Confía en mí, soy un experto

La ley de Cunningham, versión actualizada del dicho francés prêcher le faux pour savoir le vrai (predica lo falso para obtener la verdad), establece que la mejor manera de obtener la respuesta correcta en internet no es hacer una pregunta, sino publicar la respuesta equivocada. Se basa en el hecho de que, al parecer, las personas somos más proclives a corregir a los demás que a simplemente responder sus dudas. Huelga decir que esta tendencia no se limita al mundo digital. Si, como el abajo firmante, han pasado algún tiempo en una sala de pesas concurrida sabrán a qué me refiero. No hay gimnasio que no cuente con su experto o grupo de expertos empeñados en afear el entrenamiento de los demás y corregir cada aspecto de su rutina de ejercicio, desde la selección de los movimientos hasta su ejecución, todo ello sin ninguna solicitud previa por parte de la víctima.

XKCD: Dutty Calls
Desde pequeñito he recurrido a los expertos. Siempre que quería hacer algo quería hacerlo bien y procuraba empaparme, principalmente a través de la lectura, de las enseñanzas de los entendidos en el campo en cuestión para saber cuál era la forma «correcta». Recuerdo, verbigracia, un álbum de cromos que tenía en el que Paco Gento enseñaba a jugar al fútbol (cómo regatear, cómo pasar, cómo chutar...). Y así, con el paso de los años mi biblioteca se ha llenado de libros escritos por los maestros de cada palo que he tocado, desde los dinosaurios hasta la programación, pasando por el entrenamiento físico o la fisioterapia, entre muchos otros. Encontré que, sin importar el tema del que se tratara, en cada caso había una gran cantidad de conocimiento por descubrir y un gigantesco ejército de guardianes de dicho conocimiento. Como dice la narración inicial del documental La industria de los expertos:

Expertos: no podemos vivir sin ellos. Nos dicen cómo arreglar nuestro coche, cómo decorar nuestra casa, cómo criar a nuestros hijos y cómo cocinar nuestros alimentos. Nos dicen qué vinos beber, qué arte comprar y qué opiniones debemos tener, además de cómo comer bien, cómo hacer ejercicio bien y cómo vivir eternamente. Están en todas partes y los necesitamos porque vivimos en un mundo frenético donde hay demasiada información para procesarla por nosotros mismos.
Efectivamente, hay expertos para todo. Desde lo más banal (pelar una naranja) a lo más importante (vivir) es posible encontrar un buen puñado de eruditos, entrenadores, analistas y consultores que afirman poseer la solución óptima o el enfoque adecuado. Publican libros, escriben blogs, salen por la televisión, hablan en la radio y ofrecen sus servicios como entrenadores o consejeros. Con tal cantidad de asesoramiento disponible uno no puede dejar de preguntarse cómo es que hay todavía tantos problemas en el mundo. ¿Por qué nuestro equipo favorito sigue fichando jugadores que no dan la talla? ¿Por qué hay todavía millones de personas que viven en la pobreza extrema? ¿Por qué la obesidad continúa aumentando en los países desarrollados? ¿Por qué tomamos tantos antidepresivos? ¿Cómo es posible que aún no se hayan logrado domar los ciclos económicos? Y lo más importante: ¿por qué hay todavía gente tan estúpida y que hace las cosas tan mal?

Sospecho que mentalmente han respondido a dichas preguntas con alguna variación de esta afirmación: los expertos no tienen ni idea. Si ha sido así, sepan que las pruebas en favor de una versión débil de esta hipótesis se han ido acumulando con el tiempo. Los expertos en vino son incapaces de distinguir uno bueno de uno barato (algunos de estos experimentos son mencionados en el documental). Los expertos en arte pueden ser engañados (otro ejemplo del documental). Los inversores financieros son incapaces de batir de manera consistente al mercado, lo que está llevando el dinero de los fondos de gestión activa a los fondos indexados. Los expertos en política son, tomando sus predicciones en conjunto, poco mejores que un chimpancé lanzando dardos a una diana. Por no hablar de los economistas y las crisis financieras.

