domingo, 27 de mayo de 2012

Crimen y castigo

De pequeño me gustaba acompañar a mi padre a las reuniones de vecinos. Convocadas entre semana a las nueve o diez de la tarde, los adultos se reunían en el garaje o en la escalera para discutir, cansados e irritables después de un día de trabajo, el orden del día. Invariablemente a dicho orden se agregaría un elemento por parte de una vecina, a saber, la instalación de contadores individuales de agua. La cerril mujer aseguraba que ella no gastaba tanto, y no estaba dispuesta a pagar el agua de los demás. Aún hoy no ha conseguido que se instalen.

Foto de Steve Snodgrass
En nuestra comunidad de vecinos el agua es un bien no excluible, es decir, no se puede cortar el agua a un único vecino. Actualmente la factura se divide equitativamente entre todos los pisos. No es el mejor sistema para quienes viven solos, como la señora mencionada, pero sí para las familias numerosas, que ven cómo su mayor consumo de agua es subvencionado en parte por todos los vecinos. En cualquier caso todo el mundo paga. ¿Por qué?

La respuestas es obvia: porque a quien no pague el recibo de la comunidad se le puede denunciar y obligarle a hacerlo. James Surowiecki escribió:
«¿por qué paga sus impuestos la gente en países como Estados Unidos, donde el índice de cumplimiento es relativamente alto? [...] Muchos participan y participarán mientras crean que todos los demás también participan. Tratándose de impuestos, los contribuyentes son lo que la historiadora Margaret Levi ha llamado «consentidores contingentes». Están dispuestos a pagar la parte que les toca en justicia, pero sólo si los demás hacen lo mismo, y sólo mientras crean que quienes no lo hacen tienen buenas probabilidades de ser atrapados y castigados».
Nadie paga recibos de buena gana -menos aún cuando el dinero es para que otros disfruten del bien o del servicio pagado-, pero nos fastidia menos si sabemos que los defraudadores serán identificados y sancionados. El castigo es una forma de incentivar la colaboración. En grupos pequeños se puede confiar en la reputación y la reciprocidad para que los individuos colaboren; es el modelo del que habló Invisible Kid. Pero en grupos muy grandes ese modelo ya no vale, porque la probabilidad de reencontrarse con alguien de quien nos hemos aprovechado es menor. Cuanto mayor es el grupo, más necesario es el castigo para que la gente colabore. Como dice Marc Hauser:
«Una vez que el tamaño del grupo sobrepasa el de un típico grupo de cazadores-recolectores -en torno a las 150 personas-, el castigo, en una u otra forma, resulta necesario para preservar una cooperación estable».
Al parecer, la cooperación a gran escala es una facultad humana. Según Hauser, actualmente no hay pruebas de que los animales tomen represalias con los individuos del grupo que se aprovechan. El mismo autor señala (ibídem):
«Dichos estudios [sobre altruismo recíproco] muestran una de estas tres cosas: los animales no practican la reciprocidad, los casos aparentes de reciprocación pueden explicarse de manera diferente (como mutualismo) o [...] indican que el altruismo recíproco es poco común, inestable o generado sólo en condiciones artificiales. Aunque muchos animales pueden estar motivados para reciprocar, o son demasiado lerdos o la tentación para no cooperar es demasiado grande o la presión selectiva demasiado débil».
«los humanos son, al parecer, los únicos animales dotados de una capacidad que permite la cooperación a gran escala entre individuos no emparentados y sostener relaciones estables basadas en la reciprocidad».
¿Qué ocurre cuando los parásitos de un grupo o sociedad se van de rositas? Que la cooperación se desvanece (ibídem):
«Diversos modelos matemáticos -que ayudan a revelar la plausibilidad de un fenómeno particular- muestran que la cooperación puede desarrollarse y permanecer estable si los individuos castigan a los defraudadores y a aquellos que dejan de castigarlos. En ausencia de castigo, la cooperación se deteriora a medida que los individuos abandonan».
Es lógico: a nadie le gusta que le tomen el pelo. Cuando la gente empieza a pensar que otros están delinquiendo y no les pasa nada, crece la sensación de estar haciendo el primo. Y uno empieza a pensar que por qué no hacer lo mismo.

