martes, 21 de agosto de 2018

El problema es la elección

Imaginen que tienen que comprar un coche y hay dos opciones. El coche A cuesta 25.000 euros y tiene cinco estrellas Euro NCAP. El coche B solo tiene tres estrellas Euro NCAP. ¿Cuánto tendría que costar el coche B para que lo eligieran en lugar del coche A?

Supongamos que el precio promedio dado por los lectores de este blog para el coche B es 15.000 euros. Después le damos a elegir a otro grupo de personas entre el coche A y el B, el primero costando 25.000 euros y el segundo 15.000. Si el precio promedio es correcto los dos coches deberían ser igualmente atractivos de manera que aproximadamente la mitad de personas deberían elegir el A y la otra mitad el B.

No fue eso lo que pasó con los sujetos que participaron en este estudio. A la hora de decidir, la mayoría optó por el coche más caro pero más seguro:

When forced to choose, most people refused to trade safety for price. They acted as if the importance of safety to their decision was so great that price was essentially irrelevant. This choice was clearly different from the way people reacted to the task in which they had to establish a price that would make the two cars equivalent. If they had thought that safety was of overriding importance, they would have set the price of Car B very low. But they didn’t. So it wasn’t that people refused to “put a price” on safety. Rather, when the time came to make the choice, they were simply unwilling to live by the price on safety that they had already established.
Teléfonos móviles, coches, ordenadores, electrodomésticos...todos esos artículos tienen en común dos cosas: hay decenas de opciones entre las que elegir y no suele ocurrir que haya una que sea la mejor en todo, así que nos vemos obligados a hacer concesiones, a primar unas características sobre otras para de determinar cuál compraremos.

De acuerdo con el psicólogo Barry Schartz hay dos tipos de compradores. Por un lado están los maximizadores, aquellos que buscan lo mejor en términos absolutos. Frente a ellos están quienes se sienten satisfechos con encontrar algo que es suficientemente bueno, aunque no sea lo mejor:

Maximizers need to be assured that every purchase or decision was the best that could be made. Yet how can anyone truly know that any given option is absolutely the best possible? The only way to know is to check out all the alternatives. A maximizer can’t be certain that she has found the best sweater unless she’s looked at all the sweaters. She can’t know that she is getting the best price unless she’s checked out all the prices. As a decision strategy, maximizing creates a daunting task, which becomes all the more daunting as the number of options increases.

The alternative to maximizing is to be a satisficer. To satisfice is to settle for something that is good enough and not worry about the possibility that there might be something better. A satisficer has criteria and standards. She searches until she finds an item that meets those standards, and at that point, she stops. As soon as she finds a sweater that meets her standard of fit, quality, and price in the very first store she enters, she buys it—end of story. She is not concerned about better sweaters or better bargains just around the corner.
Para los maximizadores que viven envueltos en una cantidad de opciones abrumadora decidir qué comprar es una fuente de estrés, ya que cada alternativa adicional hace que sea menos probable que una se pueda considerar la mejor sin ambages, lo que provoca dudas, ansiedad y arrepentimiento anticipado.

Según se desprende de las palabras de Schwartz lo que más desasosiego genera son las concesiones, esto es, decidir qué nos importa más. O, dicho de otro modo, a qué queremos renunciar. ¿Seguridad o precio? ¿Velocidad del procesador o espacio para guardar fotos? ¿Potencia o consumo? La tensión puede ser tanta que lleguemos al extremo de no tomar ninguna decisión en absoluto (estamos hechos un lío), y el coste emocional asociado hace que disminuya nuestra satisfacción con la elección que finalmente hemos tomado (ibídem):

Confronting any trade-off, it seems, is incredibly unsettling. And as the available alternatives increase, the extent to which choices will require trade-offs will increase as well.

What, then, do people do if virtually all decisions involve trade-offs and people resist making them? One option is to postpone or avoid the decision. [...] People find decision making that involves trade-offs so unpleasant that they will clutch at almost anything to help them decide. [...] JUST ABOUT EVERYONE SEEMS TO APPRECIATE THAT THINKING about trade-offs makes for better decisions. We want our doctors to be weighing trade-offs before making treatment recommendations. We want our investment advisers carefully considering trade-offs before making investment recommendations. We want Consumer Reports to evaluate trade-offs before making purchasing recommendations. We just don’t want to have to evaluate trade-offs ourselves. And we don’t want to do it because it is emotionally unpleasant to go through the process of thinking about opportunity costs and the losses they imply.
En otra ocasión les hablé de mis indecisiones. La diferencia con lo tratado aquí es que, cuando se trata de ciertos objetos, la información es fácilmente cuantificable incluyendo, si hay suerte, los aspectos que más nos importan para guiar nuestra elección. Por ejemplo, los teléfonos móviles y los coches son fáciles de comparar según sus especificaciones. Por el contrario, es muy difícil sopesar un cambio de trabajo porque debemos considerar imponderables como los compañeros, el ambiente, el tiempo que se tarda en ir y volver, el rol y otras características que solo sabremos en un futuro.

