Si todo va bien y se consigue iniciar una carrera profesional, con el paso de los años y la acumulación de conocimientos puede llegar otra paradoja, a saber, que nos repudien porque tengamos mucha experiencia y sepamos valorarla. Esto suele ocurrir cuando el empresario de turno no está dispuesto a pagar lo que valen nuestra veteranía y conocimientos.
Otra posibilidad es que acabemos sirviéndonos toda la vida de la destreza atesorada durante los primeros años sin preocuparnos por estar al día (quizá porque creamos que ya sabemos) de manera que terminamos fosilizándonos a causa de los avances en el conocimiento. La nuestra se convierte así en una experiencia de pastel en la que los lustros maquillan el triste hecho de que llevamos eones sin aprender nada nuevo.
Finalmente, avanza la madurez, nos vamos haciendo viejos y los de recursos humanos comienzan a darnos la espalda. Nuestra experiencia pasa a ser un lastre, un signo de envejecimiento que activa automáticamente en los empleadores todos los prejuicios que llevan nuestra candidatura a la papelera.
Así pues, el valor de la experiencia laboral no parece ser lineal sino estar regido por una curva parecida a esta, con el tiempo en el eje de abcisas y el valor de la experiencia en el eje vertical:
Después viene una fase de rendimientos decrecientes en la que cada año adicional aporta menos que el anterior. Finalmente, pasado el cénit, la experiencia juega en nuestra contra. Aparece la sensación de que nuestros conocimientos se están erosionando. Lo que aprendimos en la universidad hace tiempo que caducó; nuestro entendimiento de los nuevos avances en el sector pasa a ser superficial. En esta fase no son pocos los que se ven a sí mismos como trabajadores cansados, demasiado viejos para reciclarse o sin motivación para mantenerse al día. Incluso aunque nos dediquemos con ahínco a mantener el ritmo no se nos escapa que nuestra experiencia hace difícil que alumbremos enfoques totalmente nuevos.
La percepción que puede tener un trabajador añoso de sí mismo sin duda está parcialmente moldeada por el trato que recibe por parte de la sociedad. Llega un momento en que la experiencia deja de infundir respeto. Los empleados más jóvenes tratan a los mayores como padres de familia o abuelos cuenta-batallas, personas gastadas cuya época pasó y que no parecen tener el decoro de hacerse un lado. Su experiencia no cuenta. Autores más elocuentes que yo lo han expresado maravillosamente:
Para los trabajadores mayores, los prejuicios en contra de la edad envían un mensaje potente: a medida que se acumula la experiencia de una persona, pierde valor. Lo que un trabajador mayor ha aprendido en el curso de los años acerca de una compañía o una profesión particular puede ser un obstáculo para los nuevos cambios dictados por los superiores.Y así:
El paso del tiempo parece vaciarnos. Nuestra experiencia parece una cita vergonzosa de un trasto pasado de moda. Estas convicciones, más que animarnos a apostar, ponen en peligro la percepción de nuestra propia valoración a través del paso inexorable de los años.Después de escribir esto me ha picado la curiosidad y he buscado en Infojobs. Hoy hay 42.112 ofertas publicadas, de las cuales 221 exigen tener más de diez años de experiencia, 2.602 entre cinco y diez años, y 34.280 entre uno y cinco años. Tal vez sea porque las ofertas que buscan personas con más de diez años de experiencia ofrecen un puesto de responsabilidad, de los cuales siempre hay menos. O tal vez sea porque cuanto más sabemos menos nos necesitan.
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