Por tanto, si queremos que todos los miembros de la comunidad remen al unísono y en la misma dirección (acaso sea esa la única forma de poder avanzar) son intolerables casos como este:
«llegas a una caja quebrada, haces una gestión pésima que la aboca a una situación aún peor, cuando todo se vuelve negro te marchas, le cuestas a los españoles prácticamente lo mismo que los recortes en Sanidad y Educación, y encima te llevas una indemnización millonaria en el bolsillo».
El que la hace la tiene que pagar. Si no es por las buenas, aplicando el Estado las leyes vigentes (o modificándolas si se muestran insuficientes), la Historia nos ha enseñado que también puede ser por las malas.

sábado, 19 de mayo de 2012

5,8 (V)

Una vez que ya tenemos nuestro modelo -que no sabemos muy bien qué representa realmente ni en qué grado es fiable- el siguiente paso, como decíamos, es diseñar un plan de trabajo que nos haga tan ricos como para poder comprarle el chiringuito a Bill Gates. Es entonces cuando los mandamases se reúnen -«ninguno de nosotros es tan tonto como todos nosotros juntos»- para definir sus objetivos.

V.

Cuando los objetivos son números, tienen los mismos problemas que hemos visto hasta ahora. Mezclan todo simplificando en exceso:
«Lo más habitual es que un objetivo sólo sea verdadero en parte, enseñándonos un fragmento de la imagen. El ideal, obviamente, es que nos muestre el elefante completo, pero, sin ánimo de ofender a los números, la verdad es que casi nunca pueden enseñárnoslo.»
«De ahí que los objetivos tengan muchos problemas. Tratan, por necesidad, de captar de un vistazo una totalidad proteica a través de ese agujero de cerradura que es una cifra individual. Con los objetivos, la mejor estrategia es la misma que con las medias: pensar tanto en lo que no miden como en lo que sí, pensar en qué es lo que no se ve alrededor del ojo de la cerradura.»
Según cómo se definen se pueden se pueden alejar mucho o muchísimo de la realidad que tratan de representar:
«Según Gwyn Bevan, catedrático de Gestión de Empresas en la London School of Economics, y Christopher Hood, catedrático de Administración y fellow del All Souls College de Oxford, la actual fe en los objetivos reposa en dos creencias que se dan «heroicamente» por supuestas. La primera es el problema del elefante: las partes elegidas deben representar coherentemente el todo, una característica a la que llaman «sinécdoque», como la figura del lenguaje. »
Y medirlos distorsiona el resultado:
«La segunda creencia «heroicamente» asumida es que el objetivo se diseñará "a prueba de trucos".»

Foto de mediafury
Pero lo más interesante de los objetivos es, para mí, cómo se establecen. Retomemos uno de los ejemplos de los que hablamos en la primera parte: el fútbol. Supongamos que somos entrenadores del F. C. Barcelona y debemos fijar un objetivo para Lionel Messi de cara a la siguiente temporada, de cuya consecución dependería un sustancioso bonus. Lo más fácil sería decretar un número de goles como meta pero ¿cuántos? ¿Cincuenta, como ha marcado esta última temporada? ¿No deberíamos pedirle que mejore cada año? Así pues ¿qué tal si incrementamos su récord actual, digamos, un 10%, para fijar un objetivo de cincuenta y cinco goles? Aunque ya que estamos, si anotara sesenta o setenta tendríamos el título de liga casi asegurado. Pongamos cien para redondear (total, qué más da, cuanto más mejor). «Leo», le decimos, «tu objetivo para este año es marcar cien goles. Si no lo consigues no habrá prima. Incluso puede que te despidamos». Sin duda con esa frase nos aseguraremos de que se cumpla el objetivo. Si no le motiva la avaricia de la paga extra, lo hará el miedo del despido.

Cualquier aficionado al fútbol sabe que pedirle al argentino que marque cien goles en una sola temporada es una locura. Sin embargo, el proceso que nos ha llevado hasta tal cifra tiene lugar realmente en los consejos de administración de las empresas y gabinetes de gobierno. Quien crea que hay técnicas para determinar objetivos de modo científico mejor será que se desengañe; aunque existan no se usarán. Al fin y al cabo ¿por qué dejar que la realidad estropee nuestros sueños o arruine la firma de un contrato? He aquí un ejemplo sacado de Wall Street:
«we didn't know was how the valuations in an investment bank usually got done. After we learned, we called it doggy-style valuation because it was done backward. In an investment bank, the managing director figures out what reasonable valuation number he is going to need to tell the client in order to win the business. It then becomes the associate's job to work backward to figure out a way to display analysis that will validate the target value. In the process, associates try to convince themselves that what they're doing is solid analysis and not simply pure pretzel logic or high-level finance magic tricks.»
Lo mejor de unos objetivos absurdos es, desde el punto de vista de quien los establece, que su incumplimiento puede esgrimirse de la forma que mejor convenga: para despedir o bajar salarios y beneficios sociales, exigir más esfuerzo, como forma de presionar para llevar a cabo conductas reprobables... y un largo y deprimente etcétera.

