lunes, 24 de abril de 2017

Pesadilla en la cocina (y VI)

En Historia, la teoría del gran hombre sostiene «que los progresos históricos ocurren por los actos de grandes personajes capaces de sintetizar los acontecimientos y de cambiar su dirección, merced a sus propios esfuerzos, en algún sentido nuevo». En el mundo empresarial, el gran hombre es aquel que toma las decisiones más importantes, el último responsable, la cara pública. En pocas palabras, el director general.

Allá por la segunda parte de esta serie de artículos dijimos que atribuir el éxito de una compañía a una única persona es más una falacia narrativa que una realidad. Eso no significa, sin embargo, que los jefes en la cúspide de la pirámide no tengan ninguna influencia. Durante las últimas décadas varios economistas han tratado de cuantificar dicha influencia:

A landmark study in the early 1970s dissected the performance of 200 large American companies and found that 30 per cent of a company’s profitability was due to the industry it participated in, 23 per cent to its own history and structure, 14.5 per cent to the CEO, and the remainder to a variety of smaller factors.
Más recientemente, los economistas daneses Bennedsen, Pérez-González y Wofenzon recopilaron una lista de más de mil CEOs que murieron mientras estaban en el cargo. Su premisa era que si el liderazgo importa, los beneficios deberían caer en las empresas que sufrían esa pérdida:

Our trio of gloomy economists did indeed discover that CEOs matter statistically and economically: the demise of a CEO dropped profitability for the next two years by 28 per cent, and a death in his or her family contracted profits by 16 per cent. Leaders must matter because their absence or their inattentiveness causes performance to plummet.

Interestingly, the death of a director on the board caused no contraction or impairment in business performance, indicating that it wasn’t the oversight and broad strategic functions of the CEO that were missed but rather his or her operational activities. It’s the hands-on actions of leaders that are most critical.
De manera que, al parecer, los directores generales importan, aunque no tanto como seguramente ellos mismos crean o sus salarios reflejen, ni por las razones que ellos mismos piensen.

Imagen de Equipe Integrada

Ya se trate de una empresa, un equipo de fútbol, un país, nuestra salud, nuestra vida amorosa o nuestra vida profesional, las preguntas son siempre las mismas. ¿Es esto realmente una crisis o solo una mala racha?  ¿Debo hacer algo o esperar? Si hago algo, ¿qué debería hacer concretamente? ¿A quién debo preguntar? ¿Qué consejos debo seguir? ¿Hasta dónde debo llegar en mis esfuerzos por introducir mejoras? ¿Cuánto tiempo he de esperar antes de considerar si los cambios están funcionando? Etcétera, etcétera.

A menudo nos centramos en qué hacer y obviamos lo que no hay que hacer. Si el rendimiento empresarial es un proceso cuyo resultado viene marcado por su eslabón más débil, quizá nos sería más útil una gestión de tipo via negativa. Tal vez nos dé mejor resultado deshacernos de los peores empleados que gastar miles de euros en una consultoría para implantar el acrónimo de tres letras (MBO, BPR, BSC, JIT, TQM) que esté de moda en ese momento. Puede que nos vaya mejor asegurándonos de que hacemos bien las tareas más básicas, como la contabilidad, antes que lanzándonos a proyectos innovadores y arriesgados. Acaso sea preferible vigilar de cerca el gasto en lugar de los ingresos. En definitiva, quizá sea suficiente con no cometer grandes errores.

En este sentido, pudiera ser que la función principal de un manager o un director general no sea la de decir qué se ha de hacer y cómo, sino la de eliminar los obstáculos que impiden a los empleados (quienes tienen la información más fresca y directa sobre su trabajo) llevar a cabo sus ideas. Esta es, se supone, la ventaja del capitalismo frente a las economías planificadas, además de uno de los argumentos clásicos de los defensores del libre mercado. Claro que es más fácil justificar una paga exagerada si se incluyen capacidades como «visión» y «estrategia».

lunes, 17 de abril de 2017

Pesadilla en la cocina (V)

Hay un sector cuyas empresas están más que acostumbradas a los aprietos y el cambio. Son compañías que llegan a tener hasta una crisis por mes, marcas cuyos clientes tienen muy poca paciencia y cuyos malos resultados se airean públicamente para gozo de la competencia. Les hablo, cómo no, de los equipos de fútbol.

