lunes, 22 de junio de 2015

La serpiente que no está

Hoy voy a contarles algo de mi vida. No es algo alegre, así que pueden saltárselo si no están de humor; no voy a ofenderme. Se lo cuento, como me dijo el médico aquel después de relatarme pormenorizadamente su fin de semana, por si les sirve.

Foto de docentjoyce
Estaba durmiendo tranquilamente cuando me desperté para ir al baño. Al volver a acostarme comencé a sentir un malestar general. Me incorporé un poco y entonces empezó: el corazón latiendo a toda prisa, la respiración agitándose, el pulso en las sienes, el calor en las extremidades. Era la primera vez que me ocurría algo así. Tomando una decisión mezcla de miedo y de precaución me fui al hospital. Durante el trayecto vinieron los temblores, el frío inmenso en una noche calurosa, nuevas rachas de palpitaciones y la presión en el pecho.

Eran las dos y media de la madrugada así que no había mucha gente en urgencias. Enseguida me hicieron el electrocardiograma, me tomaron la tensión y me auscultaron. Todo estaba bien. «¿Has tomado Red Bull? ¿Drogas? ¿Hay algo que te preocupe». No, no y no. La cara de incredulidad de la doctora crecía con cada negativa. Finalmente, optó por recetarme un ansiolítico, me dijo que visitara al cardiólogo «por descartar» y me mandó a casa.

Múltiples teorías y modelos tratan de explicar y dar sentido a los trastornos de ansiedad. Algunos han quedado relegados al interés que tienen históricamente, como los freudianos o los conductistas. Otros descansan en tesis cognitivas, como el de la evaluación o el del autocontrol. Por último, están los modelos basados en la biología que utilizan perspectivas evolutivas o neurofuncionales. Al parecer, la ansiedad tiene tantas causas, manifestaciones y desarrollos posibles que ningún modelo actual puede explicarlo todo por sí mismo.

En mi caso, dado que no se ha podido identificar una causa, quizá los síntomas sean únicamente falsas alarmas de esta emoción moldeada por la selección natural. A veces una de nuestras respuestas viscerales automáticas puede activarse en ausencia de causa aparente, o podemos responder de forma exacerbada a un estímulo. Desde el punto de vista evolutivo tiene sentido. Es mejor tomar como serpiente lo que no es más que un palo que al revés, pues en caso de error quizá no haya una segunda oportunidad:

Overall, anxiety evolved to promote evolutionary fitness— that is, survival and reproduction. Whereas a modicum of anxiety is functional and adaptive, a total lack of anxiety or fear might bring a person to walk straight into a dangerous or life-threatening situation, reducing one’s chances for survival. From an evolutionary perspective, it is better to have a “wired-in” tendency to be somewhat oversensitive to threat. By “oversensitivity,” we mean making a “false-positive” decision, by responding with anxiety when no danger is present. There may be minor costs to unnecessary alarm reactions and futile mobilization of somatic and cognitive resources. However, the cost of a “false negative,” that is, failing to respond to a genuine threat, may be very high indeed. As noted by LeDoux (1996), it is better to have treated the stick as a snake than not to have responded to a possible snake. In fact, as succinctly phrased by Beck and Emery (1985), “One false negative and you are eliminated from the gene pool” (p. 4). Indeed, research shows that anxious individuals are inclined to overestimate the probability and seriousness of unfortunate events (Butler & Mathews, 1983).
Aunque es un sistema diseñado para proteger al individuo del daño, lo cierto es que puede volverse en contra del mismo. La «paradoja de la ansiedad» identificada por Beck y Emery en 1985 establece que una persona puede hacer florecer sin querer lo que más teme o detesta, perjudicándole. Por ejemplo, un jugador de fútbol encargado de lanzar un penalti decisivo puede estar tan preocupado por no fallar que la ansiedad le haga equivocarse en algo que ha hecho perfectamente mil veces antes. Más comúnmente, las alteraciones del sueño producidas por la ansiedad pueden generar una nueva angustia acerca de la falta de sueño en sí, lo que lleva a un círculo vicioso de ansiedad e insomnio crecientes.

