lunes, 29 de febrero de 2016

Cambiar de rumbo

Si han visto la película Piratas del Caribe tal vez recuerden que Jack Sparrow posee una brújula que no señala al norte, sino «hacia lo que uno más desea en este mundo». Al ver aquella escena pensé cuán útil me sería aquel instrumento ya que, como escribí en otro lado, llevo muchos años viviendo a la deriva sin saber qué es lo que quiero. No obstante también me pregunté si, en caso de que dicho artilugio estuviera en mi poder, no empezaría la aguja a dar vueltas sin parar, reflejando así mi falta de guía interior. Pero hete aquí que hace pocas semanas andaba yo física y mentalmente exhausto cuando una tarde, sin razón aparente, todo se aclaró. Sin comerlo ni beberlo se me ocurrió un plan detallado hacia un objetivo concreto. Tiene narices el asunto. Tantos años dándole vueltas para que al final la respuesta te venga un día de improviso.

En fin. La cuestión es que puse en marcha mi plan y ahora me encuentro donde me temía que acabaría, esto es, frente a dos opciones de las que solo puedo elegir una. Ambas son buenas opciones y, pase lo que pase, saldré ganando. Sin embargo, ello no es óbice para que el proceso de decisión en sí mismo sea una tortura. Para alguien como yo, que tantas vueltas puede darle a los asuntos más triviales, este tipo de elecciones en materias que verdaderamente importan supone una pesada carga mental, por mucho que el resultado vaya a ser bueno.

Foto de Greg Frucci
Si alguna vez han comprado algún aparato de tecnología tal como un ordenador, un lector de libros electrónicos, un smartphone o una tableta les será fácil entender el tipo de encrucijada en el que me encuentro. Siempre buscamos «lo mejor» pero, en el mundo real, pocas veces hay una opción que reúna todas las características que deseamos; lo más habitual es que las cualidades anheladas se repartan entre varias opciones entre las que hemos de elegir. Pongamos por caso que queremos comprar un teléfono nuevo. El modelo A tiene muy bien precio y buena pantalla. El modelo B tiene la mejor cámara y además le dura mucho la batería. El modelo C tiene el mejor rendimiento general de los tres modelos gracias a su procesador y su memoria, lo que lo hace ideal para jugar, amén de contar con antena para las redes móviles más rápidas, algo de lo que carecen los modelos A y B. ¿Cómo eligen ustedes en estas situaciones?

Hay personas que se aferran a las listas de pros y contras. Yo utilicé esa opción hace muchos años para tomar una decisión parecida a la que me enfrento actualmente pero, con los años, me he dado cuenta de que no suele ser una buena aproximación al problema. La razón es que, para poder hacer comparaciones razonables, aquello que comparamos debe medirse en la misma unidad. Por ejemplo, es razonable comparar dos cámaras según el número de megapíxeles. Sin embargo, no tiene tanto sentido comparar dos aspectos como pueden ser el precio y la duración de la batería, ya que ello requiere algún tipo de conversión que hemos de inventarnos para la ocasión. ¿Cómo valorar en euros una hora más de batería? ¿Cuánto espacio extra de almacenamiento equivale a cien ppi de diferencia entre las pantallas de un modelo y otro? El problema se agrava según vamos añadiendo características. ¿Cuántos pros (por ejemplo, pantalla y precio) y en qué cantidad compensan un contra dado (por ejemplo, la duración de la batería)?

Se puede argumentar que no todas las cualidades importan lo mismo, por lo que podríamos ordenarlas por orden de prioridad y decidir en base al peso relativo de cada una. También utilicé este método en su momento, cuando tuve que elegir qué coche comprar. En aquella situación el precio final era mi preocupación principal, seguida del consumo, la seguridad y el tamaño. En realidad, asignar un peso distinto a cada variable no soluciona el problema, ya que sigue siendo necesario comparar propiedades diferentes que se miden en unidades y escalas distintas. Aunque el dinero era mi criterio primordial, lo cierto es que acabé pagando más dinero con tal de tener control de tracción y algunos airbags extra. (Dicho sea de paso, si alguna vez aplican este método no cometan el error que yo cometí, y recuerden valorar únicamente características que no estén correlacionadas. Por ejemplo, en el caso de un coche potencia y consumo van de la mano. Si introducen ambos factores en su ecuación mental estarán considerando dos veces un mismo aspecto sin darse cuenta, asignando a esta particularidad un peso mayor del deseado).

