lunes, 27 de marzo de 2017

Pesadilla en la cocina (III)

El arquetipo del genio que llega a una empresa en sus horas bajas y la lleva a lo más alto (¿alguien ha dicho «Steve Jobs»?) es, como dijimos, material para una buena historia de autoengaño con grandes dosis de falacia narrativa. Aún así, es uno de esos argumentos que nunca pasan de moda. La primera historia basada en esa premisa que yo recuerdo consistía en aquella variante en la que un superdotado del deporte se incorpora a un equipo mediocre para acabar conquistando títulos. Les hablo del anime Kyaputen Tsubasa, traducido en España como Supercampeones.

Foto de a.pitch
Probablemente recuerden la serie: un chico talentoso con el balón llega a un equipo infantil que perdió el año anterior su partido con el eterno rival por 30-0 y, gracias a él, ese año logran terminar empatados tras conseguir marcarle dos goles a un portero que nunca antes había sido batido. De hecho, toda la serie gira alrededor de equipos en los que hay una o dos superestrellas, siendo el resto jugadores de relleno sin prácticamente ninguna influencia en el resultado final. El mensaje que llegó a mi cerebro infantil estaba bastante claro: para triunfar hace falta tener a los mejores.

¿Cómo se atrae el talento a una compañía? Dado que la mayor parte de nosotros trabajamos principalmente para poder subsistir lo primero que nos viene a la mente es el sueldo. Empero, como dicen en inglés: «If you pay peanuts, you get monkeys»; los genios no cobran el salario el mínimo. Por supuesto, hay muchos otros factores que pesan a la hora de decidir dónde trabajar (autonomía, tipo de jefe, prestigio, misión, etcétera) pero esta vez nos centraremos en el vil metal.

Como ya vimos en su momento, las empresas están sometidas a un proceso de selección natural invertido según el cual la «crema» es consumida constantemente (los mejores trabajadores son contratados por otras compañías) y lo que queda es el remanente de varios años de haber ido perdiendo lo mejor que se tenía. Este proceso es mucho más evidente cuando la economía está en fase ascendente y el mercado de trabajo «se mueve», esto es, aparecen ofertas regularmente.

La rotación de personal no es un problema únicamente porque nos quedemos sin lo más granado sino porque se pierde también conocimiento propio de la compañía y hay que reorganizar los equipos. Las personas no son tan fungibles como las bombillas: cambiar una por otra puede resultar en dinámicas totalmente diferentes y en resultados completamente distintos (a veces para bien y a veces –lo que es más probable cuando se paga con cacahuetes– para mal). Por otro lado, a los mejores les gusta trabajar con los mejores: tener un equipo de renombre es un buen reclamo para atraer aún más talento, un ciclo virtuoso que es el opuesto exacto al proceso de selección negativa que hemos mencionado.

Resumiendo, esta sería la premisa: para tener éxito como empresa hay que tener a los mejores trabajadores, y para tener a los mejores trabajadores hay que pagar los mejores sueldos. La pregunta es ¿hasta qué punto es cierto ese razonamiento?

Ya que hemos empezado hablando de fútbol echemos un vistazo a la economía del deporte rey para obtener una primera impresión. No les sorprenderá saber que los equipos que pueden permitirse pagar los sueldos de gente como Messi y Cristiano Ronaldo son los que más títulos ganan:

Perhaps the most compelling evidence of the unimportance of the manager comes from work by sports economists on the strong correlation between wages and wins in football. What matters more than who’s on a club’s team-sheet, their thinking goes, is what sort of figures are on your spreadsheet.
[...] we took a decade’s worth of Premier League wage and league-rank data from Deloitte’s annual financial reports – only we fast-forwarded to the most recent decade to cover the 2001/02–2010/11 period. A picture of consistency emerged. Wages and league position go hand-in-hand, and the connection is tight: the higher the club’s wages relative to the league average over the course of the decade, the higher up the table the club finished.
For the past decade in the Premier League, wages explain 81 per cent of the variation in average final position. [...] The message is clear: if you pay better you do better.
Pero como bien nos hizo ver el Real Madrid de Florentino Pérez y los «galácticos» de su primera época (Zidane, Ronaldo, Figo, Roberto Carlos, Beckham) no basta con eso. Suponer que juntar en un mismo equipo a todas las estrellas del momento hará que su excelencia se multiplique es uno de esos razonamientos que funciona en la lógica pero no en la práctica. El hecho cierto es que un equipo, ya sea de deportistas o de trabajadores, es un sistema y, cuando hablamos de sistemas, no debemos tener en cuenta solo las piezas sino también cómo interactúan entre ellas:

[E]stamos obsesionados con las componentes excelentes [...] pero solemos prestar poca atención a cómo coordinarlos bien entre sí. [Donald] Berwick nos indica lo erróneo de esta forma de ver las cosas: «Cualquiera que entienda de sistemas sabrá inmediatamente que optimizar las partes no es la vía adecuada para llegar ala excelencia sistémica». Da como ejemplo un famoso experimento intelectual consistente en tratar de fabricar el mejor coche del mundo reuniendo las mejores piezas del mundo entero. Conectamos el motor de un Ferrari, los frenos de un Porsche, la suspensión de un BMW y la carrocería de un Volvo. «Lo que se obtiene, por supuesto, no se parece nada a un coche estupendo; lo que obtenemos es un montón de chatarra carísima».
Yo he podido presenciar en primera línea algunas de las formas en que el elenco de estrellas puede hacer descarrilar el tren. He visto, por ejemplo, a equipos formados por trabajadores excelentes lograr resultados paupérrimos por convertir toda tarea asignada en un concurso de longitud fálica y distancia de micción. He visto a cracs ir por libre, abandonando el trabajo en equipo por considerar a sus compañeros seres inferiores, afrontando cada proyecto como una guerra de un solo hombre en la que ellos asumían el papel de Rambo. Y, por supuesto, he sido testigo del juego político, el autobombo y todas las conductas por el estilo para hacer destacar la importancia de uno mismo en relación a los demás.

Personalmente, estoy obsesionado con el talento. A mí me gustaría trabajar con los mejores pero no soy lo suficientemente competente como para ser contratados por las compañía en las que trabajan. Mi empresa tampoco está por la labor de cambiar su política de contratación basada en gente inexperta y becarios (resultado indirecto de unos salarios por debajo del mercado) así que no confío en que un día sienten a mi lado a un ingeniero de Netflix. Como consecuencia de lo anterior, tendremos que seguir jugando con los Joselu, Deyverson y Sergio León en lugar de con Luis Suárez y Benzema.

Afortunadamente, aún en estas situaciones hay esperanza. Recordemos que el funcionamiento de un sistema (una empresa) es el resultado de sus piezas y de cómo estas interactúan entre ellas. Si no se cuenta con las mejores piezas habrá que optimizar cómo se coordinan entre ellas.

Consideremos la Fórmula 1, donde el sistema está formado por un conductor y su coche. Si no podemos pagar la ficha del mejor piloto, podemos compensarlo teniendo mejor coche. Y al revés: si nuestro coche no es muy potente mejor será tener un buen piloto que le saque todo el partido. En cualquier caso, notemos cómo el resultado deportivo aquí está ligado al eslabón más débil: aunque Hamilton diera el cien por cien a bordo del Sauber no lograría más que un puñado de puntos a lo largo del campeonato.