Pocas semanas después del primer episodio me hice todas las pruebas de cardiología que la doctora estimó convenientes, y todas ellas dieron un resultado negativo. Al parecer, mi patata está perfectamente. Aún así, las palpitaciones habían vuelto a ocurrir de forma irregular, ora de noche, ora de día, siempre seguidas de temblores, frío, dolor en el pecho y problemas gastrointestinales. La cardióloga que me atendió volvió sobre lo mismo. «¿Hay algo que te preocupe?». De nuevo respondí que no.

Todo esto se me antojaba extraño. El primer ataque había tenido lugar después de pasar una de las mejores semanas de mi vida visitando Roma. Por lo general llevo una vida tranquila y mi trabajo no me estresa especialmente (o eso pienso yo). Hago ejercicio con regularidad, no bebo, no fumo y no tomo drogas. Ni siquiera tomo cafeína y, aunque bebo mucho té, hacía meses que me había pasado al desteinado. Empecé a pensar que quizá fuera eso. Tal vez la vida sana me estaba matando.

Con el paso de los días fueron apareciendo nuevos síntomas: mareos, parestesias en los antebrazos, la imposibilidad de quedarme dormido... El médico de familia no supo darme un diagnóstico. Cuando le interrogué sobre ello me dijo que había evitado a propósito hablar de ansiedad, pues lo consideraba un diagnóstico baúl del que los galenos abusaban. Me mandó al especialista en medicina interna el cual sentenció que, efectivamente, era un problema de ansiedad, así que bromazepam por las noches para poder dormir y nueva cita para dentro de un mes y medio.

Al principio me mostré reacio a tomar la medicación. Con las benzodiazepinas ocurre como con Hacienda: uno siempre acaba pagándolo más tarde. Claro que después de pasar casi tres días sin dormir un solo segundo, perder la visión del ojo derecho durante siete horas y con los ataques repitiéndose cada vez con más frecuencia, al final cambié de opinión y me uní al club del opio moderno. Por desgracia, no puede decirse que fuera mano de santo. Seguía (sigo) sin poder quedarme dormido con frecuencia y las sensaciones desagradables en el pecho, en lugar de desaparecer, se notan ahora de forma extraña, como algo sordo, lejano. Es como si estuviera desconectado de mis sensaciones internas.

En 1884, William James se preguntaba: ¿huimos corriendo de un oso porque estamos asustados, o estamos asustados porque hemos salido corriendo? Cuando vemos el oso, argumentó James, ponemos pies en polvorosa. Durante este acto de escape, el cuerpo experimenta ciertos cambios fisiológicos: sube la presión arterial, se acelera el pulso, las palmas de las manos nos sudan, etcétera. Situaciones emocionales distintas dan lugar a diferentes cambios corporales. En cada caso, las respuestas fisiológicas vuelven al cerebro en forma de sensaciones físicas, y este patrón único de retroalimentación sensorial es el que identifica cada emoción. Así, el miedo se siente de manera distinta al amor porque su firma fisiológica es diferente. El aspecto mental de la emoción, el sentimiento, sería esclavo de la fisiología, y no al revés. Por tanto, según James, tenemos miedo porque hemos salido corriendo y, de la misma forma, no lloramos porque estemos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos.

