sábado, 19 de mayo de 2012

5,8 (V)

Una vez que ya tenemos nuestro modelo -que no sabemos muy bien qué representa realmente ni en qué grado es fiable- el siguiente paso, como decíamos, es diseñar un plan de trabajo que nos haga tan ricos como para poder comprarle el chiringuito a Bill Gates. Es entonces cuando los mandamases se reúnen -«ninguno de nosotros es tan tonto como todos nosotros juntos»- para definir sus objetivos.

V.

Cuando los objetivos son números, tienen los mismos problemas que hemos visto hasta ahora. Mezclan todo simplificando en exceso:
«Lo más habitual es que un objetivo sólo sea verdadero en parte, enseñándonos un fragmento de la imagen. El ideal, obviamente, es que nos muestre el elefante completo, pero, sin ánimo de ofender a los números, la verdad es que casi nunca pueden enseñárnoslo.»
«De ahí que los objetivos tengan muchos problemas. Tratan, por necesidad, de captar de un vistazo una totalidad proteica a través de ese agujero de cerradura que es una cifra individual. Con los objetivos, la mejor estrategia es la misma que con las medias: pensar tanto en lo que no miden como en lo que sí, pensar en qué es lo que no se ve alrededor del ojo de la cerradura.»
Según cómo se definen se pueden se pueden alejar mucho o muchísimo de la realidad que tratan de representar:
«Según Gwyn Bevan, catedrático de Gestión de Empresas en la London School of Economics, y Christopher Hood, catedrático de Administración y fellow del All Souls College de Oxford, la actual fe en los objetivos reposa en dos creencias que se dan «heroicamente» por supuestas. La primera es el problema del elefante: las partes elegidas deben representar coherentemente el todo, una característica a la que llaman «sinécdoque», como la figura del lenguaje. »
Y medirlos distorsiona el resultado:
«La segunda creencia «heroicamente» asumida es que el objetivo se diseñará "a prueba de trucos".»

Foto de mediafury
Pero lo más interesante de los objetivos es, para mí, cómo se establecen. Retomemos uno de los ejemplos de los que hablamos en la primera parte: el fútbol. Supongamos que somos entrenadores del F. C. Barcelona y debemos fijar un objetivo para Lionel Messi de cara a la siguiente temporada, de cuya consecución dependería un sustancioso bonus. Lo más fácil sería decretar un número de goles como meta pero ¿cuántos? ¿Cincuenta, como ha marcado esta última temporada? ¿No deberíamos pedirle que mejore cada año? Así pues ¿qué tal si incrementamos su récord actual, digamos, un 10%, para fijar un objetivo de cincuenta y cinco goles? Aunque ya que estamos, si anotara sesenta o setenta tendríamos el título de liga casi asegurado. Pongamos cien para redondear (total, qué más da, cuanto más mejor). «Leo», le decimos, «tu objetivo para este año es marcar cien goles. Si no lo consigues no habrá prima. Incluso puede que te despidamos». Sin duda con esa frase nos aseguraremos de que se cumpla el objetivo. Si no le motiva la avaricia de la paga extra, lo hará el miedo del despido.

Cualquier aficionado al fútbol sabe que pedirle al argentino que marque cien goles en una sola temporada es una locura. Sin embargo, el proceso que nos ha llevado hasta tal cifra tiene lugar realmente en los consejos de administración de las empresas y gabinetes de gobierno. Quien crea que hay técnicas para determinar objetivos de modo científico mejor será que se desengañe; aunque existan no se usarán. Al fin y al cabo ¿por qué dejar que la realidad estropee nuestros sueños o arruine la firma de un contrato? He aquí un ejemplo sacado de Wall Street:
«we didn't know was how the valuations in an investment bank usually got done. After we learned, we called it doggy-style valuation because it was done backward. In an investment bank, the managing director figures out what reasonable valuation number he is going to need to tell the client in order to win the business. It then becomes the associate's job to work backward to figure out a way to display analysis that will validate the target value. In the process, associates try to convince themselves that what they're doing is solid analysis and not simply pure pretzel logic or high-level finance magic tricks.»
Lo mejor de unos objetivos absurdos es, desde el punto de vista de quien los establece, que su incumplimiento puede esgrimirse de la forma que mejor convenga: para despedir o bajar salarios y beneficios sociales, exigir más esfuerzo, como forma de presionar para llevar a cabo conductas reprobables... y un largo y deprimente etcétera.

Claro que, como suele decir mi padre, contra el vicio de pedir está la virtud de no dar. Hecha la ley, hecha la trampa. Leo Messi podría, por ejemplo, reclamar como suyos los goles que sus compañeros han marcado gracias al último pase del argentino. Quizá argumentara: «me he regateado a toda la defensa y al portero, y Villa sólo ha tenido que empujar el balón a la red». También podría anotar en su cuenta los tantos marcados por cualquier jugador a balón parado si la falta o el penalti se cometieron sobre la pulguita («he provocado la falta, mi compañero solo ha tenido que tirar el penalti»). Y podría seguir así las veces necesarias hasta llegar a cien. De nuevo el absurdo es evidente, pero este tipo de cosas también suceden en el mundo empresarial y político.

Más tarde, cuando la temporada haya pasado y Messi haya marcado cien «goles» (de los cuales solo veinte son «las acciones anteriormente conocidas como goles»), pero el Barcelona haya quedado en quinto lugar en el campeonato, el director de turno se preguntará cómo es que no han ganado el título. Probablemente acabe estableciendo como objetivo para la siguiente temporada trescientos o cuatrocientos goles (quinientos, para redondear). Al menos se han ahorrado el dinero de la prima y creerán tener excusa para sacar el látigo.





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