Michael Kremer, un economista de Harvard, escribió un artículo en 1993 en el que teorizaba cómo el límite establecido por el eslabón más débil afecta a los procesos de producción:

Kremer’s insight was that many production processes – any time a group of people assemble to work together – are divided into ‘a series of tasks, mistakes in any of which can dramatically reduce the product’s value’ or the overall success of the group’s efforts.
One mistake, one slip, by one individual and the whole is affected.
In general, workers execute a task with a certain efficacy. The most skilled worker may do a task at 100 per cent, while his less talented, motivated or knowledgeable co-workers make errors with varying frequency and scale, so that their individual quality on this task is 95 per cent, 82 per cent and so on. Sometimes in life, these errors add up but they won’t cause a catastrophe. But in the kind of production process Kremer is worried about, the errors multiply rather than add up; the result, therefore, can be fatal.
De nuevo quizá se entienda mejor con un ejemplo deportivo: de nada sirve que nuestro delantero marque cuarenta goles por temporada si nuestro portero encaja ochenta. Eso significa, como argumentan Anderson y Sally, que el fútbol (a diferencia, por ejemplo, del baloncesto), es un deporte de eslabón débil: el éxito o el fracaso no está determinado solo por lo que se hace bien sino también por lo que no se hace mal.

Esa es, por tanto, la esperanza de los negocios que no pueden permitirse a los mejores trabajadores y cuyo proceso de producción está limitado por el eslabón más débil: no cometer errores. Como reza el dicho, saber lo que no hay que hacer es, en ocasiones, tanto o más importante que ser conscientes de lo que hay que hacer.

Continuará.

martes, 21 de marzo de 2017

Pesadilla en la cocina (II)

Política económica, autoayuda, pérdida de peso y gestión empresarial: todas estas áreas tienen algo en común, a saber, el vasto océano de libros dirigidos al gran público con ideas apuntando en todas direcciones (a menudo contrarias) cuyo objetivo es solucionar de una vez para siempre los problemas que nos interesan. Para cada cuestión existen cientos de textos ya publicados y decenas en camino alumbrados por autores con credenciales igualmente valiosas o cuestionables, lo que nos lleva a preguntarnos fútilmente: ¿quién tiene razón? ¿Cuál de esos libros es el mejor? ¿Cuál debería leer? ¿Cuál es el que aplica en mi caso? ¿Acaso sirven para algo?

Foto de Sean Perry
La industria editorial parece sancionar tres tipos principales de libros de consejos. El primero de ellos consiste en analizar exhaustivamente a aquellas personas, empresas o países que han logrado lo que nosotros pretendemos lograr, tratando de destilar los comportamientos y principios que los han llevado hasta allí. El segundo tipo describe una estrategia, tendencia, técnica, idea o filosofía acuñada por el propio autor que promete éxito a quienes la pongan en práctica, y muestra cómo los ganadores ya lo están haciendo. El tercer y último tipo es aquel que sostiene sus premisas apelando a la ciencia, ya sea la psicología, la endocrinología, las matemáticas o el método científico en general.

En lo que a gestión empresarial se refiere, dos ejemplos clásicos del primer tipo de libro mencionado son In Search of Excellence, de Thomas Peters y Robert Waterman, y Good to Great, de Jim Collins. Estos trabajos, como digo, identifican las prácticas comunes de negocios exitosos y nos exhortan a imitarlos para prosperar. Es una fórmula que intuitivamente tiene sentido para nuestros cerebros de primate: si quieres tener éxito haz lo mismo que aquellos que han tenido éxito.

Desgraciadamente, es bien sabido que este método tiene dos defectos principales relacionados. Uno es el sesgo del superviviente, esto es, centrarse en quienes sobrevivieron (o, en nuestro caso, tuvieron éxito) sin prestar atención a quienes murieron (énfasis en el original):

