-Encima al gazpacho este le han puesto pan.Y así un rato más, en tono de voz cada vez más alto, terminando con el clásico «no tienes ni puta idea» y su correspondiente «tú sí que no tienes ni puta idea».
-Es que el gazpacho lleva pan.
-¡Qué dices! El gazpacho no lleva pan.
-¡Que sí lleva!
-¡Que no lleva pan!
-¡Que sí lleva pan!
-¡Que no! ¡Que eso es el salmorejo!
-¡El salmorejo es el que no lleva pan!
Como sabe cualquiera que haya discutido con alguien de política o de fútbol, no todo el mundo es razonable. Están los creyentes, con quienes no se puede razonar porque su juicio está nublado por sus ganas de creer.
Foto de BocaDorada |
Mi mejor amiga cree que es fea (no lo es). La abuela de mi amigo cree que Rajoy sacará a España de la crisis (la economía mejora o empeora por razones distintas y a distinto ritmo; una sola persona no puede arrojarse todo el mérito o la culpa). Mi hermana cree en Dios (el ejemplo más ilustrativo de creencia). Carl Sagan dijo: «You can't convince a believer of anything; for their belief is not based on evidence, it's based on a deep seated need to believe». Recordemos a Mulder, de Expediente X, con su póster del ovni y la frase «I want to believe» en él inscrita. La creencia surge del convencimiento interno. No sólo no depende de las pruebas (a veces su única prueba es una sensación, sentimiento o preferencia del creyente, es decir, algo no nacido de la razón), sino que a veces existe a pesar de las pruebas. Pensemos en la fe, que consiste en aceptar lo improbable o lo imposible sin pedir ninguna prueba, en tomar algo como cierto solo por nuestra propia confianza en que sea cierto. Para mi hermana la falta de pruebas en favor de la existencia de Dios no es un problema para su creencia. Todo lo contrario: es poner a prueba su fe. Y su fe requiere superar dicha prueba. La creencia se perpetúa a sí misma.
Hasta los quince años yo también creía en Dios, pero después perdí la fe. Al ser las creencias algo subjetivo creo que los cambios en ellas suelen venir de dentro, no porque alguien logre persuadirnos. En un momento dado empezamos a interpretar los mismos factores externos de forma distinta, cambiamos el peso relativo que otorgamos a nuestro valores, ocurre algo que trastoca nuestra visón del mundo... y uno empieza a pensar que quizá todos esos jóvenes deberían estar buscando trabajo en lugar de acampar en una plaza, cuando resulta que a su edad compartíamos su forma de obrar. Con la edad y la experiencia cambian los objetivos vitales, las preferencias, los esquemas mentales, etc., lo que lleva de forma natural a que creamos en cosas distintas.
Si las creencias se quedaran en el ámbito privado tal vez sería indiferente lo que cada uno crea. Pero no es así: las creencias afectan al mundo. El filósofo británico Frank Ramsey pensaba en ellas como en mapas con los que nos guíamos o conducimos («maps which one steers»). Es decir, nuestras creencias guían nuestro comportamiento. Cuando una creencia está equivocada lo que hacemos basándonos en ella también lo está. Uno puede creer que es una mierda inútil y pegarse un tiro. O creer que las vacunas son nocivas y no inmunizar a sus hijos. O creer que su pareja le engaña y serle infiel como venganza. O creer que los aficionados del otro equipo son el enemigo y deben ser combatidos. O, de forma más banal, creer que la verdura engorda y dejar de tomarla. Así pues ¿no deberíamos examinar nuestras creencias minuciosa y periódicamente?
El fanatismo es el caso extremo de una ideología o religión. Podría considerarse también un caso extremo de creencia, pero no es exactamente así. Como dijimos al principio, no se puede discutir con un creyente porque él quiere creer. El caso del fanático está en otro nivel, uno donde no se trata de las pruebas, sino de las premisas mismas de la discusión.
Tomemos, por ejemplo, el caso de Anders Behring Breivik, cuyo juicio por el asesinato de 77 personas ha terminado esta semana. Él ha declarado:
«Los atentados del 22 de julio fueron ataques preventivos en defensa de mi grupo étnico, y por eso no puedo reconocer la culpa. Actué en nombre de mi pueblo, mi religión y mi país. Exijo ser puesto en libertad.»El ilustrado francés Voltaire se preguntaba ya en el siglo XVIII:
«¿Qué se puede responder a un hombre que nos dice que quiere obedecer más a dios que a los hombres y que por tanto está seguro de ganarse el cielo matándonos?»Hubert Schleichert deja claro que no hay nada que hacer:
«Naturalmente, se intenta reiteradamente reconducir la discusión con un fanático a la forma estándar de argumentación, es decir, encontrar una base común para la argumentación, por ejemplo apelando a los derechos humanos, sentimientos elementales o la responsabilidad por el futuro de la humanidad. Semejante proceder es optimista y se basa en la suposición de que el fanático extrae conclusiones falsas de principios que compartimos con él. Pero uno debe ser cuidadoso con semejantes suposiciones. No debe considerarse al fanático como inconsecuente o intelectualmente limitado, esto es, como si él y noostros compartiéramos los mismos principios supremos aunque él no sea lo suficientemente inteligente para aplicarlos correctamente. Debe afrontarse el hecho de que puede discutirse sobre los principios mismos y que al hacerlo no es posible recurrir a otros principios superiores».Es una perspectiva deprimente. No hay ningún Principia que demuestre inequívocamente que no se debe matar, o que debemos observar en todo momento alguna versión de la regla de oro (no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan, tratar a los demás como querríamos ser tratados), o que nuestro comportamiento deba poder ser ley universal. Todo ello es discutible en su nivel más básico y elemental, y no se puede demostrar con certeza matemática (de ahí que surjan movimientos como el relativismo postmoderno). Nadie podrá convencer a Breivik de que lo que hizo es una atrocidad; ese salvaje no comparte nuestra máximas ni nuestro sistema de valores.
Hubo un tiempo en el que pensaba que la gente creía y hacía cosas erróneas porque no contaba con toda la información necesaria, no sabía razonar correctamente o no tenía en cuenta todos los argumentos relacionados con el quid de la cuestión. Pero el libro de Schleichert me hizo darme cuenta de que no se trata de eso; lo que ocurre en realidad es que las ideologías son indecidibles. Uno puede hacer como los niños y preguntar «¿por qué?» una y otra y otra vez hasta que el otro deba a recurrir a una premisa tomada como axioma, momento en el que se puede invocar la premisa contraria, convirtiendo la discusión en un asunto estéril de afirmación y contra-afirmación. Y todo para que, al final, resulte que el pan es un ingrediente tanto del gazpacho como del salmorejo.
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