lunes, 15 de febrero de 2016

Géminis (II)

Oliver Sacks hablaba en su conocido libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero de un paciente con síndrome de Tourette llamado Ray que estaba casi incapacitado por múltiples tics de extrema violencia y otros síntomas causados por dicho síndrome. Sacks comenzó a tratarle con haloperidol. Si bien esta sustancia prácticamente libraba a Ray de sus tics, también tenía otros efectos secundarios no deseados, tales como disminución de los reflejos y desequilibrios. Además, los tics, más que desaparecer, solo se habían ralentizado. A esta decepcionante experiencia se añadía otra preocupación de Ray. Este hombre de veinticuatro años se preguntaba qué quedaría de él si desaparecían los tics, pues se veía a sí mismo como alguien formado por ellos y nada más (énfasis en el original):

Parecía, al menos humorísticamente, tener poco sentido de su identidad salvo como ticqueur. Se describía como «el ticqueur del Broadway del Presidente», y hablaba de sí mismo, en tercera persona como «Ray el ticqueur ingenioso», añadiendo que era tan proclive a las «agudezas con tics y a los tics con agudezas» que no sabía muy bien si se trataba de un don o de una maldición. Decía que no podía concebir la vida sin el tourettismo, y que no estaba seguro de que le interesase sin él.
Parte del tratamiento que Sacks llevó a cabo con Ray consistió en hacerle imaginar la vida sin tourettismo, esto es, investigar «todo lo que la vida podía ofrecer, podía ofrecerle, sin las atenciones y atracciones perversas del síndrome de Tourette» (ibídem Sacks):

Ray, que padecía el síndrome de Tourette desde los cuatro años, no tenía experiencia alguna de vida normal: dependía abrumadoramente de su exótica enfermedad y, como es natural, la utilizaba y la explotaba de diversos modos. No estaba en condiciones de abandonar su tourettismo y (no puedo evitar pensarlo) no podría haber estado nunca en condiciones de hacerlo sin aquellos tres meses de preparación intensa, de meditación y análisis profundo tremendamente duros y concentrados.
Foto de Shandi-lee Cox
Como vemos, la concepción del yo de Ray incluía su síndrome de Tourette. Lo había padecido desde niño y formaba parte de su identidad. Se había acostumbrado a él y había logrado sacarle cierto partido. Por ejemplo, sus rápidos reflejos le daban ventaja en juegos como el ping pong, así como a la hora de improvisar como batería de jazz. Por desgracia para él, el haloperidol le convertía en un músico insulso, carente de energía, entusiasmo y creatividad. También le hacía ser menos competitivo, travieso, descarado y agudo.

De modo que Ray tomó una decisión: tomaría el haloperidol (Haldol) de lunes a viernes pero no los fines de semana. Como resultado:

[A]hora hay dos Rays, uno con Haldol y otro sin él. Hay un ciudadano sobrio, cavilador, pausado, de lunes a viernes; y hay el «Ray, el ticqueur ingenioso», frívolo, frenético, inspirado, los fines de semana. 
El propio Ray admitía que aquella era una situación extraña. Según sus propias palabras:

Tener el síndrome de Tourette es delirante, es como estar borracho siempre. Con el Haldol todo es tedioso, uno se vuelve normal y sobrio, y ninguna de las dos situaciones es de verdadera libertad… ustedes los «normales», que tienen los transmisores adecuados en los lugares adecuados en los momentos adecuados en sus cerebros, tienen todos los sentimientos, todos los estilos, siempre a su disposición: seriedad, frivolidad, lo que sea más propio. Nosotros los que padecemos tourettismo no; nos vemos forzados a la frivolidad por nuestro síndrome y nos vemos forzados a la seriedad cuando tomamos Haldol. Ustedes son libres, tienen un equilibrio natural: nosotros hemos de sacar el máximo partido de un equilibrio artificial.
La historia de Ray me recuerda a aquella que les conté de Eutimio en el primer artículo de esta serie. Durante la semana, Eutimio era un trabajador de oficina normal. Los fines de semana, gracias al alcohol, se convertía en todo un casanova. Lo curioso es que, tal como lo contaba, Eutimio no parecía tener ningún control. Él simplemente bebía y, de repente, se transformaba en otra persona. Decía que con el alcohol «invocaba al otro Eutimio».

