lunes, 19 de marzo de 2018

Normas (I)

En el artículo de la semana pasada hablamos de cómo los incentivos individuales en el lugar de trabajo pueden llevar a los trabajadores a apuñalarse por la espalda, lo cual me recordó un pasaje de la serie Alatriste. En El oro del Rey, el capitán Alatriste es el jefe de una cuadrilla de mercenarios a los que se les ha encargado capturar un barco cargado de oro. Al aceptar el encargo cada espadachín ya ha cobrado una parte del pago total; el resto se pagará una vez terminado el trabajo. Llegado el momento de la acción uno de los mesnaderos pregunta a Alatriste:

—¿Y si hay muertos? —el Bravo de los Galeones sonreía con su cara acuchillada—… ¿Se cobra suma fija, o repartimos al final?
—Ya veremos.
El jaque observó a sus camaradas y después acentuó la sonrisa.
—Sería bueno verlo ahora —dijo con mala fe.
Alatriste se quitó con mucha pausa el sombrero, pasándose una mano por el pelo. Luego se lo puso de nuevo. La forma en que miraba al otro no daba lugar al menor equívoco.
—¿Bueno, para quién?
Había hablado arrastrando las palabras y en voz muy baja; con una consideración en la que ni un niño de teta habría confiado lo más mínimo. Tampoco el Bravo de los Galeones, pues captó el mensaje, apartó la vista, y no dijo más.
La razón que me lleva a citar este pasaje no es tanto la literalidad de las puñaladas como la solución del capitán: mantener a la cuadrilla en un estado de incertidumbre no fijando las normas de antemano.

Foto de andrew
Hay quien consideraría injusta la posición de Alatriste. En el idioma inglés existe la expresión «moving the goalposts» o «shifting the goalpost», una metáfora deportiva que significa cambiar de criterio de tal manera que se cobre ventaja. Es una expresión que existe literalmente en los patios de los colegios donde se juega al fútbol sin portería y, por lo tanto, no se sabe a ciencia cierta si un disparo alto ha sido gol o no. Cuando yo era pequeño siempre había algún portero listillo que se agachaba o encogía y gritaba «¡alta!» para tratar de convencer al equipo contrario de que el balón no había entrado en la portería imaginaria. En aquellos partidos la altura del larguero oscilaba más que la cotización del bitcoin.

Para el economista y filósofo Friedrich Hayek no mover los postes era un elemento clave del estado de derecho. Hablando de la función del Estado en su conocida obra Camino de Servidumbre, Hayek sostuvo que lo justo es que haya unas reglas del juego conocidas dentro de las cuales cada cual pueda satisfacer sus deseos libremente. Además, las reglas no pueden cambiar en largos periodos de tiempo, de manera que cada individuo pueda planificar sus proyectos de vida y saber a qué atenerse (énfasis en el original):

Las normas formales indican de antemano a la gente cuál será la conducta del Estado en cierta clase de situaciones, definidas en términos generales, sin referencia al tiempo, al lugar o a alguien en particular. Atañen a situaciones típicas en que todos pueden hallarse, y en las cuales la existencia de estas normas será útil para una gran variedad de propósitos individuales. El conocimiento de que en tales situaciones el Estado actuará de una manera definida o exigirá que la gente se comporte de un cierto modo es aportado como un medio que la gente puede utilizar al hacer sus propios planes. Las normas formales son así simples instrumentos, en el sentido de proyectarse para que sean útiles a personas anónimas, a los fines para los que estas personas decidan usarlos y en circunstancias que no pueden preverse con detalle. De hecho, el que no conozcamos sus efectos concretos, que no conozcamos a qué fines particulares ayudarán estas normas o a qué individuos en particular asistirán, el que reciban simplemente la forma en que es más probable que beneficien a todas las personas afectadas por ellas, todo esto constituye la cualidad más importante de las normas formales, en el sentido que aquí hemos dado a esta expresión. No envuelven una elección entre fines particulares o individuos determinados, precisamente porque no podemos conocer de antemano por quién y de qué manera serán usadas.
De acuerdo con Hayek una de las ventajas de este principio es la imparcialidad. Esto es evidente en el caso mencionado de los partidos de fútbol, donde contar con porterías y líneas de campo bien definidas evita valoraciones subjetivas, y ya sabemos que allí donde se depende de un juicio subjetivo (en la interpretación de las leyes, en la aplicación de un reglamento) siempre hay lugar para sesgos, favoritismos, prevaricación y demás. En política, el doble rasero está a la orden del día.

