lunes, 31 de julio de 2017

Ipso facto

Un compañero me contó hace no mucho que estaba en casa y necesitaba unos alicates, así que los pidió en Amazon aprovechando el servicio Prime Now y en dos horas ya los tenía. ¿Mató una mosca a cañonazos? Puede ser, aunque él asegura que lo hizo porque no tiene cerca de su casa ninguna tienda de conveniencia. Lo que me interesa destacar de esta historia es cómo Amazon ha ido reduciendo paulatinamente el periodo de entrega de días o semanas hasta el límite actual de dos horas.

Foto de Ozzy Delaney
Los vendedores saben que a los clientes no les gusta esperar y en las últimas décadas se han puesto las pilas al respecto. Ya no tienen que pasar meses para verse en los cines locales los últimos estrenos de Hollywood. Tampoco hay que esperar para ver las series; incluso el doblaje se ha acelerado hasta el punto de que los capítulos traducidos al idioma nacional se emiten a los pocos días de su salida en Estados Unidos. Las noticias ya no requieren ni un viaje al quiosco ni la llegada del noticiero matinal o vespertino; ahora están a unos pocos clics de distancia. Las colas pueden reducirse o evitarse reservando con antelación a través de internet. También a través de internet pueden agilizarse las compras o peticiones de cita al evitar ser atendidos por un teleoperador. Para hablar con un amigo en el extranjero ya no hay que esperar semanas a que reciba nuestra postal y nos conteste. Las operaciones en el mercado de valores tienen lugar en milisegundos. Etcétera.

Opino que la inmediatez es uno de los rasgos más salientes del mundo actual. En las sociedades industrializadas de 2017 una semana es una eternidad. Lo que queremos lo queremos ya. Supongo que eso siempre ha sido así; la diferencia es que ahora podemos tenerlo y todo ocurre a mayor velocidad. Las empresas se han visto inmersas en una carrera por la rapidez del servicio que obliga a diseñar, producir y entregar a toda prisa, a fracasar rápido, todo con el objetivo de llegar los primeros al mercado para apoderarse de la demanda y, si se tercia, dictar las normas.

Es el tipo de cambio en la sociedad que llama la crítica obvia. Creo que cuando nuestros deseos pueden ser satisfechos casi instantáneamente el autocontrol y la paciencia se marchitan. Un ejemplo de lo primero es cómo el mero hecho de tener comida basura al alcance de la mano en todo momento lleva a algunas personas a comer en exceso aunque no tengan hambre, solo por aburrimiento, tristeza o ansiedad. Esa es la razón por la que un consejo típico de dieta es no tener comidas poco saludables en casa, ya que cuando satisfacer nuestra glotonería requiere un viaje al supermercado es mucho más probable que lo dejemos correr. Es probable que el envío a domicilio de los restaurantes de comida rápida nos haga caer en la tentación más a menudo.

Respecto a la paciencia, es el hecho que multitud de procesos naturales aún tienen lugar en periodos de tiempo que ya no encajan en nuestra definición de «breve». Una gripe aún tarda una semana o más en desaparecer, perder peso es un proyecto a largo plazo, la maestría necesita una década de práctica, leer requiere extensos periodos de inmovilidad y el amor necesita meses para madurar. Eso provoca frustración de dos maneras. La primera, cuando no nos queda otra opción que esperar («the waiting is the hardest part», que decía la canción). La segunda, cuando nos empeñamos en acomodar todos estos desarrollos a un marco temporal reducido.

Por ejemplo, cualquiera que haya cocinado sabe que las prisas no son buenas si queremos lograr un buen resultado. Sí, es posible descongelar carne en el microondas en unos minutos, pero su textura es peor comparada con la que se descongela lentamente en el frigorífico o a temperatura ambiente. También se pueden reducir los tiempos de cocción o asado subiendo la temperatura pero, de nuevo, el resultado es inferior que si se hace a fuego lento. Con la vida en general ocurre un poco lo mismo. Puedes ir al fisioterapeuta a que te quite el dolor de un esguince y salir caminando de la consulta, pero los ligamentos tardarán más en curarse. Puedes tratar los síntomas del resfriado pero el virus sigue ahí. Puedes casarte a la semana de haber conocido a tu pareja pero es improbable que eso resulte en un matrimonio largo y feliz. Y así siguiendo.