Algunas personas me han sugerido que recurra a mi instinto, esto es, a mis emociones. Parece haber pruebas de que las emociones encierran un conocimiento que no es accesible al razonamiento consciente y que es útil a la hora de tomar decisiones. Por desgracia, no siempre es fácil saber si una emoción está aportando información útil. Puede darse el caso de que el instinto nos diga que actuemos de cierta manera por las razones equivocadas, a saber: miedo, vaguería, rechazo al cambio, etcétera.

En mi caso, cuando me pregunto qué me pide el cuerpo no oigo respuesta alguna. Ocurre que me encuentro en la misma situación que aquel paciente de Antonio Damasio con daño prefrontal ventromedial. Al impedirle esta lesión el acceso a su instinto visceral y los mecanismos automáticos de toma de decisiones, este hombre no podía decidir algo tan simple como la hora de la próxima cita:

Estaba discutiendo con el mismo paciente la fecha de su próxima visita al laboratorio. Propuse dos días posibles del mes siguiente, a cierta distancia uno de otro. El paciente sacó su agenda y consultó el calendario. [...] Durante casi media hora, este hombre detalló motivos en pro y en contra de cada uno de las dos fechas: compromisos previos, cercanía con citas anteriores, condiciones meteorológicas probables, es decir, prácticamente todo lo que se puede pensar para cada oportunidad. Con la misma calma con que había manejado en el hielo y narrado el episodio, desgranaba ahora un minucioso análisis de costo-beneficio, una interminable e inútil comparación de opciones y consecuencias posibles. Escucharlo sin dar puñetazos en la mesa demandó una disciplina formidable, pero al fin le dijimos, tranquilamente, que debía venir en la segunda fecha propuesta. Su respuesta fue pronta y tranquila: "Está bien". Guardó su agenda y se despidió.
Otra manera de afrontar el problema es preguntarse qué le recomendaríamos a un amigo que se hallara en nuestra situación. La idea aquí es alcanzar cierto desapego emocional que nos aporte claridad. Se da la circunstancia de que una amiga mía se halló en una situación parecida hace unos meses y no supe qué decirle. Pensé que era una decisión que solo ella podía tomar y yo no era quién para aconsejarle una cosa u otra. Lo máximo que le sugerí fue echar una moneda al aire, lo cual puede hacernos ver qué deseamos visceralmente. Lanzas la moneda y, dependiendo de si el resultado te alegra o te produce rechazo, averiguas lo que te dice el inconsciente.

He probado esto que les digo de la moneda y no he sentido nada, así que quizá valga la pena aceptar el resultado del lanzamiento sin más. Puede parecer una tontería pero no sería la primera persona en hacerlo. La gente de Freakonomics creó un portal web a modo de experimento en el que los internautas podían decidir su futuro lanzando al aire una moneda virtual (énfasis en el original):

As ludicrous as this may seem, within a few months our website had attracted enough potential quitters to flip more than 40,000 coins. The male-female split was about 60-40; the average age was just under 30. Some 30 percent of the flippers were married, and 73 percent lived in the United States; the rest were scattered across the globe.

[...] We were astonished to see how many people were willing to put their fate in the hands of some strangers with a coin. Granted, they wouldn’t have made it to our site if they weren’t already leaning toward making a change. Nor could we force them to obey the coin. Overall, though, 60 percent of the people did follow the coin toss—which means that thousands of people made a choice they wouldn’t have made if the toss had come out opposite.

[...] The experiment is ongoing and results are still coming in, but we have enough data to draw some tentative conclusions.
Some decisions, it turns out, don’t seem to affect people’s happiness at all. One example: growing facial hair. (We can’t say this was very surprising.)
Some decisions made people considerably
less happy: asking for a raise, splurging on something fun, and signing up for a marathon. Our data don’t allow us to say why these choices made people unhappy. It could be that if you ask for a raise and don’t get it, you feel resentful. And maybe training for a marathon is far more appealing in theory than in practice.
Some changes, meanwhile, did leave people happier, including two of the most substantial quits: breaking up with a boyfriend/girlfriend and quitting a job.
Have we definitively proven that people are on average more likely to be better off if they quit more jobs, relationships, and projects? Not by a long shot. But there is nothing in the data to suggest that quitting leads to misery either. So we hope the next time you face a tough decision, you’ll keep that in mind. Or maybe you’ll just flip a coin. True, it may seem strange to change your life based on a totally random event. It may seem even stranger to abdicate responsibility for your own decisions. But putting your faith in a coin toss—even for a tiny decision—may at least inoculate you against the belief that quitting is necessarily taboo.

