domingo, 28 de abril de 2013

Sexo, filosofía y malentendidos (II)

Una de esas vivencias ininteligible desde una perspectiva exterior podría ser el sexo en sí. En el año en que estábamos a las puertas de la adolescencia un profesor nos dijo –durante el transcurso de una clase de educación sexual– que la expresión «hacer el amor» no se ajustaba bien al acto; que ya lo entenderíamos cuando lo hiciéramos (de paso comentó el peculiar sabor de la leche materna; mejor no preguntéis). Otro ejemplo menos placentero fue el de mi profesor de autoescuela, que tuvo a bien amenizar una clase con los pormenores de las quemaduras sufridas en su arco del triunfo por culpa de una lata de gasolina prendida. «No te puedes imaginar el dolor», decía. Ni quiero, oiga.
Foto de Basilievich

Si Nagel sostenía que no podemos saber qué se siente al ser un murciélago porque carecemos de la experiencia directa de vivir mediante ecolocalización, el también filósofo Frank Jackson planteó otro experimento mental relacionado atinente al conocimiento y la vida mental:
«Mary es una científica que nunca ha tenido ocasión de contemplar los colores. Aunque su vista es perfectamente normal, nunca se lo han permitido. En la habitación que ocupa, de la que nunca se le ha permitido salir, todo, absolutamente todo, está pintado en blanco y negro. Ella misma está totalmente pintada de blanco y negro (supongamos, por mor del ejemplo, que esto es compatible con llevar una vida, en muchos aspectos, «normal»). Ahora bien, Mary ha aprendido, estudiando libros y artículos, muchas cosas sobre los colores; tantas, que se ha hecho una auténtica experta en ellos. Incluso podemos suponer que ha llegado a ser la persona que más conocimientos científicos tiene acerca de los colores y su percepción, tanto desde el punto de vista de la física y de la química, como desde el de la neurofisiología y la psicología. Sin embargo, parece en principio que hemos de admitir que, a menos que algún día pueda verlos, su conocimiento es incompleto.»
Si este ejemplo le resulta demasiado artificial piense en el ofrecido por P. S. Churchland sobre una ginecóloga que no tiene hijos, la cual puede conocer con detalle todos los procesos fisiológicos en el embarazo pero no ha experimentado el embarazo propiamente dicho.

Resumiendo lo dicho hasta ahora, vemos que concurren dos problemas a la hora de entender verdaderamente a los demás. Primero, no siempre podemos experimentar lo que ellos han pasado. Segundo, aunque nos lo cuenten con infinito detalle y podamos comprenderlo intelectualmente nos vemos privados del conocimiento que portan los sentidos y las emociones. Una historia que conjuga ambos aspectos debería dejar totalmente claro a qué me refiero.

He conocido personalmente a varias mujeres que han pasado por el aborto. Algunas lo hicieron por decisión propia; otras, muy a su pesar. Una de ellas es mi muy querida creadora y administradora del blog Somos múltiples, un portal para padres (presentes o futuros) de mellizos, gemelos, trillizos, etcétera. Hace cinco años esta mujer pasó por un embarazo ectópico y en un artículo reciente relataba su experiencia:
«Lo más duro de perder un embarazo es no tener a nadie con quien desahogarte ya que a la gente por lo general no le gusta hablar de esas cosas. La mayoría opta por restarle importancia a un aborto temprano, como si el hecho de haber pasado poco tiempo embarazada hiciera que doliese menos. Todos te dicen que no pasa nada, que eres joven y que puedes volver a intentarlo, e inmediatamente desvían de forma discreta el tema de conversación pretendiendo que actúes como si no hubiera pasado nada. La forma en la que todos trataban de ignorar esa pequeña vida que había crecido en mi interior, y que para mí había sido tan importante, me provocaba una rabia inmensa.

Es difícil hablar de ello incluso con tu propia pareja, cuando uno lucha por olvidar y el otro necesita desesperadamente descargar el peso de su angustia hablando de ello. Pasados unos días se acaba levantando un tupido velo de silencio alrededor del tema. Parece que nadie comprende tu desesperación. Todos optan por la postura más cómoda; fingir que no ha pasado nada. Y llega un momento en el que te planteas si ha ocurrido realmente o si lo has soñado y el embarazo sólo era producto de tu imaginación. Pero el dolor que sientes a cada instante te recuerda que es real.»
En uno de los momentos más duros de su vida, justo cuando más lo necesitaba, se encontró ayuna de comprensión ajena. Una situación que a muchos nos es bien conocida.