Por definición, la rapidez exige brevedad. Por ejemplo, ya analizamos cómo en internet los escritos han de ser cuanto más cortos mejor. Cuando el tiempo es el factor limitante, la complejidad de las historias y las ideas se reduce necesariamente. Consideremos, verbigracia, el caso de las series de televisión y las películas. Como vimos, las primeras se han ido haciendo cada vez más complejas, con hilos argumentales más numerosos, largos y enrevesados. Sin embargo, la mayor parte de las películas actuales son tan simples como hace veinte años. ¿Por qué? Según Steven Johnson, la explicación es el tiempo:

[E]l cine se ha enfrentado históricamente a un techo que ha limitado su complejidad, pues los relatos se reducen a dos o tres horas. Los dramas televisivos examinados cuentan historias que se despliegan a lo largo de varias temporadas, cada una con más de una docena de episodios. La escala temporal de un drama televisivo de éxito puede superar las cien horas, lo que permite a los guiones hacerse complejos y a la audiencia familiarizarse con los numerosos personajes y sus múltiples interacciones. Del mismo modo, se tarda unas cuarenta horas en un videojuego corriente, en el que crece sin cesar la dificultad de los puzles y los objetivos a medida que se avanza. Según este criterio, la película media de Hollywood de dos horas equivale a un programa piloto de televisión o a la secuencia inicial de entrenamiento de un videojuego: en este marco temporal no podemos introducir demasiados hilos y sutilezas. No es casualidad que el éxito más complejo de nuestra época —la trilogía de El Señor de los Anillos— dure más de diez horas en su versión íntegra en DVD.
La complejidad intelectual exige tiempo, atención y esfuerzo, tres materias primas más escasas hoy día que el petróleo. Es por ello que quienes quieren captar nuestra atención saben que la información debe pasarse a la audiencia «cortita y al pie», bien masticada. En un un bucle que se alimenta a sí mismo, eso atrofia aún más nuestro intelecto, lo que acaba por convertirnos a todos en lo que los directivos de televisión llaman «la señora de Cuenca»:

«Si estamos hablando de una patata, en la imagen tiene que salir una patata. Hay que hacer las cosas para que las entienda mi madre.» Es una frase prototípica de algunos responsables televisivos, de diferentes áreas, que a los que hemos hecho o hacemos televisión, siempre nos ha entusiasmado. De esa teoría hemos deducido muchas veces que cargar con la cruz de la cantidad de madres imbéciles que hay por el mundo, es suficiente para ganarnos el cielo. Tampoco va dirigido a ese colectivo que los ejecutivos meten bajo el epígrafe de «señoras de Cuenca»:
«Esto le tiene que gustar a una señora de Cuenca», «la señora de Cuenca no va a entender este chiste», «la señora de Cuenca lo único que quiere es distraerse…».
Que digo yo, que qué habrán hecho las señoras de Cuenca (que a veces también son de Zamora o de Soria) para que los responsables televisivos de este país las consideren incapaces de reírse con un gag que no sea de José Luis Moreno. O que las crean perdidamente enamoradas única y exclusivamente de hombres tipo Bertín Osborne.
La infancia es la edad de la inmediatez. Madurar implica ser capaz de retrasar la gratificación, de crear planes a largo plazo que requieren un sacrificio hoy a cambio de algo mejor en el futuro. Acaso un ambiente que nos permite satisfacer nuestros deseos instantáneamente nos lleve de nuevo a la época prepúber, en la que vivimos en la pura sensibilidad, en la que dejamos de lado el pensamiento racional (lento y esforzado) en favor del pensamiento intuitivo, en la que nos dejamos guiar más por el instinto que la razón.

Por desgracia, no hay respuestas o soluciones inmediatas para todo. Cuando una página web tarda más de unos pocos segundos en cargar podemos irnos a otra similar pero no es posible hacer lo mismo con lo más importante de la vida. La enfermedad física no suele curarse inmediatamente. Las aflicciones mentales y emocionales también pueden requerir meses para desaparecer. Salvo que tengamos muchísima suerte, no podemos ser ricos de un día para otro. Las relaciones de pareja dichosas no brotan de la noche a la mañana. En definitiva, todavía hoy no parece plausible obtener la felicidad en menos de dos horas.

lunes, 17 de julio de 2017

Imágenes

Una imagen vale más que mil palabras, se dice. El dicho me vino a la cabeza y comencé a pensar en cómo podía verificarse tal afirmación basándonos en la cantidad de información recibida por cada vía. Un conteo rápido de los textos de este blog me dice que la longitud media de las palabras es de cuatro letras, por lo que mil palabras serían unas cuatro mil letras. A un byte por letra, eso son casi cuatro kilobytes de información.

