lunes, 30 de octubre de 2017

El contrato de Ulises

Si les hablo de Circe, la diosa hechicera que habitaba en la isla de Eea, quizá no sepan a qué me refiero, pero si cito el consejo que le dio a un héroe de la mitología griega estoy seguro de que reconocerán inmediatamente obra, autor y argumento:

Oye ahora lo que voy a decir y un dios en persona te lo recordará más tarde. Llegarás primero a las sirenas, que encantan a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a sus hogares; sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; mas si tú desearas oírlas, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil, y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las sirenas. Y caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, átente con más lazos todavía.
Se trata, como habrán reconocido sin duda, del célebre pasaje de La Odisea en el que Ulises logra oír el canto de las sirenas sin sucumbir a sus encantos:

Entonces yo partí en trocitos, con el agudo bronce, un gran pan de cera y lo apreté con mis pesadas manos. Enseguida se calentó la cera, pues la oprimían mi gran fuerza y el brillo del soberano Helios Hiperiónida, y la unté por orden en los oídos de todos mis compañeros. Éstos, a su vez, me ataron igual de manos que de pies, firme junto al mástil, sujetaron a éste las amarras, y, sentándose, batían el canoso mar con los remos. Conque, cuando la nave estaba a una distancia en que se oye a un hombre al gritar en nuestra veloz marcha, no se les ocultó a las Sirenas que se acercaba y entonaron su sonoro canto [...] Entonces mi corazón deseó escucharlas y ordené a mis compañeros que me soltaran haciéndoles señas con mis cejas, pero ellos se echaron hacia adelante y remaban, y luego se levantaron Perimedes y Euríloco y me ataron con más cuerdas, apretándome todavía más.
Las sirenas y Ulises, por William Etty (1837)
Avancemos rápidamente unos cuantos siglos y arribemos a un capítulo de la serie de televisión Alf (¡ha vuelto!¡Y en forma de chapa!) que todavía recuerdo, en el que el visitante del planeta Melmac le pide a Willie que lo encierre en una jaula. La razón es que cada setenta y cinco años Alf sufre un día de extrañas transformaciones psicológicas que esta vez lo llevará a hacer cualquier cosa con tal de comerse al gato de la familia. Así que lo encierran en una caja reforzada tal como pide el extraterrestre pero, cuando empieza a transformarse, Alf logra engañar al hijo de la familia para que le abra la puerta y así escapar.

Se conoce como contrato de Ulises a todo acuerdo por el cual nos ponemos barreras para no caer en tentaciones futuras. Por ejemplo: no comprar dulces para no tener nada en casa con lo que pecar cuando estamos a dieta, ir con alguien al gimnasio para que la presión social evite que nos saltemos citas, programar transferencias automáticas a otra cuenta para obligarnos a ahorrar, ir a estudiar a la biblioteca para evitar distracciones, no llevar dinero en efectivo encima para no gastarlo en tonterías, etcétera, etcétera.

A menudo no logramos nuestros objetivos porque nuestra voluntad es débil y carecemos de autocontrol. Por mucho que digan los escritores de autoayuda, «querer» no equivale a «poder». Asumir este hecho sobre la naturaleza humana y obrar en consecuencia es más eficaz que confiar en que, esta vez sí, el lunes seremos fuertes y dejaremos de fumar, haremos dieta estricta o no faltaremos al gimnasio. El contrato de Ulises funciona negándonos la oportunidad de elegir, es decir, limitando nuestro libre albedrío.

El problema con los contratos de Ulises es que, con frecuencia, tan fácil se firman como se cancelan. El sistema ideal, aquel en el que otras personas están físicamente presentes para evitar que nos abandonemos a nuestros vicios, es poco práctico. Aun cuando estén ahí, siempre podemos hacer como Alf y recurrir a la persuasión para que nos dejen violar el acuerdo. Esto es algo que aprendemos a hacer ya en la infancia, como muy bien sabe cualquier padre al que su cachorro trata de convencer para que le compre una chuchería. Además, siendo adultos es difícil encontrar a alguien con quien se tenga tanta confianza como para firmar un contrato de este tipo pero que sea lo suficientemente frío y duro con nosotros como para no dejar que lo incumplamos. Por eso la solución de Ulises era tan buena: al tapar los oídos de sus marineros no solo estos se libraban de ser encantados por las sirenas, sino que también podían bajar la cabeza y seguir remando sin ser engañados por Ulises para cambiar el rumbo.