Una de las pruebas más evidentes de que los expertos saben menos de lo que creen saber es que son incapaces de ponerse de acuerdo entre ellos mismos. Si reunimos a una muestra representativa de gente versada en un mismo tema, entre ellos mantendrán opiniones opuestas. En ese caso, obviamente, no todos pueden tener razón. De nuevo el gimnasio es buen ejemplo: da igual lo que hagas, siempre habrá alguien que te diga que lo estás haciendo mal y debes hacer «esto otro». Si haces press de banca con los pies en el suelo, te dirán que los mantengas en el aire («para aislar el pectoral»). Si los mantienes en el aire, te recomendarán que los apoyes en el suelo («para mantener la estabilidad»). Si corres en la cinta, te mandarán a la máquina elíptica («es menos agresiva con las articulaciones»). Si te subes en la elíptica, te mandarán a la cinta de correr («es un movimiento más natural»). De la misma forma: ¿una economía se reflota con gasto público o con austeridad fiscal? ¿Nuestra dieta debe basarse principalmente en glúcidos, proteínas o grasas? ¿El bebé debe dormir con los padres o en su cuna? ¿Hay que dejarle llorar hasta que se canse o cogerle en brazos? En la vida ¿debemos ser optimistas a toda costa o potenciar nuestro carácter natural? ¿Debemos luchar por mejorar esa relación difícil o abandonarla? La tortilla de patatas ¿con cebolla o sin cebolla?

Curiosamente, las cadenas de radio y televisión aprovechan estas discrepancias para rellenar su programación. Un formato habitual de programa consiste en sentar a uno o varios expertos en política o economía con visiones opuestas y hacerlos discutir durante horas con el pretexto de analizar la actualidad. Por desgracia, los incentivos que tienen los medios de comunicación les hacen escoger los peores expertos de entre todos los disponibles. David Freedman nos recuerda que la prioridad de la prensa, la televisión y la radio no es hacernos llegar la verdad, sino lograr que los leamos, veamos o escuchemos:

The media don’t, by and large, exist solely to tell us what’s right and true; they exist to get us to read about, watch, and listen to them, and that often means selecting and presenting expert findings in a way that is entertaining, provocative, useful sounding, and otherwise satisfyingly resonant. Claiming that journalists are devoted to bringing the truth to light is a bit like saying accountants are dedicated to upholding tax laws—it’s often more about knowing how far you can go in the other direction without getting into real trouble.
Es por ello que las cadenas buscan expertos que ofrezcan consejos simples, decisivos, universales y fáciles de digerir, personas confiadas que puedan decir frases memorables y no atiendan a matices. Philip Tetlock descubrió que, por desgracia, este tipo de experto demandado por los medios de comunicación es el que más se equivoca:

[O]ne of the more disconcerting results of this project has been the discovery of an inverse relationship between how well experts do on our scientific indicators of good judgment and how attractive these experts are to the media and other consumers of expertise. The same self-assured hedgehog style of reasoning that suppresses forecasting accuracy and slows belief updating translates into compelling media performances: attention-grabbing bold predictions that are rarely checked for accuracy and, when found to be wrong, that forecasters steadfastly defend as “soon to be right,” or “almost right” or as the “right mistakes” to have made given the available information and choices.
Un ejemplo paradigmático de esto es el fútbol. Como demuestra casi cada día el blog La libreta de Van Gaal, los expertos y periodistas deportivos no dan una en sus pronósticos sobre resultados, nunca atinan con los fichajes, y se contradicen a sí mismos con toda naturalidad y ninguna vergüenza. A pesar de ello, salmodian como si poseyeran la verdad absoluta, prístina e incuestionable. Desafortunadamente, el panorama en áreas tales como la economía o la política (mucho menos importantes que el fútbol, por supuesto) es igual de deprimente.

Los anglosajones tienen su propio término para esos consejos que salen de boca de los expertos informales de gimnasio: bro science. Evidentemente, se trata de un término peyorativo. También tienen otra expresión que utilizan a modo de escudo aquellos que hacen gala de cierto desarrollo muscular cuando alguien cuestiona sus falsos mitos o creencias sobre la fisiología humana: «do you event lift?». La idea subyacente a dicha frase, y que casi no necesito explicar, es que ciertos logros conllevan cierto conocimiento, por lo que si alguien no alcanza dichos logros se debe que en realidad es un ignorante.