Allá por la década de los sesenta del siglo pasado, Stanley Schachter y Jerome Singer tomaron como base el trabajo de William James para desarrollar su propia teoría de las emociones. Según ellos, los respuestas fisiológicas a las emociones son demasiado similares en muchos casos, lo que no nos permitiría identificar cada emoción basándonos solo en ellas como creía William James. Estos psicólogos sociales pensaron que cuando detectamos sensaciones físicas, evaluamos cognitivamente dichas sensaciones en el contexto de la situación y eso es lo que determina qué emoción sentimos:

Schachter and Singer tested this hypothesis by giving subjects injections of adrenaline, a drug that induces physiological arousal by artificially activating the sympathetic division of the ANS. The subjects were then exposed to either a pleasant, unpleasant, or emotionally neutral situation. As predicted, mood varied in accord with the context for the subjects given adrenaline but not for the control group that received placebo injections: adrenaline-treated subjects exposed to a joyful situation came out feeling happy, those exposed to an unpleasant situation came out feeling sad, and the neutral ones felt nothing in particular. Specific emotions were produced by the combination of artificial arousal and social cues. By inference, then, when emotionally ambiguous physiological arousal occurs naturally in the presence of real emotional stimuli, the aroused feeling is labeled on the basis of social cues. Emotions, in short, result from the cognitive interpretation of situations. 
La primera vez que se me aceleró el corazón yo era como uno de los sujetos de aquel experimento. Noté el corazón revolucionándose y me pregunté a santo de qué venía aquello. Enseguida me vinieron a la mente los antecedentes familiares de problemas cardíacos, lo cual (sospecho) no ayudó precisamente. Una vez descartadas las causas físicas para las palpitaciones, la interpretación de los ataques y, por ende, de las emociones que lo acompañan van mutando. Del miedo pasé a la frustración porque me ocurriera aquello sin venir a cuento y no pudiera controlarlo. A ratos esa frustración se convertía en depresión. Finalmente ha ido dando paso al mero fastidio conforme me he ido acostumbrando. Mi esperanza es que en algún momento próximo se vaya igual que vino.

Como podrán imaginar (o ya bien sabrán, si lo han sufrido en carne propia) la ansiedad se cobra un peaje. No es de extrañar que a menudo venga acompañada de depresión: la mezcla de insomnio, agitación, dolor e indefensión es un mal cóctel. Andrew Solomon describe muy bien lo que ocurre:

I had had anxiety, which is sheer terror; this was much more full of hatred, anguish, guilt, self-loathing. I have never in my life felt so temporary. I slept badly, and I was ferociously irritable. I stopped speaking to at least six people, including one with whom I had thought I might be in love. I took to slamming down the phone when someone said something I didn’t like. I criticized everyone. It was hard to sleep because my mind was racing with tiny injustices from my past, which now seemed unforgivable. I could not really concentrate on anything: I am usually a voracious summer reader, but that summer I couldn’t make it through a magazine. I started doing my laundry every night while I was awake, to keep busy and distracted. 
Por mi parte, yo también he hecho cosas de las que me arrepiento y por las que me ha tocado y aún me tocará pedir perdón. Para una persona como yo, inestable por naturaleza y carente de toda habilidad social, la irritabilidad y las respuestas emocionales desmesuradas no hacen más que empeorar la situación. Solo puedo, como digo, implorar el perdón de aquellos que lo han sufrido, y dar las gracias a quienes me soportan en esta época en la que soy más agotador que de costumbre.

lunes, 15 de junio de 2015

Pactar con el diablo (y II)

Las desventajas del sistema mayoritario son tan evidentes como sus ventajas. En primer lugar, de acuerdo con el marco schumpeteriano de la política como mercado dos únicos partidos compitiendo constituyen un oligopolio, con todo lo que ello conlleva. Al menos en España, cunde la sensación de que los dos grandes partidos sencillamente se turnan en el poder para enriquecerse de forma personal. Así describía Pérez Galdós el bipartidismo español hace más de cien años:

Los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que, de fijo, ha de acabar en muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos…
Foto de Xaf
Otra característica de este oligopolio es la reducción en la oferta, en este caso de leyes y políticas. Para ganar las elecciones generales es necesario persuadir al votante medio del espectro ideológico imperante, por lo que el candidato de la derecha tiene que girar un poco a la izquierda y el de la izquierda tiene que inclinarse hacia la derecha (moderarse, creo que lo llaman). Cuando se lucha por el votante medio ambos partidos acaban ofreciendo más o menos lo mismo y el argumento político, como dice Michael Sandel, «consiste principalmente en hablar a gritos en la televisión por cable, verter la ponzoña partidista en las tertulias de la radio y excitar las disensiones ideológicas en los pasillos del Congreso». Este tipo de competencia partidista agudiza el conflicto político y –paradójicamente– aleja a los votantes cada vez más del centro. Al menos en Estados Unidos, ello está llevando a una polarización nunca antes vista.