Yo soy un maximizador. Siempre trato de recopilar el mayor número de alternativas existentes y compararlas antes de decidirme, todo ello con el fin de obtener la mejor relación entre calidad y precio. Reconozco que a veces se me va de las manos. Puedo tardar tanto tiempo en elegir un artículo del supermercado que llega a parecer que en lugar de comprar una tableta de chocolate estoy preparando una OPA hostil a una empresa de hidrocarburos.

La manera que yo he encontrado de elegir qué comprar es el análisis de datos. Requiere tiempo y energía mental pero no me importa porque disfruto el proceso y aprendo cosas por el camino. Tampoco me incomoda que la gente se ría de mí porque, al final, soy yo el que tiene que tener paz mental y estar satisfecho con la elección hecha; mi ritual numérico me da las justificaciones que necesito para ello. Cuanto mayor es el desembolso económico al que me enfrento más falta me hace seguir este método.

He pasado las dos últimas semanas analizando coches. Como es menester, compartiré con ustedes lo aprendido.

lunes, 6 de agosto de 2018

Paradojas de la experiencia en el trabajo

En el mundo laboral la primera paradoja se sufre cuando se intenta conseguir el primer empleo, la época en la que no nos contratan por no tener experiencia pero nos es imposible adquirir experiencia porque no nos contratan.

Si todo va bien y se consigue iniciar una carrera profesional, con el paso de los años y la acumulación de conocimientos puede llegar otra paradoja, a saber, que nos repudien porque tengamos mucha experiencia y sepamos valorarla. Esto suele ocurrir cuando el empresario de turno no está dispuesto a pagar lo que valen nuestra veteranía y conocimientos.

Otra posibilidad es que acabemos sirviéndonos toda la vida de la destreza atesorada durante los primeros años sin preocuparnos por estar al día (quizá porque creamos que ya sabemos) de manera que terminamos fosilizándonos a causa de los avances en el conocimiento. La nuestra se convierte así en una experiencia de pastel en la que los lustros maquillan el triste hecho de que llevamos eones sin aprender nada nuevo.

Finalmente, avanza la madurez, nos vamos haciendo viejos y los de recursos humanos comienzan a darnos la espalda. Nuestra experiencia pasa a ser un lastre, un signo de envejecimiento que activa automáticamente en los empleadores todos los prejuicios que llevan nuestra candidatura a la papelera.

Así pues, el valor de la experiencia laboral no parece ser lineal sino estar regido por una curva parecida a esta, con el tiempo en el eje de abcisas y el valor de la experiencia en el eje vertical:

Los primeros años son los más fructíferos. En ellos pasamos, por utilizar un símil lingüístico, de reconocer las letras por separado a manejar largos textos. En esta etapa la experiencia nos hace más felices en el trabajo ya que, como dice Cal Newport, el paso del tiempo nos permite ser mejores en aquello que hacemos, vemos cómo somos más eficientes y (con suerte) cómo nuestros quehaceres son cada vez más importantes y tienen un impacto mayor. A medida que nuestra confianza crece el estrés de rol disminuye porque las tareas ya no nos quedan grandes.

Después viene una fase de rendimientos decrecientes en la que cada año adicional aporta menos que el anterior. Finalmente, pasado el cénit, la experiencia juega en nuestra contra. Aparece la sensación de que nuestros conocimientos se están erosionando. Lo que aprendimos en la universidad hace tiempo que caducó; nuestro entendimiento de los nuevos avances en el sector pasa a ser superficial. En esta fase no son pocos los que se ven a sí mismos como trabajadores cansados, demasiado viejos para reciclarse o sin motivación para mantenerse al día. Incluso aunque nos dediquemos con ahínco a mantener el ritmo no se nos escapa que nuestra experiencia hace difícil que alumbremos enfoques totalmente nuevos.

La percepción que puede tener un trabajador añoso de sí mismo sin duda está parcialmente moldeada por el trato que recibe por parte de la sociedad. Llega un momento en que la experiencia deja de infundir respeto. Los empleados más jóvenes tratan a los mayores como padres de familia o abuelos cuenta-batallas, personas gastadas cuya época pasó y que no parecen tener el decoro de hacerse un lado. Su experiencia no cuenta. Autores más elocuentes que yo lo han expresado maravillosamente:

Para los trabajadores mayores, los prejuicios en contra de la edad envían un mensaje potente: a medida que se acumula la experiencia de una persona, pierde valor. Lo que un trabajador mayor ha aprendido en el curso de los años acerca de una compañía o una profesión particular puede ser un obstáculo para los nuevos cambios dictados por los superiores.
Y así:

El paso del tiempo parece vaciarnos. Nuestra experiencia parece una cita vergonzosa de un trasto pasado de moda. Estas convicciones, más que animarnos a apostar, ponen en peligro la percepción de nuestra propia valoración a través del paso inexorable de los años.
Después de escribir esto me ha picado la curiosidad y he buscado en Infojobs. Hoy hay 42.112 ofertas publicadas, de las cuales 221 exigen tener más de diez años de experiencia, 2.602 entre cinco y diez años, y 34.280 entre uno y cinco años. Tal vez sea porque las ofertas que buscan personas con más de diez años de experiencia ofrecen un puesto de responsabilidad, de los cuales siempre hay menos. O tal vez sea porque cuanto más sabemos menos nos necesitan.