Dice Barry Schwartz en su libro que, a corto plazo, los humanos nos arrepentimos de haber hecho malas elecciones pero que, a la larga, de lo que nos arrepentimos es de no haber aprovechado una oportunidad. Esto es un argumento a favor del cambio y en contra del statu quo, pero no nos dice qué hacer cuando hemos decidido cambiar y las opciones posibles son muy similares. Cual asno de Buridan, me hallo dándole vueltas a lo mismo una y otra vez sin atreverme por una alternativa u otra. Después de haber examinado el problema desde todos los ángulos posibles sigo sin encontrar una respuesta.

En realidad me estoy preocupando por adelantado ya que aún me falta por conocer un dato importante que puede inclinar la balanza definitivamente hacia un lado o a otro. Si he empezado a pensar qué hacer antes de tiempo ha sido porque me conozco y tardo mucho en tomar decisiones entre opciones parecidas, ya sea un teléfono móvil, un coche o un simple paquete de galletas (ni se imaginan la de horas que he perdido en supermercados). En la medida de lo posible evito tomar decisiones en cortos periodos de tiempo porque en esos casos siempre me equivoco. Por ello he estado imaginando distintos escenarios según ese dato desconocido. Para mi desgracia, en muchas de las situaciones hipotéticas resultantes persiste la duda.

Es difícil seguir un rumbo cuando no se tiene un objetivo en mente, pero también lo es cuando todos los destinos son igualmente apetecibles. Hay gente que, después de tomar una decisión, empieza a pensar si no era mejor la alternativa rechazada. Empiezan los «y si» y los «debí». Estos pensamientos suelen amargar el disfrute de la elección hecha. En ocasiones, anticipando este arrepentimiento la persona puede sentirse paralizada, incapaz de decidir. Afortunadamente, en mi caso, pase lo que pase, es difícil que me arrepienta. Siempre he pensado que no tiene mucho sentido sentir arrepentimiento cuando no podemos saber cómo le va a nuestro otro yo en un universo paralelo en el que elegimos el otro camino.

En alguna parte leí que tomar decisiones es una habilidad que puede aprenderse. Esa es una idea esperanzadora hasta que caemos en la cuenta de lo que ello implica. De acuerdo con los textos de estadística, son necesarias al menos treinta observaciones para poder empezar a hacer inferencias, es decir, para extraer alguna conclusión útil de los datos. Traducido a nuestras vidas, esto quiere decir que necesitamos elegir treinta parejas, trabajos o lugares donde vivir para saber cómo lo estamos haciendo, y todo ello para calibrar un único método de decisión dado. No sé ustedes, pero yo creo que prefiero lo de la moneda.

lunes, 22 de febrero de 2016

Géminis (y III)

Robert Nozick adujo dos razones más por las que, según él, habría personas que no se conectarían a la máquina de experiencias. Una está relacionada con la búsqueda de significado: la máquina mencionada nos limita a un mundo hecho por el hombre, por lo que estaríamos desconectados de ninguna otra realidad más profunda. La otra, como él mismo escribió, es que

queremos ser de cierta forma, ser un cierto tipo de persona. Alguien que flota en un tanque es una burbuja indeterminada. No existe respuesta a esta pregunta: ¿cómo es aquella persona que ha estado en un tanque durante largo tiempo? ¿Es valiente? ¿Amable? ¿Inteligente? ¿Ingeniosa? ¿Amante? No sólo es difícil decir, sino que no es de ninguna manera. Encadenarse a la máquina es una especie de suicidio. Podría parecerle a alguien, atrapado por una imagen, que nada de lo que somos o parecemos puede importar salvo lo que se ve reflejado en nuestras experiencias. Pero ¿debe ser sorprendente que lo que somos sea importante para nosotros? ¿Por qué debemos preocuparnos únicamente de cómo pasar nuestro tiempo, y no de qué somos?
Algunas personas (entre las que me incluyo) no solo quieren ser cierto tipo de persona sino que dan importancia a la forma en que llegan a serla. Para articular mi argumentación al respecto permítanme antes hacer una breve digresión sobre un concepto llamado contrafreeloading.