Por curiosidad, he hecho que mi ordenador me leyera en voz alta un texto de mil palabras con un total de seis mil ciento sesenta y dos caracteres. Ha tardado cinco minutos y seis segundos, lo que representa un ancho de banda de veinte bytes por segundo. A ese ritmo tardaría trescientos diecisiete días en descargar de internet un vídeo típico de poco más de quinientos megabytes.

¿Cuál es el ancho de banda del ojo humano? Sospecho que es muy difícil de medir y que depende de nuestra definición de información. ¿Contamos solo los atributos de la imagen en sí misma (colores, formas) o también lo que representan? Consideremos el archivo de imagen que se muestra a continuación, el cual ocupa veinticinco kilobytes.

Imagen de Wikimedia Commons
Casi todo el mundo puede reconocer que es la imagen de un cerebro. Los más versados en anatomía cerebral reconocerán el quiasma óptico. Los ilustres en anatomía e Historia sabrán que es un dibujo de Vesalio. Dependiendo del observador, la cantidad de información transmitida por una misma imagen puede variar.

Un estudio de la Universidad de Pensilvania cifró en 2006 el ancho de banda del ojo humano en 8,96 megabits por segundo, esto es, casi nueve millones de bits por segundo. El físico Danés Tor Nørretranders calcula que es de mil doscientos cincuenta megabytes por segundo (y la centésima parte de esa cantidad para el oído). Aunque no sepamos la cifra exacta parece que el dicho es cierto y que, efectivamente, podemos recibir mucha más información a través de los ojos que a través de los oídos.

La vista es uno de nuestros sentidos más importantes. En los primates, una buena porción del cerebro está dedicada a la visión. En los humanos, el córtex visual es el sistema más grande del cerebro y el procesamiento de la información visual supone el treinta por ciento de la actividad cerebral.

Actualmente, es conocimiento común el hecho de que la visión humana no funciona como una cámara, registrando pasivamente los estímulos sensoriales, sino que el cerebro interpreta dichos estímulos:

[E]l cerebro crea descripciones simbólicas. No recrea la imagen original, sino que representa los diversos rasgos y aspectos de la misma en términos completamente nuevos —no con garabatos de tinta, como es lógico, sino con su propio alfabeto de impulsos nerviosos—. Estas codificaciones simbólicas se crean en parte en la misma retina, pero sobre todo en el cerebro. Una vez allí, se dividen, transforman y combinan en la extensa red de áreas visuales cerebrales que a la larga nos permiten reconocer los objetos. Por supuesto, casi todo este proceso tiene lugar entre bastidores, sin entrar en el conocimiento consciente, razón por la cual da la impresión de ser fácil y obvio.
Esto salta a la vista (nunca mejor dicho) con algunas ilusiones ópticas, más concretamente con aquellas que no dependen de factores externos, como los arcoiris. En los conocidos ejemplos que aparecen a continuación, verbigracia, la imagen retiniana permanece constante pero nuestra percepción cambia, lo que sugiere que dicha percepción incluye criterio e interpretación. Como dice Ramachandran: «la percepción es una opinión del mundo formada de manera activa más que una reacción pasiva ante un input sensorial procedente de aquél».

Cubo de Necker.
El cubo parece estar igualmente encima o debajo del observador.

Ilusión de Ponzo.
Las líneas amarillas tienen la misma longitud.
Formas a partir de sombras, por Vilayanur S. Ramachandran.
La mitad parecen concavidades. Si se pone la imagen al revés,
las concavidades pasan a ser convexidades, y viceversa.

