lunes, 28 de mayo de 2018

Ideas extravagantes: una introducción

El profesor de ciencias políticas Ian Shapiro califica a Jeremy Bentham de «extremista útil», esto es:

He's somebody who takes an idea and says to himself: «what if this explained literally everything?». And he pushes it to the most extreme imaginable formulation. Long often most people will have jumped off the train, he's gonna be driving it off into the sunset. [...] Most of the ideas [...] are useful up to a point. But beyond a certain point start to become problematic. And it's very hard to see what that point is, unless you're willing to go beyond it. And so there's the certain kind of thinking, precisely because they're so philosophically fanatical that they really believed in the core of their beings that this idea explains absolutely everything, that they play our for us, the consequences of taking the idea further than anybody's comfortable with, even though it's an idea that on some dimension and up to a certain point, most people are gonna wanna embrace. And so, it helps us think about the limits of possibility of an idea.
La idea que Bentham llevó al extremo fue el utilitarismo, la convicción de que todo lo que hacemos y pensamos, así como lo que deberíamos hacer y pensar obedece a un único principio, a saber, que estamos gobernados por el placer y el dolor:

[N]ature has placed mankind under the governance of two sovereign masters, pain and pleasure. It is for them alone to point out what we ought to do, as well as to determine what we shall do. On the one hand the standard of right and wrong, on the other the chain of causes and effects, are fastened to their throne. That's the throne of pleasure seeking and pain avoidance. They govern us in all we do, in all we say, and in all we think. Every effort we can make to throw off our subjection, that's our subjection to the sovereign masses of pleasure and pain, will serve but to demonstrate and confirm it. In words we may pretend to abjure their empire, but in reality, he will remain subject to it all the while, the principle of utility recognizes this subjection, and assumes it to be a foundation of that system, the object of which is to rear the fabric of felicity by the hands of reason and law. Systems which attempt to question it deal in sounds instead of senses, in caprice instead of reason, in darkness instead of light.
La historia de la filosofía es pródiga en grandes ideas que tratan de explicarlo todo, especialmente (opino yo) en ética y política. Tenemos, verbigracia, el materialismo histórico de Karl Marx y sus consecuencias para el capitalismo y el comunismo, la posición original de Rawls tras el velo de ignorancia (¿qué reglas crearían las personas para vivir en sociedad si desconocieran qué lugar van a ocupar en el mundo?) o la evolución del estado mínimo de Nozick (¿cómo se organizaría la gente para salir del estado de la naturaleza en el que todos luchan contra todos?).
Foto de Rich Holoch

Bajo el epígrafe «ideas extravagantes» me propongo tomar ideas chocantes e imaginar cómo sería el mundo con ellas vigentes. ¿Qué pasaría si los empleados rasos de la empresa tomaran todas las decisiones? ¿Qué pasaría si niños de todas las edades pudieran comprarse y venderse? ¿Qué pasaría si se ejecutara a los políticos al acabar la legislatura cuando lo han hecho mal? Etcétera. A primera vista parecen descabelladas pero hay quien se ha molestado en desarrollar sesudas argumentaciones para responder a estas preguntas.

Obviamente, esta sección no es más que un pasatiempo especulativo, pues es imposible predecir el comportamiento exacto de la gente. Aún así, discurrir sobre ideas extremas puede ayudarnos a entender mejor un problema. Además, hay cosas que algunas sociedades damos hoy por sentadas que fueron en su día ideas extravagantes, tales como la igualdad de los negros, el voto femenino o el seguro por desempleo.

lunes, 21 de mayo de 2018

Capitalismo comunista

Mientras escribía la serie de artículos titulada Dilbert lo predijo me di cuenta de una cosa: ningún director general cree realmente en el capitalismo. Es posible que se les llene la boca de loas a la propiedad privada de los medios de producción, la competencia, el libre mercado y el respeto a la satisfacción de los fines egoístas pero, a la hora de la verdad, todos ellos actúan como comunistas.

