lunes, 25 de septiembre de 2017

Madurar

Esta semana me he topado con una viñeta de Calvin y Hobbes que ilustra perfectamente aquello de lo que hablamos la última vez, que ningún adulto sabe lo que está haciendo:


De niño, a mí también me parecía que mis padres sabían perfectamente lo que había que hacer en cada momento. Y también supuse, ingenuamente, que cuando yo fuera adulto tendría lo que ahora mismo me parece un superpoder.

Como les comenté también en aquel artículo, mi hermana se lamentaba de ser incapaz de madurar. A mí la madurez siempre me ha parecido un término difuso que tiene mucho que ver con la persona que lo menciona, pues parece que cada cual tiene su propia definición. Por curiosidad, he consultado el diccionario. La RAE define la madurez, en su tercera acepción, como «buen juicio o prudencia, sensatez». En inglés, el diccionario de Cambridge la define como «the quality of behaving mentally and emotionally like an adult». Supongo que ambos significados están relacionados. Así, la madurez podría definirse como la cualidad de comportarse mental y emocionalmente como un adulto, los cuales poseen buen juicio y sensatez («en teoría», cabría añadir).

En términos psicológicos, la inmadurez puede entenderse como una falta de sincronía entre la edad mental y la física. Los autores de la Guía práctica de psicología describen la inmadurez con los siguientes rasgos:

En primer lugar, estas personas tienen un conocimiento equívoco o superficial de sí mismas, a lo que se añade una falta de coherencia en sus planteamientos, que procede, en buena medida, de la ausencia de identidad personal y de un objetivo de vida suficientemente perfilado. Son personas poco estables emocionalmente, con tendencia a los altibajos de ánimo, que surgen incluso por motivos insignificantes [...]. En general, tienen un bajo umbral de tolerancia a las frustraciones que hace que se derrumben cuando cualquier cosa no sale tal como habían previsto.
[...] La falta de constancia, típica de las personalidades inmaduras, responde a la falta de planteamientos serios en su vida, la versatilidad propia de la falta de equilibrio emocional y de criterios firmes de conducta, dentro de un marco carente de una escala de valores suficientemente sólida y realista, donde son frecuentes las idealizaciones previas, a las que siguen un «sentirse defraudado» que determina actitudes rígidas y rebeldes. La intolerancia e inflexibilidad que demuestran frecuentemente los inmaduros en sus planteamientos con otras personas contrasta, a veces, con la transigencia que sostienen hacia sí mismos [...]. En otras ocasiones se puede advertir una exagerada influencia de las opiniones ajenas, quedando al arbitrio de la moda o de la influencia pasajera de alguna persona que adoptan como líder. Es lo que comúnmente se entiende por «falta de personalidad».
También se produce un imperio del presente, ya que tan sólo se pretende sacarle el máximo partido a lo que tenemos entre manos, sin valorar las consecuencias que este tipo de comportamiento pueda acarrear en el futuro.
[...] Otros rasgos propios de las personalidades inmaduras serían la falta de responsabilidad y de fuerza de voluntad, y una dificultad para aceptar la realidad de la vida, que incluye generalmente la no aceptación de los demás ni de sí mismos, que favorece la tendencia a escaparse del mundo real con la imaginación, huyendo hacia un mundo de fantasías.
El resultado, según estos psicólogos, es una falta de independencia que dificulta que estas personas puedan desenvolverse por sí mismas de forma adecuada y sean incapaces de asumir con responsabilidad tareas propias de los adultos como el matrimonio o la paternidad.

De acuerdo con el estándar de estos autores mi hermana es, efectivamente, inmadura. Y yo. Y mis padres. Y todos los seres humanos que conozco. La cita anterior es uno de esos textos que hace difícil que vea la psicología como una ciencia. Si lo analizan con detenimiento verán que es una descripción vaga y subjetiva («suficientemente perfilado», «planteamientos serios en su vida», «escala de valores suficientemente sólida y realista», «exagerada influencia de opiniones ajenas») y tan general que puede aplicarse a una amplia gama de personas, al estilo de los signos del zodíaco. También podemos preguntarnos por qué el conocimiento de uno mismo forma parte de la madurez, o pedir que nos señalen a alguien que no tenga un conocimiento equívoco de su propio ser, habida cuenta de la cantidad de estudios (psicológicos, precisamente) que dicen lo contrario. Es posible que en las últimas décadas la adolescencia se haya extendido hasta la treintena pero soy escéptico ante la idea de que los adultos de épocas pretéritas mostraran en su mayoría los rasgos mencionados. Finalmente, cabe preguntarse hasta qué punto la madurez es algo objetivo, y no una cualidad que varía entre diferentes épocas y culturas.