Toda percepción está sesgada. Nuestro sistema visual evolucionó para adaptarse a los objetos tridimensionales del mundo natural y, a consecuencia de ello, tiene ciertas expectativas. Así, ante un estímulo ambiguo, lo mejor que puede hacer el cerebro es adivinar cuál es la interpretación correcta. Las inferencias y suposiciones de nuestro cerebro pueden verse en ilusiones ópticas como las siguientes.

El triángulo de Kanizsa.
No existe ningún triángulo blanco.

La habitación de Ames, foto de Ian Stannard.
Ambas personas tienen en realidad la misma estatura.

Esperamos que la luz venga de arriba, que los objetos sean simétricos y que cambien sin saltos a lo largo del tiempo y del espacio, que las habitaciones sean cúbicas (en lugar de trapezoidales, como la de Ames), que el color de las imágenes de fondo sea uniforme (por ejemplo, el del cielo) y que las caras sean superficies convexas. Estos supuestos están tan arraigados en nuestro sistema sensorial que hay ocasiones en que no podemos dejar de ver la ilusión aunque sepamos que lo que percibimos no es real. Muestra de ello es la ilusión de la máscara hueca, en la que nuestra expectativa de que las caras sean convexas hace que veamos cómo la nariz apunta hacia nosotros, cuando en realidad lo está haciendo en dirección contraria.

La ilusión de la cara hueca.
La máscara es en realidad cóncava.

Podemos ingerir una buena cantidad de información por segundo a través de los ojos pero para digerirla a un ritmo suficientemente rápido el cerebro se vale de atajos y hace interpretaciones automáticas e inconscientes que no siempre pueden modularse voluntariamente. Esta es una estrategia sensata porque la mayor parte del tiempo las expectativas se cumplen y las conjeturas son correctas. De vez en cuando, sin embargo, nos topamos con una visión incongruente con nuestras expectativas y mostramos un sesgo de realidad, esto es, vemos los objetos más como esperamos que sean que como son realmente. El resultado es una ilusión.

Todo lo anterior quiere decir que es nuestra naturaleza no ver lo que hay sino lo que esperamos ver, lo que ya hemos visto muchas veces antes o lo que estamos preparados para ver. En estas páginas hemos visto que eso también se aplica a nuestras opiniones y creencias. Será porque en ambos casos el encargado de interpretar la información es el mismo órgano.

lunes, 10 de julio de 2017

En (no) pocas palabras

Me ha costado un rato sacar los datos pero pueden verlos a continuación: la longitud, en número de palabras, de cada artículo publicado en este blog hasta el momento.


Para el lector con inclinación estadística, decir que la media ronda las mil sesenta y cinco palabras, la mediana anda muy cerca (mil setenta y dos), el artículo más largo tiene unas dos mil seiscientas cuarenta palabras y el más corto, ninguna. La desviación estándar es de cuatrocientas noventa y cinco palabras.

Como se puede observar gracias a la línea de regresión, con el tiempo los artículos se han ido haciendo cada vez un poco más largos, teniendo la mayoría de los escritos entre seiscientas y mil seiscientas palabras. Todo bloguero que se precie sabe que eso viola una de las normas básicas de las publicaciones en internet, a saber, la brevedad. Según los autores de The Huffington Post Complete Guide to Blogging:

[W]e know from experience that unless the reader can see the end of your post eight hundred words in, a good portion of them will stop scrolling down. Even eight hundred words is an intimidating block of text. Break it up with a picture or pull quote, and definitely with some links. If you find that you can't do justice to your point in eight hundred to a thousand words, consider breaking the thought up into two or more posts.
Hay quien piensa incluso que ese límite es demasiado alto:

In a retrospective of his last ten years of blogging, publisher Om Malik of GigaOM bragged that he’d written over eleven thousand posts and 2 million words in the last decade. Which, while translating into three posts a day, means the average post was just 215 words long. But that’s nothing compared to the ideal Gawker item. Nick Denton told a potential hire in 2008 that it was “one hundred words long. Two hundred, max. Any good idea,” he said, “can be expressed at that length.”
Para que se hagan una idea de la longitud que representan doscientas palabras, de haber respetado el susodicho límite este artículo habría terminado a mitad de la primera cita, concretamente en la frase «Break it up with a picture or pull quote, and definitely».