Foto de Terence Faircloth

El contrafreelaoding es un término acuñado por el psicólogo de animales Glen Jensen que se refiere al hecho de que muchos animales prefieren ganarse la comida en lugar de obtenerla sin ningún esfuerzo:

Jensen descubrió (y numerosos experimentos posteriores lo han confirmado) que muchos animales (como peces, pájaros, jerbos, ratas, ratones, monos y chimpancés) tienden a preferir un acceso más complicado e indirecto a la comida que los atajos más directos. Es decir, incluso cuando los peces, pájaros, jerbos, ratas, ratones, monos y chimpancés no tienen que esforzarse demasiado, suelen preferir ganarse la comida. De hecho, entre todos los animales con los que se ha experimentado hasta ahora, la única especie que prefiere la opción comodona es el gato, que exhibe una racionalidad encomiable.
¿Está el ser humano incluido en ese grupo de animales que prefieren ganarse la comida? El fracaso de un preparado para tartas de la década de 1950 sugiere que :

In the 1950s, General Mills launched a line of cake mixes under the famous Betty Crocker brand. The cake mixes included all the dry ingredients in the package, plus milk and eggs in powdered form. All you needed was to add water, mix it all together, and stick the pan in the oven. For busy homemakers, it saved time and effort, and the recipe was virtually error free. General Mills had a sure winner on its hands.

Or so it thought. Despite the many benefits of the new product, it did not sell well. Even the iconic and trusted Betty Crocker brand could not convince homemakers to adopt the new product.

[...] Why were consumers resisting it? The short answer: guilt. The psychologists concluded that average American housewives felt bad using the product despite its convenience. It saved so much time and effort when compared with the traditional cake baking routine that they felt they were deceiving their husbands and guests. In fact, the cake tasted so good that people thought women were spending hours baking. Women felt guilty getting more credit than they deserved. So they stopped using the product.

[...] Against all marketing conventional wisdom, General Mills revised the product instead, making it less convenient. The housewife was charged with adding water and a real egg to the ingredients, creating the perception that the powdered egg had been subtracted. General Mills relaunched the new product with the slogan “Add an Egg.” Sales of Betty Crocker instant cake mix soared.
Para un economista racional esta historia no tiene mucho sentido pues, según su punto de vista, las personas escogemos maximizar la recompensa y minimizar el esfuerzo. Sin embargo, vemos que las amas de casa preferían imponerse un costo voluntariamente. ¿Por qué? Quizá porque al mezclar su trabajo con los ingredientes obtenían cierto grado de realización:

Why would such a simple thing have such a large effect? First, doing a little more work made women feel less guilty while still saving time. Also, the extra work meant that women had invested time and effort in the process, creating a sense of ownership. The simple act of replacing the powdered egg with a real egg made the creation of the cake more fulfilling and meaningful. You could even argue that an egg has connotations of life and birth, and that the housewife “gives birth” to her tasty creation. Okay, that may sound a bit far fetched. But you can’t argue that this new approach changed everything.
Por eso decía más arriba que la forma en que llegamos a ser la persona que queremos también cuenta. Es posible que no nos importe solo ser más optimistas o extrovertidos, sino que también queramos conseguirlo a través de nuestro propio esfuerzo. Una droga psicoactiva que nos lleva directamente a la meta puede comprometer la imagen que tenemos de nosotros mismos. Dependiendo del grado en que nos preocupen los medios tanto como los fines podemos pensar que estamos «haciendo trampa», cual deportista que usa esteroides.

Las dos estrellas más brillantes de la constelación de Géminis son Cástor y Pólux. Sus nombres hacen referencia a los Dióscuros, dos héroes de la mitología griega hijos gemelos de Leda. Pólux, al ser hijo de Zeus, estaba destinado a la inmortalidad mientras que Cástor, al tener un padre humano, era mortal. Su mito gira en torno al ciclo de lo mortal y lo inmortal.

En esta serie de artículos yo me he centrado en personalidades contrapuestas experimentadas por un mismo individuo, pero las drogas no siempre nos hacen cambiar hacia el polo opuesto. Una persona alegre que sufre una depresión y comienza a medicarse ve cómo recupera su yo de siempre. De igual manera, hay personas que cuando beben se sienten más ellas mismas. Al igual que toman un café para espabilarse cada mañana, cuando salen con sus amigos toman una copa para avivar sus cualidades ya existentes. Para estas personas su yo drogado no es más que su personalidad en negrita.

