Allá por la segunda parte de esta serie de artículos dijimos que atribuir el éxito de una compañía a una única persona es más una falacia narrativa que una realidad. Eso no significa, sin embargo, que los jefes en la cúspide de la pirámide no tengan ninguna influencia. Durante las últimas décadas varios economistas han tratado de cuantificar dicha influencia:
A landmark study in the early 1970s dissected the performance of 200 large American companies and found that 30 per cent of a company’s profitability was due to the industry it participated in, 23 per cent to its own history and structure, 14.5 per cent to the CEO, and the remainder to a variety of smaller factors.Más recientemente, los economistas daneses Bennedsen, Pérez-González y Wofenzon recopilaron una lista de más de mil CEOs que murieron mientras estaban en el cargo. Su premisa era que si el liderazgo importa, los beneficios deberían caer en las empresas que sufrían esa pérdida:
Our trio of gloomy economists did indeed discover that CEOs matter statistically and economically: the demise of a CEO dropped profitability for the next two years by 28 per cent, and a death in his or her family contracted profits by 16 per cent. Leaders must matter because their absence or their inattentiveness causes performance to plummet.De manera que, al parecer, los directores generales importan, aunque no tanto como seguramente ellos mismos crean o sus salarios reflejen, ni por las razones que ellos mismos piensen.
Interestingly, the death of a director on the board caused no contraction or impairment in business performance, indicating that it wasn’t the oversight and broad strategic functions of the CEO that were missed but rather his or her operational activities. It’s the hands-on actions of leaders that are most critical.
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Ya se trate de una empresa, un equipo de fútbol, un país, nuestra salud, nuestra vida amorosa o nuestra vida profesional, las preguntas son siempre las mismas. ¿Es esto realmente una crisis o solo una mala racha? ¿Debo hacer algo o esperar? Si hago algo, ¿qué debería hacer concretamente? ¿A quién debo preguntar? ¿Qué consejos debo seguir? ¿Hasta dónde debo llegar en mis esfuerzos por introducir mejoras? ¿Cuánto tiempo he de esperar antes de considerar si los cambios están funcionando? Etcétera, etcétera.
A menudo nos centramos en qué hacer y obviamos lo que no hay que hacer. Si el rendimiento empresarial es un proceso cuyo resultado viene marcado por su eslabón más débil, quizá nos sería más útil una gestión de tipo via negativa. Tal vez nos dé mejor resultado deshacernos de los peores empleados que gastar miles de euros en una consultoría para implantar el acrónimo de tres letras (MBO, BPR, BSC, JIT, TQM) que esté de moda en ese momento. Puede que nos vaya mejor asegurándonos de que hacemos bien las tareas más básicas, como la contabilidad, antes que lanzándonos a proyectos innovadores y arriesgados. Acaso sea preferible vigilar de cerca el gasto en lugar de los ingresos. En definitiva, quizá sea suficiente con no cometer grandes errores.
En este sentido, pudiera ser que la función principal de un manager o un director general no sea la de decir qué se ha de hacer y cómo, sino la de eliminar los obstáculos que impiden a los empleados (quienes tienen la información más fresca y directa sobre su trabajo) llevar a cabo sus ideas. Esta es, se supone, la ventaja del capitalismo frente a las economías planificadas, además de uno de los argumentos clásicos de los defensores del libre mercado. Claro que es más fácil justificar una paga exagerada si se incluyen capacidades como «visión» y «estrategia».
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