lunes, 28 de diciembre de 2015

Un año de libros (edición 2015)

Mark Zuckerber se fijó como propósito para este año que acaba leer un libro cada dos semanas, así que creó una comunidad en Facebook (A year of books) donde publicar los títulos correspondientes y discutir los textos. Su lista se centra en aprender acerca de nuevas culturas, creencias, historia y tecnología. Yo, por mi parte, como es ya costumbre les traigo mi año de libros. Considero que no esta vez no estoy muy satisfecho: he leído menos de lo que tenía planeado y la calidad de las obras ha sido más bien media-baja. En ocasiones anteriores me costaba seleccionar qué títulos dejar fuera; esta vez me es difícil determinar qué libros incluir. Por ambas razones encontrarán que la lista de recomendaciones de este año es más corta que de costumbre. Como siempre, la relación completa de lecturas pueden verla en nuestra estantería de Anobii. Si tienen alguna recomendación de cosecha propia anímense a dejar un comentario.

Foto de Brenda Clarke

“Hand to mouth: Living in Bootstrap America”, de Linda Tirado. Un testimonio de primera mano sobre cómo es ser pobre en Estados Unidos. Todos tenemos ciertas ideas preconcebidas sobre cómo son las personas que viven con lo justo o que no tienen nada. Este libro expone lo difícil que es escapar de tal situación y la lógica detrás de ciertos comportamientos que se antojan estúpidos para muchas personas que tienen la tripita llena y piensan que los pobres son tontos o vagos. Me gusta su estilo directo y su mala baba.

“The success equation: Untangling Skill and Luck in Business, Sports and Investing”, de Michael J. Mauboussin. Nos guste o no, la suerte juega un papel muy importante en nuestras vidas. No obstante, el peso que tiene en los resultados no es el mismo en todas las situaciones. Por ejemplo, ganar a la lotería es enteramente suerte, mientras que la victoria en una partida de damas depende de lo buenos que seamos jugando. El propósito del libro es dilucidar qué proporción relativa entre suerte y destreza existe en diferentes áreas de la vida, de manera que podamos interpretar correctamente el pasado y tomar mejores decisiones. También explica cómo clasificar distintas actividades en ese continuo suerte-destreza, cómo mejorar técnicamente y cómo lidiar con el azar. Muy recomendable.

“El antropólogo inocente”, de Nigel Barley. Barley es un antropólogo inglés que en este libro relata su primera investigación de campo con los Dowayos, una tribu de Camerún. Es un libro entretenido y muy divertido, el autor tiene muchísima gracia contando sus aventuras y desventuras.

“Running with the mind of meditation: Lessons for Training Body and Mind”, de Sakyong Mipham. Mindfulness para corredores. La carrera sirve para entrenar el cuerpo, el cual necesita movimiento, mientras que la meditación es para entrenar la mente, la cual requiere quietud. Comparar ambas actividades hace que la explicación de la práctica meditativa sea más accesible. Un libro breve que explica algunos tipos de meditación, así como algunas lecciones típicas del budismo acerca de cómo sobrellevar el dolor y controlar las emociones.

“Wrong: Why Experts Keep Failing Us - And How to Know When Not to Trust Them”, de David H. Freedman. Un buen libro sobre por qué los expertos que salen en los medios de comunicación e internet no son de fiar. Pone de manifiesto los límites que tiene nuestro conocimiento y nos da consejos para reconocer qué consejos pueden sernos realmente útiles. Como pega diré que no termina de gustarme la posición extrema del autor, pues al terminar su libro puede quedar la sensación de que no sabemos nada y de que todo conocimiento es relativo y provisional.

“Future babble: Why Expert Predictions Fail - and Why We Believe Them Anyway”, de Dan Gardner. Si, como demuestra el libro de Freedman, los expertos están equivocados a menudo sobre los hechos actuales, cuando se trata de predecir el futuro la magnitud del error se agiganta. Gardner expone en su obra un buen número de célebres predicciones fallidas que van desde la obra de Malthus hasta las preocupaciones por la escalada del precio del petróleo en 2008, pasando por las apocalípticas visiones de hambruna de los años setenta. También comenta algunos mecanismos psicológicos que están detrás de nuestros pronósticos erróneos.

