sábado, 25 de mayo de 2013

Una proposición indecente

En 2007 una mujer de veinticinco años publicó un anuncio en Craiglist en el que se describía como «espectacularmente bella, elocuente y con clase». Su objetivo, decía ella, era encontrar a un hombre que ganara al menos 500.000 dólares al año con el que casarse. Se lamentaba la pobre chica de haberse estancado en citas con maromos cuyo salario no superaba los 250.000 dólares anuales, varones que no podrían proporcionarle una casa al oeste de Central Park. Lo que esta joven buscaba con su anuncio, de acuerdo con sus propias palabras, eran consejos prácticos que le ayudaran a encontrar a uno de esos hombres del medio millón de dólares: bares a los que ir, restaurantes que frecuentar, gimnasios a los que apuntarse, profesionales a los que dirigirse porque ganan más, etc. Afirmaba mi prima con pasmo que era mucho más lista y guapa que otras mujeres que habían logrado lo que ella ansiaba, y que no sabía qué estaba haciendo mal.
Foto de epSos.de

A menudo introducir dinero en la ecuación, o ponerlo por delante de toda otra consideración, empeora un trato. Por ejemplo, piense en algo que le guste mucho hacer (dibujar, hacer snowboard, fornicar...) y en cómo se sentiría si le pagaran por hacerlo. En el momento en el que se convierte en un trabajo nuestra actitud se transforma. Por mucho que nos guste, empezamos a tener en cuenta los inconvenientes, como el de someterse a un horario fijo o fechas límite. El hecho de que haya dinero de por medio cambia la manera en que valoramos la actividad.

Asegura Dan Ariely que las motivaciones financieras y las altruistas no se suman, sino que se restan. Según él:
«Once that financial motivation comes in, the social motivation, feeling good about yourself, good about your action, actually goes away. The basic idea here is that we live in a continuum. There are things that are in the financial domain, which we call market norms, where you pay people for their work. [...] On the other hand, we have marriage or long term relationship, where we don't have this exact tradeoffs. [...] The interesting thing is that once you add financial incentives to the mix, you actually can make things worse off.»
Como muestra pone el siguiente ejemplo. Si usted se encontrara a un conductor que ha pinchado y tiene que cambiar la rueda ¿le ayudaría? Personalmente puedo contestar afirmativamente porque ya me he encontrado en esa situación varias veces. Ahora bien, considere que en lugar de pedir su ayuda desinteresada el conductor le ofrece tres euros por echarle un cable. ¿Accedería o pensaría que por esa cantidad no vale la pena molestarse, que su tiempo vale más? ¿O tal vez le ayudaría y rechazaría el dinero para mantener la sensación de recompensa altruista? Los resultados de los experimentos llevados a cabo por el propio Ariely apuntan a que cuando se pagan pequeñas cantidades por favores como el anterior ya no estamos tan dispuestos a hacerlos.

El filósofo americano Michael J. Sandel escribió un más que interesante libro sobre los límites morales de los mercados cuyo argumento gira precisamente en torno a este cambio de óptica que tiene lugar dinero mediante. Antes de comprar o poner algo a la venta, sugiere Sandel, debemos preguntarnos cuál es el significado del bien que se quiere comercializar:
«Cuando decidimos que ciertos bienes pueden comprarse y venderse, decidimos, al menos de manera implícita, si es apropiado tratarlos como mercancías, como instrumentos de provecho y de uso. Pero no todos los bienes se valoran propiamente de esta manera. El ejemplo más obvio son los seres humanos. La esclavitud fue tan atroz porque trataba a las personas como mercancías que podían comprarse y venderse en subastas. Este trato no puede valorar adecuadamente a los seres humanos; como seres merecedores de dignidad y respeto, y no como instrumentos de ganancias y objetos de uso.

[...] Los economistas a menudo suponen que los mercados no tocan o contaminan los bienes que regulan. Pero esto no es cierto. Los mercados dejan su impronta en las normas sociales. Con frecuencia los incentivos mercantiles minan o desplazan los incentivos no mercantiles.
Un estudio sobre algunas guarderías de Israel demuestra que esto puede suceder. Las guarderías se enfrentaban a un problema familiar: los padres a veces llegaban tarde a recoger a sus hijos, y una cuidadora debía permanecer con ellos hasta que llegasen los padres que se retrasaban. Para solucionar este problema, las guarderías les impusieron una multa por recogerlos tarde. ¿Qué sucedió? Las recogidas con retraso aumentaron.