¿Por qué se supone que el capitalismo es un sistema de organización económica mejor que el comunismo? Dejemos que Robert P. Murphy nos lo explique:

Capitalism is the system in which people are free to use their private property without outside interference. That’s why it’s also known as the free enterprise (or free market) system, because it allows people freedom to choose: freedom to choose their own jobs, freedom to sell their products at whatever prices they like, and freedom to choose among products for the best value.
[...] under a socialist government or in a tribal system, jobs are assigned by the authorities. In “managed” economies, prices might be set and import and export quotas might be enforced. In many socialist countries there is no right to private property at all: everything is owned—or could be confiscated—by the state for the benefit of “the people.”
[...] Most modern critics of capitalism fear freedom—they fear the results of allowing people to decide their own economic affairs and letting the unregulated market run its course. They think regulators and bureaucrats know better than private citizens making their own voluntary arrangements.
Imagen de Propaganda Times
He aquí los tres tótems del capitalismo: libertad individual, libre competencia y producción descentralizada. La competencia del libre mercado hace que se produzca lo que se demanda en la cantidad precisa con un nivel mínimo de calidad. En ese contexto, el respeto a la libertad individual y la propiedad privada produce, a través de la mano invisible, el bienestar general.

Para entender la idea que trato de transmitir no es necesario que las definiciones anteriores sean perfectas (un comunista podría replicar, por ejemplo, que el comunismo no es incompatible con la propiedad privada). Basta, por el contrario, con sacar a relucir estas ventajas mencionadas del capitalismo para ver cómo, en la práctica, quienes participan en él se guían por los principios que supuestamente rechazan.

Uno de los puntos más relevantes en nuestra disquisición de hoy es la diferencia en el modo de organizar la producción entre los sistemas mencionados. Como saben, en el comunismo la planificación es central mientras que en el capitalismo es descentralizada. Este último modo sería superior por las siguientes razones (ibídem Murphy):

[I]n a market economy no one is “in charge” of car production, and it’s nobody’s job to make sure that enough newborn-sized diapers get made. The apparent chaos, or unreliability, of laissez-faire capitalism seems most evident during recessions, when unemployed workers are eager for jobs and consumers are hungry for their products but the capitalist system seems to fail everyone. Wouldn’t it be much more sensible to have a group of experts draw up plans (in five-year increments, perhaps) to rationally determine how resources and workers should best be deployed?

This view is flawed in two major respects. First, it is impossible for a central authority to plan an economy. New technologies (if entrepreneurs have freedom to create new technologies), changes in consumer taste (if consumers have freedom to pursue their tastes), and the innumerable variables that can affect production, distribution, and consumption of everything from newspapers to lawn mowers on a national or international scale are simply not “manageable” in the way socialist planners like to think they are.

Second, the planning bias completely misunderstands the role of profit and loss in a market economy. Far from being arbitrary, a firm’s “bottom line” indicates whether an entrepreneur is doing what makes sense: if his product is one that people want and if he is using his resources in the best possible way. The firm’s costs are themselves prices, which are influenced by the bidding of other producers who have competing uses for the same resources.

The free market’s effects are far from arbitrary. Every time you spend three dollars on tomatoes, you are ultimately “voting” for some of the nation’s scarce farmland to be reserved for tomato production. Smokers similarly “vote” for some of the land to be reserved for tobacco production. When a business has to shut down because it is no longer profitable, what that really means is that its customers valued its products less than they valued other products that other businesses could make with the same materials. If a business is enjoying high profits, that’s the market’s indication that it is using its resources more effectively than other firms.

Como vemos, la teoría capitalista sostiene que es imposible para una autoridad central planificar la economía. La razón principal probablemente sea la información imperfecta: es inviable para un gobierno estar al tanto de todos los hechos importantes con suficiente inmediatez, ajustar los planes a la información entrante y coordinar a los distintos organismos para adaptarse a los cambios con rapidez. Aquí suele citarse como ejemplos los planes quinquenales de la URSS los cuales, podría seguir el argumento, acabaron por repartir la miseria entre unos ciudadanos que solo podían elegir un modelo de coche, de horrible diseño y escasa fiabilidad.

La solución capitalista al problema descrito es el sistema de precios en un régimen de competencia. Explica Friedrich Hayek:

[C]omo jamás pueden conocerse plenamente todos los detalles de los cambios que afectan de modo constante a las condiciones de la demanda y la oferta de las diferentes mercancías, ni hay centro alguno que pueda recogerlos y difundirlos con rapidez bastante, lo que se precisa es algún instrumento registrador que automáticamente recoja todos los efectos relevantes de las acciones individuales, y cuyas indicaciones sean la resultante de todas estas decisiones individuales y, a la vez, su guía.