Como bien saben, los fracasos deportivos suelen expiarse sacrificando al entrenador, el chivo que los clubes tienen más a mano. Ya lo decía Sam Longston, el presidente del Derby County campeón de los 70, en la película The Damned United:

La realidad de la vida en el fútbol es esta: el presidente es el jefe, después vienen los directivos, luego el secretario, después los hinchas, a continuación los jugadores y, finalmente, el último de todos, al final del montón, en lo más bajo de lo bajo, viene aquel del que se puede prescindir: el puto entrenador.
Foto de Matthew Wilkinson
No es inusual que la llegada de un nuevo mánager venga acompañada de una buena racha. Como reza el dicho: «entrenador nuevo, victoria segura». El problema es que, como de costumbre, correlación no implica causalidad, y por eso no podemos asegurar que la mejora deportiva sea consecuencia directa de tener un nuevo hombre al mando del equipo. De hecho, los datos parecen indicar que esa mejora es una ilusión, una simple regresión a la media:

This, sadly, is another beautiful hypothesis slain by ugly fact. Sackings do not improve club performances. Clubs simply regress to the mean.

To see if sacking the manager makes a difference, the author of the Dutch study, Bas ter Weel, searched within all the other non-sacking data from the eighteen seasons of Eredivisie results to identify a control group to compare to the sacking episodes. The control group consists of those spells (distributed statistically equally across all the clubs) in which a club’s points per game average declined by 25 per cent or more over a four-game stretch, but they did not sack their managers. Ter Weel found 212 such cases.


Even without sacking the manager, the performance of the control group bounces back in the same fashion and at least as strongly as the performance of the clubs that fired their managers. An extraordinary period of poor performance is just that: extraordinary. It will auto-correct as players return from injury, shots stop hitting the post or fortune shines her light on you once more. The idea that sacking managers is a panacea for a team’s ills is a placebo. It is an expensive illusion.
Cuando es positiva, los malos directores generales interpretan la regresión a la media como mérito suyo. Cuando es negativa, es decir, cuando se atraviesa una mala racha, lo atribuyen a la situación económica, a decisiones políticas o a cualquier otro factor externo no relacionado con ellos mismos (los políticos hacen lo mismo). Aparte de la hipocresía que eso manifiesta, esta falsa creencia hace que los equipos de fútbol y otras tantas compañías en general desperdicien dinero en introducir cambios que realmente no necesitan o que no tienen ningún impacto. Es el equivalente empresarial de la homeopatía.

Hay otras razones por las que introducir cambios pueden mejorar los resultados a corto plazo, al margen de las ilusiones estadísticas. Por ejemplo, es posible que hayan oído hablar del efecto Hawthorne, término que designa el hecho de que, al saber que están siendo observadas, las personas se comportan de manera diferente. El nombre deriva de una fábrica de Western Electric llamada Hawthorne Works, situada en Illinois. A finales de los años veinte del siglo pasado se llevó a cabo allí una serie de estudios para poner a prueba las afirmaciones de Frederick Taylor sobre las bondades de su método de gestión. El resultado fue que cualquier cambio podía hacer subir la productividad... durante un tiempo:

Researchers there concluded that almost any change introduced by management—even something as meaningless as slightly lowering or increasing the lighting—tended to invite at least a brief improvement in the output of workers involved in the study. Management experts and psychologists would later evoke the so-called Hawthorne effect to explain away the improved performance of people who know they’re being observed.
También existe el efecto John Henry, que se produce cuando las personas se esfuerzan más para compensar el hecho de no ser objeto de estudio. Esto quiere decir que un departamento puede aumentar su rendimiento cuando averigua que otro está siendo reorganizado para cambiar sus métodos de trabajo, o que un trabajador manual puede incrementar su productividad cuando sabe que la empresa está probando una nueva máquina que hace lo mismo que él.

Asimismo, la anticipación de cambios puede alterar la conducta. Los empleados que saben que van a ser objeto de estudio pueden variar su rendimiento antes de que el programa sea implantado según lo que quieran lograr. Por ejemplo, podrían empeorar su productividad a propósito para que parezca que las novedades han surtido efecto y satisfacer así a los jefes. O podrían hacerlo mejor de manera que las modificaciones introducidas por el consultor de turno parezcan inútiles y la empresa desista. Cabe incluso la posibilidad de que los trabajadores encuentren por su cuenta una nueva forma de trabajar que sea mejor que la ideada por los directivos, lo que se denomina sesgo por sustitución.

Toda evaluación de impacto conlleva la aparición de uno o varios de estos efectos no intencionados en la conducta de los empleados, lo que hace difícil determinar a ciencia cierta la efectividad de los cambios introducidos.

Regresemos al ejemplo del balonpié. ¿Cuánto tiempo hay que esperar antes de darle la patada al entrenador? Sabemos que los buenos resultados pueden tardar un tiempo en llegar pero, para un equipo en crisis, cada semana adicional de espera son tres puntos que pueden significar la diferencia entre la salvación y el descenso, o entre el título y la eliminación. De la misma forma, para las empresas en crisis las cuentas empeoran cada día que pasa.