Este problema de la persuasión es, claro está, más grave cuando nosotros mismos somos juez y parte. Al fin y al cabo, si tuviésemos la capacidad de conducirnos por ciertas reglas autoimpuestas sin recurrir a restricciones externas entonces no tendríamos problemas para lograr nuestros objetivos y, por lo tanto, no necesitaríamos ningún contrato de este tipo; bastaría con proponernos algo. Cuando negociamos con nosotros mismos, lo más probable es que acabemos cediendo a nuestra sinvergonzonería.

Hasta ahora hemos hablado de los contratos de Ulises como algo personal pero se pueden extender a la sociedad en su conjunto. Hay ocasiones en que la ciudadanía asume que la carne es débil y que ciertos comportamientos es mejor no dejarlos al criterio de cada uno, como cuando se prohíbe conducir estando ebrio. La discusión sobre la ética de tales leyes la dejaré a un lado, pues es ajena al tema central de nuestra disquisición, esto es, el contrato en sí mismo.

Consideremos, a este respecto, el caso de las constituciones, las cuales recogen las leyes fundamentales que fijan la organización política de un estado y establecen los derechos y obligaciones básicas de los ciudadanos. En ellas se pueden encontrar contratos de Ulises aplicables a todos los habitantes del país. Por ejemplo, hay países (España, Estados Unidos) que establecen una separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). La razón, como vimos en su momento a través de las palabras de James Madison, es que si los ciudadanos fuéramos ángeles no haría falta gobierno alguno, pero como no lo somos nos vemos obligados a poner a algunos de estos seres imperfectos al mando, a sabiendas de que su moral es frágil y, por ello, la única forma de limitar los malos comportamientos es repartiendo el poder y las responsabilidades, de forma que las ambiciones de algunos limiten las de otros.

Los contratos de Ulises que se convierten en leyes presentan un problema que no es tan evidente cuando lo suscribe una sola persona. Supongamos, por ejemplo, que nuestro país sale de una larga dictadura y quiere comenzar su etapa democrática. Supongamos además que la sociedad está muy dividida y no habría un claro ganador en unas hipotéticas elecciones con un sistema proporcional. En esa situación los conductores del país podrían diseñar un sistema electoral que resultara en dos opciones que sobresalieran por encima del resto con el objetivo de «garantizar la gobernabilidad» (signifique eso lo que signifique). Para estabilizar el sistema deciden, además, que cualquier cambio en las reglas requiera un consenso mucho mayor que una mayoría simple.

Supongamos finalmente que, décadas después, el sistema bipartidista haya degenerado en una burla por la cual los dos partidos mayoritarios se dedican a alternarse el poder con cómoda complacencia, sabedores de que cada bando tendrá su turno para llevarse los mortadelos sin miedo a que un tercer partido pueda plantarles cara. Los creadores del sistema electoral hace tiempo que murieron pero el país sufre ahora por las normas que implantaron en su momento y que no se pueden cambiar fácilmente. A esta consecuencia de las constituciones se le llama el problema de la mano muerta:

Thomas Jefferson once opined to his friend James Madison that “the earth belongs in usufruct to the living” and “the dead have neither powers nor rights over it.” These observations underlie the so-called “dead hand” problem of constitutional theory. The problem is this: Why should we the living generation of the present be governed by the constitutional dictates of dead people from the past? What gives those people the authority to rule us from the grave?