Aún así, creo que muchas personas comulgan con la idea de que la madurez implica ser emocionalmente estable, mostrar constancia, tener la capacidad de retrasar una gratificación inmediata por una mayor en el futuro, ser responsable y poseer fuerza de voluntad. El problema, una vez más, es que la vida es un conjunto proteico de experiencias y contextos, y se puede ser excelente en unas áreas mientras que se flaquea en otras, lo que nos lleva a preguntarnos en cuántos ámbitos podemos carecer de madurez antes de que se nos considere inmaduros.

Por ejemplo, ¿es inmaduro Frank Underwood, el personaje de House of Cards? Quien haya visto la serie reconocerá su excelente capacidad para planificar a largo plazo, su constancia y determinación, lo claro que tiene sus objetivos vitales, su fuerte carácter y todos los demás rasgos que lo convertirían en un símbolo de la madurez. Sin embargo, juega a la PlayStation, recrea batallas con soldaditos de plomo y fuma.

Si consideramos la madurez como una cualidad binaria, es decir, que se es o no se es, entonces cualquier carencia en cualquier aspecto de nuestra vida nos descalificaría como tales. En este caso, la persona madura sería más bien un mito al que aspirar, no una realidad. Por otra parte, si la madurez es un continuo entre dos extremos nos topamos con el problema de la paradoja sorites, y solo podremos reconocer a quienes se sitúan en los extremos (los muy inmaduros y los que más se acercan al mito de la persona madura).

Yo debo confesarme culpable de la mayoría de los pecados del inmaduro tal como lo describen los psicólogos citados. Como tal, hago uso de la transigencia que mencionan para crear mi propia definición de madurez y así poder sentirme un poquito menos mal conmigo mismo. Para mí, la madurez es, simple y llanamente, ser capaz de ganarme el pan con mi trabajo. No pretendo que la compartan, pues soy consciente de que es una interpretación muy limitada y discutible. Aún así creo que no está mal, pues para conseguir y mantener un empleo debemos tener varias cualidades del adulto maduro, tales como la constancia, la responsabilidad y la capacidad de pensar a largo plazo.

Como decía al principio, ustedes seguramente tengan su propia definición. Conozco a personas, verbigracia, que equiparan la madurez con la independencia física, es decir, abandonar el nido familiar para irse a vivir por su cuenta. Otros parecen equiparar madurez con paternidad (como me dijo un amigo: «ser padre te quita mucha tontería de encima»). Para otros la madurez tiene más que ver con la respuesta emocional ante las vicisitudes de la vida que con los actos en sí. Y así siguiendo. Todas ellas me parecen tesis tan razonables como discutibles.

Un artículo sobre el desarrollo de la personalidad no estaría completo sin echarle la culpa de algún modo a los padres. ¿Es posible que nuestra inmadurez sea fruto de nuestra crianza? Uno de los autores de la Guía práctica de psicología escribe (ibídem):

«[H]ay que destacar que una sobreprotección de los padres hacia el niño puede retrasar la maduración de su personalidad. Los niños excesivamente protegidos carecen de criterios propios en relación a su edad, ya que adoptan directamente los de sus padres, que toman las decisiones por ellos a fin de evitarles el mayor número posible de peligros, problemas o fracasos. Estas actitudes de sobreprotección favorecen la inmadurez, ya que al llegar a la edad adulta esos niños carecen de suficiente capacidad de decisión al no haberse ido acostumbrando poco a poco a enfrentarse a las dificultades decidiendo por sí mismos, con lo que se encuentran inseguros, sin saber qué hacer, frente a las situaciones nuevas que se les plantean, reclamando continuamente el asesoramiento de los demás.»
Así que, si ustedes se consideran inmaduros, siempre pueden echarle la culpa a sus padres por haberlos sobreprotegido. Es lo que haría un inmaduro.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Nadie sabe qué está haciendo

Ha sido una semana difícil. Lo que prometían ser siete días de asueto con viaje al extranjero incluido han trocado en un huracán familiar que ríase usted de José, Harvey o Irma. Los problemas comenzaron con un catarro que derivó en bronquitis, hipoxia, edema pulmonar y taquicardia. Las operaciones de transporte que conlleva una hospitalización se nos han complicado por la escasez de vehículos, hallándose estos en el taller precisamente cuando más falta nos hacían. Ha habido que hacer malabares para cubrir turnos en el hospital sin descuidar a la abuela, que requiere atención las veinticuatro horas del día. Y todo ello sin dejar de lado a un amigo de la familia cuya propia tormenta ha coincidido con la nuestra y que necesitaba auxilio.

Mi hermana se ha visto superada. Se lamentaba de no ser suficientemente madura y de no saber qué hacer. Entendía muy bien lo que sentía, pues yo me he sentido igual miles de veces. Lo que a ella le falta por aprender es que, en realidad, en este mundo nadie tiene la menor idea de qué cojones está haciendo.