Las dudas pueden surgir cuando la droga no conlleva un exceso o superabundancia de algún rasgo de nuestro carácter, sino cuando hace surgir cualidades nuevas u opuestas a las existentes. Es entonces cuando algunos de nosotros empezamos a preguntarnos qué cara de nosotros es real, si vale la pena vivir una ilusión a cambio de aliviar el dolor, si merece la pena renunciar a parte de nuestra autonomía y si somos unos tramposos por elegir el camino fácil. A veces llegas a sentirte un impostor y te planteas cómo de fuertes son los lazos con quienes te rodean. Como ya conté, no todas las relaciones sobreviven a la aparición de la otra cara.

Todas estas dudas pueden llevar a alguien a dejar de beber, como le ocurrió a una amiga mía, pero también pueden llevar a un enfermo a dejar de tomar su medicación. Me temo que la época de los psiquiatras humanistas del estilo de Oliver Sacks, aquellos médicos que hacían las veces de psicólogos y cuyas consultas duraban una hora, comenzó su declive hace décadas. Hoy día, aunque en teoría las enfermedades mentales se consideren parte de una persona que sufre, lo cierto es que la labor de los psiquiatras se ha reducido a los fármacos en sí: qué tomar, en qué cantidad, cómo reacciona el paciente a los efectos secundarios, etcétera. Es como si el trastorno por el que el paciente acude a consulta fuera un mero desequilibro químico que puede solucionarse sin hacer referencia al yo del paciente.

La primera vez que medité sobre todas estas cuestiones mi preocupación principal era saber quién era yo en realidad, si era la persona sobria o la persona intoxicada. Siete años y (literalmente) cientos de libros después, me he dado cuenta de que quizá ese es un falso dilema. ¿Acaso no cabe la posibilidad de que yo sea ambos, de que ambas personalidades sean igual de auténticas? Para responder a ello necesitamos examinar más en profundidad la cuestión del yo, algo que, de nuevo les prometo, haremos en algún momento.

lunes, 15 de febrero de 2016

Géminis (II)

Oliver Sacks hablaba en su conocido libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero de un paciente con síndrome de Tourette llamado Ray que estaba casi incapacitado por múltiples tics de extrema violencia y otros síntomas causados por dicho síndrome. Sacks comenzó a tratarle con haloperidol. Si bien esta sustancia prácticamente libraba a Ray de sus tics, también tenía otros efectos secundarios no deseados, tales como disminución de los reflejos y desequilibrios. Además, los tics, más que desaparecer, solo se habían ralentizado. A esta decepcionante experiencia se añadía otra preocupación de Ray. Este hombre de veinticuatro años se preguntaba qué quedaría de él si desaparecían los tics, pues se veía a sí mismo como alguien formado por ellos y nada más (énfasis en el original):

Parecía, al menos humorísticamente, tener poco sentido de su identidad salvo como ticqueur. Se describía como «el ticqueur del Broadway del Presidente», y hablaba de sí mismo, en tercera persona como «Ray el ticqueur ingenioso», añadiendo que era tan proclive a las «agudezas con tics y a los tics con agudezas» que no sabía muy bien si se trataba de un don o de una maldición. Decía que no podía concebir la vida sin el tourettismo, y que no estaba seguro de que le interesase sin él.
Parte del tratamiento que Sacks llevó a cabo con Ray consistió en hacerle imaginar la vida sin tourettismo, esto es, investigar «todo lo que la vida podía ofrecer, podía ofrecerle, sin las atenciones y atracciones perversas del síndrome de Tourette» (ibídem Sacks):

Ray, que padecía el síndrome de Tourette desde los cuatro años, no tenía experiencia alguna de vida normal: dependía abrumadoramente de su exótica enfermedad y, como es natural, la utilizaba y la explotaba de diversos modos. No estaba en condiciones de abandonar su tourettismo y (no puedo evitar pensarlo) no podría haber estado nunca en condiciones de hacerlo sin aquellos tres meses de preparación intensa, de meditación y análisis profundo tremendamente duros y concentrados.
Foto de Shandi-lee Cox
Como vemos, la concepción del yo de Ray incluía su síndrome de Tourette. Lo había padecido desde niño y formaba parte de su identidad. Se había acostumbrado a él y había logrado sacarle cierto partido. Por ejemplo, sus rápidos reflejos le daban ventaja en juegos como el ping pong, así como a la hora de improvisar como batería de jazz. Por desgracia para él, el haloperidol le convertía en un músico insulso, carente de energía, entusiasmo y creatividad. También le hacía ser menos competitivo, travieso, descarado y agudo.