To Jefferson, these questions were unanswerable: The dead, on his view, had no right to rule from the grave, which in turn meant that “no society can make a perpetual constitution, or even a perpetual law.” But that conclusion raised a further question of its own: namely, how should we the people of the present design a constitutional system that defuses the threat of dead-hand rule down the road
Para Thomas Jefferson, la solución a este problema era hacer que las leyes y las constituciones caducaran cada diecinueve años, de manera que cada nueva generación pudiera elegir un nuevo orden constitucional para sí misma. Esto tiene sentido dado que la tecnología avanza, las sociedades cambian, y las reglas que eran lógicas en algún momento del pasado puede que no lo sean más.

Sin embargo, cuando adquirimos la prerrogativa de cambiar la constitución según nuestro parecer nos encontramos en la misma situación que esa persona que negocia consigo misma ante la tentación, esto es, deja de haber barreras reales. Así, es este poder discrecional el que permite que un gobernante pueda, en determinado momento, eliminar el límite de ocho años de mandato para poder seguir ocupando el poder, o cambiar leyes a su antojo para perjudicar a sus enemigos políticos, o modificar el sistema electoral para establecer una dictadura de facto.

Un buen contrato de Ulises no solo hace que no podamos caer en la tentación, sino que también nos obliga a permanecer fieles al contrato, sin posibilidad de defección (recordemos las palabras de Circe: «caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, átente con más lazos todavía»). Por desgracia, esto lleva consigo el sometimiento a unas reglas que quizá ya no tengan sentido. Si, para evitar esto, nos permitirnos modificar o cancelar el contrato, entonces es como si este no existiera y cederemos a nuestros oscuros apetitos. Pero ¿quién se atreve a limitar su libre albedrío sin tener la oportunidad de cambiar de opinión más adelante? Al fin y al cabo, nuestro yo del presente carece de cierta información sobre el devenir que solo poseerá nuestro yo futuro. Eso significa que nuestro yo futuro estará (teóricamente) en una posición mejor para decidir, pero no podemos fiarnos de él porque es la misma criatura viciosa que hoy necesita firmar un contrato Ulises para lograr un objetivo. Los problemas son inevitables.

Personalmente, opino que siempre que se introduce en una ley la posibilidad de que alguien (un juez, un político, un árbitro) cambie su aplicación según un criterio personal hay más perjuicios que beneficios, pues es a través de esas rendijas por donde nuestras carencias de carácter hacen sus estragos. Pongamos por caso que hay una ley que prohíbe edificar en terrenos que antes eran bosques pero ahora son un solar debido a un incendio. Alguien decide que esa ley es demasiado rígida y la cambia para que no se pueda construir a no ser que el proyecto se considere «de interés público». Como la calificación de «interés público» la otorga un humano sobornable la ley queda, efectivamente, en suspenso, y quienes pueden sacar tajada del fuego desempolvan su material incendiario.

En nuestra vida diaria, supongo que depende de la naturaleza del contrato y de las consecuencias que tenga su incumplimiento, así como del grado de incertidumbre sobre el resultado final. Un sólido contrato de Ulises para dejar de fumar es, a todas luces, una buena idea, mientras que uno que nos lleve a trabajar noventa horas semanales sin garantías de alcanzar la meta seguramente requiera fijar alguna regla que nos diga cuándo hemos de abandonar, o acabaremos gastando demasiado tiempo y energía para nada.

En Ulysses and the Sirens: A theory of imperfect rationality, el teórico social y político de origen noruego Jon Elster afirmó:

A full characteristic of what it means to be human should include at least three features: Man can be rational, in the sense of deliberatively sacrificing present gratification for future gratification. Man often is not rational, and rather exhibits weakness of will. Even when not rational, man knows that he is irrational and binds himself to protect himself against the irrationality. This second-best or imperfect rationality takes care of both reason and of passion.What is lost perhaps, is the sense of adventure.
Su argumento era que Ulises no era del todo racional, pues en ese caso no habría necesitado atarse al mástil, ni completamente irracional, pues no se abandonó a sus deseos. En lugar de eso, utilizó el consejo de Circe para lograr por medios indirectos el mismo resultado que una persona completamente racional podría haber logrado de manera directa. En la batalla que libran nuestras pasiones y nuestros intereses, parece que esta racionalidad subóptima es lo máximo a lo que podemos aspirar.