Claro que, como suele decir mi padre, contra el vicio de pedir está la virtud de no dar. Hecha la ley, hecha la trampa. Leo Messi podría, por ejemplo, reclamar como suyos los goles que sus compañeros han marcado gracias al último pase del argentino. Quizá argumentara: «me he regateado a toda la defensa y al portero, y Villa sólo ha tenido que empujar el balón a la red». También podría anotar en su cuenta los tantos marcados por cualquier jugador a balón parado si la falta o el penalti se cometieron sobre la pulguita («he provocado la falta, mi compañero solo ha tenido que tirar el penalti»). Y podría seguir así las veces necesarias hasta llegar a cien. De nuevo el absurdo es evidente, pero este tipo de cosas también suceden en el mundo empresarial y político.

Más tarde, cuando la temporada haya pasado y Messi haya marcado cien «goles» (de los cuales solo veinte son «las acciones anteriormente conocidas como goles»), pero el Barcelona haya quedado en quinto lugar en el campeonato, el director de turno se preguntará cómo es que no han ganado el título. Probablemente acabe estableciendo como objetivo para la siguiente temporada trescientos o cuatrocientos goles (quinientos, para redondear). Al menos se han ahorrado el dinero de la prima y creerán tener excusa para sacar el látigo.





sábado, 12 de mayo de 2012

Aunque no sirva para nada

He amanecido con el timeline de Twitter lleno de referencias al 12M15M. Una crítica que he oído mucho acerca de este movimiento es que no sirve para nada, que no logrará cambiar las cosas. Para algunos es razón única y suficiente para no secundarlo. Lo mismo oí cuando se convocó la huelga general del pasado marzo. Y lo mismo se aduce en ocasiones para no hacer donaciones a ONG.

Es un razonamiento curioso: como no va a servir de nada no actúo. Como el sistema no va a cambiar no participo. Como habrá miles de millones de personas que mueran de inanición aunque dé todo lo que tengo, no doy nada. La idea general es que si se necesita hacer « para conseguir «, solo debemos ponernos en marcha cuando la consecución de « esté garantizada. Bajo mi punto de vista este argumento es más bien un atajo mental para justificarnos de forma rápida y económica.

Foto de Brian Sims
Para empezar, es difícil asegurar a priori que nuestro comportamiento vaya a verse acompañado del resultado esperado. ¿Deberíamos proceder solo cuando estuviéramos seguros al ciento por ciento de que lograremos lo que queremos? Sería necio negar que hay ocasiones en las que nuestros esfuerzos no serán fructíferos, y eso era sabido de antemano (Por supuesto, Impossible is nothing. Quizá mi hermana llegue a ser Papa, pero yo no me haré muchas ilusiones, al menos mientras no la hagan cardenal).

En otros casos lo que hagamos influye tan poco en el desenlace que es como si no hubiéramos hecho nada. Por ejemplo, nuestro voto individual no afectará al resultado de unas elecciones generales, así que es estúpido votar (y así piensan los economistas). Del mismo modo, tampoco deberíamos ir al campo a animar a nuestro equipo de fútbol porque nuestros vítores no se traducirán en goles. Sin embargo la gente vota y los campos de fútbol se llenan. ¿Por qué lo hacen, si no va a servir para nada?

Una posible razón es, en el caso del balompié, poder achuchar a esos prohombres sobrepagados para que corran tras la pelota (la posibilidad de un botellazo acrecienta la buena disposición del atleta). Una alternativa más plausible sería que el aficionado goza con el ambiente del partido. En el caso del voto, puede que vayamos a las urnas porque la abstención beneficia a la opción mayoritaria y dicha opción es contraria a nuestras preferencias. O porque queremos mostrar nuestro malestar usando embutido como metáfora. O, simplemente, porque es un derecho. Así pues, puede haber múltiple razones hacer algo.