Es esta una barrera de la que cualquier experto puede echar mano para defenderse de los legos en la materia: tú no has logrado nada en este campo, no tienes mis credenciales ni mi experiencia. Por tanto, no sabes nada y no estás capacitados para cuestionarme. Claro que ese es un argumento de autoridad circular: el experto tiene razón porque solo los expertos en un campo son los que saben y él es un experto. Lo bueno es que en estas situaciones siempre es posible señalar a otro experto más distinguido que opine lo mismo que nosotros. Google siempre nos dará la razón.

lunes, 6 de julio de 2015

El amargo sabor de la tarta de cumpleaños

«Tick, tick, tick. That's the sound of your life running out.»
—Dexter S05E08

Puede que no quede elegante, pero nunca está de más hacer referencia al cumpleaños propio en un blog personal por si acaso el personal se anima y envía alguna que otra presea, aunque sea con retraso. Yo completé hace unos días una nueva elipse alrededor del Sol y sobreviví, lo cual no es moco de pavo si tenemos en cuenta aquel estudio que aseguraba que nuestra probabilidad de muerte es un catorce por ciento mayor el día que celebramos nuestro portentoso nacimiento. Al parecer, la depresión del cumpleaños puede generar un estrés letal. Avisados quedan.

Foto de Debbie R
Es la elipse una metáfora muy apropiada en mi caso pues el tiempo pasa y al final vuelvo al punto de partida, sin progresar pero más viejo. Los años transcurren y no hay ningún avance en lo atinente a aquellas dudas vitales que ya expresé en aniversarios anteriores. Durante los primeros veinticinco años de vida cada cumpleaños abría nuevas posibilidades: más libertad, más independencia, mayor responsabilidad. Experimentamos nuevos eventos, memorables y radicalmente distintos, casi a diario. Es la época de las primeras veces: el primer día de escuela o universidad, las primeras vacaciones, el primer viaje, el primer beso, la primera relación sexual. Nuestras capacidades físicas y mentales van aumentando hasta alcanzar su cénit. A partir de los treinta, sin embargo, la vida diaria se convierte en una rutina automática de la que apenas somos conscientes. Como dijo William James: «los días y las semanas se diluyen en nuestro recuerdo hasta convertirse en unidades carentes de sentido. Los años se vacían y se derrumban». Es la época del ciclo vital en la que nuestro bienestar comienza a descender. Aquella tarta de cumpleaños otrora dulce se va amargando conforme crece la sensación de que el tiempo para realizar nuestros planes o hacer algo en la vida se agota, el envejecimiento empieza a dejar su marca y, en muchos casos (entre los que me incluyo), uno se da cuenta de que esto no es lo que había imaginado de pequeño.

A estas alturas la mayoría de los que conozco a mi alrededor y tienen más o menos mi edad ha optado por o está en trámites de casarse y tener hijos, no necesariamente en ese orden. He concluido que esa es una manera conveniente de dotarse a uno mismo de un proyecto vital a largo plazo. Supone crear una vida y darle forma a una persona, la forma más habitual de dejar huella en el mundo. Durante dos décadas todo girará en torno a los cachorros. Eso da sentido y significado, y tiene la ventaja añadida, oída en boca de varios padres, de que la paternidad «te quita mucha tontería». Respecto a quienes no contemplan la descendencia en sus vidas, he observado que suelen optar por experiencias recreativas: fiestas, viajes, aventuras, etcétera. Vivir la vida, lo llaman. Para mí, todo eso no es más que una variación de la rueda hedónica, algo que no casa con mi carácter por razones que ya expliqué.