lunes, 23 de octubre de 2017

El jefe

Probablemente hayan oído la frase «la gente no deja su trabajo, deja a su jefe». Es difícil saber hasta qué punto eso es cierto dada la cantidad de estresores que hay en el entorno laboral (carga de trabajo, exigencia, repetitividad, ritmo, rol, grado de seguridad y autonomía, responsabilidad, etcétera) y cómo estos afectan a cada persona según sus factores individuales (tipo de personalidad, destrezas, experiencia, aspiraciones, expectativas y valores). Mas aun cuando no podamos llegar a saber el grado exacto en el que nuestros superiores son la causa de nuestro cambio de aires, que su influencia no es magra es algo tan obvio que nadie lo ha dejado de advertir.

Like A Boss - The Lonely Island
Yo puedo considerarme afortunado en la medida en que he tenido más jefes buenos que malos. Es más, he tenido la suerte de trabajar para jefes muy, muy buenos, algunos de los cuales han escrito sus consejos en este blog. Por desgracia, la buena ventura no puede durar siempre, y de un tiempo a esta parte toca añorar épocas más felices. Compañeros de distintos departamentos me acompañan en esta nueva realidad, conforme los mejores mandos han ido desfilando en busca de pastos más verdes y no han podido ser reemplazados ascendiendo a algún soldado raso (lo habitual hasta el momento), pues estos también han estado desertando en masa. Así, en los últimos tiempos ha habido que incorporar a jefes nuevos sin ninguna relación previa con la compañía y, por lo tanto, sin garantías.

Hace tan solo unos días interrogaba a un colega sobre su nuevo superior y me decía: «Luciano [llamemos así a su antiguo encargado], era un líder; este es un jefe». Un jefe que, para más inri, está más cerca del escalón más bajo de la clasificación de mi compañero («el Hitler») que del más alto. Así que no creo que transcurra mucho tiempo antes de que recibamos en nuestros buzones de correo otro mensaje de despedida.

Es fácil distinguir a cada uno de los tres tipos mencionados. El líder es aquella persona con capacidad para guiar a otros, alguien que moviliza a los demás para alcanzar ciertos objetivos a través de la inspiración en lugar de ejercer su poder sobre ellos. Al jefe y al dictador, por el contrario, se les obedece porque cuentan con la autoridad estatuaria. El líder convence e implica; el jefe y el dictador mandan. Al líder se le sigue porque se le respeta y se confía en él; al jefe y al dictador se les obedece porque no queda otra. De aquí en adelante, permítaseme centrarme en la figura del jefe, aquel que no es tan bueno como para ser líder ni tan malo como para merecer ser golpeado en el rostro repetidamente.

Me he dado cuenta de algo: los buenos jefes miran hacia abajo, mientras que los malos jefes miran hacia arriba. Con esto quiero decir que los malos jefes están más preocupados de lo que sus superiores opinan de ellos que de sus subordinados. Son esos mandos que tienden a relacionarse casi en exclusiva con otros de su mismo rango o superior, aquellos que se preocupan más por hacer política que por gestionar a su equipo. Los buenos jefes, por el contrario, dedican todo el tiempo que pueden a los subalternos y al equipo en su conjunto, preocupándose tanto por las circunstancias individuales de cada uno como por el bien del conjunto.

Los buenos jefes dejan hacer; los malos jefes tratan de controlar el proceso hasta el mínimo detalle (micromanaging, lo llaman). Los buenos jefes hacen de paraguas para sus empleados, aislándolos del ruido para que puedan centrarse en lo que importa. Los malos jefes son invisibles (es como si no existieran): dependen de sus subordinados para saber qué está pasando y no toman decisiones. Los buenos jefes otorgan el mérito a quien se lo merece; los malos jefes se apropian de todos los éxitos de su equipo. Los buenos jefes escuchan a sus subordinados; los malos imponen su criterio apelando a su autoridad.