“Wisdom of Insecurity: A message for an Age of Anxiety”, de Alan W. Watts. Una breve exposición de las clásicas tesis de la epistemología budista: el pasado y el futuro no existen, solo tenemos el presente, mente y cuerpo son una única entidad y el yo es una ilusión. He dudado a la hora de incluirlo en esta lista porque buena parte del mismo me parece vacua palabrería. Sin embargo, desde que lo terminé le he dado vueltas con frecuencia a algunas de las ideas que en él aparecen.

lunes, 21 de diciembre de 2015

Mi Cruz

I was there for you
In your darkest times
I was there for you
In your darkest nights
But I wonder where were you?
When I was at my worst
Down on my knees
And you said you had my back

—Maroon 5, Maps

A lo largo de estos años he hablado varias veces sobre la marcha de compañeros de trabajo que se habían convertido en amigos, y cómo su próxima ausencia en la oficina era causa de gran pesadumbre para mí. Esta vez es bien distinto. La última baja no me produce pena sino alivio, un grandísimo alivio fruto del hecho de no tener que volver a encontrarme en los pasillos o en las citas de empresa a la persona que más daño me ha hecho en la vida.

Imagen de Catalina Briceno
Cruz y yo nos conocimos hace casi ocho años, momento que aún recuerdo. Ella era nueva en la empresa, igual que yo, así que no era raro que compartiéramos tiempo y tareas. También coincidíamos en los viajes de ida y vuelta a la oficina, por lo que hablábamos bastante. Me caía bien, esta Cruz. Resultó que teníamos en común muchas vivencias de la infancia y características de personalidad. Sentía que conectábamos a un nivel profundo, ese que está más allá de los gustos compartidos en aspectos como música y aficiones. Con el paso de los meses llegamos a llevarnos bien. Tan bien que una tarde, después de un día en el que había estado mohíno, me mandó un mensaje en el que me preguntaba si me encontraba bien y me decía que si lo necesitaba podía contarle a ella cualquier cosa. Aquello me animó. Cómo iba a saber en ese momento que esa frase no era sino la primera de una larga serie de mentiras por el estilo.

Piensen en una característica de su personalidad que les guste especialmente, algo que no solo sea un talento propio sino que además crean que es bueno para los demás. Quizá son ustedes muy generosos o divertidos o saben escuchar. Ahora imaginen que una persona muy querida para ustedes les dice que esa facultad que creían tan buena no lo es en realidad, que es un defecto que fastidia al resto. Hay muy pocas cosas que me gusten de mí mismo, y Cruz me convenció de que lo más valoraba de mí era una tara. Aquello me mató. De repente, ya no tenía virtudes. Pocas veces me había sentido tan mal conmigo mismo. Como siempre hago, me fui al otro extremo. Sabía que no lograría matar esa parte de mí pero me propuse hacer todo lo posible en esa dirección. Al fin y al cabo, ¿para qué quería yo ser de cierta manera si no me lo iban a agradecer, no iba a ayudar a nadie y a mí me hacía sufrir? Deduje que había sido un primo y que, en adelante, la regla de oro era «cada cual para sí». Puedo decir que actualmente, gracias a Cruz, soy peor persona.

He aprendido muchas otras lecciones a base de hostias en este periodo. Aprendí, verbigracia, que para que la inteligencia emocional funcione en una relación personal es necesario que ambas partes la practiquen. También entendí por fin lo poco que valen las palabras y que lo que cuentan son los actos. Toda mi vida había sido un crédulo, debilidad que esta persona explotó a más no poder. Yo veía que no me trataba igual que al resto de sus amigos, pero seguía aferrándome a sus palabras; ella insistía en lo mucho que me apreciaba. Sin embargo, nunca me ayudó cuando lo necesité, ni siquiera en aquellas ocasiones en que le pedí auxilio explícitamente.

Inferí además que el muro de distancia e indiferencia que yo colocaba para alejar a los demás no era suficiente. Ella misma lo dijo: «lo tuyo es todo fachada». Pero si alguien me gustaba y le dejaba entrar, pasaba hasta la cocina. Craso error. No caí en la cuenta de que hay personas como Cruz que una vez dentro de tu círculo más íntimo te saquean y prenden fuego a todo. Me di cuenta por las malas de que, además de la fachada, necesitaba un foso y dos o más muros adicionales para asegurarme de que no daba acceso a las zonas más profundas de mi ser a gente indeseable o demasiado pronto.