[...] Cuando vemos cómo los mercados y el intercambio comercial alteran el carácter de los bienes que tocan, tenemos que preguntarnos cuál es —y cuál no es— el sitio de los mercados. Y no podemos responder a esta pregunta sin reflexionar sobre el significado y la finalidad de los bienes y sobre los valores que deberían gobernarlos.»
Crear un mercado para algo no es solo una cuestión de eficiencia. Si fuera así –y viviéramos un mundo ideal de información perfecta, sin asimetrías– entonces quizá no habría lugar a discusión: todo debería repartirse según lo determinara el mercado al uso (asumiendo, claro está, que la teoría de mercados eficientes es correcta). Pero entendemos que, además de las económicas, hay una pléyade de consideraciones sociales y morales que también cuentan a la hora de introducir el dinero contante y sonante en nuestras interacciones.

Con la crisis financiera golpeando sin piedad se suceden las ocasiones en las que se recurre a la excusa económica para vender o cobrar por cualquier cosa, desde el nombre de las estaciones de Metro hasta la sanidad, pasando por el derecho de residencia. El CEO de Nestlé propone privatizar el agua potable. Los ciudadanos se revuelven frente a todo lo anterior esgrimiendo argumentos morales. Los mercados son una herramienta, no un fin en sí mismo, y somos libres de rechazarlos si no se adaptan a nuestros propósitos y fines deseados.

De todas las respuestas que recibió la mujer mencionada al principio de esta entrada destaca la de un hombre que satisfacía las condiciones requeridas, pero que no estaba interesado en un trato de estas características porque, a su juicio, saldría perdiendo. Argumentó que los activos aportados por él (su dinero) pueden revalorizarse y aumentar con el tiempo, mientras que el activo de la mujer –su belleza– está condenado a depreciarse con el paso de los días. Por tanto, la mejor estrategia para un hombre interesado en el aspecto físico de su pareja no es «comprar y mantener» (esto es, casarse) sino «alquilar» (noviazgos con fecha de caducidad). Como colofón vino a añadir que no sería tan guapa y lista si no era capaz de encontrar a su «sugar daddy».

Este tipo de relación a imagen del mercado es lo que Sandel llama sociedad de mercado: «una manera de vivir en la que los valores mercantiles penetran en cada aspecto de las actividades humanas». La cuestión es si realmente queremos vivir en un mundo en el que cosas como el sexo, el compromiso, los sentimientos, los derechos y los valores son vistos como recursos con los que comerciar en un marco delineado por el dinero y la rentabilidad.

domingo, 12 de mayo de 2013

Escribe algo

En el epílogo de su libro sobre la manera de ser mejor en lo que uno hace Atul Gawande ofrece «cinco sugerencias acerca de cómo hacer una contribución que valga la pena». Una de tales sugerencias es «escribe algo»:
«Da igual que escribas cinco párrafos para un blog, un artículo para una revista profesional o un poema para un grupo de lectura. Pero escribe. Lo que escribas no tiene por qué ser perfecto; sólo tiene que aportar alguna pequeña observación acerca de tu mundo.»
Foto de Charles Jeffrey Danoff
Personalmente siempre me ha gustado escribir, por eso llevo desde 2010 dándole a la tecla casi cada semana. Es algo que surge de mí espontáneamente y quizá la único que hago simplemente «porque sí», como fin en sí mismo. Pero si su carácter exige fines y beneficios antes de ponerse en marcha puedo ofrecerles a continuación un florilegio de los mismos.

«Escribir le permite a uno recobrar la perspectiva, plantear y resolver correctamente los problemas —observa Gawande —. Incluso despotricar con furia desbocada permite al escritor llegar a cierto nivel de reflexión». Richard Wiseman apunta en su guía de autoayuda basada en investigaciones psicológicas que escribir sobre experiencias traumáticas es más útil que hablar acerca de las mismas:
«Desde una perspectiva psicológica, hablar y escribir son dos cosas muy distintas. Hablar, a veces, es una actividad poco estructurada, desorganizada, incluso caótica. Por el contrario, escribir ayuda a la creación de un argumento y una estrucutra que ayudan a dar sentido a lo sucedido y nos dirigen a una solución. En resumen, hablar puede añadir confusión, mientras que escribir proporciona un enfoque más sistemático, más centrado en la solución.»
Además de eso, Wiseman asegura que algunos tipo de escritura –como la escritura afectiva– pueden ayudarnos a elevar el ánimo y hacernos sentir más felices en el día a día. Para ello ofrece un diario poco convencional basado en expresar gratitud, pensar en un futuro perfecto y en revivir experiencias maravillosas o recordar las pequeñas cosas que nos hayan salido bien últimamente.

