¿Por qué se supone que el capitalismo es un sistema de organización económica mejor que el comunismo? Dejemos que Robert P. Murphy nos lo explique:
Capitalism is the system in which people are free to use their private property without outside interference. That’s why it’s also known as the free enterprise (or free market) system, because it allows people freedom to choose: freedom to choose their own jobs, freedom to sell their products at whatever prices they like, and freedom to choose among products for the best value.
[...] under a socialist government or in a tribal system, jobs are assigned by the authorities. In “managed” economies, prices might be set and import and export quotas might be enforced. In many socialist countries there is no right to private property at all: everything is owned—or could be confiscated—by the state for the benefit of “the people.”
[...] Most modern critics of capitalism fear freedom—they fear the results of allowing people to decide their own economic affairs and letting the unregulated market run its course. They think regulators and bureaucrats know better than private citizens making their own voluntary arrangements.
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Para entender la idea que trato de transmitir no es necesario que las definiciones anteriores sean perfectas (un comunista podría replicar, por ejemplo, que el comunismo no es incompatible con la propiedad privada). Basta, por el contrario, con sacar a relucir estas ventajas mencionadas del capitalismo para ver cómo, en la práctica, quienes participan en él se guían por los principios que supuestamente rechazan.
Uno de los puntos más relevantes en nuestra disquisición de hoy es la diferencia en el modo de organizar la producción entre los sistemas mencionados. Como saben, en el comunismo la planificación es central mientras que en el capitalismo es descentralizada. Este último modo sería superior por las siguientes razones (ibídem Murphy):
[I]n a market economy no one is “in charge” of car production, and it’s nobody’s job to make sure that enough newborn-sized diapers get made. The apparent chaos, or unreliability, of laissez-faire capitalism seems most evident during recessions, when unemployed workers are eager for jobs and consumers are hungry for their products but the capitalist system seems to fail everyone. Wouldn’t it be much more sensible to have a group of experts draw up plans (in five-year increments, perhaps) to rationally determine how resources and workers should best be deployed?
This view is flawed in two major respects. First, it is impossible for a central authority to plan an economy. New technologies (if entrepreneurs have freedom to create new technologies), changes in consumer taste (if consumers have freedom to pursue their tastes), and the innumerable variables that can affect production, distribution, and consumption of everything from newspapers to lawn mowers on a national or international scale are simply not “manageable” in the way socialist planners like to think they are.
Second, the planning bias completely misunderstands the role of profit and loss in a market economy. Far from being arbitrary, a firm’s “bottom line” indicates whether an entrepreneur is doing what makes sense: if his product is one that people want and if he is using his resources in the best possible way. The firm’s costs are themselves prices, which are influenced by the bidding of other producers who have competing uses for the same resources.
The free market’s effects are far from arbitrary. Every time you spend three dollars on tomatoes, you are ultimately “voting” for some of the nation’s scarce farmland to be reserved for tomato production. Smokers similarly “vote” for some of the land to be reserved for tobacco production. When a business has to shut down because it is no longer profitable, what that really means is that its customers valued its products less than they valued other products that other businesses could make with the same materials. If a business is enjoying high profits, that’s the market’s indication that it is using its resources more effectively than other firms.
Como vemos, la teoría capitalista sostiene que es imposible para una autoridad central planificar la economía. La razón principal probablemente sea la información imperfecta: es inviable para un gobierno estar al tanto de todos los hechos importantes con suficiente inmediatez, ajustar los planes a la información entrante y coordinar a los distintos organismos para adaptarse a los cambios con rapidez. Aquí suele citarse como ejemplos los planes quinquenales de la URSS los cuales, podría seguir el argumento, acabaron por repartir la miseria entre unos ciudadanos que solo podían elegir un modelo de coche, de horrible diseño y escasa fiabilidad.
La solución capitalista al problema descrito es el sistema de precios en un régimen de competencia. Explica Friedrich Hayek:
[C]omo jamás pueden conocerse plenamente todos los detalles de los cambios que afectan de modo constante a las condiciones de la demanda y la oferta de las diferentes mercancías, ni hay centro alguno que pueda recogerlos y difundirlos con rapidez bastante, lo que se precisa es algún instrumento registrador que automáticamente recoja todos los efectos relevantes de las acciones individuales, y cuyas indicaciones sean la resultante de todas estas decisiones individuales y, a la vez, su guía.Por eso me choca que un director general póster del capitalismo suba al estrado y anuncie a sus cientos de empleados que el comité ejecutivo está diseñando un «plan a cinco años vista», o lo que es lo mismo, un plan quiquenal. Al oír aquello es cuando me di cuenta de que la actividad de las empresas grandes y medianas está dirigida por una autoridad central cuyo desconocimiento de los asuntos relevantes es la misma que la de cualquier gobierno. Es decir, que las empresas privadas son pequeños países comunistas.
Esto es precisamente lo que el sistema de precios realiza en el régimen de competencia y lo que ningún otro sistema puede, ni siquiera como promesa, realizar. Permite a los empresarios, por la vigilancia del movimiento de un número relativamente pequeño de precios, como un mecánico vigila las manillas de unas cuantas esferas, ajustar sus actividades a las de sus compañeros. Lo importante aquí es que el sistema de precios sólo llenará su función si prevalece la competencia, es decir, si el productor individual tiene que adaptarse él mismo a los cambios de los precios y no puede dominarlos. Cuanto más complicado es el conjunto, más dependientes nos hacemos de esta división del conocimiento entre individuos, cuyos esfuerzos separados se coordinan por este mecanismo impersonal de transmisión de las informaciones importantes que conocemos por el nombre de sistema de precios.