De modo que Ray tomó una decisión: tomaría el haloperidol (Haldol) de lunes a viernes pero no los fines de semana. Como resultado:

[A]hora hay dos Rays, uno con Haldol y otro sin él. Hay un ciudadano sobrio, cavilador, pausado, de lunes a viernes; y hay el «Ray, el ticqueur ingenioso», frívolo, frenético, inspirado, los fines de semana. 
El propio Ray admitía que aquella era una situación extraña. Según sus propias palabras:

Tener el síndrome de Tourette es delirante, es como estar borracho siempre. Con el Haldol todo es tedioso, uno se vuelve normal y sobrio, y ninguna de las dos situaciones es de verdadera libertad… ustedes los «normales», que tienen los transmisores adecuados en los lugares adecuados en los momentos adecuados en sus cerebros, tienen todos los sentimientos, todos los estilos, siempre a su disposición: seriedad, frivolidad, lo que sea más propio. Nosotros los que padecemos tourettismo no; nos vemos forzados a la frivolidad por nuestro síndrome y nos vemos forzados a la seriedad cuando tomamos Haldol. Ustedes son libres, tienen un equilibrio natural: nosotros hemos de sacar el máximo partido de un equilibrio artificial.
La historia de Ray me recuerda a aquella que les conté de Eutimio en el primer artículo de esta serie. Durante la semana, Eutimio era un trabajador de oficina normal. Los fines de semana, gracias al alcohol, se convertía en todo un casanova. Lo curioso es que, tal como lo contaba, Eutimio no parecía tener ningún control. Él simplemente bebía y, de repente, se transformaba en otra persona. Decía que con el alcohol «invocaba al otro Eutimio».

La facultad de Ray y de Eutimio para experimentar diferentes vidas o distintas personalidades a voluntad según ingerían o no una droga me trae a la mente la máquina de experiencias de Nozick, un experimento mental que mencionamos de pasada cuando hablamos de la pastilla roja. Su formulación original es como sigue:

Supongamos que existiera una máquina de experiencias que proporcionara cualquier experiencia que usted deseara. Neuropsicólogos fabulosos podrían estimular nuestro cerebro de tal modo que pensáramos y sintiéramos que estábamos escribiendo una gran novela, haciendo amigos o leyendo un libro interesante. Estaríamos todo el tiempo flotando dentro de un tanque, con electrodos conectados al cerebro. ¿Debemos permanecer encadenados a esta máquina para toda la vida, preprogramando las experiencias vitales? Si a usted le preocupa el no haber tenido experiencias deseables, podemos suponer que empresas de negocios han investigado por completo las vidas de muchos otros. Usted puede encontrar y escoger de su amplia biblioteca o popurrí de tales experiencias y seleccionar sus experiencias vitales para, digamos, los próximos dos años. Una vez transcurridos estos dos años, usted tendría diez minutos o diez horas fuera del tanque para seleccionar las experiencias de sus próximos dos años. Por supuesto, una vez en el tanque, usted no sabría que se encontraba allí; usted pensaría que todo eso era lo que estaba efectivamente ocurriendo. Otros también pueden encadenarse y tener las experiencias que quieran, de modo que no hay necesidad de mantenerse fuera para servirlos. (Olvídese de problemas tales como ¿quién daría mantenimiento a las máquinas si todo mundo estuviera encadenado a ella?) ¿Se encadenaría usted?
En aquel artículo sobre la pastilla roja y la pastilla azul vimos que muchas personas afirman que no se conectarían a tal máquina argumentando que no es una experiencia real. También hicimos algunas breves observaciones sobre nuestro deseo de autenticidad que no es menester repetir aquí, pues lo que ahora me interesa es analizar una de las razones que dio el propio Nozick. Escribe este filósofo (ibídem Nozick):

¿Qué nos preocupa a nosotros, además de nuestras experiencias? Primero, queremos hacer ciertas cosas, no sólo tener la experiencia de hacerlas. En el caso de ciertas experiencias, es sólo porque, primero, queremos hacer las acciones por lo que queremos la experiencia de hacerlas o pensar que las hemos hecho. (Pero ¿por qué queremos hacer las actividades en vez de meramente experimentarlas?)
«Queremos hacer ciertas cosas, no sólo tener la experiencia de hacerlas». Si esto es cierto entonces la máquina de experiencias supone una pérdida de nuestra autonomía. ¿Y las drogas? Recordemos las palabras de Ray: «los que padecemos tourettismo nos vemos forzados a la frivolidad por nuestro síndrome y nos vemos forzados a la seriedad cuando tomamos Haldol. Ustedes son libres». Cuando Eutimio está algo ebrio ¿es más libre, pues el alcohol suprime sus inhibiciones? ¿O ha perdido parte de su libertad, pues su juicio está nublado y bajo los efectos del alcohol hace cosas que no haría estando sobrio? Me atrevo a decir que la diferencia entre Ray y Eutimio es más de grado que de género.