Por último, no hay que olvidar los altos costes de entrada que supone un oligopolio. De la misma forma que es altamente improbable que un nuevo operador de telecomunicaciones creado de cero logre una cuota de mercado significativa, es muy difícil que en un sistema mayoritario aparezcan nuevos partidos que desbanquen a los actuales. La mejor oportunidad para los nuevos partidos es ocupar el lugar dejado por uno de los mayoritarios tras su caída, como ocurrió con el Partido Republicano tras el desmembramiento del partido Whig en los Estados Unidos.

El argumento a favor del sistema representativo proporcional fue desarrollado por John Stuart Mill en su ensayo de 1861 titulado Considerations on Representative Government:

In a representative body actually deliberating, the minority must of course be overruled; and in an equal democracy, the majority of the people, through their representatives, will outvote and prevail over the minority and their representatives. But does it follow that the minority should have no representatives at all? ... Is it necessary that the minority should not even be heard? Nothing but habit and old association can reconcile any reasonable being to the needless injustice. In a really equal democracy, every or any section would be represented, not disproportionately, but proportionately. A majority of the electors would always have a majority of the representatives, but a minority of the electors would always have a minority of the representatives. Man for man, they would be as fully represented as the majority. Unless they are, there is not equal government ... there is a part whose fair and equal share of influence in the representation is withheld from them, contrary to all just government, but, above all, contrary to the principle of democracy, which professes equality as its very root and foundation.
Para Mill, un sistema representativo lo es en tanto en cuanto representa a todos los sectores de la sociedad. Como él mismo dice, si uno de los pilares de la democracia es la igualdad de derechos, entonces las voces de todos los ciudadanos deberían estar presentes en el gobierno. Cabe argumentar que esto tiene la ventaja añadida de animar a la gente a participar en política, pues es argüible que los ciudadanos opten por no votar si saben de antemano que no van a lograr que haya en el parlamento un representante que defienda sus intereses.

Donde el sistema mayoritario ofrece competencia y discusiones, el representativo propone colaboración y deliberación. Esto queda reflejado incluso en la disposición de las cámaras de representantes: mientras que la Cámara de los Comunes consiste en dos bancadas situadas frente a frente (simbolizando oposición y enfrentamiento), la disposición de los parlamentos de sistemas representativos tiende a ser un hemiciclo (símbolo de colaboración).

No obstante las ventajas teóricas mencionadas, para mí, la mayor ventaja del sistema representativo es lo que muchos critican como su mayor fallo: el poder desproporcionado que a veces logran los partidos pequeños.

Una crítica habitual de la democracia es el problema de la «tiranía de la mayoría», término que se asocia habitualmente con John Stuart Mill o Alexis de Tocqueville (de cuyo trabajo Mill se nutre), aunque ya había sido empleado anteriormente por otros ilustres personajes, como el segundo presidente de los Estados Unidos, John Adams. Este concepto fue discutido por el Padre fundador y cuarto presidente de los Estados Unidos James Madison en uno de los Papeles Federalistas (en concreto el número diez). En él se plantea la cuestión de cómo puede un gobierno gestionar los problemas que surgen en un sistema político en el que las decisiones son tomadas por mayoría.

Uno de tales problemas es el riesgo de defección de las facciones minoritarias. ¿Qué sentido tiene participar en un sistema en el que uno sale siempre perdiendo? ¿No saldría más a cuenta rebelarse y tratar de acabar con el sistema existente? Otro problema tiene que ver con la persecución y opresión de las minorías por parte de la mayoría. Por poner un ejemplo estúpido: una mayoría formada por personas diestras podría votar a favor de una ley que prohíba a los zurdos beber alcohol.

