lunes, 23 de abril de 2018

Tener hijos

Elliot, I'm a man. I've been programmed to think that a baby is the worst possible consequence of sex.
–Scrubs, S05E05





Quizá lo único que he tenido siempre claro en mi vida es que no quiero ser padre. No puedo arriesgarme a tener un cachorro que se parezca a mí, sería una tortura para él y para mí. El mundo es un lugar mejor sin un mini-yo danzando por él. Tal vez sea la sabia naturaleza en acción. Tal vez la evolución haya diseñado un mecanismo que se active cuando la combinación genética no es digna de ser perpetuada y genere un sentimiento de rechazo ante la idea de producir descendencia.

En el frente contrario hay quienes siempre han sabido que querían criar hijuelos, incluso el número exacto. Desafortunadamente, algunos de este grupo encuentran que la naturaleza les ha privado de algo tan básico y tienen que luchar contra la infertilidad. Otras personas no encuentran con quién aparearse y no quieren criar en solitario a un niño. Otros no pueden permitírselo por razones económicas. Todos ellos viven en el primer círculo del infierno descrito por Dante, allí donde la pena de las almas consiste en vivir un deseo sin esperanza.

Tenemos también a desertores por ambos bandos, aquellos que se mofaban de los papis y que han acabado sucumbiendo, y aquellos que finalmente no se han visto con ganas suficientes o sus prioridades han cambiado.

Finalmente están los que no saben lo que quieren. Conozco a personas que siguen esperando la señal de alarma de su reloj biológico y a otras que se han propuesto quedarse embarazados únicamente por su edad, por aquello de minimizar los riesgos de la gestación en edades tardías.

Tener hijos o no es una decisión difícil complicada por lo que Dan Ariely llama el sesgo de imposibilidad de cambio:

The idea here is that when we face large decisions that seem to be immutable (getting married, having kids, moving to a distant place), the permanence of these decisions makes them seem even larger and more frightening. Not to mention that such decisions increase our potential for regret.
El arrepentimiento es un fuerte motivador. Como dice el también psicólogo Daniel Gilbert, nuestras decisiones más importantes a menudo están determinadas por la forma en que imaginamos nuestros remordimientos futuros:

Regret is an emotion we feel when we blame ourselves for unfortunate outcomes that might have been prevented had we only behaved differently in the past, and because that emotion is decidedly unpleasant, our behavior in the present is often designed to preclude it.14 Indeed, most of us have elaborate theories about when and why people feel regret, and these theories allow us to avoid the experience. For instance, we expect to feel more regret when we learn about alternatives to our choices than when we don’t,15 when we accept bad advice than when we reject good advice,16 when our bad choices are unusual rather than conventional, and when we fail by a narrow margin rather than by a wide margin.
Es el «¿y si?» que nos come la vida. «¿Y si mañana ya no hay?» «¿Y si hubiera hecho esto en vez de aquello?». «¿Y si el día de mañana me arrepiento de no haber tenido críos?». Curiosamente, según Gilbert tendemos a arrepentirnos más de lo que no hemos hecho que de lo que hacemos. Una posible razón, explica, es que nos es más difícil elaborar puntos de vista positivos y creíbles sobre lo que pudimos haber hecho que sobre lo que hicimos. Así, racionalizamos los excesos de valentía (léase: imprudencias) más fácilmente que los excesos de cobardía. Por consiguiente, un padre arrepentido («debí haber esperado a tener un trabajo mejor», «tenía que haber viajado más en lugar de tener hijos tan joven») sufre menos que un no-padre arrepentido.

En otra parte del libro de Ariely este cita de pasada el consejo de un amigo de universidad que tuvo hijos antes que nadie de la pandilla. La teoría de aquel hombre era que si eres el tipo de persona que gusta de comer bien tres veces al día no deberías tener hijos, pero si eres de aquellos que prefiere comer espectacularmente bien de vez en cuando, entonces adelante. La razón es que, según él, la vida con hijos no es gozosa en su mayor parte pero de tanto en cuanto proporcionan momentos de una alegría increíble. Gilbert describe la paternidad como «un servicio aburrido y desinteresado a personas que tardarán décadas en sentirse apenas agradecidos por nuestros esfuerzos».

Los estudios han mostrado una y otra vez que tener hijos disminuye la felicidad. Sirva como muestra este gráfico:

Gilbert, D. (2006)
Aún así, los padres parecen una secta tratando de captar acólitos, recomendando a los demás que se unan a la experiencia defendiendo las virtudes de esta. Es la disonancia entre el yo que experimenta (el que cambia pañales, el que no puede dormir, el que está siempre cansado e irritado) y el yo que recuerda. El segundo dice que sus hijos son lo mejor que le ha pasado en la vida, el primero tiene cara de que son lo peor que le ha pasado en la vida. Escribe Daniel Kahneman:

Confundir la experiencia con la memoria de la misma es una poderosa ilusión cognitiva, y lo que nos hace creer que una experiencia transcurrida puede resultar arruinada es la sustitución. El yo que experimenta no tiene voz. El yo que recuerda a veces se equivoca, pero es el único que registra y ordena lo que aprendemos de la vida, y el único también que toma decisiones. Lo que aprendemos del pasado es a maximizar las cualidades de nuestros futuros recuerdos, no necesariamente de nuestra futura experiencia. Tal es la tiranía del yo que recuerda.
De acuerdo con el célebre psicólogo, el yo que experimenta es el que hace la vida, y el yo que recuerda es el que lleva las cuentas y hace las elecciones, compone historias y las conserva para referencias futuras. Puede que sea gracias a ello que pervive la visión color de rosa de lo que significa tener hijos. Volviendo a Gilbert:

“Children bring happiness” is a super-replicator. The belief-transmission network of which we are a part cannot operate without a continuously replenished supply of people to do the transmitting, thus the belief that children are a source of happiness becomes a part of our cultural wisdom simply because the opposite belief unravels the fabric of any society that holds it. Indeed, people who believed that children bring misery and despair—and who thus stopped having them—would put their belief-transmission network out of business in around fifty years, hence terminating the belief that terminated them. The Shakers were a utopian farming community that arose in the 1800s and at one time numbered about six thousand. They approved of children, but they did not approve of the natural act that creates them. Over the years, their strict belief in the importance of celibacy caused their network to contract, and today there are just a few elderly Shakers left, transmitting their doomsday belief to no one but themselves.
Así pues, la idea de que los hijos traen la felicidad sería un creencia falsa, una ilusión colectiva como la que nos hace pensar que las monedas y billetes que intercambiamos tienen valor. Pero incluso yo, un misántropo con cierta animadversión a las crías de homo sapiens, soy escéptico ante tal conclusión. Al fin y al cabo, es de esperar que la naturaleza haya implantado mecanismos de recompensa con el fin de que los genes puedan replicarse. Lo que ocurre es que estas recompensan actúan sobre el yo que recuerda. No creo que por eso sean menos reales.

Me pregunto cuál será la proporción actual en nuestra sociedad entre hijos que fueron concebidos porque los dos progenitores así lo querían desde el principio y bebés que fueron engendrados principalmente porque los padres se estaban haciendo viejos y se lanzaron a la piscina asustados por el fantasma del arrepentimiento. También me pregunto qué proporción de embarazos son fruto de un accidente o un descuido. Finalmente, me surge la duda: ¿hay razones incorrectas para tener hijos? Y si las hay ¿acaso importa?

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