Descubrí y me enamoré del concepto de «suerte moral». De la misma forma que uno solo sabe lo bueno que es su seguro de coche cuando tiene un accidente y ha de reclamar, solo sabemos lo buena que es una persona cuando se enfrenta a una situación que le pone a prueba. Igualmente, solo sabemos que alguien es de verdad nuestro amigo cuando la relación pasa por algún bache y se supera, o cuando pedimos ayuda y nos la dan. Todas las risas y los buenos ratos que tienen lugar mientras las cosas van bien no significan nada. Es cuando llegan mal dadas cuando podemos calibrar realmente la relación, cuando quedan de manifiesto las mentiras o (si tienes suerte) se hace evidente que le importas a alguien. Era esta una lección que había aprendido ya en la universidad pero que había olvidado.

Cruz se considera a sí misma una buena persona que no causa problemas. Cabe preguntarse hasta qué punto es buena persona alguien que abandona a un semejante (sea conocido o no) en su lecho de angustia. También pienso en qué clase de piruetas mentales son necesarias para conciliar la visión de uno mismo como buena persona con la costumbre de criticar continuamente a los amigos a sus espaldas. Su mayor preocupación en todo momento fue mantener esa imagen de persona nada conflictiva y ser aceptada por el grupo, por lo que trataba de ocultar nuestras desavenencias. Cuando yo las ponía de manifiesto, ella se irritaba sobremanera. A mí aquello me parecía otra forma de hipocresía.

Finalmente, en este tiempo me he dado cuenta de que las amistades no suelen funcionar cuando el grado de implicación es asimétrico. Yo no lograba conciliar sus palabras de amistad con el hecho de que, por ejemplo, no quisiera verme fuera de la oficina. Anduve preguntando a gente conocida y me encontré con que ese es un problema común: a veces uno quiere quedar más a menudo que la otra persona, lo que suele acabar en roces. Sorprendentemente, resulta que esa tensión no suele resolverse mediante acuerdo, sino que la amistad simplemente se disuelve hasta que solo queda el recuerdo.

Igual que me acuerdo del día en que nos conocimos me acuerdo del día en el que decidí que no quería saber nada más de Cruz. Durante mucho tiempo fue ella la que me evitaba, hecho que me dolía enormemente, pues yo le seguía teniendo un gran cariño. Pero llegó el momento en el que ya no pude más. Creo que un ser humano sólo puede soportar una cantidad limitada de dolor y angustia. Más allá, los fusibles se queman. En uno de los días más importantes de su vida yo volví a experimentar todos aquellos comportamientos por su parte que me hacían daño: el rechazo disimulado, la diferencia de trato respecto a sus verdaderos amigos, la falsedad de sus palabras, la hipocresía de sus actos. Fue entonces cuando me dije: «se acabó». En adelante trataría por todos los medios de no volver a verla ni saber nada de ella.

Por desgracia, no siempre lo he conseguido. En su último día en la empresa, Cruz quiso despedirse también de mí. Lo hizo fiel a su forma de ser: mostrando un falso interés y tratando de manipularme para que me sintiera mal. No esperaba otra cosa. Hice lo posible por que aquello durara lo menos posible y me afectara lo mínimo. Salí más o menos indemne.

No escasean las personas que te hacen daño en el transcurso de la vida. Normalmente el tiempo acaba templando las emociones y sigues adelante. Ahora es diferente. Reconozco que las heridas siguen abiertas y que, aunque el cariño permanece, ahora yace enterrado bajo montañas de rencor. Es la primera vez que me ocurre esto de desear no haber conocido a alguien. Cruz ha significado para mí la ruina emocional. Tan mal lo he pasado que ha acabado afectándome físicamente de forma notable. Espero que se me pase, aunque sospecho que tendrá que pasar mucho tiempo. Mientras tanto, el dolor sirve como recordatorio de las precauciones que un ser humano ridículo e inestable como yo debe tomar cuando se relaciona con los demás. Eso debería serme útil ahora que mi relación con otra persona se está haciendo muy estrecha. Me hace tener presente que no sé lo que puede pasar, que las personas somos muy malas haciendo predicciones sobre nuestros sentimientos futuros y que, cuando me hacen daño, mi comportamiento se vuelve esperpéntico. Es cierto que esta otra persona es muy distinta a Cruz, que noto su aprecio no solo en sus palabras sino también en sus actos, así que me siento tentado a decir aquello de «esta vez es distinto». Pero no quiere cometer el mismo error. No quiero descartar la posibilidad de que algún día escriba un texto similar a este en el que el lugar de Cruz lo ocupe mi nueva amiga.