La forma en la que consumimos contenidos a través de internet parece estar centrada en el flujo de novedades más que en el propio contenido. Puede que pasemos muchas horas conectados a lo largo de un día o de una semana pero dedicamos muy poco tiempo a cada elemento en particular. Creo que gastamos más tiempo haciendo scroll en Twitter, Facebook, Tumblr y los periódicos digitales que leyendo. Los estudios que registran el movimiento de los ojos de los lectores muestran que la mayor parte de las veces nos quedamos solo con el titular. Si abrimos un artículo seguramente acabemos leyéndolo, como suele decirse, en diagonal. Por usar una metáfora televisiva, se podría decir que en internet nos preocupa más hacer zapping que ver los programas.

Así, estamos expuestos a muchas ideas e información, pero siempre se tratan de forma superficial. Cuando la prioridad es recibir novedades no hay lugar para análisis en profundidad o sesudos razonamientos. Como suele ocurrir, esta preocupación por la forma en la que la tecnología afecta a nuestra forma de pensar no es nada nuevo:

The brevity of the telegraph’s messages didn’t sit well with many literary intellectuals either; it may have opened access to more sources of information, but it also made public discourse much shallower. More than a century before similar charges would be filled against Twitter, the cultural elites of Victorian Britain were getting concerned about the trivialization of public discourse under an avalanche of fast news and “snippets.” In 1889, the Spectator, one of the empire’s finest publications, chided the telegraph for causing “a vast diffusion of what is called ‘news,’ the recording of every event, and especially of every crime, everywhere without perceptible interval of time. The constant diffusion of statements in snippets ... must in the end, one would think, deteriorate the intelligence of all to whom the telegraph appeal.”
No obstante, a mi modesto entender, es una preocupación legítima. Consideremos el dato siguiente:

The pressure to keep content visually appealing and ready for impulse readers is a constant suppressant on length, regardless of what is cut to make it happen. In a University of Kentucky study of blogs about cancer, researchers found that a full 80 percent of the blog posts they analyzed contained fewer than five hundred words. The average number of words per post was 335, short enough to make the articles on the Huffington Post seem like lengthy manuscripts.
Al igual que Ryan Holiday (autor del texto anterior), pienso que doscientas, trescientas, quinientas o incluso ochocientas palabras no son suficientes para exponer apropiadamente las complejidades y matices del cáncer y sus tratamientos. O de un ideario político. O de una teoría filosófica. (Y con esto van ya ochocientas palabras).

Tal vez eso no sería un problema si todos fuéramos conscientes de las limitaciones del medio digital. Podríamos pensar que las redes sociales y los blogs son para estar al día y que quien necesite hondas disquisiciones sobre un tema en concreto puede recurrir a los libros. Por desgracia, ya vimos que la lectura está de capa caída. Por otra parte, a diferencia de los libros, la inmensa mayoría del contenido en la red es gratuito, y el acceso a él es mucho más rápido y cómodo. No es de extrañar, por tanto, que quien quiera informarse sobre algo lo primero que haga es buscar en Google y leer por encima un puñado de textos breves de blogs cuya reputación desconoce.

De acuerdo con Jakob Nielsen, un buen editor puede recortar un cuarenta por ciento el número de palabras de un artículo haciendo que el escrito pierda solo un treinta por ciento de su valor. Yo soy el primero en reconocer que los ensayos de este blog podrían resumirse mucho pero no estoy por la labor. Temo que la brevedad propia de la red atrofie capacidades cognitivas como la concentración, la comprensión y la argumentación, facultades ya de por sí poco desarrolladas en el común de la población. En Twitter, verbigracia, la gente no debate: discute. Un tuit o un conjunto de ellos sirve para provocar una respuesta emocional en el lector más que para activar el sistema de pensamiento deliberativo.

Considero la brevedad escrita en internet uno de los males de la sociedad moderna. Desde mi punto de vista es preciso presentar la información y las ideas junto con los hechos y pensamientos que llevaron a ellas. Actuar de otra forma es robar al lector la ocasión de calibrar la solidez de las conclusiones, de ampliar información por su cuenta, de encontrar errores y lagunas en la argumentación o los datos y, en definitiva, de pensar por sí mismo. Las afirmaciones e informaciones desnudas son el equivalente intelectual de una cucharadita de sirope, fácil de tragar pero carente de alimento. Y más importante aún: su aceptación o rechazo es cuestión de dogma, no de raciocinio.