Los presidentes más impacientes darán bandazos de acá para allá intentando dar con algo que produzca resultados casi instantáneos. Esto tiene el problema de desechar ajustes que verdaderamente eran útiles pero que surten efecto en una ventana de tiempo superior a la contemplada por el mandamás de turno, así como el de someter a la empresa a cambios que dan resultado a largo plazo pero son dañinos a la larga.

Por otra parte, los nuevos entrenadores, procedimientos o el uso de nuevas herramientas con frecuencia conllevan una caída inicial de la productividad, toda vez que los empleados abandonan los comportamientos viejos y deben acostumbrarse a los nuevos hasta interiorizarlos. Finalmente, hay que tener en cuenta que los cambios continuos someten a los empleados a un estrés adicional que puede acabar por quemarlos:

The conga line of Dilbertian corporate initiatives thrust on wary, weary employees [...] can be oppressive and counterproductive. Eric Abrahamson, a professor at Columbia University’s business school who has studied management fads [...] has argued that strings of repeated management initiatives have led to an epidemic of “change burnout” at businesses—an outbreak that saps morale and makes it difficult for companies to achieve more meaningful transformations when their industries genuinely demand it.
Por su parte, los directores más cabezotas confiarán en su estrategia sine die, lo que puede llevar a la compañía a la quiebra, o al equipo a Segunda División. Por desgracia, ya vimos que la gestión empresarial se asemeja más a la religión y a la política que a la ciencia, por lo que no existe el equivalente a un vademécum farmacológico que especifique la duración del tratamiento.

Si de verdad estuviéramos guiados por el espíritu científico, introduciríamos un único cambio cada vez, pues esto es imprescindible para establecer la causalidad. Si cambiamos la alineación al completo no podemos saber cuál era nuestro eslabón más débil, y ya recalcamos que el fútbol es un deporte cuyos resultados están limitados por la parte más floja de la cadena. Nótese, por otro lado, que determinar qué constituye un único cambio puede ser más complicado de lo que parece. Un nuevo entrenador, verbigracia, puede cambiar la forma de entrenar, la estrategia y la alineación.

Introducir los cambios de uno en uno permite además a los empleados centrar su atención y energía, lo que debería aumentar las posibilidades de que lo hagan bien, amén de que requiere menos tiempo. Por el contrario, un plan que supone múltiples modificaciones en procesos diferentes diluye los esfuerzos y puede acabar en caos y confusión. Asimismo, intentar cambiar todo de golpe significa quedarse sin balas en la recámara para más adelante. Si gastamos todo nuestro dinero en renovar la plantilla ¿qué nos queda en caso de que los nuevos jugadores no den resultado?

Desafortunadamente, pocos directores generales son tan metódicos y pacientes. Lo habitual es que confeccionen una nutrida lista de supuestas mejoras, a menudo de gran alcance, en aquello que llaman «plan de acción», se lo pasen a los mandos intermedios para que lo lleven a cabo y se sienten a esperar que aquello resulte.

Continuará.

lunes, 3 de abril de 2017

Pesadilla en la cocina (IV)

Mi padre ha trabajado de camarero toda su vida. A lo largo de sus más de cuarenta y cinco años de experiencia laboral en el sector de la hostelería ha sufrido en primera persona la bancarrota de tres restaurantes. También ha asistido a la quiebra de docenas de bares y otros comedores en los que trabajaban sus amigos o antiguos compañeros. Siendo España un país de bares no es de extrañar que tenga su propio clon del programa original Pesadilla en la cocina.

A pesar de haber ocurrido en distintas épocas, las muertes de todos esos restaurantes eran muy similares. El declive comenzaba, como es obvio, cuando la clientela se reducía. Con el tiempo, de los beneficios se pasaba a las pérdidas. Con las pérdidas llegaban los retrasos en los pagos a los empleados y a los proveedores. Al poco los retrasos se convertían en impagos. Después de esto los trabajadores se marchaban y denunciaban al propietario, mientras que los suministradores de materia prima hacían lo propio. Al final, concurso de acreedores, múltiples juicios y vuelta a empezar.

Imagen de lunamom58
Cuando las cosas empezaban a torcerse los dueños solían responder más o menos igual. Ante las pérdidas continuadas algunos optaban por cerrar de buenas a primeras, mientras que otros recurrían a préstamos del banco. Por desgracia para estos últimos, las deudas acababan acumulándose hasta hacerse insostenibles. Sin embargo, he de decir que no era el caso habitual. Lo más común es que el propietario expresara su gen de españolidad y dejara de pagar a todo el mundo pero siguiera adelante con su actividad cubierto por el hecho de que nada podrían embargarle, pues oficialmente no tenía posesiones a su nombre (ni siquiera personales). Algunos de estos empresarios cuentan con una hoja de vida laboral que no es más que en una retahíla de negocios fracasados de mala manera y, aún así, nunca han pagado el pato.