Oliver Burkeman explica muy bien cómo nos dejamos engañar por las apariencias: vemos a una persona actuar de manera decidida y pensamos que tiene confianza, cuando en realidad no podemos saberlo porque solo vemos sus actos y no tenemos acceso a sus pensamientos. Al juzgarnos a nosotros mismos, por el contrario, no solo somos conscientes de lo que hacemos sino que también sabemos lo que pensamos y lo que sentimos. En la práctica, los otros son un libro cerrado que valoramos por la portada, una imagen que proyecta la otra persona y que normalmente esconde dudas, inquietudes y desvelos:

[T]here’s a huge problem lurking here. We’re comparing apples with oranges—or, as the saying goes, comparing our insides with other people’s outsides. That guy on stage who’s giving a super-smooth presentation, while you wait nervously in the wings until it’s your turn? He might well be a panicking wreck inside. You could never know.

[...] This is something it’s even harder to keep in mind today, when our lives unfold in public on Facebook and Twitter, and via well-designed web presences. We use these, naturally enough, to showcase the best parts of our lives: the joyous weddings and enviable vacations, the finished projects, and testimonials from satisfied clients. But we forget that we’re only seeing everyone else’s highlights, too—not the sleepless nights, the abandoned attempts, the moments of despair and self-doubt.
Cierto es que existen personas realmente seguras mas es mi opinión que esa confianza y determinación se limitan a uno pocos aspectos de su vida. Hay quien tiene grandes habilidades para lidiar con las crisis que encuentra en su trabajo pero que es un desastre con las atinentes a su vida amorosa, y viceversa. O quizá su punto débil sean las emergencias médicas. O las económicas. La cuestión es que dudo mucho que exista una persona que domine todas las áreas problemáticas de la vida con suficiente seguridad como para no verse superado en algún momento. Y ello es así por cuanto la maestría requiere práctica.

A modo de ejemplo, consideremos el caso de los padres primerizos. Ser padre por primera vez implica afrontar una serie infinita de problemas que pueden surgir en cualquier momento con restricciones más o menos severas de tiempo, dinero y energía, a lo que hemos de sumar la presión añadida de lo mucho que hay en juego. Así, no es de extrañar que, por más que uno lo desee, la llegada de nuestro cachorro al mundo sea una experiencia agobiante por momentos. Será por eso que, como bromea Manuel Burque en su monólogo, los progenitores dicen que tener un hijo es lo mejor que les ha pasado en la vida, pero lo dicen con cara de ser lo peor que les ha pasado en la vida.

Según tengo entendido, con el segundo hijo todo va mucho más rodado. No creo que se considere arrogante por mi parte decir que eso se debe a que la crianza previa engrasa los engranajes de los progenitores. Mi experiencia me dice que esta verdad sencilla se nos olvida con frecuencia.

Por ejemplo, hay quien fracasa la primera vez y concluye que es un inútil, que no vale para su profesión, o que es un mal padre o esposo o lo que sea. Mi hermana cometió un error de ese tipo hace años. En su primer día como profesora de preescolar llegó a casa llorando, lamentándose de que no servía para ser profesora, todo porque un niño de su clase se había dado un coscorrón con una ventana. Su llantina me recordó a la inseguridad de los médicos cuando empiezan su práctica clínica:

No es extraño que la primera historia clínica requiera entre veinte y veinticinco visitas al paciente antes de tener los datos completos. No es raro que haya que auscultar al individuo alrededor de catorce veces antes de oír su corazón la primera vez. «Lo hice fatal», confiesan muchos de ellos.

[...] La primera vez que das un tajo en el quirófano no sabes muy bien la presión que tienes que ejercer sobre la piel, así que lo normal es que lo hagas más flojo de lo necesario y se rían de ti hasta los celadores. «Muy bien, ya has arañado la piel. Ahora puedes empezar a operar», me dijeron la primera vez que me vestí de verde después de empezar a abrir un abdomen muy despacito.
Con la práctica, sin embargo, lo que antes aterraba acaba por convertirse en rutina. No es distinto con otras experiencias vitales: la primera vez estás perdido, confuso y asustado, pero con la exposición repetida y la práctica llega la confianza.

Es absurdo sacar conclusiones acerca de nuestra personalidad basándonos únicamente en el primer contacto con una crisis que se ciñe a un ámbito determinado y ocurre en un contexto dado. Igualmente, hay que ser cautelosos a la hora de hacer inferencias sobre otras personas y compararnos con ellas. Para poder hacer deducciones válidas tendríamos que cotejar nuestros actos y pensamientos con los actos y pensamientos de los demás pero, como hemos visto, estos últimos nos son desconocidos en su mayoría. Si preguntan a las personas que admiran es muy posible que descubran, como me pasó a mí, que por dentro ellos no están tan seguros como parece.