Eso significa que podemos errar al identificar el objetivo buscado con una acción. Tomemos el sexo como ejemplo. Creo que estaremos de acuerdo en que el fin último del sexo es la reproducción, la concepción de una nueva criatura. Pero ¿cuántas personas tienen relaciones sexuales poniendo todas las barreras posibles para evitar un embarazo? Si solo tenemos que hacer las cosas cuando sabemos que obtendremos lo que se espera de ellas, y si el fin del sexo es la procreación, fornicar para no tener un hijo carece de sentido y, por tanto, deberíamos abstenernos.
Pero todos sabemos que el sexo sirve para muchas cosas. El propósito más inmediato tal vez sea obtener gustirrinín. Hay quien lo toma como sustituto del gimnasio, o como bien de intercambio en sus negociaciones. También puede usarse como venganza o para pasar el rato y conocer gente. Que el objeto de un comportamiento no sea el que originalmente lo alumbró o el que nosotros pensamos que debería ser no implica que tal actividad sea inútil y, por tanto, prescindible según la lógica que estamos tratando.

Por último, hay cosas que deben hacerse porque sí (es ahora cuando llega la artillería pesada en forma de cita de algún ilustre pensador fallecido tiempo ha, así que prepárese el lector para asentir solemnemente). Fue Kant quien distinguió entre proceder para conseguir algo o hacerlo porque es necesario:
«Todos los imperativos mandan hipotéticamente o categóricamente. Los primeros representan la necesidad práctica de una acción posible como medio para conseguir alguna otra cosa que se quiere (o es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representaría una acción como objetivamente necesaria por sí misma, sin referencia a ningún otro fin.»

Es decir, en ocasiones se debe obrar ya que es lo debido. No digo que el 12M15M en concreto o la huega general sean uno de esos casos; lo que se puede decir acerca de ambos asuntos pertenece a un orden de cosas distinto al que ahora me interesa. Pero sí creo firmemente que ofrecer nuestro dinero y nuestro tiempo a organizaciones como Médicos Sin Fronteras o Ayuda en acción es una de esas cosas que deben hacerse aunque no vayamos a solucionar los problemas que tratan de resolver, porque son buenas en sí mismas, porque son necesarias y porque es lo correcto moralmente.

Pensar que una acción vaya a servir de poco o nada no tiene por qué restarle valor y no conlleva que inmediatamente deba ser deshechada. Además, aunque no hemos hablado de ello, a menudo es difícil prever el efecto final que tendrán nuestros actos. Qué debe hacerse y cómo, eso ya es otro cantar.

sábado, 5 de mayo de 2012

Por qué todo el mundo es idiota (menos tú y yo)

Eva Arguiñano tiene un programa de televisión en el que un participante acude al plató para que la cocinera le enseñe a preparar un menú más o menos elaborado, de modo que el participante pueda ofrecérselo más tarde a sus amigos o familiares. La cámara sigue al concursante en su proceso de aprendizaje con Eva así como en la elaboración de la cena final, tras la cual los invitados dan su opinión sobre el anfitrión. Pocas veces el resultado final se parece al creado por la profesional, lo cual es comprensible dado que algunos de los que acuden al programa apenas tienen experiencia en la cocina. Incluso los que son duchos en tareas culinarias suelen errar.

Lo que me llama la atención es que, independientemente de su experiencia previa, todo el mundo acaba personalizando la receta: sustituyen unos ingredientes por otros, cambian los tiempos de cocción u horneado, invierten el orden de los pasos... y los comensales acaban sufriendo las consecuencias. Hasta el más torpe con los fogones cree saber más que la Arguiñano, la cual lleva cocinando para la televisión desde 1991. En su desconocimiento del proceso estos maestros cocinillas acaban, como dijo aquella, liándola parda. Es un ejemplo concreto de un fenómeno más general: creerse más listo que el resto.

Puede que el lector se haya encontrado en la situación que voy a describir. Tenemos un cajón, maleta o armario lleno a reventar, un objeto más que debe ir dentro de dicho cajón, maleta o armario, y una ley física que dice que dos cuerpos no pueden ocupar a la vez el mismo espacio. Frente a todo eso, uno mismo, quizá decidido y confiado, con la triunfante frase ya preparada en la cabeza («¿ves como cabía?»); o tal vez temeroso frente a la tarea que nos ha sido impuesta por el ser querido. Y al lado o detrás, alguien observando la operación.