Esto es precisamente lo que el sistema de precios realiza en el régimen de competencia y lo que ningún otro sistema puede, ni siquiera como promesa, realizar. Permite a los empresarios, por la vigilancia del movimiento de un número relativamente pequeño de precios, como un mecánico vigila las manillas de unas cuantas esferas, ajustar sus actividades a las de sus compañeros. Lo importante aquí es que el sistema de precios sólo llenará su función si prevalece la competencia, es decir, si el productor individual tiene que adaptarse él mismo a los cambios de los precios y no puede dominarlos. Cuanto más complicado es el conjunto, más dependientes nos hacemos de esta división del conocimiento entre individuos, cuyos esfuerzos separados se coordinan por este mecanismo impersonal de transmisión de las informaciones importantes que conocemos por el nombre de sistema de precios.
Por eso me choca que un director general póster del capitalismo suba al estrado y anuncie a sus cientos de empleados que el comité ejecutivo está diseñando un «plan a cinco años vista», o lo que es lo mismo, un plan quiquenal. Al oír aquello es cuando me di cuenta de que la actividad de las empresas grandes y medianas está dirigida por una autoridad central cuyo desconocimiento de los asuntos relevantes es la misma que la de cualquier gobierno. Es decir, que las empresas privadas son pequeños países comunistas.

Si los directores generales creyeran realmente en las virtudes del capitalismo ¿no deberían descentralizar la producción y dejar que cada departamento o equipo se gestionara de manera autónoma? Según la teoría que defienden son los trabajadores los que están más cerca del cliente y, por consiguiente, conocen mejor y antes que nadie sus necesidades, sus gustos, sus quejas, las modas que siguen, los competidores a los que prestan más atención, etcétera. De la misma forma, son los que están en la cadena de producción los que saben cuántas manos hacen falta, dónde están los cuellos de botella y cómo se pueden solucionar, qué inversiones son necesarias, y así siguiendo. Sin embargo, las empresas se siguen guiando por planes alumbrados por un comité de burócratas que deciden quién hace qué y con qué medios.

Pasemos ahora a la libertad individual. Los defensores del capitalismo pueden argumentar que, mientras el comunismo lleva inexorablemente a la dictadura, el capitalismo es inherentemente democrático. Verbigracia:

Al dejar actuar a la mano invisible, al animar a los empresarios a trabajar con ahínco y superarse a sí mismos, al priorizar el interés propio de los individuos sobre las decisiones del Estado acerca de lo que es mejor para la población y al permitir a los accionistas controlar las compañías, el capitalismo consagra la democracia individual y el derecho al voto en una sociedad de una forma que, sencillamente, no está al alcance de otros sistemas verticales. No es coincidencia que las sociedades no capitalistas tiendan a ser de manera casi exclusiva dictaduras no elegidas.
Veamos la oficina con lentes capitalistas. ¿Alguna vez han visto a un gerifalte decirle a sus empleados: «buscad vuestros propios intereses porque de la suma de ellos la empresa saldrá beneficiada»? Lo dudo mucho. En lugar de eso seguro que han tenido que soportar lección tras lección sobre «trabajo en equipo», «sacrificio», «dar el ciento diez por cien», «estar alineados», «ser como una familia» y todas esas aberrantes llamadas al bien de la empresa, que es lo mismo que la abnegación en pro de la patria o ese «bien común» que los capitalistas y liberales rechazan porque «justifica cualquier cosa». Mano invisible, mis cojones.

Un análisis ulterior nos hará ver que los asalariados no solo pueden buscar sus propios fines en la empresa privada sino que ni siquiera pueden organizar su trabajo a voluntad. ¿Pueden ustedes cambiar de puesto, departamento o tareas libremente? Apostaría mi nómina del mes en curso a que, en su inmensa mayoría, no pueden. Seguramente tampoco tengan control sobre su horario ni su lugar de trabajo, y no podrán negarse a hacer algo aunque sepan a ciencia cierta que es absurdo, perjudicial o malvado (al final se hace lo que dice el jefe). Muchos trabajadores ni siquiera pueden decidir libremente cuándo disfrutar sus vacaciones o periodos de descanso. En Estados Unidos hay empleadores que llegan al punto de limitar y programar el uso del aseo a los proletarios.