Si los directores generales creyeran realmente en las virtudes del capitalismo ¿no deberían descentralizar la producción y dejar que cada departamento o equipo se gestionara de manera autónoma? Según la teoría que defienden son los trabajadores los que están más cerca del cliente y, por consiguiente, conocen mejor y antes que nadie sus necesidades, sus gustos, sus quejas, las modas que siguen, los competidores a los que prestan más atención, etcétera. De la misma forma, son los que están en la cadena de producción los que saben cuántas manos hacen falta, dónde están los cuellos de botella y cómo se pueden solucionar, qué inversiones son necesarias, y así siguiendo. Sin embargo, las empresas se siguen guiando por planes alumbrados por un comité de burócratas que deciden quién hace qué y con qué medios.
Pasemos ahora a la libertad individual. Los defensores del capitalismo pueden argumentar que, mientras el comunismo lleva inexorablemente a la dictadura, el capitalismo es inherentemente democrático. Verbigracia:
Al dejar actuar a la mano invisible, al animar a los empresarios a trabajar con ahínco y superarse a sí mismos, al priorizar el interés propio de los individuos sobre las decisiones del Estado acerca de lo que es mejor para la población y al permitir a los accionistas controlar las compañías, el capitalismo consagra la democracia individual y el derecho al voto en una sociedad de una forma que, sencillamente, no está al alcance de otros sistemas verticales. No es coincidencia que las sociedades no capitalistas tiendan a ser de manera casi exclusiva dictaduras no elegidas.Veamos la oficina con lentes capitalistas. ¿Alguna vez han visto a un gerifalte decirle a sus empleados: «buscad vuestros propios intereses porque de la suma de ellos la empresa saldrá beneficiada»? Lo dudo mucho. En lugar de eso seguro que han tenido que soportar lección tras lección sobre «trabajo en equipo», «sacrificio», «dar el ciento diez por cien», «estar alineados», «ser como una familia» y todas esas aberrantes llamadas al bien de la empresa, que es lo mismo que la abnegación en pro de la patria o ese «bien común» que los capitalistas y liberales rechazan porque «justifica cualquier cosa». Mano invisible, mis cojones.
Un análisis ulterior nos hará ver que los asalariados no solo pueden buscar sus propios fines en la empresa privada sino que ni siquiera pueden organizar su trabajo a voluntad. ¿Pueden ustedes cambiar de puesto, departamento o tareas libremente? Apostaría mi nómina del mes en curso a que, en su inmensa mayoría, no pueden. Seguramente tampoco tengan control sobre su horario ni su lugar de trabajo, y no podrán negarse a hacer algo aunque sepan a ciencia cierta que es absurdo, perjudicial o malvado (al final se hace lo que dice el jefe). Muchos trabajadores ni siquiera pueden decidir libremente cuándo disfrutar sus vacaciones o periodos de descanso. En Estados Unidos hay empleadores que llegan al punto de limitar y programar el uso del aseo a los proletarios.
De nuevo, la semejanza de una empresa con una dictadura comunista es innegable. De la misma forma que el comunismo rechaza la autonomía individual con el objetivo de organizar a la sociedad para lograr cierto fin, así las empresas subyugan a sus trabajadores en busca del bien de la compañía. Según Hayek, esto es una consecuencia inevitable de la planificación: «la planificación conduce a la dictadura, porque la dictadura es el más eficaz instrumento de coerción y de inculcación de ideales, y, como tal, indispensable para hacer posible una planificación central en gran escala».
Asimismo, los dirigentes de una empresa no son representantes elegidos democráticamente por los obreros. En lugar de eso hay un grupo particular de directivos con intereses propios (y, a menudo, opuestos a los de la mayoría) y un estatus por encima del resto cuya membresía es lo único capaz de otorgar capacidad de influencia o poder a los habitantes de la sociedad anónima.
Mi argumento de hoy descansa en la base de que una empresa es como un país. Si esta equivalencia es falsa entonces yo podría estar equivocado. Tengo razones para pensar que la analogía es cierta. Por ejemplo, he visto defender la metáfora opuesta, esto es, que un país es como una empresa y puede dirigirse igual. El corolario de tal afirmación es la llegada a presidente de la república de un empresario bajo la premisa de que su experiencia en los negocios le hará un buen gestor de la economía nacional.
Si los países son empresas ¿qué producen? ¿Bienes y servicios para la exportación? ¿Leyes? ¿Bienestar para sus ciudadanos? Veo varias respuestas posibles que, de paso, rebatirían la objeción según la cual la diferencia entre una empresa y un país es que la primera tiene una misión concreta mientras que el segundo solo debe proporcionar un entorno en el que los individuos puedan satisfacer sus planes de vida.
Tal vez la diferencia sea la escala, es decir, el número de personas involucradas. Aquí entraríamos en una paradoja sorites en la que no podríamos situar a ciencia cierta el umbral a partir del cual no es posible tener información perfecta y coordinar a los individuos con agilidad. Walmart da empleo a más de dos millones de personas a la vez que hay decenas de países con menos de trescientos mil habitantes. De todas formas, aunque la planificación fuera posible a escalas de miles o cientos de miles de personas, eso no soluciona el problema de la autonomía individual.
Una forma fácil de saber si el mandamás de su empresa tiene un estilo directivo de corte estalinista podría ser llamarle «comunista hipócrita», un adjetivo que le dolerá mucho más si es estadounidense. En el caso más improbable, respetará su libertad de expresión. En el caso más presumible se le aplicará el tratamiento de rigor a quienes se oponen a los dirigentes del «partido». Ya saben a qué me refiero; está en los libros de Historia.
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