El artículo 20.2 del código penal español recoge como eximente «el que al tiempo de cometer la infracción penal se halle en estado de intoxicación plena por el consumo de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas, estupefacientes, sustancias psicotrópicas u otras que produzcan efectos análogos, siempre que no haya sido buscado con el propósito de cometerla». Dicho artículo es la constatación legal de que cuando estamos intoxicados perdemos nuestra libre voluntad, aunque solo sea parcialmente. Mas hemos de tener en cuenta que, siempre que no hablemos de adicciones u otras enfermedades, consumir drogas es un acto que elegimos voluntariamente.

Continuará.

lunes, 8 de febrero de 2016

Géminis (I)

Al hilo de nuestras reflexiones sobre el alcohol recordé un viejo capítulo de Friends en el que Mónica tiene una relación con un hombre al que sus amigos llaman «Bob, el divertido». Al principio del capítulo Ross se da cuenta de que nunca han visto al susodicho Bob sin una copa en la mano. Cuando Mónica saca el tema él se propone dejar de beber. A consecuencia de ello, su novio se convierte en «Bob, el increíblemente aburrido»:
Mónica: ¡Madre mía!
Phoebe: Tampoco está tan mal.
Mónica: ¿Que no está tan mal? ¿No has oído la historia del martillo?
Phoebe: Vale, vale, no te pongas histérica. A lo mejor es una de esas historias que tienes que haberlas vivido.
Mónica: ¡Es que voy a vivirla durante el resto de mi vida! Ahora no puedo cortar con él, soy yo la que le obligó a dejar la bebida. ¡Es aburrido por mi culpa!
Phoebe: Oye, no digas eso. Probablemente siempre ha sido aburrido, tú solo... pues eso, lo has liberado.
Al final es Mónica la que acaba bebiendo de más para poder soportar la compañía de su novio y Bob quien termina la relación argumentando que Mónica tiene un problema con la bebida.

Existen muchas drogas que pueden cambiar nuestra personalidad, ya sea de manera temporal o a largo plazo. Algunas de ellas tienen indicaciones terapéuticas, como los antidepresivos. Hasta que no me ha tocado vivirlo no he sabido que dicho medicamento es el tratamiento de elección a largo plazo para la ansiedad. Los efectos que están teniendo en mí son los mismos que en ocasiones anteriores: tengo más energía y menos días sombríos, paso menos tiempo en casa, estoy de mejor humor, me preocupo menos, soy más sociable y disfruto de las cosas placenteras. Quizá el síntoma más llamativo es mi exacerbado sentido del humor: en cuanto la medicación empezó a hacer efecto fueron muchos los que me dijeron que estaba muy graciosillo.

Foto de Romain Donato
A primera vista parece que la vida es mejor así. Los síntomas de ansiedad han desaparecido casi totalmente y encuentro la vida mucho más gustosa. Sin embargo, surgen las mismas preguntas que las veces anteriores. ¿Acaso no es esto una ilusión? ¿Quién soy yo en realidad? ¿No es mi yo real la persona que soy cuando no tomo antidepresivos? ¿O acaso los antidepresivos me permiten liberar mi verdadero yo?

La primera vez que tomé antidepresivos me adherí a la explicación química. En aquel entonces, el médico me explicó que aquellas pastillas eran para equilibrar mis neurotransmisores. Siendo así no había diferencia, razoné, entre alguien que se debe inyectar insulina cada día y yo mismo, que tenía que ingerir inhibidores de recaptación de la serotonina. Como escribe Andrew Solomon, el argumento de «la química» proporciona consuelo al poner el foco de la enfermedad en algo que no podemos controlar y que no asociamos a nuestra forma de ser (énfasis en el original):