Continuará.

domingo, 21 de abril de 2013

Una rápida y personal (II)

Teníamos razón. Los dos. Aquella persona al pedirme que me alejara y yo al asumir que eso era cuanto podía hacer por ella. Por lo que puedo entrever desde la distancia parecen haber vuelto a su ser la alegría y la vitalidad. La sociabilidad. La sonrisa. ¿Sería ese el cambio que decía necesitar?

Cuesta creer que ir con mis mejores intenciones pudiera representar tamaña losa sobre el ánimo de alguien, sobre todo porque eso me atribuiría una influencia que probablemente esté a años luz de la real (no le importo tanto). No obstante ahora me pregunto, dada mi incapacidad para cambiar, cuánto bien podría hacer al mundo alejándome de más gente. Quizá debiera emboscarme:
«En la antigua Islandia al hombre que había entrado en un grave conflicto con la sociedad (de ordinario o a causa de un homicidio) le quedaba un recurso: el Waldgang, la emboscadura. Aquel hombre se retiraba al bosque, se convertía en un Waldgänger, un emboscado. Allí vivía de sus propias fuerzas, apoyado en sí mismo. Para sí era él su propio sacerdote, su propio médico, su propio juez.»
Hacer eso tendría la ventaja añadida de que alguno de los cinco millones de parados de este país podría ocupar mi puesto de trabajo para hacer una labor decente (de lo cual yo soy incapaz, visto lo visto, pues me son necesarios los lujos del tiempo y otros recursos para completar de manera incólume las augustas tareas a las que mi empresa se dedica).

Tengo entendido que Irlanda es un país frondoso, y queda más a mano que Islandia. Tal vez me recluya en un bosque de por allí. Mala suerte sería que con tanta lluvia y tanto árbol no me caiga un puto rayo.

Foto de Ruben Holthuijsen

domingo, 14 de abril de 2013

Sexo, filosofía y malentendidos (I)

Recogíame en el tren como cada tarde para volver a casa, petate a un lado y libro en mano como es costumbre en mí, cuando en los asientos más cercanos se acomodó un grupo de veinteañeras universitarias con su habitual conglomerado de mochilas, carpetas, bolsos y demás. Por más que traté de concentrarme en la lectura me fue imposible no enterarme de las peripecias sexuales de mis primas, las cuales, con la naturalidad, franqueza y el grado de detalle que es habitual en grupos de amigas (y que haría sonrojar al camionero más pintado), hablaban entre otras cosas de cómo la primera embestida del acto era molesta (si bien «el mete-saca luego ya no duele»), de cómo fulanito gustaba de hacer ruidos exagerados durante el coito, y otras cosas del mismo tenor. Se lamentaba una de ellas de que cuando su pareja intentaba masturbarla el colega frotaba el clítoris con escasa habilidad y demasiada violencia («como si pretendiera borrármelo», decía), a lo que sus íntimas asentían y respondían con historias similares. Se me ocurrió que tal vez la causa fuera que el chaval se había tomado las películas pornográficas por documentales y no por lo que en realidad son.
Foto de marc falardeau

La falta de mano del susodicho con la entrepierna de su pareja (el doble sentido es intencionado) es solo una de tantas formas manifiestas de ignorancia acerca del placer femenino que muchos hombres llevamos a cuestas. Como muestra considérese, verbigracia, el material del libro ilustrado Sex machines: Photographs and Interviews, de Timothy Archibald. En dicho volumen podemos encontrar, cuenta Mary Roach, fotos de máquinas sexuales fabricadas por inventores aficionados, todos ellos hombres. Durante la investigación que Roach llevó acabo acerca de la ciencia del sexo la periodista acudió a la presentación de la obra realizada en el Centro de Sexo y Cultura de San Francisco:
«Acaban de enchufar una máquina casera detrás de Archibald, sobre el estrado. La carcasa del motor tiene el tamaño aproximado de una fiambrera y se eleva a uno de los lados como un proyector de diapositivas. Un falo de color carne adherido al extremo de una vara entra y sale de ella silenciosamente. En general, el reclamo erótico de la máquina me resulta bastante limitado. Hacerlo con ella sería lo más parecido a acostarse con una salchicha. El mecanismo es el empleado por la mayoría de estos artilugios […]: un motor eléctrico unido a un pistón coronado por un falo.
[…] Archibald concluye su presentación y se abre el turno de preguntas. La primera en levantar la mano es una mujer con gafas de montura metálica y una camiseta verde:
–Lo que hemos visto hasta ahora es un montón de consoladores entrando y saliendo de un orificio, pero la mayoría de las mujeres no llegan al orgasmo de este modo. ¿Hay alguna máquina que se ocupe del clítoris?
Archibald admite que la idea del aparato es deudora de una noción estereotípicamente masculina sobre el placer femenino; sólo sabe de una máquina –no la han traído esta noche– que estimule el clítoris. Otra mujer alza la mano:
–Entonces, ¿dónde está la gracia? ¿En el morbo de dejarse follar por una máquina o en la regularidad de las embestidas?
Archibald, abrumado, busca con la mirada a los maquinistas. Parece que nadie tiene la respuesta.»
¿A qué se deben estas falsas asunciones sobre el placer femenino por parte de los hombres? Una respuesta posible es que, al carecer de los mismos órganos genitales y verse privados de esa información sensorial, los varones no pueden hacer otra cosa que suponer (algo que, visto lo visto, no se nos daría muy bien). Si esta respuesta es cierta, entonces cabría esperar que a las mujeres les ocurriera lo mismo, y que el problema se vería reducido al mínimo de las preferencias particulares en el caso de parejas homosexuales. Que ese sea el caso es algo que dejaré a la consideración del lector, pues no es relevante para la discusión posterior.