Sin embargo, ¿es cierta la tesis de Hayek según la cual no podemos conocer de antemano por quién y de qué manera se usarán las normas? ¿Hasta qué punto es cierto que no conocemos sus efectos concretos, o a qué fines o individuos particulares beneficiarán más las reglas que determinemos? Consideremos de nuevo el relato de Alatriste. Si acabada la misión se reparte el botín restante entre los supervivientes entonces los «trabajadores» tienen un claro incentivo para matar a sus compañeros en mitad de la refriega.

Pero supongamos, por mor del argumento, que hemos de acordar un reglamento y que, efectivamente, desconocemos qué efectos concretos tendrán. Las seguimos y vemos que acaban por favorecer siempre a los mismos. En situaciones así, la inmutabilidad de las reglas ¿acaso no supone perseverar en el error?

Hace mucho tiempo supe a través de un documental que el célebre ajedrecista Bobby Fischer propuso cambiar las reglas del ajedrez. En la década de los noventa proclamó que el ajedrez moderno se había convertido en un ejercicio de memorización, principalmente acerca de las aperturas, y que por eso los ordenadores podían jugar tan bien. Él quería cambiar eso y obligar a los jugadores a depender de su creatividad y su talento para ganar, en lugar de basar su juego en jugadas memorizadas y patrones conocidos. Con ese fin, propuso que las piezas de la primera fila fueran distribuidas aleatoriamente en cada partida, un modo de juego que hoy se conoce como ajedrez 960 o ajedrez aleatorio de Fischer. Según él, eso haría que los oponentes estuvieran más igualados.

Sin embargo, hoy sabemos que la aleatoriedad en la posición de partida significa que la ventaja con la que cuenta el jugador con piezas blancas es aún mayor comparada con el ajedrez tradicional. Las probabilidades de ganar antes de empezar la partida son, a menudo, asimétricas. Además, es difícil mejorar aprendiendo de los errores porque es posible que una configuración de tablero dada no vuelva a repetirse. Finalmente, este sistema desconcierta más a los humanos que a las máquinas, por lo que los programas de ajedrez dominan esta versión con más desahogo.

Quizá no hayan sabido de esta versión de ajedrez hasta ahora pero lo cierto es que existe un campeonato del mundo de ajedrez 960. No obstante, es evidente que su popularidad no está cerca de la del ajedrez tradicional. Opino que parte de la culpa lo tiene nuestra aversión a lo azaroso, y que otra parte de la explicación se debe a qué entendemos por normas justas.

Continuará.

lunes, 12 de marzo de 2018

Incentivos (y II)

Dado que no todos los miembros de un equipo o departamento tienen las mismas responsabilidades o capacidades parece sensato ofrecer incentivos individuales. El problema de dichos incentivos es que el ganador suele decidirse comparando cómo rinden unas personas respecto al resto del departamento, pues es más fácil evaluarlos así que según criterios objetivos. Como vimos, esto convierte a los empleados en participantes de un torneo laboral que origina algunos de los males principales del trabajo, a saber, las puñaladas por la espalda:

[L]os torneos laborales también constituyen una razón —tal vez la razón— por la que el trabajo puede resultar una experiencia tan lamentable. El primer problema no es difícil de ver. Una vez que comienzas a entregar grandes sumas de dinero a personas por rendir más que sus pares, aquéllas se darán cuenta de que existen dos formas de ganar este juego: hacer un gran trabajo, o asegurarse de que sus compañeros hagan un mal trabajo.
[...] Los incentivos típicos de un torneo hacen que resulte perfectamente racional para los trabajadores apuñalarse unos a otros por la espalda. [...] Un estudio comparó la situación en veintitrés empresas de Australia y descubrió que aquellas que concedían importantes aumentos de sueldo a sus mejores trabajadores alentaban a todos los trabajadores a poner más empeño en sus trabajos, por ejemplo, tomándose menos días libres. En fin, tal como esperábamos. Sin embargo, el estudio también descubrió que los trabajadores en esas empresas se negaban a prestar equipos y herramientas a sus colegas, lo cual también supone una respuesta racional a los incentivos que les brinda el torneo.
Pero los compañeros que se estorban entre ellos no es el único efecto indeseable del torneo laboral. Según Tim Harford, otro resultado es que muchos trabajadores son recompensados solo porque tienen suerte:

Esto no parece tener sentido racional, pero, sorprendentemente, es perfectamente lógico. Cuanto más participa la suerte en el trabajo, mayores necesitan ser las diferencias salariales entre los ganadores y los perdedores si el torneo pretende motivar a alguien. Si tu ascenso se debe en un noventa y cinco por ciento a la suerte y un cinco por ciento al esfuerzo, es racional, ante la mayoría de los planes de incentivos, aflojar el ritmo. Después de todo, ¿quién trabaja para que le toque la lotería? Es cien por cien suerte, y por ello exige un esfuerzo cero, lo cual podría explicar por qué a tantos vagos les encanta jugar. Pero si el hecho de trabajar más te proporcionara un cinco por ciento de probabilidades de que te tocase la lotería, pondrías todo de tu parte en el intento, porque el premio sería inmenso.
Lo mismo ocurre con la vida de oficina: si todo consiste en trabajar duramente —como en el caso de, digamos, archivar, hacer fotocopias y atender el teléfono—, los trabajadores sabrían que trabajar más que sus colegas les garantizaría un aumento de sueldo, y este aumento puede resultar modesto. Pero si la suerte es un factor importante para decidir quién tiene éxito —digamos, para aquellos que trabajan en una consultoría de gestión de empresas—, entonces alentar cualquier tipo de esfuerzo requerirá una gran disparidad entre lo que obtienen los ganadores y lo que obtienen los perdedores. (Hay límites, claro: si trabajar mucho realmente carece de importancia, no tiene sentido pagar para estimularlo).
Finalmente, concluye Harford, los torneos también requieren premios cada vez más abultados, lo que en el nivel más alto de la jerarquía roza niveles absurdos, pues ya no hay más escalones que subir y solo el dinero contante y sonante es capaz de motivar a los aspirantes.

Foto de Mike Lawrence
Los incentivos individuales pueden ser un mal incluso cuando no hay competición entre trabajadores. Consideremos el caso del director general. Muchos sistemas de bonificación ofrecen a los directivos primas por rendimiento basadas en los resultados de la compañía. Todos sabemos que, por desgracia, el efecto real de estos incentivos es, en el mejor de los casos, centrarse en el corto plazo para embolsarse la paga extra anual y, en el peor, el engaño:

Como ha señalado Michael C. Jensen, profesor de la Harvard Business School, cuando usted le dice a un directivo que va a cobrar una prima si realiza unos objetivos, ocurrirán dos cosas. La primera, que el directivo tratará de que se establezcan unos objetivos fácilmente alcanzables, negociando a la baja sus estimaciones para el ejercicio próximo y exagerando las dificultades coyunturales. La segunda, que una vez definidos los objetivos hará cualquier cosa con tal de alcanzarlos, incluyendo el tipo de artimañas contables que sobrevalora los resultados del ejercicio actual a expensas de los del próximo. [...] El resultado, dice, es que las compañías «pagan a la gente para que mienta».
Llegamos al final de nuestra disertación y no podemos evitar preguntarnos: ¿hay alguna forma de conciliar los incentivos individuales y los grupales en una empresa, de manera que se genere un esfuerzo conjunto en pro de la buena marcha del negocio? De acuerdo con James Surowiecki sí lo hay; el problema es que ninguna compañía lo pondrá en marcha.