Una vez hayan escrito algo, por favor compártanlo. Tal vez no todo, tal vez no con todos. Tal vez no siempre. Pero compartan. Citando de nuevo a Gawande:
«No hay que subestimar el efecto de la contribución que uno pueda hacer, por modesta que sea. […] Mediante el procedimiento de solicitar modestas contribuciones a la mayoría, hemos creado una reserva de saber colectivo mucho más poderosa de la que podría haber desarrollado un individuo cualquiera. Y esto es tan cierto fuera del ámbito de la ciencia como dentro de ella.
[...] Lo más importante de todo es que al compartir nuestras reflexiones con un público, aunque sea pequeño, entramos a formar parte de un universo más amplio. Si uno aporta unas pocas reflexiones a un boletín informativo, empezará a preguntarse con nerviosismo: ¿Tomará nota la gente? ¿Qué pensarán? ¿Habré dicho alguna tontería? Un público es una comunidad. La palabra impresa es una declaración de pertentencia a esa comunidad y también una manifestación de la voluntad de contribuir a ella con algo significativo.»
Quizá piensen que no vale la pena el esfuerzo porque muy pocas personas lo leerán, o que aquello que puedan decir no le interesa a nadie, pero esa sería una suposición precipitada. Ateniéndonos a la opinión de Jeff Atwood, autor de un exitoso blog sobre programación, nuestras palabras siempre pueden ser interesante para alguien:
«This is not to say we should fill the world with noise on every mundane aspect of our existence. But who decides what is mundane? Who decides what is interesting? Everything's interesting to someone, even if that someone is only you and a few other people in the world.»
De manera que, en caso de duda, hagan públicos sus textos (ibídem):
«We live in a world of infinitely searchable micro-content, and every contribution, however small, enriches all of us. But more selfishly, if you're interested in deriving maximum benefit from your work, there's no substitute for making it public and findable. Obscurity sucks. But obscurity by choice is irrational. When in doubt, make it public.»
Al hacerlo estarán maximizando el valor de sus pulsaciones en el teclado. No dejen que las lecciones aprendidas a lo largo de su vida permanezcan ignotas, sin publicar. Su experiencia puede serle útil a otros.

Así que adelante, escriban algo y propálenlo. Hoy mismo; para qué esperar. Corran.

domingo, 5 de mayo de 2013

Por un puñado de céntimos

Un amigo ha cambiado su renqueante teléfono móvil Samsung por un flamante iPhone 5 y se ha encontrado con que para seguir usando WhatsApp Messenger tiene que pasar por caja y abonar los 89 céntimos de euro que cuesta la aplicación. Tal como esperaba de él se ha pasado a Line –programa similar pero gratuito– decisión que han tomado otros tantos usuarios de Android (yo incluido) desde que WhatsApp Inc. decidió cobrar por el servicio. ¿Acaso está el mundo lleno de roñosos? Puede ser, pero la tacañería tiene menos peso aquí de lo que cabría esperar. Todos sabemos que ochenta y nueve céntimos es un precio insignificante por un servicio bastante útil. Muchos gastamos varias veces esa cantidad en las sobrepreciadas infusiones de Starbucks, en licores espiritosos servidos en locales nocturnos o, simple y llanamente, en caprichos nada laudables como el tabaco. Y no somos pocos los que nos hemos gastado cientos de euros en el propio teléfono móvil.

Foto de xJason.Rogersx
Estos hechos son de sobre conocidos por cualquier lector y constatarlos nos conduce solamente a la trivialidad. Lo interesante (o a mí me lo parece, siendo como soy un tipo aburrido) es saber por qué actuamos así. De dar respuesta a esa pregunta se ocupan quienes estudian la economía del comportamiento, una disciplina que han hecho llegar al público en general autores como Richard Thaler, Cass Sunstein o Dan Ariely, a quien ya me he referido en varias ocasiones y cuyo trabajo está disponible en forma de curso on-line (gratuito) en Coursera. La segunda parte de dicho curso está enteramente dedicada a la psicología del dinero y de ahí proceden las ideas y las citas de esta entrada.