Obviamente, si le preguntan a Cruz su versión de la historia será bien distinta. Quien la oiga pensará que soy un hipócrita, un mentiroso y un gilipollas (y estará en lo cierto). A la larga, ambos creeremos nuestra propia narración. Pero hoy, yo siento el alivio de saber que Cruz está un poco más lejos, y la alegría mezclada con miedo que me produce el hecho de que una nueva amiga está cada vez más cerca. Querer, equivocarse, llorar, repetir. Seguir adelante. Así es la vida.

lunes, 14 de diciembre de 2015

El foco

Me contaba una amiga hace poco su primera –y, hasta la fecha, única– experiencia con la meditación. Estaba un día sola en casa y se propuso pasar algo de tiempo conectando consigo misma, para lo cual decidió intentar un ejercicio de mindfulness llamado «escáner corporal». Dicho ejercicio consiste en tumbarse y recorrer el propio cuerpo mentalmente, centrando toda la atención en una pequeña parte del mismo cada vez, de abajo arriba, siendo consciente de cualesquiera sensaciones que tengan lugar en dicha parte. Se trata de desarrollar la atención y aprender a dirigirla donde uno quiere, cerrando la mente a distracciones internas y externas.

Aquello empezó bien, según me dijo. Primero se centró en su pie: la planta, el talón, los laterales... Después pasó a intentar sentir cada dedo por separado. Allí fue donde la cosa se fastidió: llegando al segundo dedo, se propuso moverlo manteniendo inmóviles los demás. Intentó hacer lo mismo con cada dedo de cada pie y fue adquiriendo algo de destreza en ello. Cuando su pareja llegó a casa le contó su nueva destreza y le conminó a intentarlo. De la meditación, nunca más se supo.

Foto de Michael Dales
Mi amiga rebosa energía. Es una persona muy activa y alegre que parece incapaz de estar quieta cinco minutos seguidos. Personas así suelen asumir que la meditación no es para ellos porque enseguida se distraen y la idea de sentarse totalmente inmóviles durante veinte minutos se les antoja imposible. Esta clase de gente suele decirme que ellos meditan haciendo deporte. Mi amiga, verbigracia, afirma que cuando está nadando solo piensa en el movimiento de su cuerpo en el agua, en las sensaciones de cada brazada y en su respiración. De manera similar, otra persona me decía que su meditación consiste en golpear con fuerza la pelota de pádel. Practicar deporte les ayuda a desarrollar una actitud positiva, a relajarse, a olvidarse de sus preocupaciones diarias y a vivir el momento. Por eso, me preguntaba mi amiga, qué necesidad hay de seguir una forma concreta de meditación (sentarse y centrar la atención en la respiración) si pueden lograrse los mismos objetivos haciendo deporte.

No obstante, la meditación y el ejercicio son actividades diferentes que trabajan cualidades distintas. Sakyong Miphan, que además de dedicarse a meditar es corredor, explica la disimilitud:

People sometimes say, “Running is my meditation.” Even though I know what they mean, in reality, running is running and meditation is meditation. That’s why they have different names. It would be just as inaccurate to say, “Meditation is my exercise.” I have known some advanced meditators who have been able to bring their meditative mind—that strength and relaxation—into their body with its channels, nervous system, and muscles. They become strong, radiant, and resilient. We even have a type of meditation in Tibet called heat meditation, in which yogis who are able to use the power of their mind to control their body heat meditate in subzero conditions for months, wearing only a cotton shawl. However, it is unlikely that they would be able to run a sub-three-hour marathon.