Las dificultades para comprender a las mujeres no se limitan al plano sexual. Pensemos en las inaprensibles experiencias de la menstruación o el embarazo. Pensemos también en la desgracia de un feto cuyo desarrollo acaba mal, y lo que eso supone para una persona. Estos ejemplos nos hacen intuir que ciertas vivencias son difíciles de entender plenamente para cualquiera que no haya pasado por ellas en primera persona. Algunos filósofos sugieren que «la experiencia proporciona un tipo de saber que no puede suministrar la ciencia». Ello significaría que aunque podamos comprender algo intelectualmente (por ejemplo, mediante descripciones científicas o testimonios en primera persona) nunca sabríamos realmente lo que es si no lo hemos experimentado directamente. La mejor (¿la única?) forma de conocer a qué sabe un licor sería, pues, beberlo.

En la década de los setenta el filósofo americano Thomas Nagel se preguntaba en un artículo qué es, qué se siente al ser un murciélago (What is like to be a bat?). Julian Baggini explica que:
«Podríamos llegar a entender completamente cómo funciona el cerebro del murciélago y cómo percibe mediante colocación [sonar], pero tras esta plena explicación física y neurológica seguiríamos sin tener ni idea de lo que se siente siendo un murciélago. Por tanto, seríamos en buena medida incapaces de penetrar en la mente del murciélago, aun cuando entendiéramos cabalmente el funcionamiento de su cerebro. Pero ¿cómo es posible esto si la existencia de la mente sólo depende del funcionamiento del cerebro? Por decirlo de otro modo, las mentes se distinguen por la perspectiva en primera persona que tienen del mundo.»
Parafraseando a William Bechtel al respecto de esta dificultad, podemos aprender con completo detalle cómo operan los mecanismos en el cuerpo de una mujer, pero, con todo, los hombres no podemos imaginar cómo se siente el placer mediante el clítoris, lo que se experimenta durante el ciclo menstrual o lo que se sufre con un aborto. En un plano más general, para todas las personas es muy difícil comprender a los demás cuando han vivido cosas que nosotros no, o su forma de percibir el mundo es radicalmente distinta de la nuestra.

Continuará.

domingo, 7 de abril de 2013

Jugarse la piel

Recuerdo muy vagamente una escena de una serie policíaca (creo que era Policías de Nueva York) que de vez en cuando me tragaba por las tardes al volver del instituto. En el capítulo en cuestión dos agentes –les llamaremos Mike y Johnny– trataban de infiltrarse en una hermandad y, como es habitual en estos casos, tenían que superar algunas novatadas. Una de ellas consistía en un juego en el que daban a Mike un puñado de tenedores, cucharas y cuchillos mezclados. El cabecilla de la hermandad se dedicaba a nombrar cubiertos al azar que el jugador debía depositar en el cubertero correspondiente. Las órdenes iban cada vez más rápido. Si el novato se equivocaba (por ejemplo, ponía la cuchara donde los tenedores) su compañero Johnny era obligado a tragarse un huevo crudo.

En mi trabajo sucede algo parecido y a menudo quien la hace (un empleado externo, por ejemplo) no es el mismo que quien la paga (el que da la cara ante el cliente). Lo mismo ocurre cuando un médico se equivoca: quien sufre las desgraciadas consecuencias es el paciente. Igual que cuando un alto mando militar que manda a sus hombres a una muerte segura (o, para el caso, los políticos belicistas cuyos hijos no estarán en el frente). Contrástense estos escenarios con el de los pilotos de aviones de pasajeros, que están completamente expuestos a las consecuencias de sus propios errores.