Carente (al menos por el momento) de objetivos y proyectos, no puedo sino considerar mi vida completa, en el sentido de que no habrá nada nuevo o reseñable en años venideros. Esto es todo. No hay más. Solo queda el tedio. No puedo sino hacer mías aquí las palabras de Bertrand Russell cuando escribió:

Yo no nací dichoso. De niño, mi himno favorito era: «Cansado del mundo y con el peso de mis pecados». A los cinco años yo pensaba que si había de vivir setenta no había pasado aún más que la catorceava parte de mi vida vital, y me parecía casi insoportable la enorme cantidad de aburrimiento que me aguardaba. En la adolescencia la vida me era odiosa, y estaba continuamente al borde del suicidio, del cual me libré gracias al deseo de saber más matemáticas.
Pero quizá esté enfocando la vida de forma equivocada. Tal vez no se trate de objetivos y proyectos. Acaso sea erróneo concebir la vida como una lista de cosas por hacer de la que ir tachando elementos. He descubierto muy recientemente que lo que me ocurre puede deberse a que me haya saltado un paso, a saber, no me he preguntado qué tipo de persona quiero ser:

Goals are ultimately informed by our values. Many folks don't take the time to actually set goals and strive to attain those. That's because they haven't done the initial work, which is the values work, clarifying who you want to be in the particular areas of your life, and then, developing goals and taking steps in your life to achieve those goals. And when you accomplish those goals, they communicate back to you that you're living life to its fullest. Essentially, you're doing what matters most.
La cita anterior es de Clay Cook, instructor de un MOOC sobre gestión del estrés. Una de las lecciones de este curso versa sobre la «teoría de la aceptación y el compromiso» (ACT, por sus siglas en inglés), una forma de psicoterapia que, entre otras cosas, busca aclarar nuestros valores y hacer que nos comprometamos a obrar de acuerdo con ellos. Estos valores deberían guiarnos en cada instante para decidir qué es lo verdaderamente importante, lo que tenemos que hacer en cada momento:

Values are all about being the person you want to be, doing what matters most to you in life. It just so happens when people commit to living consistent with their values, that as being the person they want to be, they reflect on their lives as being more meaningful, purposeful, and, ultimately, more fulfilled.
Un buen ejemplo de esta idea aristotélica sería Benjamin Franklin, uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos, el cual, a los veinte años, se enmbarcó en la augusta tarea de alcanzar la perfección moral. Para ello se comprometió a regirse por trece virtudes, midiendo diariamente su progreso:

When Benjamin Franklin was an old man he revealed the secret of his fulfilling life. It was, he said, a technique that he had invented in his twenties to improve his personality.

[...] The approach Franklin took to building good character began by identifying its essential ingredients. Franklin was already clear about the character traits that interested him, which he called “the moral virtues.” [...] In Franklin’s case, he decided “for the sake of clearness, to use rather more names, with fewer ideas annexed to each,” and settled on 13 virtues, with brief explanations

[...] Day by day he kept a record in a tiny book in which he “might mark, by a little black spot, every fault I found upon examination to have been committed respecting that virtue.”

[...] Franklin kept returning to the program from time to time and always carried his list with him, even in old age. In assessing this lifetime of practice, he concluded, “[T]hough I never arrived at the perfection I had been so ambitious of obtaining, but fell far short of it, yet I was, by the endeavor, a better and happier man than I otherwise should have been if I had not attempted it.”
Por una parte suena bien: nuestros valores nos dotan de una brújula vital y comprometernos a actuar según los mismos es un trabajo a largo plazo pero que también llena al día a día. Por otro lado, no deja de ser un paso atrás en el que estamos contestando una pregunta («¿qué hago con mi vida?») con otra («¿qué tipo de persona quiero ser?») para la que puede que tengamos respuesta, o no.

La vida es muy puñetera. Para empezar, solo tenemos una oportunidad, de manera que, en cierto modo, tenemos que hacerlo perfecto a la primera. Nuestra naturaleza y nuestro entorno nos ponen límites. Hemos de tomar decisiones cuyas consecuencias acarrearemos el resto de nuestras vidas cuando aún somos ignorantes. No hay respuestas únicas y definitivas para las preguntas más importantes. La incertidumbre nos produce ansiedad y las circunstancias pueden echar por tierra hasta el plan más cuidadoso. Además, como dice el chiste, cuando tenemos tiempo y energía, no tenemos dinero. Cuando tenemos energía y dinero, no tenemos tiempo. Cuando tenemos tiempo y dinero, no tenemos energía. Y cada año que pasa surge esa vocecilla que se pregunta si no estaremos desperdiciando nuestra vida. Esto de vivir, mucho me temo, es una trampa mortal.