La solución de Madison a la tiranía de la mayoría es lo que se conoce hoy como cross-cutting cleavages. Supongamos que la única decisión política del gobierno representativo fuera qué habrá para comer, si carne o pescado, y que todos tuviéramos que comer lo mismo. Imaginemos que la mayoría prefiere la carne. Siendo así, los partidarios del pescado saldrían perdiendo una y otra vez. En este caso, la mayoría oprime a la minoría.

Supongamos ahora que, además de decidir qué hay para comer, los ciudadanos pueden decidir a través de sus representantes qué hay para beber, si agua o vino. Tendríamos entonces cuatro facciones (carne con vino, carne con agua, pescado con vino y pescado con agua). En esta situación puede darse el caso de que sigamos sin poder comer pescado, pero que al menos tengamos vino para ahogar las penas.

Según vamos añadiendo más y más decisiones (postre, entrantes, acompañantes, etcétera) nuestro sitio en la mayoría o en la minoría irá cambiando más a menudo. Cuantas más personas formen parte de la comunidad política, más opciones se solaparán y menos probable es que una minoría salga perdiendo todo el tiempo en todo. Además, al crecer el número de cuestiones a dilucidar más factible es que nuestro representante pueda –en ciertas ocasiones– negociar con el resto de parlamentarios para conseguirnos algo de lo que queremos (por ejemplo, helado de postre) a cambio de su apoyo puntual a otras facciones en asuntos que no nos interesan (por ejemplo, pan con forma de baguette). Así, los pactos son la base de la organización política y la estabilidad democrática. El propio Madison escribió:

The smaller the society, the fewer probably will be the distinct parties and interests composing it; the fewer the distinct parties and interests, the more frequently will a majority be found of the same party; and the smaller the number of individuals composing a majority, and the smaller the compass within which they are placed, the more easily will they concert and execute their plans of oppression. Extend the sphere, and you take in a greater variety of parties and interests; you make it less probable that a majority of the whole will have a common motive to invade the rights of other citizens; or if such a common motive exists, it will be more difficult for all who feel it to discover their own strength, and to act in unison with each other.
Por tanto, un sistema proporcional garantiza (de nuevo, en teoría) que algunas veces saldremos ganando y otras veces saldremos perdiendo. Los pactos de gobierno son la manera de que las minorías también pueden ver satisfechas sus demandas y estén protegidas de la tiranía de la mayoría, de manera que se mantengan dentro del sistema establecido. La presencia simultánea de varios partidos políticos pone un poco de aleatoriedad y hace posible que no todos tengamos que comer lo mismo continuamente.

James Forder, un economista de Oxford autor de un libro en contra de un sistema representativo para Gran Bretaña, retrata así la democracia:

Democracy [...] is always, and ever will be, an imperfect system. However well it works, it gives no guarantees of good or acceptable policy. In trying to make it work, we cannot ever assess voter preferences fully and we cannot ever give an unambiguously accurate translation of preferences into parliamentary representation. It is bound to be politicians, rather than saints, who make up our parliaments and we cannot ever quite trust them. Politicians will scheme for advantage; when things go wrong, they will try to shift blame and when they go right, claim credit.
Siendo este el orden de las cosas parece que, en lo relativo al sistema electoral, lo único a lo que podemos aspirar es a lograr cierto equilibrio que nos satisfaga entre ventajas e inconvenientes. A mi juicio, la postura que adoptamos en estas situaciones reflejan nuestra visión del mundo. Aquellos que conciben la política como un enfrentamiento preferirán el sistema mayoritario, mientras que quienes la enfocan como un esfuerzo colaborativo presumiblemente prefieran un sistema representativo. Para algunos la participación de los ciudadanos en política es un coste, mientras que otros lo ven como un beneficio. Si somos personas que no se llevan bien con la incertidumbre puede que prefiramos el sistema mayoritario, gracias al cual sabremos qué ocurrirá según quién gane y no tendremos ante nosotros un futuro incierto dependiente de pactos. Si estamos afiliados al partido que más votos ha recibido y este no puede gobernar por una coalición de partidos contrarios, el sistema proporcional nos parecerá una aberración. Etcétera, etcétera.

