domingo, 7 de abril de 2013

Jugarse la piel

Recuerdo muy vagamente una escena de una serie policíaca (creo que era Policías de Nueva York) que de vez en cuando me tragaba por las tardes al volver del instituto. En el capítulo en cuestión dos agentes –les llamaremos Mike y Johnny– trataban de infiltrarse en una hermandad y, como es habitual en estos casos, tenían que superar algunas novatadas. Una de ellas consistía en un juego en el que daban a Mike un puñado de tenedores, cucharas y cuchillos mezclados. El cabecilla de la hermandad se dedicaba a nombrar cubiertos al azar que el jugador debía depositar en el cubertero correspondiente. Las órdenes iban cada vez más rápido. Si el novato se equivocaba (por ejemplo, ponía la cuchara donde los tenedores) su compañero Johnny era obligado a tragarse un huevo crudo.

En mi trabajo sucede algo parecido y a menudo quien la hace (un empleado externo, por ejemplo) no es el mismo que quien la paga (el que da la cara ante el cliente). Lo mismo ocurre cuando un médico se equivoca: quien sufre las desgraciadas consecuencias es el paciente. Igual que cuando un alto mando militar que manda a sus hombres a una muerte segura (o, para el caso, los políticos belicistas cuyos hijos no estarán en el frente). Contrástense estos escenarios con el de los pilotos de aviones de pasajeros, que están completamente expuestos a las consecuencias de sus propios errores.

Imagen de Wikipedia

Nassim Taleb lleva tiempo salmodiando a favor de lo que en el mundo financiero se llama «skin in the game». El término fue acuñado por Warren Buffet y se refiere al hecho de que los miembros más altos de la jerarquía de una empresa (los que toman las decisiones) compren acciones la compañía, de modo que si la fastidian padezcan las consecuencias en sus propios bolsillos. Según Taleb, políticos, economistas, banqueros, directores de empresas y demás salen ganando cuando las cosas salen bien (cobran sus bonus) pero quedan indemnes cuando sus políticas y decisiones llevan a alguna desgracia. Considérese por ejemplo el caso de los economistas retratado por Paul Ormerod:
«Desde seguridad con derecho a pensión de sus vastas burocracias, los economistas del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial predican al Tercer Mundo la salvación por el mercado. Austeridad y disciplina son los signos distintivos de las políticas auspiciadas por el Fondo Monetario Internacional en todo el mundo, a pesar de que los salarios de sus funcionarios han crecido un 38 por ciento en los dos últimos años y que, además, ha sido presupuestado un nuevo incremento salarial del 22 por ciento en 1994.»
Además de ser immoral («It is unethical to drag people into exposures without incurring losses», escribe Taleb, cuya tesis al respecto se desarrolla aquí) este sistema lleva a las personas a asumir riesgos que no obviarían de verse expuestos personalmente; a hacer la vista gorda y trampear las cuentas, a engañar a los reguladores y tomar atajos que hagan aún más probable el desastre. Para el ensayista libanés el remedio es que todos ellos, al igual que los pilotos de avión o los bomberos, se jueguen la piel con lo que hace (ibídem):
«About 3,800 years ago, Hammurabi’s code specified that if a builder builds a house and the house collapses and causes the death of the owner of the house, that builder shall be put to death. This is the best risk-management rule ever. The ancients understood that the builder will always know more about the risks than the client, and can hide sources of fragility and improve his profitability by cutting corners. The foundation is the best place to hide such things. The builder can also fool the inspector, for the person hiding risk has a large informational advantage over the one who has to find it. The same absence of personal risk is what motivates people to only appear to be doing good, rather than to actually do it.»
Es cierto que al afrontar en primera persona el riesgo y la incertidumbre cabe la posibilidad de que nos volvamos demasiado cautelosos y desaprovechemos buenas oportunidades, o de que nuestro desempeño se vea degradado debido a la presión. A veces cierto grado de distanciamiento es necesario, como los cirujanos que ven en sus pacientes máquinas a las que hay cambiar piezas en lugar de personas a las que han de rajar con un afilado bisturí. Pero la analogía con el trabajo de gestores y políticos sería inadecuada, y al final de la entrada veremos por qué.

¿Cómo puede implementarse la exposición directa al riesgo en un gran estado centralizado? Se supone que los políticos rinden cuentas en las urnas, pero todos sabemos que eso es una gilipollez. Como bien dice el bloguero Angelillo:
«La gente no tiene paciencia para acudir a las urnas cuando la clase política no encuentra solución a sus problemas o no tiene la valentía para afrontarlos. El voto se vacía de contenido.»
Los miembros del Congreso yerran y vuelven tranquilamente a casa, con los privilegios intactos y el dinero a salvo en Suiza. Pase lo que pase están a salvo. Si el barco se hunde se alzarán sobre los del fondo para situar el hocico por encima del nivel del agua (los de abajo «que se jodan» y todo eso). Así es inevitable que surjan movimientos como el escrache, una manera de que estos individuos soporten de forma más directa las secuelas de sus equivocaciones.

Cuando los mineros españoles se manifestaron para defender sus reivindicaciones vi una pancarta que rezaba: «Si nuestros hijos pasan hambre los vuestros verterán sangre». Puede que la ley del talión no sea práctica y choque con nociones modernas sobre la justicia, pero está basada en una importante premisa sobre la naturaleza humana: somos primates que han de ver, oír, discutir y sentir el mal en carne propia para obrar correctamente.

Uno de los efectos perniciosos de gobernar a base de hojas de cálculo es la despersonalización y el distanciamiento. Los cinco millones de desempleados son para el gobierno lo mismo que para el resto de nosotros son los 600 millones de niños en situación de extrema pobreza: solo un número. Y los números no nos emocionan. Quien más quien menos, todos tiramos parte de nuestro dinero en cosas que nos sobran o no necesitamos realmente, dinero que podría destinarse a esos niños. Lo que el mono no sufre de cerca, al mono se la pela.

No hay comentarios:

Publicar un comentario