Para entender la solución, Surowiecki sugiere que comparemos la forma en que el conocimiento y el esfuerzo se organizan en las corporaciones y cómo lo hacen en los mercados. En la empresa los trabajadores ganan más dinero si han cumplido sus objetivos personales, es decir, si han hecho lo que se esperaba que hiciesen. En el mercado, por otra parte, la gente gana dinero por lo que hace. Un charcutero, señala este periodista, no gana más porque sus ventas a fin de año hayan cumplido las expectativas sino que, simplemente, ha ganado lo que ha ganado. Por otro lado, los incentivos en las corporaciones organizadas de arriba abajo animan al personal a ocultar información. En un mercado, por el contrario, hay incentivos para revelar información valiosa y actuar en función de ella.

¿Cómo se logra que los trabajadores se comporten como si estuvieran en un mercado? Haciéndolos partícipes del mismo. Hoy día, para la inmensa mayoría de los trabajadores la influencia de su trabajo es infinitesimal en relación con los resultados generales de la empresa. Así, un laboratorio como Bayer es parte del mercado farmacéutico pero sus empleados no lo son porque pueden haraganear, mentir o robar sin que la cotización en bolsa de la firma o las ventas de sus productos se vean afectadas.

Para que los empleados sean parte del mercado su trabajo tiene que tener un impacto tangible en la marcha de la empresa, y deben poder cosechar los resultados de sus esfuerzos. En cuanto al primer punto lo más importante es, según los economistas Joseph Blasi y Eric Kruse, eliminar las jerarquías rígidas y dar poder de decisión real a todos los subalternos. Respecto al segundo punto, el trabajo de estos economistas apunta a que las opciones sobre acciones pueden mejorar la productividad, pues inspiran un sentido de propiedad en los trabajadores.

Seguro que ahora entienden por qué he dicho más arriba que ninguna empresa pondrá en marcha la solución al problema. ¿Se imaginan poder decidir qué compañero debe ser despedido? Suena raro pero ¿quién está mejor informado sobre el rendimiento de cada asalariado que aquellos que trabajan con él? En un sentido similar, ¿se imaginan ser capaces de decir «necesitamos comprar esta herramienta y contratar a estas personas» y que se lleve a cabo, sencillamente porque ustedes pueden decidir realmente? En lugar de eso sospecho que actualmente han de mendigarle a un jefe cuyo únicos intereses son molestar lo mínimo a su propio superior al cual busca impresionar con buenos resultados, muy probablemente a base de escatimar en mano de obra.

Uno de los valores de liderazgo de Amazon es el sentido de propiedad (ownership): los líderes son propietarios, piensan a largo plazo y obran por el bien de toda la compañía, no solo de su equipo. Además, por lo que tengo entendido, todos los trabajadores de esta empresa reciben parte de su remuneración en forma de acciones. Sin embargo, no les costará encontrar en la web artículos sobre lo horrible que es trabajar en esa compañía y lo mal que se portan unos colegas con otros. Un amigo que trabajó allí me contó que el ownership era el arma arrojadiza usada para intentar pasar un marrón a otro compañero.

Amazon emplea a alrededor de medio millón de personas. La jerarquía allí es bastante rígida y, como en todos los negocios, el presupuesto está controlado por unos pocos. No creo que me equivoque si digo que el sentido de propiedad es una ilusión para más del noventa y nueve por ciento de sus trabajadores. Sin embargo, no les va nada mal.