Utilizar deuda como forma de salir del atolladero es una apuesta arriesgada, pues si el negocio no remonta la deuda no podrá pagarse e incluso crecerá. Este instrumento financiero tiene además ese punto de adicción que hace que uno no sepa cuándo parar. Yo he conocido a un director general que, cuando su barco empezó a hundirse y los inversores le cerraron el grifo, acudió a los bancos una y otra vez hasta que también estos se negaron a prestarle más dinero. Al final tuvo suerte y pudo vender la compañía, ante lo cual pasó a mendigar a los nuevos dueños, los cuales acabaron por hartarse de él y le pusieron de patitas en la calle.

Algunos de los restaurantes que protagonizaron Pesadilla en la cocina tenían deudas de más de medio millón de dólares. Si han visto el programa sabrán que cada episodio sigue el mismo patrón: Gordon Ramsey hace cambios en la carta y la forma de trabajar de los empleados, se mejoran las materias primas y los platos y, de propina, se reforma el local y se hace una pequeña campaña de publicidad para anunciar la inauguración del nuevo y renovado restaurante. Tan obvias son estas estrategias que los jefes y los amigos con los que trató mi padre las llevaron a cabo sin necesitar la guía del célebre chef.

La reforma de los locales es una elemento narrativo pero, observado de cerca, pone de manifiesto una de las grandes dificultades del mundo real: nadie salvo un programa de televisión está por la labor de aportar dinero a un negocio que no va bien. Incluso en Silicon Valley se están hartando de quemar dinero en Twitter, Uber y Dropbox. Sin embargo, a menudo ese dinero es necesario para acometer las medidas necesarias para llegar a ganar más dinero.

Es un círculo vicioso de difícil solución. Un empresario que conozco me decía que, cuando las cuentas van mal y no se tienen argumentos para pedir más capital a los inversores pero dicho capital es necesario para mejorar el producto o servicio, la única salida es seguir adelante con lo que se tiene, haciendo cambios que logren invertir la tendencia (aunque sea ligeramente) para tener algún argumento que apoye la inversión.

En esta situación es donde las empresas tienden a reorganizarlo todo para que todo siga igual: nuevas jerarquías, nuevos equipos refritos de los anteriores, más mandos intermedios y, si se tercia, más horas, menores salarios y quizá algunos despidos. Es una fase fácil de reconocer pues desde lo alto de la pirámide no deja de hablarse de «rentabilidad». Desafortunadamente, hay un límite a la cantidad de gasto que se puede recortar sin afectar a la calidad del producto o servicio, así como lo hay en el dinero que puede ahorrarse mejorando los procesos productivos.

Otro círculo vicioso se genera en este contexto de recortes: la obsesión con los números desde la dirección. Lamentablemente, la rígida gestión por objetivos presenta varios problemas bien conocidos:

One problem is that reported numbers arrive after the fact, are manipulated to look better than they are (because of incentives), and, as Professor H. Thomas Johnson points out, are only abstractions of reality. Metrics are abstractions made by man, while reality is made by nature. Only process details are real and allow you to grasp the true situation.

Many executives and managers—reinforced by their MBA education—put their faith in those quantitative abstractions, pursue financial outcome targets, and in many instances have lost connection with the reality from which those abstractions emerge. Decision makers are poorly informed about the actual situation, and as a result they make incorrect assumptions, set inappropriate targets, and do not see problems until they have grown large and complex.

Managing from a distance through reported metrics leads to overlooking or obscuring small problems, but it is precisely those small problems that show us the way forward. Overlooking or obscuring small problems inhibits our ability to learn from them while they are still understandable, and to make timely adaptations in small steps. Over time this can adversely affect the company’s competitive position.
Cuando los mandamases dejan claro que lo único que importa son los números, los empleados actúan racionalmente y se centran en... proteger su puesto de trabajo. Eso suele derivar en cifras manipuladas para cumplir los objetivos establecidos, luchas internas y otras lindezas por el estilo que no contribuyen precisamente al bien común.

Este es otro aspecto que diferencia los programas de la versión española de Pesadilla en la cocina de la realidad de este país. Más arriba les he contado cómo algunos dueños sin escrúpulos dejan de pagar  a sus empleados y continúan adelante como si nada. Cuando el jefe dejó de abonar las nóminas, lo que hicieron mi padre y sus compañeros fue dejar de aceptar pagos con tarjeta y repartirse el dinero de la caja al final del día. Y es que por cada español caradura hay otro español aún más caradura que se la devuelve.

Continuará.