Jerker Denrell, a professor of strategy at Oxford, calls this the undersampling of failure. He argues that one of the main ways that companies learn is by observing the performance and characteristics of successful organizations. The problem is that firms with poor performance are unlikely to survive, so they are inconspicuously absent from the group that any one person observes. Say two companies pursue the same strategy, and one succeeds because of luck while the other fails. Since we draw our sample from the outcome, not the strategy, we observe the successful company and assume that the strategy was good. In other words, we assume that the favorable outcome was the result of a skillful strategy and overlook the influence of luck. We connect cause and effect where there is no connection. We don't observe the unsuccessful company because it no longer exists. If we had observed it, we would have seen the same strategy failing rather than succeeding and realized that copying the strategy blindly might not work.
Esto significa que para saber, verbigracia, si ofrecer comida gratis a los empleados hará que nuestra empresa triunfe no solo hemos de fijarnos en Google, Facebook, Twitter y otros grandes éxitos por el estilo, sino que tendremos que averiguar cuántas empresas optaron por dicha estrategia y fracasaron (lo cual, por el mismo hecho de que esas compañías ya no existen, hace la recogida de datos mucho más complicada). Esa es la pregunta que realmente importa: ¿cuántas de las firmas que adoptaron dicha medida acabaron teniendo éxito?

El segundo defecto de la imitación tiene que ver con la cadena causal. Yo podría, por ejemplo, escribir un libro titulado «Cómo enrojecer sus mejillas» en el que divagaría durante doscientas páginas para decir únicamente que basta con propinarse a uno mismo múltiples bofetadas bien sonoras. Aquí, acción y consecuencia son bastante evidentes y el «éxito» (en forma de mofletes colorados) está asegurado. Sin embargo, el logro empresarial depende de una miríada de factores con grandes dosis de aleatoriedad; hay tantas cosas interconectadas que a menudo es casi imposible determinar con seguridad un único factor como la causa real de un resultado. Por tanto, antes de imitar debemos estar seguros de no confundir talento con mera fortuna:

Here is an exercise that I do with my students to make the same basic point. The larger the class, the better it works. I ask everyone in the class to take out a coin and stand up. We all flip the coin; anyone who flips heads must sit down. Assuming we start with 100 students, roughly 50 will sit down after the first flip. Then we do it again, after which 25 or so are still standing. And so on. More often than not, there will be a student standing at the end who has flipped five or six tails in a row. At that point, I ask the student questions like “How did you do it?” and “What are the best training exercises for flipping so many tails in a row?” or “Is there a special diet that helped you pull off this impressive accomplishment?” These questions elicit laughter because the class has just watched the whole process unfold; they know that the student who flipped six tails in a row has no special coin-flipping talent. He or she just happened to be the one who ended up with a lot of tails. When we see an anomalous event like that out of context, however, we assume that something besides randomness must be responsible.
Como quiera que alcanzar nuestra meta depende de la suerte en una proporción que desconocemos, puede ocurrir que dé igual cómo de bien imitemos a los más grandes; si no tenemos suerte nunca llegaremos al mismo nivel.

Ejemplos del segundo tipo de libro de consejos en el mundo de la gestión son: The World Is Flat: A Brief History of the Twenty-first Century, de Thomas Friedman, que insiste en que los ganadores son aquellos que mejor se globalizan, Wikinomics: How Mass Collaboration Changes Everything, donde los autores defienden la relación entre éxito empresarial y sabiduría de las multitudes, y Toyota Kata: Managing People for Improvement, Adaptiveness, and Superior Results, en el que Mike Rother asegura que el éxito de Toyota es su filosofía de mejora continua imbuida en todos sus procesos.

Las pegas de este tipo de escritos son evidentes. Por un lado, aun suponiendo que la tesis del autor sea correcta y el factor identificado realmente relevante, el éxito es probablemente fruto de múltiples factores, no de uno solo aislado, por más peso que este pueda tener. Por otra parte, quizá el consejo en cuestión no sea aplicable a nuestro negocio, pues no afronta los mismos retos una tienda de barrio que una multinacional. Finalmente, de nuevo la suerte juega un papel de importancia desconocida.