De nuevo, la semejanza de una empresa con una dictadura comunista es innegable. De la misma forma que el comunismo rechaza la autonomía individual con el objetivo de organizar a la sociedad para lograr cierto fin, así las empresas subyugan a sus trabajadores en busca del bien de la compañía. Según Hayek, esto es una consecuencia inevitable de la planificación: «la planificación conduce a la dictadura, porque la dictadura es el más eficaz instrumento de coerción y de inculcación de ideales, y, como tal, indispensable para hacer posible una planificación central en gran escala».

Asimismo, los dirigentes de una empresa no son representantes elegidos democráticamente por los obreros. En lugar de eso hay un grupo particular de directivos con intereses propios (y, a menudo, opuestos a los de la mayoría) y un estatus por encima del resto cuya membresía es lo único capaz de otorgar capacidad de influencia o poder a los habitantes de la sociedad anónima.

Mi argumento de hoy descansa en la base de que una empresa es como un país. Si esta equivalencia es falsa entonces yo podría estar equivocado. Tengo razones para pensar que la analogía es cierta. Por ejemplo, he visto defender la metáfora opuesta, esto es, que un país es como una empresa y puede dirigirse igual. El corolario de tal afirmación es la llegada a presidente de la república de un empresario bajo la premisa de que su experiencia en los negocios le hará un buen gestor de la economía nacional.

Si los países son empresas ¿qué producen? ¿Bienes y servicios para la exportación? ¿Leyes? ¿Bienestar para sus ciudadanos? Veo varias respuestas posibles que, de paso, rebatirían la objeción según la cual la diferencia entre una empresa y un país es que la primera tiene una misión concreta mientras que el segundo solo debe proporcionar un entorno en el que los individuos puedan satisfacer sus planes de vida.

Tal vez la diferencia sea la escala, es decir, el número de personas involucradas. Aquí entraríamos en una paradoja sorites en la que no podríamos situar a ciencia cierta el umbral a partir del cual no es posible tener información perfecta y coordinar a los individuos con agilidad. Walmart da empleo a más de dos millones de personas a la vez que hay decenas de países con menos de trescientos mil habitantes. De todas formas, aunque la planificación fuera posible a escalas de miles o cientos de miles de personas, eso no soluciona el problema de la autonomía individual.

Una forma fácil de saber si el mandamás de su empresa tiene un estilo directivo de corte estalinista podría ser llamarle «comunista hipócrita», un adjetivo que le dolerá mucho más si es estadounidense. En el caso más improbable, respetará su libertad de expresión. En el caso más presumible se le aplicará el tratamiento de rigor a quienes se oponen a los dirigentes del «partido». Ya saben a qué me refiero; está en los libros de Historia.

lunes, 14 de mayo de 2018

Todo el mundo miente

Era la regla inamovible del doctor House y, con el tiempo, una de las mías. Todo el mundo miente, todo el tiempo: los padres y los hijos, los amantes y los amados, el acusador y el acusado, el vendedor y el comprador, el entrevistador y el entrevistado, el candidato al trabajo y el ofertante. Por vergüenza, por aparentar, por ignorancia, porque buscan sus fines egoístas, porque quieren hacer daño o porque creen que haciéndolo protegen sus intereses.

Imagen de miss.killer!
Mentir significa «decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa», así como inducir a error, fingir o aparentar. A mi juicio, la mentira no requiere que haya mens rea, ese elemento interno o subjetivo del delito consagrado en el Derecho anglosajón. Se pueden decir embustes sin tener un estado mental deshonesto. ¿Cómo? Por ejemplo, cuando defendemos recuerdos falsos.

Los psicólogos Christopher Chabris y Daniel Simons abren su capítulo sobre los falsos recuerdos con la historia de un entrenador de baloncesto universitario llamado Bobby Knight que fue acusado de agredir físicamente al jugador estrella Neil Reed. Según Reed, durante un entrenamiento en el año 1997 Knight lo reprendió, Reed replicó y, a continuación, el entrenador se abalanzó sobre él y lo agarró de la garganta hasta que los que estaban alrededor los separaron. Knight, por su parte, no recordaba aquel suceso.

