lunes, 16 de enero de 2017

Tres piezas fáciles

Hoy me apetece pasear por las palabras. Voy a divagar brevemente por tres asuntos dispares que enlazaré al final en una sola idea. Sigan conmigo mis pensamientos cambiantes.

La anhedonia es una condición en la cual la capacidad de sentir placer en actos que normalmente lo producen se pierde total o parcialmente. Es tanto un rasgo de personalidad como síntoma de diversos trastornos neuropsiquiátricos y físicos. Tiene una causa neuronal identificada en el circuito mesolímbico dopaminérgico y mesocórico de recompensa.

Foto de spitfirelas
Quien más, quien menos, todos experimentamos anhedonia de vez en cuando. Lo que antes nos entusiasmaba (nuestras aficiones, la comida, las relaciones de pareja) deja de interesarnos sin previo aviso. Perdemos el apetito por aquello que nos causaba placer, o seguimos haciéndolo pero ya no lo disfrutamos. El deleite se desvanece y nos preguntamos qué nos pasa. A veces se debe a que nos hemos estimulado demasiado con ese algo que nos gustaba y estamos empachados; alejándolos de ello durante un tiempo recuperamos el apetito, exactamente igual que ocurre con la comida. Otras veces, es porque estamos quemados o porque nuestras preferencias han cambiado. Normalmente, la capacidad de disfrutar reaparece por sí sola pero en algunos casos (la depresión clínica) no lo hace y es necesario hacer terapia o recurrir a cierto tipo de medicación para recuperarla.

Dentro de los centros de placer del sistema de recompensa humana existen dos subsistemas independientes conectados entre :

El primero de ellos es el «subsistema apetitivo», equivalente al placer previo que experimentamos al anticipar que lograremos algo que queremos. Este es un placer que provoca sensaciones positivas como energía, fortaleza, optimismo, euforia y exaltación, por lo que también aumentan los niveles de estrés, y corresponde a la fase del deseo. El segundo, el «subsistema consumatorio», corresponde a la materialización del placer o al goce vivido a posteriori, el cual proviene de haber satisfecho algún deseo.
La anhedonia es la pérdida tanto de la capacidad de buscar placer como de consumirlo. Esto lo diferencia de la apatía, una situación en la que la capacidad consumatoria es normal pero el subsistema apetitivo no funciona. Si a las personas apáticas se les arrastra a realizar cualquier actividad placentera sí la disfrutan, mientras que alguien con anhedonia no logra animarse.

Hablemos ahora del sistema endocrino o, como se conoce comúnmente, las hormonas. Las hormonas son mediadores químicos cuya función es la de regular la actividad de los tejidos. Como ya sabrán, regulan aspectos esenciales del organismo, tales como la reproducción, el crecimiento, la regulación de la tensión arterial y frecuencia cardíaca, el sistema inmunológico, la digestión y un largo etcétera.

Estas sustancias químicas son liberadas a la circulación periférica y viajan en el torrente sanguíneo. Las células diana localizadas en el tejido sobre el que tiene que actuar la hormona poseen receptores exclusivos que se unen a esa hormona en concreto. El número de receptores en cada célula puede aumentar o disminuir para alterar la fuerza del efecto hormonal. Es, por así decirlo, un sistema de oferta y demanda por el cual el cuerpo libera hormonas (oferta) y los tejidos la recogen mediante los receptores (demanda). Si no se produce la hormona (no hay oferta) obviamente no se manifestarán sus efectos. De igual modo, si todos los receptores están saturados, esto es, la demanda está totalmente satisfecha, una mayor oferta hormonal no tendrá efecto.

La saturación de los receptores puede darse, verbigracia, en aquellos que abusan de las hormonas esteroideas para incrementar su masa muscular. Por otro lado, la incapacidad de la hormona para producir el efecto habitual a pesar de la amplia oferta se da, por ejemplo, en la diabetes de tipo 2, en la cual el organismo segrega insulina pero los tejidos se han vuelto «sordos» a la señal y no absorben el azúcar en sangre, fenómeno conocido como «resistencia a la insulina».