Imagen de Wikipedia

Nassim Taleb lleva tiempo salmodiando a favor de lo que en el mundo financiero se llama «skin in the game». El término fue acuñado por Warren Buffet y se refiere al hecho de que los miembros más altos de la jerarquía de una empresa (los que toman las decisiones) compren acciones la compañía, de modo que si la fastidian padezcan las consecuencias en sus propios bolsillos. Según Taleb, políticos, economistas, banqueros, directores de empresas y demás salen ganando cuando las cosas salen bien (cobran sus bonus) pero quedan indemnes cuando sus políticas y decisiones llevan a alguna desgracia. Considérese por ejemplo el caso de los economistas retratado por Paul Ormerod:
«Desde seguridad con derecho a pensión de sus vastas burocracias, los economistas del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial predican al Tercer Mundo la salvación por el mercado. Austeridad y disciplina son los signos distintivos de las políticas auspiciadas por el Fondo Monetario Internacional en todo el mundo, a pesar de que los salarios de sus funcionarios han crecido un 38 por ciento en los dos últimos años y que, además, ha sido presupuestado un nuevo incremento salarial del 22 por ciento en 1994.»
Además de ser immoral («It is unethical to drag people into exposures without incurring losses», escribe Taleb, cuya tesis al respecto se desarrolla aquí) este sistema lleva a las personas a asumir riesgos que no obviarían de verse expuestos personalmente; a hacer la vista gorda y trampear las cuentas, a engañar a los reguladores y tomar atajos que hagan aún más probable el desastre. Para el ensayista libanés el remedio es que todos ellos, al igual que los pilotos de avión o los bomberos, se jueguen la piel con lo que hace (ibídem):
«About 3,800 years ago, Hammurabi’s code specified that if a builder builds a house and the house collapses and causes the death of the owner of the house, that builder shall be put to death. This is the best risk-management rule ever. The ancients understood that the builder will always know more about the risks than the client, and can hide sources of fragility and improve his profitability by cutting corners. The foundation is the best place to hide such things. The builder can also fool the inspector, for the person hiding risk has a large informational advantage over the one who has to find it. The same absence of personal risk is what motivates people to only appear to be doing good, rather than to actually do it.»
Es cierto que al afrontar en primera persona el riesgo y la incertidumbre cabe la posibilidad de que nos volvamos demasiado cautelosos y desaprovechemos buenas oportunidades, o de que nuestro desempeño se vea degradado debido a la presión. A veces cierto grado de distanciamiento es necesario, como los cirujanos que ven en sus pacientes máquinas a las que hay cambiar piezas en lugar de personas a las que han de rajar con un afilado bisturí. Pero la analogía con el trabajo de gestores y políticos sería inadecuada, y al final de la entrada veremos por qué.

¿Cómo puede implementarse la exposición directa al riesgo en un gran estado centralizado? Se supone que los políticos rinden cuentas en las urnas, pero todos sabemos que eso es una gilipollez. Como bien dice el bloguero Angelillo:
«La gente no tiene paciencia para acudir a las urnas cuando la clase política no encuentra solución a sus problemas o no tiene la valentía para afrontarlos. El voto se vacía de contenido.»
Los miembros del Congreso yerran y vuelven tranquilamente a casa, con los privilegios intactos y el dinero a salvo en Suiza. Pase lo que pase están a salvo. Si el barco se hunde se alzarán sobre los del fondo para situar el hocico por encima del nivel del agua (los de abajo «que se jodan» y todo eso). Así es inevitable que surjan movimientos como el escrache, una manera de que estos individuos soporten de forma más directa las secuelas de sus equivocaciones.

Cuando los mineros españoles se manifestaron para defender sus reivindicaciones vi una pancarta que rezaba: «Si nuestros hijos pasan hambre los vuestros verterán sangre». Puede que la ley del talión no sea práctica y choque con nociones modernas sobre la justicia, pero está basada en una importante premisa sobre la naturaleza humana: somos primates que han de ver, oír, discutir y sentir el mal en carne propia para obrar correctamente.

Uno de los efectos perniciosos de gobernar a base de hojas de cálculo es la despersonalización y el distanciamiento. Los cinco millones de desempleados son para el gobierno lo mismo que para el resto de nosotros son los 600 millones de niños en situación de extrema pobreza: solo un número. Y los números no nos emocionan. Quien más quien menos, todos tiramos parte de nuestro dinero en cosas que nos sobran o no necesitamos realmente, dinero que podría destinarse a esos niños. Lo que el mono no sufre de cerca, al mono se la pela.