En último lugar tenemos la dirección empresarial basada en principios o hechos científicos. Frederick Winslow Taylor escribió a principios del siglo XX una de las primeras obras de este tipo, The Principles of Scientific Management. Sus principios acabaron conociéndose como taylorismo, sinónimo de gestión científica. Actualmente, aquella filosofía ha derivado en una gestión a través de la observación y la medición sustentada en el auge del big data y el machine learning, siendo el mantra: «lo que no se puede medir no se puede gestionar». Esta es una elección de gobierno habitual en lo que a empresas de TI se refiere.

Desafortunadamente, como ya vimos largo y tendido en estas páginas, los números son subjetivos y nos llevan a engaño con demasiada frecuencia. Aún peor, a menudo los guarismos no pueden decirnos por sí mismos qué hemos de hacer. De la misma forma que la economía no puede guiar la política al margen de la ideología, las matemáticas y la ciencia de los sistemas complejos no pueden dar respuesta a problemas que no son cuestiones científicas:

[T]he modern idea of management is right enough to be dangerously wrong and it has led us seriously astray. It has sent us on a mistaken quest to seek scientific answers to unscientific questions. It offers pretended technological solutions to what are, at bottom, moral and political problems. It conjures an illusion—easily exploited—about the nature and value of management expertise. It induces us to devote formative years to training in subjects that do not exist. It favors a naïve view of the sources of mismanagement, making it harder to check abuses of corporate power. Above all, it contributes to a misunderstanding about the sources of our prosperity, leading us to neglect the social, moral, and political infrastructure on which our well-being depends.
La idea de un restaurante sumido en apuros que se salva gracias a los consejos y el mando firme de un experto chef es una buena narrativa para un entretenimiento televisivo, pero una mala guía para el mundo real. Sabemos que debemos ser escépticos cuando tratamos con expertos, y que la imagen de un negocio que se salva de la quema para acabar imponiéndose en el mercado gracias a un líder carismático y genial es más una falacia narrativa que un hecho real. Las empresas, al fin y al cabo, están formadas por personas, seres humanos que se quejan y se resisten al cambio, que buscan su propio interés y no siempre hacen lo que más les conviene, bien sea por ignorancia, bien sea por desidia. Eso hace de toda misión empresarial un camino lleno de dificultades, incógnitas y sorpresas que ningún libro sobre el tema, por muy versado que sea su autor, puede modelar eficazmente para hacer del éxito una certeza.

Continuará.

lunes, 13 de marzo de 2017

Pesadilla en la cocina (I)

Si la empresa para la que trabajo fuese un restaurante protagonista de un capítulo de Pesadilla en la cocina (Kitchen Nightmares), el célebre chef de turno acudiría al local y, ya de primeras, tal vez observaría que la localización del negocio no es de las mejores. Nada más entrar vería dos salones con calidades muy desiguales: uno nuevo, moderno, espacioso y luminoso, y otro angosto, oscuro, viejo y decadente. Tras conocer a los dueños y oír los problemas de siempre («el negocio no va bien») se sentaría a la mesa a examinar el menú. Vería una lista de opciones típica de los locales de este estilo, quizá algo confusa e inconexa. Como siempre, pediría algunos platos de la carta y los evaluaría de manera nada amistosa, salpimentando sus valoraciones con sarcasmo, muecas de desagrado y notas de incredulidad.

Habiendo experimentado en sus propias papilas gustativas el desastre, el chef pasaría a continuación a visitar la cocina donde se crean esos engendros culinarios. Ahí es donde nuestra metáfora se aleja un poco del programa de telerrealidad. En este caso, vería a un montón de gente limpiando continuamente la cocina de toda la suciedad que brota por todas partes de forma espontánea. También vería a trabajadores luchando en todo momento por mantener conectado el suministro eléctrico de maneras que un inspector de riesgos laborales solo podría calificar como «violaciones del reglamento». Otros empleados estarían remendando el mobiliario para que se mantuviera en pie quince minutos más sin caerle a alguien en la cabeza.