Likewise, it is unlikely that we are going to attain enlightenment by running, even though some have tried. It is not a matter of choosing what is better—exercising the mind or exercising the body. Rather, these activities go hand in hand. We need to exercise both our body and our mind. The nature of the body is form and substance. The nature of the mind is consciousness. Because the body and mind are different by nature, what benefits them is different in nature as well. The body benefits from movement, and the mind benefits from stillness.
Siguiendo con la metáfora de la semana pasada, aquella en la que nuestra mente es un jinete (procesos conscientes) a lomos de un animal (un elefante o caballo que representa nuestros procesos inconscientes), el ejercicio, de acuerdo con Miphan, tiene beneficios mentales porque el cansancio físico calma a ese animal interior. La diferencia con la meditación es que esta nos ayuda a domarlo, por lo que sus beneficios son duraderos (no desaparecen al rato de terminar la actividad en sí) y acumulativos (ibídem Miphan):

In order to access the mind, the wild horse has to be tamed. That comes through the constant application of the meditation technique. Even though there are some mental benefits in running, they are usually achieved not by taming the horse, but by exhausting the horse. By moving, we are physically exhausting the wind. Afterward, we feel calmer because the wind is more settled. Thus the mind is more present and at peace. So the clarity and peace of mind we feel after running is mostly because the wild horse is tired, not necessarily because it has been tamed. The mental clarity brought about by physical exercise is temporary. When the horse has more energy, it resumes running around. Then we have to go for another run, exhausting the mind again. Using running as a way to train the mind is incidental, whereas the peace and clarity that come from meditation are cumulative.
En lo que algunos llaman «la era de la distracción», la atención se ha convertido en un bien escaso. Según Daniel Goleman, esta capacidad mental en todas sus variedades (concentración, atención selectiva, conciencia abierta, automonitorización) constituye un valor mental que influye poderosamente en cómo vivimos y que se está viendo mermado debido a –lo han adivinado– los teléfonos móviles y otras tecnologías modernas. Cuando nuestra atención es débil el jinete es incapaz de controlar el animal que cabalga; nuestra mente divaga y se aleja. Desafortunadamente, como hablamos en su día, la mente errante es una mente infeliz. Algunas enfermedades mentales están directamente relacionadas con la forma en que nos vemos atrapados por un flujo de pensamientos negativos:

El fracaso, en los casos extremos, en un foco de atención y ocuparnos de otro puede dejar la mente sumida en las cavilaciones, los bucles de pensamientos repetitivos o la ansiedad crónica. Y ello puede acabar desembocando en la impotencia, la desesperación y la autocompasión (tan características de la depresión) o la repetición incesante de rituales o pensamientos como, por ejemplo, tocar la puerta 50 veces antes de salir de casa (propios del trastorno obsesivo-compulsivo). La capacidad de desconectar la atención sobre una cosa y dirigirla hacia otra resulta esencial para nuestro bienestar.
La meditación sirve para desarrollar la atención. La idea básica es muy simple: cuando nuestra mente divague hemos de darnos cuenta de ello, llevarla a nuestro punto focal (por ejemplo, la respiración) y mantenerla ahí. Cuando volvemos a distraernos repetimos los pasos anteriores, y así una y otra vez. Con la práctica continuada se consiguen fortalecer los circuitos neuronales que nos permiten desconectar nuestra atención de una cosa, dirigirla hacia otra y mantenerla en ese nuevo objeto. También nos ayuda a evitar distracciones y centrarnos en lo que nos importa. Adicionalmente, nuestros pensamientos se vuelven menos «pegajosos» y mejora el control de nuestras emociones.

Para cultivar todas esas cualidades se requiere quietud física. Algunas de las razones por las que la meditación se practica en silencio y en una posición estática son las mismas por las que no estudiamos para un examen mientras corremos en la cinta o pedaleamos en la bicicleta estática: es un trabajo mental que se beneficia de la ausencia de estímulos externos y distracciones. Pero también porque lo que llamamos formalmente «meditación» es el acto deliberado de pasar del modo habitual en el que andamos haciendo cosas continuamente a uno en el que, simplemente, nos sentamos sin otro propósito que el de estar presentes a cada momento. Es un tiempo que reservamos diariamente para cultivar nuestra mente, unos minutos en los que no hacemos nada salvo estar, sin juicios ni valoraciones.