Cuando toca evaluar a su gente, los malos jefes se centran en lo que falta: «no has hecho esto», «falta esto otro», «no has logrado aquello», «no has cumplido este objetivo». Los buenos jefes, por su parte, enfatizan los logros y consideran las circunstancias que han podido impedir el éxito completo. En mi sector suele ocurrir que los que son malos técnicamente son los que se dedican a las tareas de gestión. Eso hace que, a menudo, los malos jefes no sean capaces de valorar las consecuciones de su personal ya que ignoran la dificultad, el esfuerzo y la complejidad del problema, pues ellos mismos nunca se enfrentaron a nada similar. Hay otros, en cambio, que pasaron mucho tiempo en la trinchera y saben de primera mano de qué va la vaina, de manera que pueden evaluar el rendimiento de forma más justa.

En cuanto a resultados, al menos en la empresa para la que trabajo se da la circunstancia de que los malos jefes no cumplen los objetivos anuales, con independencia del ciclo económico vigente. Obviamente, es un dato anecdótico dado lo reducido de la muestra, pero no es descabellado argumentar que los buenos jefes sacan el mejor partido posible de los trabajadores, lo que se traduce en mejores resultados para la empresa (los cuales serán más o menos significativos dependiendo de muchos factores que no tienen nada que ver con la base de la pirámide).

Finalmente, los buenos jefes tratan de ser cada vez mejores capitanes de la nave. Por contra, los malos jefes se siente satisfechos de sí mismos y ni siquiera se plantean consultar la literatura o solicitar información de aquellos a quienes ordenan para saber cómo pueden mejorar.

Como empleado siempre preferiré trabajar para un líder que se interese por lo que hago y lo valore adecuadamente, que atienda a razones, que tenga en cuenta y se adapte a mi personalidad, que me deje hacer y que no avasalle. Sin embargo, pienso que, desde el punto de vista de la empresa, la presencia de un dictador o cirujano de hierro puede estar justificada. Sirva como ejemplo el caso de Amazon, que pasó de ser una compañía de venta de libros a una empresa puntera en servicios de infraestructura como servicio (IaaS, por sus siglas en inglés):

As Yegge's recalls that one day Jeff Bezos issued a mandate, sometime back around 2002 (give or take a year):
  • All teams will henceforth expose their data and functionality through service interfaces.
  • Teams must communicate with each other through these interfaces.
  • There will be no other form of inter-process communication allowed: no direct linking, no direct reads of another team’s data store, no shared-memory model, no back-doors whatsoever. The only communication allowed is via service interface calls over the network.
  • It doesn’t matter what technology they use.
  • All service interfaces, without exception, must be designed from the ground up to be externalizable. That is to say, the team must plan and design to be able to expose the interface to developers in the outside world. No exceptions.

The mandate closed with:
Anyone who doesn’t do this will be fired. Thank you; have a nice day!
Everyone got to work and over the next couple of years, Amazon transformed itself, internally into a service-oriented architecture (SOA), learning a tremendous amount along the way.
Steve Jobs, Bill Gates, Jeff Bezos, Elon Musk... todos ellos son conocidos tanto por su éxito como por su tiranía. Como siempre, tengamos presente que correlación no implica causalidad. Quizá sea posible alcanzar las cotas más altas sin necesidad de ser un dictador. O quizá el éxito exagerado, además de una suerte desmesurada, requiera personalidades exageradas. Sea como sea, no es buena idea guiarse por los casos excepcionales.

Es mi opinión que la calidad de un jefe tiene mucho que ver con la personalidad. Eso podría explicar por qué los buenos jefes escasean: hay muy pocas personas realmente inteligentes, virtuosas y de buen carácter en el mundo. A eso hay que añadir el hecho de que, como vimos, el sistema actual tiende a promover a los puestos de dirección a los más incompetentes. Les deseo suerte.