Finalmente, presenciaría cómo todo el personal está tan ocupado en mantener y limpiar la propia cocina que nadie tiene tiempo para cocinar, así que para satisfacer los pedidos de los clientes (siempre a destiempo) lo que se hace es mandar a alguien a un supermercado cercano a comprar comida precocinada que calentar rápidamente en un microondas mugroso para poder poner algo en la mesa de unos comensales que ya llevan un buen rato quejándose de lo mucho que se está tardando en servirles.

Uno de los pilares básicos del negocio sobre el que se sustenta la empresa para la que trabajo es hacer software, ora como producto final, ora como herramienta para ofrecer distintos servicios a los clientes. No hacemos un software muy bueno así que no es de extrañar que las cosas no vayan demasiado bien.

Foto de stevenbley
Esta línea de negocio está inmersa en una espiral descendente sobradamente conocida por todos aquellos que trabajan en tecnologías de la información. Es un drama en tres actos que autores más elocuentes que yo han descrito de una forma que vale la pena citar al completo:

The first act begins in IT Operations, where our goal is to keep applications and infrastructure running so that our organization can deliver value to customers. In our daily work, many of our problems are due to applications and infrastructure that are complex, poorly documented, and incredibly fragile. This is the technical debt and daily workarounds that we live with constantly, always promising that we’ll fix the mess when we have a little more time. But that time never comes.

Alarmingly, our most fragile artifacts support either our most important revenue-generating systems or our most critical projects. In other words, the systems most prone to failure are also our most important and are at the epicenter of our most urgent changes. When these changes fail, they jeopardize our most important organizational promises, such as availability to customers, revenue goals, security of customer data, accurate financial reporting, and so forth.

The second act begins when somebody has to compensate for the latest broken promise—it could be a product manager promising a bigger, bolder feature to dazzle customers with or a business executive setting an even larger revenue target. Then, oblivious to what technology can or can’t do, or what factors led to missing our earlier commitment, they commit the technology organization to deliver upon this new promise.

As a result, Development is tasked with another urgent project that inevitably requires solving new technical challenges and cutting corners to meet the promised release date, further adding to our technical debt—made, of course, with the promise that we’ll fix any resulting problems when we have a little more time.

This sets the stage for the third and final act, where everything becomes just a little more difficult, bit by bit—everybody gets a little busier, work takes a little more time, communications become a little slower, and work queues get a little longer. Our work becomes more tightly-coupled, smaller actions cause bigger failures, and we become more fearful and less tolerant of making changes. Work requires more communication, coordination, and approvals; teams must wait just a little longer for their dependent work to get done; and our quality keeps getting worse. The wheels begin grinding slower and require more effort to keep turning.
Y así, cada vez se tarda más en satisfacer las demandas de los clientes, la calidad de lo entregado es cada vez peor y las chapuzas se acumulan, lo que se traduce en más errores que, a su vez, se convierten en más quejas de los clientes. Todo se hace más lento y frágil a la vez que los ingresos disminuyen. Mientras tanto, la competencia gana terreno.

Esta situación es bien conocida por empresas de todo tipo. La cuestión a la que se enfrentan tantos y tantos directores generales y dueños de negocios es cómo romper ese círculo vicioso. De hecho, existe otro programa del estilo de Pesadilla en la cocina centrado este aspecto. En él, un inversor se dedica a ofrecer a pequeñas empresas en apuros inversiones en capital y su experiencia como gestor a cambio de una participación en la compañía.

Si nada lo evita, mis próximas responsabilidades laborales incluirán tareas relacionadas con la mejora de nuestros procesos. De la mano de nuestro chef salvador particular trataremos de convertir nuestra pesadilla en un sueño. Es por eso que durante los últimos meses he estado iniciándome en el mundo de la transformación de las organizaciones, otra área del conocimiento humano repleta de expertos, teorías opuestas, modas y prácticas pseudocientíficas que forman un cuadro confuso en el que es difícil ver soluciones a un problema que afecta a los ingresos de los que dependen tantas personas.

Continuará