El incidente tuvo cierta repercusión en Estados Unidos y las entrevistas mostraron que los testimonios de los presentes eran contradictorios. Mucho después de que se hicieran públicas las acusaciones apareció un vídeo de aquel entrenamiento. En él se veía a Knight acercarse a Reed, tomarlo por la parte anterior del cuello con una mano durante unos segundos y empujarlo hacia atrás. Los allí presentes se pararon a observar pero nadie se acercó a separarlos.

Chabris y Simons explican que tanto el entrenador como el jugador tenían un recuerdo distorsionado del acontecimiento. Para Knight lo ocurrido fue un hecho trivial, así que su recuerdo tomó la forma de una situación típica del entrenamiento. Para Reed, por el contrario, se trató de un suceso inusual y desagradable, de manera que su recuerdo se guardó con el título «el entrenador me asfixió»:

Así como lo que percibimos depende de lo que esperamos ver, aquello que recordamos se basa en parte en lo que pensamos que sucedió. Es decir, que la memoria depende tanto de lo que de hecho pasó como de la manera en que lo interpretamos.
[...] La percepción extrae el significado de lo que vemos (o escuchamos, u olemos...) en lugar de codificarlo todo con perfecto detalle. Sería una pérdida poco habitual de energía y de otros recursos para la evolución haber diseñado un cerebro que captara todos los estímulos posibles con igual fidelidad cuando es poco lo que el organismo puede ganar con una estrategia así. Del mismo modo, la memoria no almacena todo lo que percibimos, sino que toma lo que hemos visto u oído y lo asocia con lo que ya sabemos. Estas asociaciones nos ayudan a discernir lo que es importante y a recordar detalles de lo que hemos visto. Proporcionan «pistas de recuperación» que hacen que nuestras memoria sea más fluida. En la mayoría de los casos, son pistas útiles. Pero estas asociaciones también pueden llevarnos por el mal caminio, precisamente porque dan lugar a un sentido exagerado de la precisión de la memoria. No podemos distinguir con facilidad entre lo que recordamos al pie de la letra y lo que reconstruimos a partir de asociaciones y conocimientos.
Así que no solo nuestra interpretación de lo que vemos está sesgada por nuestro modelo mental del mundo sino también lo que recordamos. Como dicen estos psicólogos, vemos lo que esperamos ver y recordamos lo que esperamos recordar, es decir, inconscientemente acomodamos nuestras percepciones y nuestras evocaciones a nuestras expectativas y creencias.

Es por ello que los testigos son fuentes de información poco fiables. Incluso los recuerdos de tipo flash, aquellos que se graban vívidamente por la enorme carga emocional que tienen, están sujetos a distorsiones porque, aunque a nosotros los vivamos como detallados e imborrables, la memoria humana no guarda los recuerdos como ficheros de vídeo inmutables (ibídem Chabris y Simons):

Aunque creemos que nuestra memoria funciona como un recuento preciso de lo que hemos visto y oído, en realidad estos registros pueden ser del todo insuficientes. Lo que recordamos a menudo está rellenado con ideas generales, inferencias e imágenes de otras influencias; se parece más a una ejecución improvisada basada en una melodía familiar que a un reflejo digital de la primera función de una sinfonía en el Carnegie Hall. Equivocadamente, creemos que nuestros recuerdos son fieles y precisos y no podemos separar con facilidad aquellos aspectos de nuestra memoria que reflejan con precisión lo sucedido de los introducidos más tarde.
A veces llega a ocurrir que una persona cuenta como una historia personal algo que le ocurrió a otro individuo, lo que se conoce como fallo de la memoria fuente. Otras veces un autor plagia a otro sin darse cuenta. También es posible cambiar los recuerdos de alguien utilizando fotografías trucadas. Finalmente, como nuestros recuerdos deben ser coherentes con nuestras acciones y creencias es posible que cambien a lo largo del tiempo. «Cuando nuestras creencias cambian nuestros recuerdos pueden cambiar con ellas», afirman Simons y Chabris.