La facultad de Ray y de Eutimio para experimentar diferentes vidas o distintas personalidades a voluntad según ingerían o no una droga me trae a la mente la máquina de experiencias de Nozick, un experimento mental que mencionamos de pasada cuando hablamos de la pastilla roja. Su formulación original es como sigue:

Supongamos que existiera una máquina de experiencias que proporcionara cualquier experiencia que usted deseara. Neuropsicólogos fabulosos podrían estimular nuestro cerebro de tal modo que pensáramos y sintiéramos que estábamos escribiendo una gran novela, haciendo amigos o leyendo un libro interesante. Estaríamos todo el tiempo flotando dentro de un tanque, con electrodos conectados al cerebro. ¿Debemos permanecer encadenados a esta máquina para toda la vida, preprogramando las experiencias vitales? Si a usted le preocupa el no haber tenido experiencias deseables, podemos suponer que empresas de negocios han investigado por completo las vidas de muchos otros. Usted puede encontrar y escoger de su amplia biblioteca o popurrí de tales experiencias y seleccionar sus experiencias vitales para, digamos, los próximos dos años. Una vez transcurridos estos dos años, usted tendría diez minutos o diez horas fuera del tanque para seleccionar las experiencias de sus próximos dos años. Por supuesto, una vez en el tanque, usted no sabría que se encontraba allí; usted pensaría que todo eso era lo que estaba efectivamente ocurriendo. Otros también pueden encadenarse y tener las experiencias que quieran, de modo que no hay necesidad de mantenerse fuera para servirlos. (Olvídese de problemas tales como ¿quién daría mantenimiento a las máquinas si todo mundo estuviera encadenado a ella?) ¿Se encadenaría usted?
En aquel artículo sobre la pastilla roja y la pastilla azul vimos que muchas personas afirman que no se conectarían a tal máquina argumentando que no es una experiencia real. También hicimos algunas breves observaciones sobre nuestro deseo de autenticidad que no es menester repetir aquí, pues lo que ahora me interesa es analizar una de las razones que dio el propio Nozick. Escribe este filósofo (ibídem Nozick):

¿Qué nos preocupa a nosotros, además de nuestras experiencias? Primero, queremos hacer ciertas cosas, no sólo tener la experiencia de hacerlas. En el caso de ciertas experiencias, es sólo porque, primero, queremos hacer las acciones por lo que queremos la experiencia de hacerlas o pensar que las hemos hecho. (Pero ¿por qué queremos hacer las actividades en vez de meramente experimentarlas?)
«Queremos hacer ciertas cosas, no sólo tener la experiencia de hacerlas». Si esto es cierto entonces la máquina de experiencias supone una pérdida de nuestra autonomía. ¿Y las drogas? Recordemos las palabras de Ray: «los que padecemos tourettismo nos vemos forzados a la frivolidad por nuestro síndrome y nos vemos forzados a la seriedad cuando tomamos Haldol. Ustedes son libres». Cuando Eutimio está algo ebrio ¿es más libre, pues el alcohol suprime sus inhibiciones? ¿O ha perdido parte de su libertad, pues su juicio está nublado y bajo los efectos del alcohol hace cosas que no haría estando sobrio? Me atrevo a decir que la diferencia entre Ray y Eutimio es más de grado que de género.

El artículo 20.2 del código penal español recoge como eximente «el que al tiempo de cometer la infracción penal se halle en estado de intoxicación plena por el consumo de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas, estupefacientes, sustancias psicotrópicas u otras que produzcan efectos análogos, siempre que no haya sido buscado con el propósito de cometerla». Dicho artículo es la constatación legal de que cuando estamos intoxicados perdemos nuestra libre voluntad, aunque solo sea parcialmente. Mas hemos de tener en cuenta que, siempre que no hablemos de adicciones u otras enfermedades, consumir drogas es un acto que elegimos voluntariamente.

Continuará.

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