domingo, 5 de junio de 2011

Algo se muere en el alma

El 21 de Febrero de 2008 era el primer día en mi nuevo trabajo. Coincidió con una reunión de departamento, en la que pude conocer a todos los que serían mis nuevos compañeros: aquel que se me antojaba parecido a Cristiano Ronaldo, la chica delgaducha y de voz chillona, el que se cambiaba de departamento,  el rubio, los moteros, la gente de las sedes en otras ciudades... Acabada la reunión era momento de entrar en harina. El jefe de aquel entonces miró al personal. «Venga, a ver a quién le toca cargar con el nuevo», pensé. El primer elegido, al que llamaré Mario, hizo un gesto (que aún tengo grabado) como queriendo decir «no puedo», «estoy hasta arriba» o, simplemente «imposible». Así que me asignaron al doble de Cristiano Ronaldo. En mi cabeza no dejaba de rondar aquel monólogo de Tonino: «Cuando eres el nuevo, no le importas a nadie. Si alguien dijera "¿echamos al nuevo y compramos un microondas?" nadie se opondría».

Meses después, Mario se iba de vacaciones de verano a Japón. Resultó que yo compartía con otro compañero con el que había hecho migas, Martín, el gusto por el manga. Martín y Mario eran buenos amigos. El primero le sugirió al segundo que, ya que iba allí, me trajera un número de la Shonen Jump. «Esas cosas»,  dijo Mario, «son solo para gente cercana y amigos».

El pasado 16 de Mayo era lunes. Ocho y pico de la mañana y seis personas del departamento en la oficina. «Vamos a juntarnos un momento en la sala de vídeo», dijo Mario, jefe del departamento desde hacía casi dos años. Justo antes de levantarme, me echó una mirada por encima de las gafas, otro de sus gestos que se me ha quedado grabado. Y entonces me temí lo peor.

Por desgracia, acerté. «Que me voy», anunció. No debe de haber muchos casos en las que un jefe anuncia que se marcha y los empleados lloran (algunos visiblemente, otros por dentro). El mismo Mario tuvo que luchar para contener las lágrimas. Habían sido seis años en la empresa: cuatro como soldado raso, dos como manager de unas veinte personas. Mucho había cambiado en los tres años y tres meses que ambos coincidimos: en el mundo, en nuestra empresa y en mí. Su noticia me inundó de pena.

Mario llegó a ser jefe de departamento casi de casualidad. El anterior ocupante del puesto (aquel que me había contratado) se marchó a los seis meses de mi llegada. El sucesor natural, por antigüedad, hubiera sido Cristiano Ronaldo, pero éste no aceptó las condiciones que se le ofrecían. A mí me parecía que ese puesto iba más con la forma de ser de Mario que con la de CR. Luego he sabido que no era el único que pensaba así. Tras muchos meses de idas y venidas, Mario se hizo finalmente con el cargo.

Inteligencia emocional. La cara de Mario podría ser portada de los dos libros. En contra de lo que parece decir Goleman, este tipo de jerarcas son la excepción, no la regla. Por cada jefe decente hay unos cinco que son incompetentes, impresentables, o ambas cosas a la vez. La marcha de este hombre no es mala solo para los que dependíamos de él; es mala para todos los empleados. Alegre, optimista y apasionado, su fuerte personalidad le permitía enfrentarse a los cargos más altos, director general incluido, para denunciar todo lo que él consideraba que estaba mal, y pedir soluciones. Firme protector de sus subordinados, Pepito Grillo del comité de dirección, colega de los comerciales, azote inmisericorde de los incompetentes... Aquel que venga a sustituirle trabajará de forma distinta, pero nunca podrá hacerlo mejor.

Para nosotros fue (es) amigo antes que jefe. Quedábamos fuera del trabajo para cenar y reír. Pocos podrán emborracharse libremente en una fiesta delante de su superior hasta el punto de enseñarle los genitales, y que todo quede en divertida anécdota.

Puede que cada uno haya recordado últimamente los momentos compartidos con él. En mi caso, nos recuerdo a ambos cambiando una rueda de su coche (¡tardamos una hora!). Y el viernes que me llamó a las ocho de la mañana para que bajara al bar a desayunar con él. Y las conversaciones en su coche camino de casa. Y el trabajo codo con codo para resolver problemas técnicos misteriosos. Y su boda. Y ese maldito proyecto interminable que no ha conseguido cerrar antes de irse. Y las discusiones sobre la falacia de la inducción. Y las veces que, por fastidiar, no quise decirle el título de aquel libro que mencionaba la imposibilidad práctica de la anarquía.

Creo que cuando a alguien le resulta muy duro marcharse estira la despedida todo lo que puede, como intentando retrasar el final al máximo. En este caso ha habido dos fiestas (más otra que está pendiente) y tres cartas de despedida, una de ellas manuscrita y dirigida a cada uno de nosotros. Tengo la mía frente a mí. No quiso que la leyéramos estando él delante. Aún no la he abierto.

No quiero abrirla; no estoy seguro de por qué. Sé que me da las gracias. No ha dejado de dárnoslas estos últimos días. Nosotros hemos intentado hacer lo propio con una fiesta, una camiseta, un reloj y montones de palabras y gestos. Aún no me parece suficiente para corresponder lo que nos ha dado con su forma de ser y trabajar. Personalmente, no siento por él otra que cosa que admiración, envidia y gratitud.

Todo esto no deja de ser egoísmo puro; darle vueltas a cómo nos afecta su marcha. Qué será de nosotros ahora, etc. Pero para él tampoco ha sido fácil. Hace unos días confesaba haber sentido miedo ante el cambio. Se enfrenta a un trabajo nuevo, en una empresa nueva, y tiene un hijo en camino; todo ello en medio de una recesión. Ha cambiado la estabilidad actual por una mayor estabilidad futura. Yo no sé si me hubiera atrevido. Ese valor es una de las cosas que admiro de él.

La mayoría de los que se acercaron a despedirse de él el último día le deseaban suerte. No le va a hacer falta. Estoy convencido de que le va a ir bien allí donde vaya.

Es curioso. A lo largo de la vida, he tenido muchos compañeros de estudio y de trabajo de los que me he tenido que separar muy a mi pesar.  Pero nunca antes había llorado la marcha de uno de ellos. Y eso que nos seguiremos viendo regularmente. Será porque perderle equivale a una bajada de sueldo mayor del 30%. O por los efectos que puede tener el cambio en nuestra salud. O, simplemente, porque Mario era la persona que me aprobaba las vacaciones.

Adiós, amigo.