Chemistry is often called on to heal the rift between body and soul. The relief people ex- press when a doctor says their depression is “chemical” is predicated on a belief that there is an integral self that exists across time, and on a fictional divide between the fully occasioned sorrow and the utterly random one. The word chemical seems to assuage the feelings of responsibility people have for the stressed-out discontent of not liking their jobs, worrying about getting old, failing at love, hating their families. There is a pleasant freedom from guilt that has been attached to chemical. If your brain is predisposed to depression, you need not blame yourself for it.
Sin embargo, como muy bien explica a continuación este autor, la cuestión no es tan sencilla. Al final, todo en nuestro cerebro se reduce a procesos químicos: la consciencia, la personalidad y el «yo» emergen de las reacciones que tienen lugar dentro de nuestro cráneo. Los antidepresivos afectan a nuestra identidad de una manera única que nada tiene que ver con los medicamentos que actúan sobre otras partes del cuerpo (el énfasis es mío):

Well, blame yourself or evolution, but remember that blame itself can be understood as a chemical process, and that happiness, too, is chemical.Chemistry and biology are not matters that impinge on the “real” self; depression cannot be separated from the person it affects. Treatment does not alleviate a disruption of identity, bringing you back to some kind of normality; it readjusts a multifarious identity, changing in some small degree who you are.
[...] If time lets you cycle out of a depression and feel better, the chemical changes are no less particular and complex than the ones that are brought about by taking antidepressants. The external determines the internal as much as the internal invents the external. What is so unattractive is the idea that in addition to all other lines being blurred, the boundaries of what makes us ourselves are blurry. There is no essential self that lies pure as a vein of gold under the chaos of experience and chemistry. Anything can be changed, and we must understand the human organism as a sequence of selves that succumb to or choose one another.
Tengo pensado hablar detenidamente sobre la cuestión del «yo» en otro momento, así que dejaré al margen la cuestión de su definición. Lo que me interesa hoy es recalcar que las drogas ponen de manifiesto que, como el signo zodiacal de Géminis, tenemos dos caras. Una es nuestra forma de ser cuando estamos sobrios. La otra, nuestra personalidad bajo los efectos de las drogas.

Quienes son bebedores sociales y únicamente se emborrachan algunos fines de semana con los amigos no parecen tener ningún problema con este estado de las cosas. Quizá sea porque es algo muy común y el efecto en la personalidad solo dura unas pocas horas. Además, al día siguiente es difícil que recuerden cómo eran verdaderamente la noche anterior. Un amigo mío, al que llamaremos Eutimio, llamaba a su yo ebrio «el otro Eutimio». Esa persona era un ligón que cada fin de semana disfrutaba las mieles de un panal diferente. Finalmente, Eutimio encontró una pareja estable y no volvió a invocar (como él mismo decía) a su alter ego. Durante los meses en los que «el otro Eutimio» actuaba por la ciudad no recuerdo ninguna queja del Eutimio original.

Pero cuando una persona se medica durante meses o años es difícil no reflexionar sobre ello. Una de las razones principales tal vez sea el hecho de que el cambio no se queda en la esfera privada, sino que es percibido por quienes nos rodean. La gente te ve mejor y te lo dice. Quienes no me han conocido en tratamientos anteriores hablan de un nuevo Silvio. Al ser yo diferente, mis interacciones con ellos tampoco son las mismas. Es un hecho conocido que los demás no nos tratan igual cuando somos unos gruñones afligidos que cuando nos mostramos alegres y dicharacheros. Y he aquí que la forma en que nos ven los demás y cómo nos relacionamos con ellos también define nuestro yo:

[E]l filósofo George Santayana [dijo] que, poco importaría lo que los demás pensaran de nosotros… de no ser porque, una vez lo sabemos, ese conocimiento «tiñe profundamente la visión que tenemos de nosotros». Los filósofos sociales han denominado “yo que se mira en el espejo” a este efecto que refleja cómo imaginamos que los demás nos ven.
Nuestra sensación de identidad aflora, desde esta perspectiva, en nuestras interacciones sociales, porque los demás actúan como espejos que nos reflejan. Esta idea se ha visto resumida en la frase: «Soy lo que creo que tú crees que soy».
Yo he llegado al punto de sentirme un impostor. Hace algunos años, después de una cita, pasé un fin de semana entero dándole vueltas a la idea de que la persona con la que aquella chica había comido y tomado café no era yo. Todos mostramos la mejor versión de nosotros mismos cuando buscamos pareja pero lo que yo había enseñado era la mejor cara de una personalidad fantasma fruto de la medicación. ¿Qué pasaría cuando dejara los antidepresivos y volviera a ser el de antes? Con el tiempo lo descubriría: mi yo «real» no era del agrado de aquella mujer. No era la primera vez que me ocurría, ni sería la última.

Continuará.