Los mandamases de WhatsApp pensaron que podrían atraer a una masa de usuarios con un producto gratis y que estos pagarían sin problema una cantidad diminuta por el servicio una vez que se hubieran acostumbrado a usarlo. He aquí una suposición razonable que no sale como se espera cuando se topa con el mundo real. Ocurre que el primer precio de algo es el que tomamos como referencia, y las decisiones sucesivas se toman en relación a dicho punto de partida (es lo que se conoce como efecto de anclaje). Si el precio inicial es «cero» es menos probable hacer que la gente pague por ello más adelante, pues cualquier desembolso –por mínimo que sea– es peor que el punto de partida. Es mucho más fácil que pasemos de abonar cinco céntimos a noventa y cinco que el que pasemos de no pagar nada a pagar noventa céntimos, aún cuando el incremento en el precio es el mismo en ambos casos (noventa céntimos en este caso):
«When the internet started (we called this internet zero point zero) there was a logic. And the logic was: let's give everything for free. And if we give everything for free people would come and, come and, come and, come in masses and that was true. And then they said and once people come in masses and use our services they will get used to it and will want to use it and they'll be willing to pay 19.95 for that. That was not so true because when we experience something we might value it, but not necessarily be willing to pay for it. And because of that, by the way, we move to this internet as being an advertising platform rather than a platform that people pay for it.
[...] Once we make initial decisions, other decisions follow. The way we train people to think initially is most likely going to be the way that they're going to make decisions later on. It also suggests that when we introduce a new product we have a tremendous latitude in how we want people to think about how we can price it. But once we've introduce it and people got used to thinking about in a certain way, it's really hard to escape that comparison point.»
Y es que la palabra gratis tiene un efecto casi mágico en nuestras mentes (como gusta de decir un amigo: «gratis siempre es lo mejor»). Según Ariely, cuando algo es gratis nos sentimos increíblemente atraídos por ello y no vemos la parte negativa que pueda tener. Sirva como ejemplo la oferta 2x1 que Homer consigue de Doughies. Al recordarle Lisa que las pizzas de ese establecimiento son malísimas él responde: «sí, pero te dan dos».

Que nos cuesta abrir la billetera y optamos siempre por la versión gratuita de las aplicaciones si están disponibles tampoco es un gran descubrimiento. Una cuestión más difícil de explicar es por qué tiramos el dinero a espuertas por un lado (por ejemplo, en cuotas de gimnasio a los que luego no vamos) mientras racaneamos cada céntimo por otro. Aquí entra en juego el concepto de contabilidad mental, de acuerdo con el cual categorizamos el dinero según la fuente de la que lo recibimos y lo depositamos en diferentes cuentas mentales:
«The idea of mental accounting is that we as individual consumers also work a little bit like the accountant, that we assign money to different categories and we spend money according to these categories.
[...] There are a couple of things interesting here. One is that as we assign money to different categories, this assignment controls how we feel about the money. And the second thing is that money that we haven't assigned, money that is in our general wallet category, feels very, very differently.
[...] Money in our mind is not perfectly fungible. Money have budgets and depending on our budget allocation to the different categories that will depend our spending.»
Una vez nos hemos acostumbrado a no pagar por el software nuestro presupuesto para comprar aplicaciones es cero, y cualquier gasto en esa categoría es un dolor. Eso no ocurre con los teléfonos porque el hardware nunca ha sido gratis, y en cierta manera reservamos una parte de nuestros activos para hacer la compra.

Personalmente, lo que más me disuadió de apoquinar fue la violación de algunas normas sociales, otro de los factores que influye en cómo gestionamos el dinero. La extraña política de renovación del servicio hacía que a algunos se les prolongara automáticamente por un año más sin razón aparente, a otros por un mes, a veces faltando días para la caducidad del servicio, otras veces una vez caducado. Una amiga pagó a pocos días del fin de servicio para ella y vio cómo a todo el mundo a su alrededor se le extendía de balde; de haber esperado un poco más se habría ahorrado el dinero y el ser sometida a burla y escarnio. Esa violación de la equidad no hace ningún favor a la empresa desarrolladora. Irónico, dado que la decisión de cobrar a los usuarios de Android nació en parte porque los de iOS siempre habían tenido que pagar, lo que se veía como algo injusto.