Quizá Harford tenga razón. Quizá los efectos secundarios de un sistema de incentivos que enfrenta a los trabajadores no sean un problema para la empresa siempre y cuando el extra de productividad compense las trabas entre compañeros. Por desgracia, eso no es un consuelo para aquellas personas cuyas vidas laborales acaban siendo miserables por culpa de Don Roba Medallas o Doña No Cuentes Conmigo.

lunes, 5 de marzo de 2018

Incentivos (I)

La pasada semana un ingeniero de Google publicó las razones que le han llevado a abandonar la empresa después de cuatro años. El motivo principal es que su ascenso ha sido denegado varias veces a pesar de que su rendimiento siempre era calificado como excelente por su superior. Esto es posible porque en Google es un comité el que decide quién sube y quién se queda en el escalón donde está:

No, managers at Google can’t promote their direct reports. They don’t even get a vote.
Instead, promotion decisions come from small committees of upper-level software engineers and managers who have never heard of you until the day they decide on your promotion.
You apply for promotion by assembling a “promo packet”: a collection of written recommendations from your teammates, design documents you’ve created, and mini-essays you write to explain why your work merits a promotion.
A promotion committee then reviews your packet with a handful of others, and they spend the day deciding who gets promoted and who doesn’t.
El comité en cuestión rechazó la primera solicitud de este ingeniero argumentando que no podían ver el impacto que había tenido en Google con sus quehaceres. Él se dio cuenta entonces de que el trabajo que había estado haciendo era muy útil para el equipo pero no para lograr un ascenso, pues no llamaba la atención sobre el papel. Así, pasó a ocuparse únicamente de aquello que pudiera impresionar al comité que decidiría sobre su futuro:

I adopted a new strategy. Before starting any task, I asked myself whether it would help my case for promotion. If the answer was no, I didn’t do it.
My quality bar for code dropped from, “Will we be able to maintain this for the next 5 years?” to, “Can this last until I’m promoted?” I didn’t file or fix any bugs unless they risked my project’s launch. I wriggled out of all responsibilities for maintenance work. I stopped volunteering for campus recruiting events. I went from conducting one or two interviews per week to zero.
Desafortunadamente, su nuevo plan tampoco funcionó porque sus proyectos eran cancelados o su jefe le movía de un equipo a otro continuamente, a consecuencia de lo cual no podía presentar ningún gran proyecto como prueba de su valía. Así pues, por un lado, en Google le decían que no podían juzgar su impacto hasta que no terminara un proyecto pero, por otro, la compañía lo cambiaba de proyecto incesantemente. Sin ganas de esperar «seis meses más» por tercera vez, decidió marcharse.

Foto de Logan Pierson
En mi trabajo he visto comportamientos similares y, seguramente, ustedes también. Hablo de ese compañero que elige los casos más fáciles de resolver para que su número de problemas resueltos destaque sobre los demás. O de ese que acapara tareas y las deja sin hacer, solo para aparentar que es el que más trabaja. O de ese otro que ocupa sus horas de oficina en hacerse propaganda y convencer a los superiores de su valía, en lugar de hacer algún trabajo real.

Reconozco que en alguna ocasión yo he obrado de forma similar, dedicando más tiempo a tareas que servían para cumplir mis objetivos que a labores más urgentes en ese momento. Como miembro más experimentado de un equipo de cinco personas, mi jefe de la época me asignó proyectos que solo yo podía llevar a cabo. Centrarme en dichos proyectos significaba que debía dejar de ayudar a mis colegas, lo que significaba que el trabajo no salía adelante a buen ritmo y la pila de faenas pendientes crecía indefinidamente. Pero del cumplimiento de mis tareas especiales dependía mi compensación extra anual, así que me salía más rentable abandonar a su suerte al resto del equipo y dedicarme a lo mío.