lunes, 9 de octubre de 2017

Sorites

Sorites significa en griego «pila» o «montón». La paradoja que lleva este nombre se atribuye a Eubúlides de Mileto, un contemporáneo de Aristóteles que razonó más o menos así:
Un millón de granos de arena forman un montón. Si quitamos un grano, seguimos teniendo un montón. Lo mismo ocurre si quitamos un segundo grano, y un tercero, etcétera. Grano a grano, no parece haber ningún momento en que el montón deje de serlo. Sin embargo, sabemos perfectamente que un único grano no constituye un montón. ¿En qué momento deja de serlo?
Foto de fdecomite
Esta paradoja nos muestra que no es fácil determinar con nitidez el punto exacto en el que un objeto se convierte en otro cuando el proceso es gradual. ¿Cuántos pelos tiene que perder una persona para que se la considere calva? ¿O cuántos kilos tiene que ganar para que se la califique como gorda? ¿Cuánto tendría que crecer para ser «alta»? ¿Cuánto tendría que ganar más al mes para que pase a ser «rica»? Y así siguiendo.

Es una cuestión que subyace a muchos debates importantes. ¿A partir de qué edad se debe considerar a alguien lo suficientemente maduro como para conducir, beber, votar o ser juzgado como adulto? ¿En qué momento un óvulo fecundado es una persona? ¿En qué punto dejamos de ser esclavos? Lo que podamos aprender estudiando esta paradoja debería ayudarnos a pensar mejor sobre estas cuestiones.

Hay filósofos que sostienen que el argumento de tipo sorites es falso, aduciendo que nuestro conocimiento es imperfecto:

Hay un punto definido de transición, solo que no sabemos dónde. El adjetivo «epistémico» («relativo al conocimiento») se aplica a este enfoque porque considera que nuestra incapacidad de observar una transición nítida se debe simplemente a la imperfección de nuestro conocimiento. La razón de ello es que nuestro poder de discriminación es limitado y debemos admitir márgenes de error.
Sin embargo, como escribe a continuación Michael Clark, esto nos dice que no podemos percibir los puntos de transición, no demuestra que dichos puntos existan (por ejemplo, entre acumulaciones que son montones y acumulaciones que no lo son).

Otra posibilidad epistémica para rechazar la paradoja sorites es argumentar que no existen conceptos vagos como «montón». Esto se puede concluir con el siguiente razonamiento matemático (énfasis en el original):

La paradoja se produce porque el sentido común sugiere que el montón de arena tiene las siguientes propiedades:

1. Dos, tres, cuatro o cinco granos de arena no son un montón de arena.
2. Cien mil granos de arena sí son un montón.
3. Si «n» granos de arena (por ejemplo, 5) no forman un montón, tampoco lo serán (n+1, o sea, 6) granos de arena.
4. Si «n» granos de arena (en este caso, por ejemplo, 100.000) son un montón, también lo serán (n-1, o sea, 99.999) granos de arena.

Por inducción matemática, se comprueba que la tercera propiedad junto con la primera implica que 100.000 granos de arena no forman un montón, contradiciendo la segunda propiedad. De modo análogo, combinando la segunda y la cuarta propiedades se demuestra que dos o tres granos son un montón, contradiciendo la primera propiedad.
No obstante, según Clark, en muchos casos resulta difícil imaginar cómo podríamos adquirir conceptos precisos sin disponer previamente de otros vagos. Este autor pone como ejemplo la temperatura (ibídem Clark):

Si no tuviéramos adjetivos como «caliente», ¿cómo podríamos llegar a comprender el concepto de temperatura? Dos objetos tienen la misma temperatura si uno está igual de caliente que el otro. Los niños no tienen que asimilar el concepto de temperatura antes de aprender la palabra «caliente».
Otra posible solución a la paradoja es declarar que no necesitamos líneas divisorias claras. No hace falta ser absolutamente calvos para ser calvos, ni tener una libertad absoluta para tener una especie de libertad que valga la pena desear. Aquí es donde entran en juego los grados de verdad, una aproximación que reemplaza la lógico de clásica de dos valores (verdadero/falso) por una de valores infinitos. Decir que alguien está gordo o calvo es una afirmación que no será estrictamente verdadera, sino aproximadamente verdadera. ¿Es la Tierra una esfera? No exactamente, pero es aproximadamente verdad que lo es. Así, el término «montón» resulta cada vez más inapropiado a medida que quitamos granos de arena.