Por eso es posible que mintamos sin que nos demos cuenta. Cuanto contamos una anécdota o rememoramos un acontecimiento no relatamos la versión objetiva del hecho sino nuestra versión, un remake mental de cosecha propia cuyo guión se ajusta a nuestra visión del mundo y de nosotros mismos, y cuyas distorsiones no se limitan a detalles irrelevantes. Por citar un par de ejemplos que aparecen en el libro de Chabris y Simons, George W. Bush declaró en varias ocaciones que vio en televisión cómo el primer avión se estrellaba contra una de las torres el once de septiembre de 2001 antes de entrar al aula de escuela primaria donde estaba cuando le informaron del segundo impacto. Eso era imposible porque el día de los ataques la única colisión que se emitió por televisión fue la del segundo avión. De manera similar, Hillary Clinton relató en un discurso de su campaña presidencial de 2008 un aterrizaje en Bosnia «bajo el fuego de francotiradores» que, según ella, obligó a su comitiva a correr cubriéndose la cabeza para llegar al coche que los esperaba. El periódico The Washington Post publicó su historia acompañada por una fotografía de aquel momento que mostraba cómo la candidata besaba a un niño bosnio que acababa de leerle un poema de bienvenida. Todos los documentos gráficos de esa llegada mostraron una ceremonia normal y una caminata plácida hasta los vehículos, sin incidentes.

Madurar require adaptarse al hecho de que todo el mundo miente. El filósofo Thomas Reid escribió:

Otro principio original que el Ser Supremo implantó en nosotros fue nuestra disposición a confiar en la veracidad de los demás, y a creer en lo que ellos nos dicen. Este principio es el complemento del primero. Mientras que a aquél pudiera llamársele el principio de veracidad, nombraremos a éste , a falta de un titulo más adecuado , el principio de credulidad. Se trata de un principio ilimitado en los niños hasta que descubren ejemplos de falsedad y de engaño, así como de uno que retiene su poder en grado considerable a lo largo de la vida.
Cada cual elige dónde situarse en el espectro escepticismo-credulidad pero yo creo que, por lo general, pecamos de crédulos y que, por consiguiente, haríamos bien en ser más escépticos ante los testimonios y los datos que nos llegan, provengan de donde provengan. No porque todas las personas sean unas malvadas mentirosas patológicas que quieren aprovecharse de nosotros sino porque (¿además de eso?) nuestra naturaleza nos hace proclives a decir mentiras sin que ni siquiera nos demos cuenta.

lunes, 7 de mayo de 2018

Seis horas de viaje

Toca viaje por carretera. Las circunstancias obligan a partir en compañía de miles de conciudadanos en la misma dirección. Las cuatro horas que normalmente toma el recorrido se convierten en seis, lo que significa tiempo de sobra para divagar, para examinar múltiples temas sin entretenerse demasiado en cada uno de ellos.

Foto de wakingphotolife
Partimos en la víspera de un fin de semana largo, conocido coloquialmente como «puente». El lunes es día laborable pero hay empresas que no abren porque martes y miércoles son días festivos. Recuerdo las palabras del humorista Javier Cansado: «tú a un chino intentas explicarle lo que es un puente y no lo entiende. ¿Cómo? ¿Que cómo un día no se trabaja entonces el anterior tampoco?». También las del académico Fernando Lázaro-Carreter: «millones de ciudadanos huyen por las carreteras a lugares de donde pronto querrán huir».

Hay mucho tráfico. Operación salida, lo llaman. Rememoro un vídeo del programa Sé lo que hicistéis en el que recopilaron el dato de desplazamientos previstos por la DGT emitido en los telediarios a lo largo de los años. Desde principios de los noventa hasta la época en la que se emitía el programa siempre era el mismo número: cuatro millones de desplazamientos.

La carretera está atascada. Nos hemos retrasado y hemos llegado a la autopista cuando el punto crítico ya se ha alcanzado:

Nagel y Schreckenberg se dieron cuenta de que hay dos tipos distintos de tráfico, que se distinguen por cómo varía el ritmo de paso a medida que la densidad del tráfico se incrementa. El ritmo de paso mide cuántos vehículos pasan por cierto punto en una hora (o en un minuto, o en el intervalo de tiempo elegido). La densidad del tráfico es el número de vehículos por kilómetro (o milla o la medida elegida) de calzada. A medida que el tráfico se hace más denso y hay luz suficiente para que cada conductor haga lo que le plazca, el ritmo de paso aumenta cuando la densidad aumenta: hay más coches por cada kilómetro de carretera sin que necesiten aminorar la marcha, así que cada hora pasan más vehículos por un punto de control determinado. Pero cuando la densidad es «crítica», esta pauta («tráfico fluido») se interrumpe. Los vehículos empiezan a reaccionar ante la presencia de los demás reduciendo la velocidad y, a continuación, el aumento del número de vehículos debido a una mayor densidad del tráfico es compensado por una disminución decreciente de los mismos porque van más despacio. En el punto de densidad crítica, el ritmo de paso empieza de pronto a decrecer en lugar de a incrementarse cuando la densidad del tráfico aumenta. Los responsables de tráfico dirán: se ha pasado de un tráfico fluido a un tráfico congestionado.
Pasado un rato empezamos a acelerar. El tráfico es denso pero circulamos rápidamente. Parece que ha pasado lo peor. Sin embargo, al poco tiempo volvemos a pararnos. La experiencia se repite varias veces a lo largo del trayecto: dejamos atrás un embotellamiento, aceleramos y acabamos metidos en otra retención. Atascos fantasma, podría decirse:

«En realidad los atascos fantasma no existen», ruge Michael Schreckenberg, un profesor de física de la Universidad de Duisburgo-Essen tan conocido por sus estudios sobre el tráfico que se ha ganado el apelativo de «profesor atasco» en los medios alemanes. Un embotellamiento siempre tiene un motivo, afirma, aunque no salte a la vista. Lo que parece ser una perturbación local podría no ser sino una onda propagada río abajo en lo que supone en realidad un atasco de amplio movimiento. Es un error, dice Schreckenberg, calificarlo todo, sin más, de tráfico de paradas y arranques (stop and go): «Las paradas y arranques son la dinámica de un embotellamiento».
El tráfico fluye hacia delante pero el atasco se mueve hacia atrás porque las acciones de los conductores se propagan hacia la retaguardia. Cuanto más apiñados están los vehículos mayores son los efectos entre ellos:

Cuando el primero de un grupo de coches poco espaciados aminora o se detiene, se desencadena una «onda expansiva» que se mueve hacia atrás. El primer coche aminora o se detiene y el siguiente aminora o se detiene un poco más atrás. Esa onda, cuya velocidad al parecer suele rondar los 20 kilómetros por hora, en teoría podría prolongarse indefinidamente mientras hubiese una concatenación de tráfico lo bastante densa. Hasta un único coche en una carretera de dos carriles, con solo cambiar de velocidad sin venir a cuento (como la gente parece hacer tan a menudo, en lo que me gusta llamar «trastorno por déficit de atención a la velocidad»), puede irradiar esas ondas hacia atrás a través de un caudal de vehículos que le sigan. Además, aunque la velocidad media de ese coche sea bastante alta, las fluctuaciones ocasionan un caos progresivo.
Me pregunto qué influencia tendrían los coches autónomos en los atascos si se popularizaran. ¿Habría menos embotellamientos gracias a que los coches con piloto automático pueden circular a velocidad constante? ¿Qué proporción de estos coches sería necesaria en las carreteras para que se aliviaran los problemas de tráfico? ¿O tal vez importa más el diseño de las carreteras y el número de coches que la forma en que se mueven?

Llevamos ya dos horas y estamos lejos de la mitad del recorrido. Según las recomendaciones que cacarean los medios de comunicación debería parar a descansar. Además, me apetece un refresco. Eso me recuerda que debo mantenerme hidratado, ese consejo baúl que asoma la cabeza en toda lista de sugerencias relacionadas con el organismo. ¿Tiene que conducir muchas horas? Manténgase hidratado. ¿Hace calor? Manténgase hidratado. ¿Va a hacer deporte? Manténgase hidratado. ¿Quiere perder peso? Manténgase hidratado. ¿Está resfriado? Manténgase hidratado. ¿Tiene jet lag? Manténgase hidratado. ¿Está deprimido tras las vacaciones? Manténgase hidratado. ¿Ha roto con su pareja, le han despedido, está arruinado y ha perdido las ganas de vivir? Pues ya sabe.