Dejemos la fisiología humana a un lado y pasemos a hablar de la felicidad. Imaginen que alguien les pregunta: «¿qué debo hacer para ser feliz?». Cada uno de ustedes tendrá su propia receta y dará sus propias recomendaciones, desde obtener placeres pequeños cada día (helados, música) hasta los objetivos vitales más comunes y trascendentes, como el matrimonio y los hijos. Otras recomendaciones podrían ser hacer ejercicio, comer bien, viajar, trabajar en lo que a uno le gusta, cultivar aficiones no relacionadas con el trabajo, salir con los amigos, etcétera. Si son de esas personas más interesadas en lo trascendental y significativo quizá incluyan en su receta el ayudar a los demás o a los animales, el voluntariado y otras actividades por el estilo.

Ya tenemos, por fin, las tres piezas del puzzle: el sistema apetitivo-consumatorio, las hormonas y la receta para la felicidad. Siendo ustedes tan perspicaces como los imagino ya habrán averiguado cómo encajan.

Tendemos a pensar que la felicidad es cuestión de añadir elementos a nuestra vida, de hacer esto y lo otro. Enamórate, persigue tu pasión, sé agradecido por lo que tienes, ayuda a los demás y todo saldrá, como decía El Cordobés, «de verdad, de deporte». Nuestra aproximación a la felicidad se centra en el lado de la oferta de placer, en estimular nuestro sistema apetitivo y buscar aquello que más hormonas dopaminérgicas liberarán al torrente sanguíneo.

Pero, como hemos visto, al cuerpo humano no le basta solo con eso. No es suficiente con tener la llave de la felicidad, necesitamos también la cerradura. Necesitamos que nuestro sistema consumatorio, nuestros receptores de placer, también funcionen. De lo contrario, seguiremos siendo igual de infelices:

Algunas personas deprimidas tienen dificultades para experimentar placer alguno, y sus sistemas apetitivo y consumatorio no funcionan. No pueden imaginar pasarlo bien y, si se les arrastra a comer fuera o a realizar cualquier actividad placentera, no la disfrutan. Pero algunas personas deprimidas logran animarse si se les obliga a salir, porque aunque su sistema apetitivo no funciona, sí lo hace el consumatorio.
Esto es algo que muchas personas no entienden hasta que no lo experimentan en primera persona. «¿Cómo no vas a ser feliz feliz, si lo tienes todo en la vida?». O también: «a ti lo que te hace falta es un novio/novia/follar». Es un poco más complicado que eso. Se puede dar el caso de que logres aquello que has estado esperando desde siempre o por lo que has luchado toda tu vida y que, una vez en tus manos, no sientas nada.

Hoy día sabemos que el ejercicio físico mejora la sensibilidad a la insulina del músculo esquelético. Cuanto más deporte hacemos mejores se vuelven los músculos en su tarea de absorber la glucosa. ¿Existe algo similar para los receptores de placer? Uno de los objetivos de los antidepresivos es precisamente ese, recuperar el normal funcionamiento de los sistemas apetitivo y consumatorio.

Dejando a un lado las drogas, lo único que puedo ofrecerles es mi experiencia y la conocida analogía del músculo. De la misma forma que un músculo se hace fuerte y eficiente con el uso, he aprendido que el disfrute aumenta con la exposición repetida. En ocasiones un sentido del regocijo abotargado se puede ir despertando poco a poco obligándonos a beber de la fuente de la fruición. A mí me ha ocurrido tanto con actividades que me eran gustosas en su tiempo (leer) como con otras que nunca antes había experimentado (viajar). De hecho, en las fases iniciales del tratamiento psicológico de la depresión se utiliza algo llamado «plan de actividades agradables» que consiste en que el sujeto se obligue a hacer todos los días algo que en el pasado le haya proporcionado gran placer.

Cuando no somos felices es frecuente pensar que nos falta algo: dinero, amor, trabajo, salud... dando por hecho que disfrutaremos eso que nos falta cuando lo obtengamos. Pero algunas personas no disfrutan de la vida simplemente porque no pueden. La capacidad de experimentar placer es una más de aquellas en las que no reparamos hasta que la perdemos.

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