Todo esto, querida amiga, es lo que no supe explicarte.

lunes, 7 de diciembre de 2015

La mente dividida

El pensamiento humano parece ser en buena parte metafórico. De la misma manera que definimos una palabra utilizando otras palabras relacionadas, somos capaces de entender conceptos nuevos o complejos relacionándolos con aquellos que ya conocemos: la vida es como un viaje, el universo es como un reloj, la mente es como un ordenador, etcétera. Aunque parezcan simples palabras, lo cierto es que las metáforas parecen moldear nuestro sistema conceptual, así como nuestros pensamientos y comportamientos, hasta en los detalles más mundanos. Cómo nos relacionamos, cómo nos desenvolvemos en el mundo y cómo percibimos la realidad depende de las metáforas que guían nuestras vidas:

Metaphor is for most people a device of the poetic imagination and the rhetorical flourish—a matter of extraordinary rather than ordinary language. Moreover, metaphor is typically viewed as characteristic of language alone, a matter of words rather than thought or action. For this reason, most people think they can get along perfectly well without metaphor. We have found, on the contrary, that metaphor is pervasive in everyday life, not just in language but in thought and action. Our ordinary conceptual system, in terms of which we both think and act, is fundamentally metaphorical in nature.
Uno de esos conceptos complicados que requiere de metáforas para ser comprendido es la propia mente humana. En su investigación acerca del alma (que para nuestros propósitos aquí equipararemos con «mente»), Platón recurrió a una alegoría basada en un auriga conduciendo un carro tirado por dos caballos:

Digamos, pues, que el alma se parece a las fuerzas combinadas de un tronco de caballos y un cochero; los corceles y los cocheros de las almas divinas son excelentes y de buena raza, pero, en los demás seres, su naturaleza está mezclada de bien y de mal. Por esta razón, en la especie humana, el cochero dirige dos corceles, el uno excelente y de buena raza, y el otro muy diferente del primero y de un origen también muy diferente; y un tronco semejante no puede dejar de ser penoso y difícil de guiar.
El corcel excelente representa las emociones y pasiones que para Platón eran positivas (como el verdadero honor) y obedece a la voz del auriga. El otro corcel, por el contrario, «no respira sino furor y vanidad; sus oídos velludos están sordos a los gritos del cochero, y con dificultad obedece a la espuela y al látigo». Simboliza los vicios: lujuria, glotonería, codicia y demás. En la opinión del célebre filósofo, las almas mortales caminan con dificultad porque la poca maña de nuestros cocheros hacen inútiles cualquier esfuerzo que hagamos para elevarnos hasta el lugar de los dioses.

También las filosofías orientales explican algunos procesos mentales recurriendo a animales desbocados que han de ser domesticados. Sakyong Mipham nos habla de una tradición tibetana según la cual la mente es una joya a lomos de un caballo:

In Tibet, we have a traditional image, the windhorse, which represents a balanced relationship between the wind and the mind. The horse represents wind and movement. On its saddle rides a precious jewel. That jewel is our mind.
[...] With an untrained mind, the thought process is said to be like a wild and blind horse: erratic and out of control. We experience the mind as moving all the time—suddenly darting off, thinking about one thing and another, being happy, being sad. If we haven’t trained our mind, the wild horse takes us wherever it wants to go. It’s not carrying a jewel on its back—it’s carrying an impaired rider. The horse itself is crazy, so it is quite a bizarre scene. By observing our own mind in meditation, we can see this dynamic at work.
Buda, por su parte, comparaba la mente con un elefante salvaje. En el verso 326 de su Dhammapada habla de controlar el elefante como forma de salir del fango de las pasiones:

Previamente, esta mente vagaba donde le placía, como a ella se le antojaba. Hoy, con sabiduría, yo la controlaré como el conductor controla el elefante en ruta.
Para el psicólogo Jonathan Haidt, esta metáfora es la que mejor encaja con las teorías psicológicas modernas acerca de elección racional y procesamiento de la información:

The image that I came up for myself, as I marveled at my weakness, was that I was a rider on the back of an elephant. I'm holding the reins in my hands, and by pulling one way or the other I can tell the elephant to turn, to stop, or to go. I cant direct things, but only when the elephant doesn't have desires of his own. When the elephant really wants to do something, I'm no match for him.
Todas las metáforas que hemos visto tienen algo en común: nos dicen que la mente está dividida en varias partes que a veces entran en conflicto. Determinar en qué partes se divide concretamente nuestra mente ha sido objeto de investigación desde hace siglos. Con el paso del tiempo, los avances en neurociencia han ido dando paso a nuevas clasificaciones. Curiosamente, todas ellas se han abierto paso hasta la cultura popular.