¿Es un sistema más democrático que el otro? Bueno, eso ya depende de la definición concreta de democracia.

lunes, 8 de junio de 2015

Pactar con el diablo (I)

Fuera por aburrimiento o porque la profesora tratara de enseñarnos algo, hubo un año en el que las elecciones a delegado de clase se anunciaron con algunos días de antelación y se nos conminó a hacer campaña electoral. Por aquel entonces tendríamos unos nueve años. Imitando a los mayores, durante el recreo algunos candidatos repartieron propaganda electoral. Fieles a su papel abundaban las promesas imposibles, como la de eliminar todos los deberes y los éxamenes, alargar el recreo o establecer una hora de la siesta. Aquello, si la memoria no me falla, terminó en empate entre dos candidatos y hubo que hacer una segunda vuelta. De lo prometido por el ganador, por supuesto, jamás se supo nada.

Foto de UK Parliament
Ignoro cómo se hacía en otros colegios, pero en el mío el sistema de elección del delegado era del tipo «único ganador por mayoría simple»: aquel que recibía mayor número de votos era declarado (a menudo muy a su pesar) vencedor. Nunca se nos ocurrió pensar que un compañero por el que había votado menos del veinte por ciento de la clase no nos representara. En realidad nos daba igual; todo el mundo sabía que el delegado no servía para nada. Como mucho podía ejercer de chivato aquellas veces en que el profesor se ausentaba unos minutos y le sacaba a la pizarra a anotar los nombres de quienes no guardaran silencio.

Como ya sabrán, en una democracia representativa hay dos formas principales de repartir los asientos de la cámara de representantes. Por un lado tenemos los sistemas de ganador único y circunscripciones uninominales, aquellos en los que el ganador de un puesto en la asamblea legislativa es el candidato con mayor número de votos (más o menos, como la elección del delegado de clase). Es el sistema típico de países anglosajones y rige, verbigracia, en Estados Unidos, Reino Unido, Canadá o la India. Los países europeos y buena parte de latinoamérica, por el contrario, tienden a emplear sistemas representativos, aquellos en los que las divisiones del electorado se reflejan proporcionalmente en el cuerpo elegido. Por ejemplo, si el treinta por ciento del electorado apoya a un partido político en particular, entonces más o menos el treinta por ciento de los escaños serán para ese partido.

Allá por la década de los cincuenta y sesenta de siglo pasado, el sociólogo francés Maurice Duverger estableció un nexo entre el sistema electoral y el sistema de partidos resultante. El efecto, ley o principio de Duverger sostiene que el sistema de circunscripciones uninominales resulta en un sistema bipartidista (siempre y cuando el electorado de cada distrito sea representativo del país en su conjunto), mientras que la representación proporcional crea el caldo de cultivo para la profileración de partidos.

Las ventajas (teóricas) del sistema mayoritario son numerosas. Para empezar, se tiene más conocimiento sobre aquel al que se está votando. Como hay un solo candidato por partido es más fácil formarse una opinión sobre quién merece nuestro voto, mientras que en los sistemas proporcionales se presentan listas de personas, con el resultado de que a menudo solo sabemos algo de quien encabeza dicha lista. Por otro lado, si nuestro candidato sale elegido sabemos de antemano qué políticas implementará, pues no necesitará pactos ni negociaciones para legislar, algo que en un sistema proporcional no es posible si no hay mayoría absoluta. En dichos sistemas, partidos con una pequeña representación pueden obtener grandes primas a cambio de su ayuda. Si las elecciones han resultado en un cuarenta y nueve por ciento de votos para el Partido A, un cuarenta y nueve por ciento de votos para el Partido B, y un dos por ciento de votos para el Partido C, entonces el Partido C puede imponer su agenda a cambio de su apoyo a alguno de los otros dos partidos. Esto quiere decir que, en la práctica, ese dos por ciento de personas que votaron por el Partido C tiene tanto poder como el cuarenta y nueve por ciento que votó por el A o el B, algo que, efectivamente, suena injusto. Esta situación se da habitualmente en Israel, donde pequeños partidos religiosos tienen una influencia desproporcionada, pues se les necesita para formar una coalición de gobierno.

