lunes, 10 de octubre de 2016

El espantapájaros

Conservadores fachas. Manifestantes perroflautas. Feministas feminazis. Inmigrantes delincuentes. Parados vagos. Todos tienen algo en común: haberlos haylos, pero no son tan habituales como solemos creer. A la hora de discutir con ellos o acerca de ellos no nos atenemos únicamente a los hechos, sino que nuestras emociones deforman las tesis del contrario y tendemos a etiquetar a esas personas con el adjetivo de la derecha:

When you are losing an argument, you often use a variety of deceptive techniques to bolster your opinion. You aren’t trying to be sneaky, but the human mind tends to follow predictable patterns when you get angry with other people and do battle with words.
One of the most reliable and sturdy logical fallacies is the straw man, and even though its probability of appearing is high, you often don’t notice when you are using it or being beat over the head with it.
It works like this: When you get into an argument about either something personal or something more public and abstract, you sometimes resort to constructing a character who you find easier to refute, argue, and disagree with, or you create a position the other person isn’t even suggesting or defending.
Es lo que se conoce como falacia del espantapájaros, una artimaña retórica muy común:

Una de las formas predilectas de atacar a un contrario es atribuirle una tesis que no defiende en absoluto; luego, atacar a este «espantapájaros» es pan comido. Naturalmente, se elige como espantapájaros un espantajo terrible, un coco contra el que todo el mundo, lleno de indignación, se pondrá en guardia.
Alguien defiende, verbigracia, que deberíamos comer menos carne por el bien de nuestra salud y la del planeta; como espantapájaros su oponente ataca la tesis que sostiene que ninguna persona debería comer carne nunca.

Foto de H. Michael Miley
Es muy sencillo crear un espantapájaros llevando la premisa del contrincante al extremo y luego arremeter contra él, pues llegados este punto las contradicciones lógicas de cualquier ideología o postura intelectual son muy fáciles de encontrar. En el caso del espantapájaros vegano, por ejemplo, podríamos decir aquello de que «las plantas también sufren», que también mueren animales al cultivar vegetales o que si se está en contra de matar animales para comer, entonces no se tiene derecho a los medicamentos desarrollados con ensayos en animales. Una vez señaladas estas contradicciones, el siguiente paso es asumir que aquellos a quienes hemos situado a la sombra del espantapájaros no las ven porque son idiotas.

George Lakoff, en su análisis de la moral en política desde el punto de vista del lenguaje y la psicología, llama a los espantapájaros «estereotipos patológicos»:

A pathological stereotype is the use of a pathological variant of a central model to serve as a stereotype for the whole category, and hence to suggest that the pathological variant is typical. Both liberals and conservatives tend to stereotype each other in terms of pathological variations. For example, liberals sometimes stereotype conservatives as "fascists", while conservatives stereotypes liberals as "bleeding hearts" or as "permissive".
Estos estereotipos patológicos se utilizan de manera solapada diariamente, hasta el punto de que no creo que los medios de comunicación pudieran mantener sus secciones de política si no les fuera posible recurrir a ellos. Al fin y al cabo, la audiencia no se logra presentando los hechos desnudos sino dándole razones al espectador para creer lo que ya cree.

Huelga decir que la estrategia del espantapájaros viola los preceptos de la buena argumentación. En concreto, es un quebrantamiento del principio de caridad, la norma que nos dice que debemos buscar siempre las interpretaciones más plausibles, sólidas, coherentes y racionales de las declaraciones de nuestro interlocutor, esto es, considerar el argumento en su mejor forma. (Casi) nadie hace eso. En primer lugar porque, como hemos hablado alguna vez, cuando discutimos buscamos persuadir, no alcanzar la verdad. En segundo lugar porque, aunque busquemos la verdad, la honestidad intelectual requiere bastante esfuerzo. En su inmortal obra Sobre la libertad, John Stuart Mill reconocía que en asuntos religiosos, políticos o sociales, tres cuartas partes de los argumentos consisten en destruir las opiniones del otro. Su defensa del principio de caridad bien merece una cita larga (el énfasis es mío):

Es sabido que el orador más grande de la antigüedad (con una sola excepción) estudiaba siempre el caso de su adversario con tanta o mayor atención que el suyo propio. Lo que Cicerón practicaba con vista a los éxitos forenses debe ser imitado por todos los que estudien un asunto con el fin de llegar a la verdad. Quien sólo conozca un aspecto de la cuestión no conoce gran cosa de ella. Sus razones pueden ser buenas y puede no haber habido nadie capaz de refutarlas. Pero si él es igualmente incapaz de refutar las razones de la parte contraria, si las desconoce, no tiene motivo para preferir una u otra opinión. La posición racional para él sería la suspensión de todo juicio, y si no, se contenta con esto, o se deja llevar por la autoridad, o adopta, como hace la generalidad, el partido por el cual siente mayor inclinación. Y no basta que oiga los argumentos de sus adversarios de boca de sus maestros, presentados en la forma que ellos les den, y acompañados por los que ellos mismos le ofrecen como refutación. No es esta la manera de hacer justicia a tales argumentos ni de ponerlos en verdadero contacto con su propio espíritu. Debe poder oírlos de boca de aquellas personas que actualmente creen en ellos, que los defienden de buena fe y con todo empeño. Debe conocerlos en su forma más plausible y persuasiva, y sentir toda la fuerza de la dificultad que es necesario vencer para llegar a una opinión verdadera en la materia; de otra manera jamás se adueñará de la porción de verdad necesaria para hacer frente y remover esta dificultad.
Desde luego Mill ponía el listón muy alto. Según este filósofo, para debatir acerca de cualquier tema primero debemos conocer la tesis contraria mejor que nuestros oponentes. Esto no solo es difícil por el esfuerzo en sí que conlleva, sino porque es imposible asimilar la información sin que pase por nuestros filtros y esquemas mentales.

Mucho me temo que la caridad argumentativa escasea tanto o más que otros tipos de caridad. Pocas personas consideran que aquellos que sostienen posturas en apariencia paradójicas o equivocadas pueden tener muy buenas razones para ello. En lugar de examinarlas a fondo encogemos los hombros, lo apuntamos como una nueva muestra de la imbecilidad humana y, llegado el caso, hacemos mofa y befa de sus postulados. Es más fácil así. Y divertido.

1 comentario:

  1. Je... qué gracia. Yo también escribí sobre esto y también referencié a Lackoff: https://luistarrafeta.com/2014/08/28/el-hombre-de-paja-en-la-trinchera/

    Pero, como bien dices arriba, la gente rara vez busca la verdad o, siquiera, aprender algo del rival. A menudo discuto más con los más cercanos a "mi cuerda", cuando reconozco algo como falaz o sesgado o intento de manipulación. Cuando les veo hacer estas cosas. Pero sirve de poco...

    ResponderEliminar