Sospecho que es un fenómeno frecuente: la empresa busca unos resultados globales a través de un sistema de incentivos que acaba alumbrando comportamientos individuales que van en contra del fin original. Verbigracia:

Digamos, por ejemplo, que tu trabajo es tramitar las quejas de los clientes y que se te ha asignado el objetivo de que ningún cliente deba esperar más de diez días para obtener una respuesta. Eso significa que cualquier persona que haya esperado siete u ocho días se convierte en una prioridad, mientras que no sacarás ningún provecho procesando las quejas que acaban de formularse. Si aspiras a cumplir el objetivo, tu tiempo medio de respuesta debería ralentizarse con facilidad. Así que surge un nuevo objetivo: mantener el plazo medio de respuesta al mínimo. En respuesta al incentivo que te brinda el nuevo objetivo, ignoras cualquier queja que sea difícil de resolver y contestas a las cartas rápidamente cuando la respuesta es sencilla. El promedio de respuestas mejora, pero los clientes con las quejas más graves nunca obtienen una respuesta. Ahora llega un tercer objetivo: alcanzar los dos objetivos anteriores. Puedes hacerlo, por supuesto, y presentar una excelente reclamación para que te paguen las horas extras. De este modo, el cuarto objetivo se centra en las horas extras. Ahora envías una simple carta tipo: «Estimado/a, Gracias por su carta/correo electrónico/fax/llamada telefónica. Me temo que no hay nada que podamos hacer. Atentamente, etcétera».
Los incentivos en forma de pagas extra merecen especial atención. A veces dependen de los resultados globales de la compañía y no se cobran si no se logran ciertos objetivos. Otras veces se pagan según el rendimiento de la división, área o equipo en cuestión. Finalmente, están los premios individuales. Hay firmas que emplean los tres tipos y otras que se contentan con usar uno o dos.

Consideremos los sobresueldos que se cobran únicamente si la compañía ha alcanzado ciertas metas. Mucho me temo que, cuanto mayor es la compañía, menos motivador es este sistema. Cuando el éxito depende de la labor conjunta de decenas, centenares o miles de personas no solo es difícil creer que nuestro esfuerzo extra puede tener un impacto real, sino que se incrementan las posibilidades de que algún vago o un cafre eche por tierra nuestra dedicación con su comportamiento. Así que no creo que haya mucha gente que se vea motivada por esta zanahoria salvo que se trate de una cuantiosísima suma y se tenga gran poder de decisión, o bien se trabaje en una firma de media docena de empleados.

Pasemos ahora a los niveles intermedios: división, país, área, departamento, equipo, etcétera. Opino que el único nivel digno de consideración es el de equipo, pues los otros tienen el mismo problema que el nivel global. Aquí encontramos los problemas de siempre. Por una parte, ¿por qué voy a sudar yo si el inútil este que tengo al lado no hace nada? Por otro, ¿por qué voy a esforzarme más si los que me rodean ya están trabajando de más y puedo ganar la recompensa sin hacer mi parte?

Nadie quiere ser el pringado que se deja la piel y ve como los demás se llevan parte del botín sin haber dado palo al agua así que, en el mejor de los casos, probablemente nadie hace más de lo que haría normalmente. Digo «en el mejor de los casos» porque los incentivos de equipo pueden afectar negativamente a la dinámica de grupo y empeorar la productividad. Por ejemplo, puede haber trabajadores que sí hagan un esfuerzo adicional para tratar de lograr la paga extra que acaben odiando a los compañeros que no se esfuerzan más de lo habitual. Por otra parte, es posible argumentar que todas las recompensas grupales son injustas per se, ya que no todos los miembros del equipo tienen los mismos talentos y capacidades, y lo normal es que unos sean mejor que otros aun cuando todos obren de buena fe y se esfuercen al máximo. Finalmente, los equipos, igual que los individuos, pueden dedicarse a aquellos cometidos que les aseguren cobrar la paga extra en lugar de atender el trabajo que realmente debe hacerse.

Continuará