Paramos a evacuar, refrescarnos y estirar las piernas. Siento molestias después de estar tanto tiempo sentado. Recuerdo que sentarse es el nuevo tabaquismo. De hecho:

Research about the detrimental effects of sedentary life on our health is accumulating from many quarters. Searching online for “sedentary lifestyle health risks” yields hundreds of thousands of hits, with couch potatoes suffering higher rates of mortality from various sources, as well as exhibiting more depression, anxiety, and other mental ailments.
Pero, aunque se parezcan, una cosa es estar mucho tiempo sentado y otra hacer poco ejercicio. Incluso si se hace la cantidad diaria recomendada de deporte un estilo de vida sedentario produce estragos en la salud:

Recent studies suggest that even for people who manage to obtain the recommended amount of daily exercise each day, the deleterious effects of being sedentary can include larger waist circumference, higher blood pressure, and problems with blood sugar levels. The television appears to be a particular villain in this regard; the more time in front of the tube, the more drastic these adverse health effects were. The Australian researchers dubbed the conundrum of people who work out vigorously for a short period each day, but sit much of the remainder of the time, the “Active Couch Potato” phenomenon.
Active Couch Potatoes, or at least those from the population of white adults of European descent who were the objects of study, suffer higher-than-expected rates of mortality, even when some other potentially confounding factors, like the type of work they do, are taken into account. A survey of Canadians found that those who had reported spending most of the day seated had a higher risk of dying than did those who were even slightly more active.
Reemprendemos la marcha. Mi mente no para; es una mala costumbre que tiene. «Velocidad controlada por radar», reza el cartel. Yo soy de los que va, como se dice vulgarmente, «pisando huevos». El riesgo de muerte aumenta con la velocidad en una proporción que no es lineal: a ochenta kilómetros por hora hay quince veces más probabilidades de morir que en una colisión a cuarenta, no el doble.

Saquen a colación el tema de los radares en una comida con sus cuñados y verán cuán cierto es que se nos retira la lactancia intelectual antes de tiempo. «Solo buscan recaudar dinero». «El problema es la velocidad inadecuada». «Si no quieren que corra ¿por qué venden coches que pueden ir a más de ciento veinte kilómetros por hora?». «Los coches de ahora son más seguros que los de antes». Etcétera.

«¿Por qué los coches tienen frenos?», comenzaba preguntando una presentación corporativa de IBM. «Para poder ir más rápido». La paradoja es real y las consecuencias nada positivas. De hecho, los primeros estudios tras la introducción del ABS mostraron que el efecto sobre los accidentes era cercano a cero:

Un famoso estudio bien controlado de los taxistas de Munich, Alemania, reveló que los coches equipados con ABS conducían más rápido y más cerca de otros vehículos que los que no tenían el nuevo sistema. También sufrían más colisiones que los coches sin ABS. Otros estudios sugerían que los conductores con ABS tenían menos probabilidades de embestir a alguien por detrás pero más de que los embistieran a ellos.
Es posible que los conductores tomemos más riesgos cuanto más seguros son los coches. Es lo que se conoce como efecto Peltzman, en honor del economista de la Univerdad de Chicago Sam Peltzman. En un artículo escrito en 1976 sostuvo que el índice de mortalidad en carretera no disminuía a pesar de las nuevas tecnologías de seguridad porque los conductores conducían de forma más «intensa», lo que aumentaba la tasa de víctimas que no viajaban dentro del coche, esto es, peatones, motoristas y ciclistas.

Por fin llegamos a nuestro destino. Me doy cuenta de que actualmente escasean las ocasiones en las que uno permanece a solas con sus pensamientos durante largos periodos de tiempo. Antes de la llegada de los teléfonos móviles era frecuente encontrar en el transporte público a personas mirando al vacío, sin libros ni música para entretenerse, simplemente dejando vagar la mente. Un compañero de universidad hablaba de esta experiencia que todos compartíamos en aquel entonces y decía: «estás ahí solo, sin nada que hacer, y te pones a pensar, y acabas pensando unas cosas más raras...».

Entonces me acuerdo de que una mente que divaga no es una mente feliz, y que hay personas que prefieren recibir descargas eléctricas antes que estar a solas con sus pensamientos. Pienso en cómo un viaje largo por carretera aúna lo desagradable de ambas experiencias y lo mezcla con aburrimiento e incomodidad física, lo que quizá explique la mala baba de algunos conductores. Finalmente caigo en la cuenta de que dentro de dos días emprenderé el viaje de vuelta y me consuelo pensando que para mí no suele ser un problema sentarme a contemplar el flujo de mis pensamientos, y que dormiré bien porque mi mente ha tenido tiempo de sobra para lavarse y asimilar los eventos del día mientras conducía.