Una de las primeras clasificaciones, sobradamente conocida, es el dualismo cartesiano, el cual distinguía entre mente (alma) y cuerpo. La mente es la parte racional, mientras que el cuerpo (en especial vísceras como el corazón o el estómago) representa la parte emocional, la de los deseos. En esta división la mente es el jinete y el cuerpo es el elefante.

Imagen de Jurgen Appelo
Seguramente conozcan también la separación entre cerebro «derecho» e «izquierdo», basada en la anatomía del cerebro. En torno a 1900, la neurología había determinado que el elefante se hallaba en el hemisferio derecho, allí donde residían los instintos, la impulsividad y las emociones. El jinete era el hemisferio izquierdo, donde se situaban el pensamiento lógico, el control de las emociones y la fuerza de voluntad. A partir de 1960, sin embargo, los investigaciones de Sperry, Gazzaniga y Bogen realizadas con pacientes con el cerebro escindido encontraron que, exceptuando el procesamiento del lenguaje, las diferencias respecto a las capacidades de cada hemisferio son mínimas. Es más, un hemisferio puede asumir tareas del otro cuando se producen lesiones.

Una división parecida a la anterior y que también les sonará es la que distingue entre cerebro «femenino» y «masculino». Ya saben: los hombres no escuchan, las mujeres no entienden los mapas, los hombres son más fríos, las mujeres son más empáticas. Lo cierto es que aún no sabemos los suficiente como para asegurar que las diferencias anatómicas presentes en los cerebros de ambos sexos se traduzcan en comportamientos concretos al margen de la cultura o la educación. De hecho, el último estudio al respecto, publicado hace tan solo unos días, asegura que no hay diferencia alguna.

Otra clasificación de las distintas partes cerebrales es la que se basa en su evolución. En la década de 1940, Paul MacLean desarrolló su modelo del cerebro trino, según el cual el cerebro está compuesto en realidad por tres cerebros que corresponden cada uno a diferentes etapas de la evolución humana. De acuerdo con este neurocientífico, el primer cerebro es el reptiliano, formado por el tallo encefálico y el cerebelo. El segundo cerebro es el paleomamífero, correspondiente al sistema límbico. El tercer cerebro, el neomamífero, corresponde al neocórtex. En este modelo, el elefante está formado por los dos primeros cerebros, donde yacen los instintos, los deseos y las emociones. El jinete se sitúa en el neocórtex, allí donde reside el pensamiento lógico y racional. MacLean sostuvo que había pocas conexiones entre cada uno de los tres cerebros, es decir, que emociones y sentimientos eran manejados por un cerebro y el intelecto por otro, lo que explicaba por qué nos cuesta tanto controlar nuestras emociones.

Por último, tenemos la separación entre procesos automáticos o inconscientes y procesos controlados o conscientes. Esta es una separación principalmente funcional. Aquí el elefante es todo ese conjunto de tareas que hacemos en cada momento sin darnos cuenta (respirar, pestañear) o sobre las que no tenemos control (reacciones viscerales, emociones, intuiciones y demás). El jinete es nuestra capacidad para pensar de forma lenta, deliberada y lógica, controlar nuestros impulsos y emociones, así como aprender del pasado y planificar el futuro.

La mente dividida a menudo se encuentra luchando consigo misma. Ya busquemos virtud, iluminación, sabiduría o felicidad, el hecho es que debemos conseguir que el jinete (razón) y el elefante (emoción) trabajen juntos. Por desgracia, todos sabemos de sobra con cuánta frecuencia jinete y elefante siguen direcciones opuestas. Para colmo, el jinete es diminuto en comparación con el elefante; la naturaleza nos ha hecho de tal forma que la parte emocional tiene un peso desproporcionado (si bien la proporción exacta varía de una persona a otra). Es por ello que el autocontrol es tan complicado.