¿Cuál es el proceso? Empujas el objeto. Empujas aún más. Intentas ayudarte con todo el peso de tu cuerpo. Recolocas un poco las cosas que ya había metidas para intentar hacer sitio. Sigues empujando. Refunfuñas. Continúas a empellones. La física gana y te detienes para reconsiderar tu estrategia o recobrar el aliento.

Llegados a este punto es común que quien hasta ese momento miraba piense que estás haciendo algo mal, que eres un inútil y por eso no puedes cerrar la maleta, y que si uno quiere que las cosas salgan bien las tiene que hacer por sí mismo. Entonces se vuelven las tornas. El hasta entonces espectador se convierte en actor, un cambio que suele declararse con la frase «anda, déjame a mí». Se repiten los envites, las maldiciones, los intentos de obtener espacio donde no lo hay y la victoria de la física.

Cuando alguien me quita de en medio y también fracasa en su intento no puedo evitar sonreír un poco por dentro. ¿Qué creías que iba a pasar? Solo se trata de guardar un objeto. ¿Qué vas a hacer que a mí no se me hubiera ocurrido? ¿Crees que soy imbécil? Por el contrario, cuando soy yo el que pretende enseñar al cafre y me sale el tiro por la culata no puedo evitar sentirme un poco avergonzado. Realmente me he pasado de listo. Solo se trata de guardar un objeto. ¿Qué solución se me iba a ocurrir a mí que no se le hubiera pasado ya por la cabeza a la otra persona?

Moraleja: cuando uno no puede guardar el último bote de champú es porque la maleta o el cajón están llenos. Cuando es otro el que no puede, la causa es su torpeza. La psicología actual nos dice que culpamos de nuestros fracasos a las circunstancias, mientras que los fracasos de los demás los achacamos a sus incapacidades personales (prejuicio o sesgo de atribución). No es ningún secreto que todos nos creemos más listos que los demás. Si creemos en el modelo de inteligencias múltiples, podemos creernos más listos que los demás en más categorías. Y si no somos especialmente brillantes no importa: todos el mundo «sabe» que los demás son idiotas.

Un botón de muestra. Frank Sulloway y Michael Shermer hicieron una encuesta en la que preguntaban a los encuestados por qué creen en Dios y por qué creen que otras personas creen en Dios. El resultado, según Shermer, fue el siguiente:
«Clasificando las respuestas por categorías, éstas fueron las más frecuentes:

POR QUÉ LA GENTE CREE EN DIOS

  1. Argumentos basados en el buen diseño/la belleza natural/la perfección/la complejidad del mundo del universo. (28,6%)
  2. La experiencia de Dios en la vida cotidiana/la sensación de que Dios está en nosotros. (20,6%)
  3. Creer en Dios reconforta, alivia, consuela y da sentido y un propósito a la vida. (10,3%)
  4. La Biblia así lo dice. (9,8%)
  5. Sólo porque sí,/por fe/o por la necesidad de creer en algo. (8,2%)

POR QUÉ CREE LA GENTE QUE OTRA GENTE CREE EN DIOS
  1. Creer en Dios reconforta, alivia, consuela y da sentido y un propósito a la vida. (26,3%)
  2. Las personas religiosas han sido educadas para creer en Dios. (22,4%)
  3. La experiencia de Dios en la vida cotidiana/la sensación de que Dios está en nosotros. (16,2%)
  4. Sólo porque sí/por fe/o por la necesidad de creer en algo. (13,0%)
  5. La gente cree porque teme a la muerte y a lo desconocido. (9,1%)
  6. Argumentos basados en el buen diseño/la belleza natural/la perfección/la complejidad del mundo o del universo. (6,0%)
Adviértase que las razones para creer en Dios de base intelectual [...] que figuran en primer y segundo lugar en la primera pregunta, caen al sexto y tercer lugar en la segunda. Ocupando su lugar como las dos razones más frecuentes de por qué otras personas creen en Dios estaban las categorías basadas en lo emocional [...] es casi nueve veces más probable que la gente atribuya su propia fe en Dios a motivos racionales que que atribuya a ese mismo tipo de motivos la fe de los demás, que atribuye a motivos emocionales.»
Es decir, que uno mismo cree en Dios porque es la conclusión lógica, mientras que los demás lo hacen porque son unos lloricas pusilánimes o unos fanáticos miembros del rebaño.

Debemos, pues, ser cautos. Como ya dijimos, no todo el mundo es idiota porque sí (al menos, no siempre). A menudo la estupidez de alguien está solo en la mente del que mira.