Esta línea argumental también tiene problemas. En primer lugar, la idea misma de grados de verdad necesita ser explicada. En segundo lugar, aquellas lógicas que asignan grados numéricos de verdad a las proposiciones son bastante artificiales y tienden a generar consecuencias contraintuitivas. Tercero, estas lógicas no eliminan las transiciones bruscas (sigue habiendo tal transición entre montón y caso límite, y entre caso límite y no montón). Finalmente, la asunción de un conjunto totalmente ordenado de verdades puede ser excesivamente simple. Por ejemplo, no todas las frases del lenguaje natural son comparables en cuanto a su grado de verdad. Consideremos el caso de un concepto como «rojez», que depende de múltiples aspectos (brillo, saturación y tono). Si dos camisetas rojas difieren en varios de esos aspectos ¿cómo podemos ser capaces de decir cuál de los dos es más roja?

Parece que este asunto se nos está complicando. Pero sea para bien o para mal, en nuestra vida diaria a menudo necesitamos términos precisos («adulto», «culpable», «enfermo», «grave», «habitual», «interés público»). Una manera de obtener tales conceptos es restringiendo uno ya existente pero impreciso (ibídem Clark):

Por ejemplo, a pesar de que la salida de la infancia es normalmente gradual, el derecho necesita fijar un punto exacto después del cual se puedan asignar a los ciudadanos las obligaciones y los derechos legales de los adultos. El término «niño» podría hacerse preciso de muchas maneras: «menor de dieciséis años» y «menor de veintiuno» están bien, mientras que definirlo como «menor de dos años» o «menor de sesenta y cinco años» violentaría su significado. «Una persona de seis años es un niño» es verdad según todas las definiciones admisibles («superverdadero»). «Una persona de sesenta años es un niño» es falso según todas las definiciones admisibles («superfalso»).
Por tanto, tenemos tres valores posibles: superverdadero, superfalso y ninguno de los dos. Es lo que se conoce como «supervaloraciones». Sin embargo, este razonamiento tampoco resuelve las transiciones entre casos límites. Es superverdadero que Bill Gates es rico. Sin embargo, si le quitamos un dólar, ¿sigue siendo una afirmación superverdadera? ¿Cuánto dinero debería perder para que la frase «Bill Gates es rico» pase de superverdadera a solo verdadera? Como vemos, la propuesta superevaluativista presenta su propia paradoja sorites; es lo que se conoce como vaguedad de orden superior.

Si esperaban un final feliz siento defraudarles. Se han propuesto muchas soluciones a esta paradoja pero ninguna es perfecta. Aceptar que en algún momento se produce una transición de estado preserva la lógica a costa de la realidad. Por el contrario, permitir términos difusos introduce vaguedad en la lógica y en la propia razón.

Los sofistas usaron argumentos de tipo sorites para persuadir a sus oyentes de que dos cualidades distintas ligadas por un continuo eran en realidad la misma. No obstante, que la paradoja no tenga solución no quiere decir que los sofistas tuvieran razón, ni que no existan los montones, los calvos y los ricos. Es evidente que ambos extremos de un continuo no son lo mismo por lo que sería falaz concluir que, como no sabemos en qué lugar se produce la transición, no podemos distinguir uno de otro, o que debemos aplicar las mismas consideraciones a ambos extremos. Por usar el ejemplo de Michael Sandel, el hecho de que haya una continuidad de desarrollo entre el blastocito, el feto y el recién nacido no implica que debamos considerar moralmente iguales al bebé y al blastocito.

El problema viene cuando tratamos con casos a media distancia entre los dos extremos. Un asesino de diecisiete años probablemente debería ser juzgado como un adulto e ir a la cárcel pero en algún sitio hay que trazar la línea. Nuestro hándicap es que en la práctica necesitamos números concretos en los que situar el umbral para recetar un medicamento, para activar un protocolo contra la contaminación, para otorgar o quitar beneficios fiscales... en definitiva, para decidir si sí o si no. Pero cualquier límite que elijamos será arbitrario o, como mucho, un asunto de mera convención y, por tanto, discutible.