En su libro Qué hacer con España, César Vidal se apoya en los dos argumentos anteriores para proponer un cambio en la ley electoral española que implemente el sistema mayoritario en lugar del actual representativo:

[A] mí me parece mucho más adecuado un sistema mayoritario en el que todos los candidatos tengan que disputar la elección en circunscripciones uninominales. Con el actual sistema proporcional, en las campañas electorales españolas lo único relevante son los líderes de los partidos. Los demás miembros de la lista cerrada y bloqueada son ceros a la izquierda, ilustres desconocidos a los que a nadie importa qué piensan o qué dicen. Se cumplen los ciclos electorales uno tras otro y sigue sin saberse si piensan o si dicen. [...] La lealtad básica en un sistema mayoritario de circunscripciones uninominales va del cargo electo a sus electores, no del cargo electo hacia su partido. En un sistema proporcional, por razones obvias, la lealtad va al partido.
Y continúa:

[E]n los sistemas mayoritarios [...] la seriedad del programa electoral y, sobre todo, su cumplimiento tiene una importancia capital, porque no sólo los partidos sino cada uno de los cargos electos responden de su cumplimiento ante sus electores. Esto ya supone, en mi opinión, una clara ventaja frente a los sistemas proporcionales en los que las responsabilidades directas quedan más diluidas.
Otras ventajas que se pueden aducir de este sistema es que filtra las opciones populistas o demagógicas, y que, a lo largo del tiempo, hay alternancia entre las dos opciones (siempre que se trate de una auténtica democracia y no un régimen dictatorial disfrazado). Dicha alternancia encarna las ideas de Joseph Schumpeter acerca de la democracia. Explica Ian Shapiro que este economista veía la competencia en política tan necesaria como en economía, tanto por razones de eficiencia como de control de los abusos que conlleva el monopolio natural del poder. Según Schumpeter, los partidos políticos compiten por el voto de los ciudadanos, los cuales saldrían beneficiados de esta competencia como consumidores de leyes. Por otra parte, dado que (de nuevo, en teoría) la mayor parte de los votos se sitúa en la zona central del espectro de votantes, el sistema mayoritario es páramo yermo para los partidos más extremistas y las posiciones más radicales.

Continuará

lunes, 1 de junio de 2015

La paradoja del voto

Ignoro la razón para ello pero casi siempre que intenta explicarse algún tipo de problema matemático de la forma más sencilla posible se recurre a las frutas. Ya saben: si yo tengo tres manzanas y me como dos manzanas, etcétera, etcétera. Siguiendo esta tradición, Scott E. Page utiliza la manzana, el plátano y el coco para ilustrar un clásico problema sobre preferencias en su curso Model Thinking.

Supongamos, dice el profesor Page, las siguientes preferencias de tres personas, donde el símbolo «mayor que» significa que se prefiere la fruta de la izquierda antes que la de la derecha:
Imagen de Wikimedia

1. Manzana > Plátano > Coco
2. Plátano > Coco > Manzana
3. Coco > Manzana > Plátano

Si ahora tratamos de calcular qué es «lo que quiere la gente» agregando sus gustos, esto es, contando las veces que se prefiere la manzana al plátano, el coco a la manzana y el coco al plátano, el resultado es el siguiente (el lector puede efectuar sus propios cálculos para corroborar que es correcto):

Coco > Manzana > Plátano > Coco

Estas preferencias colectivas resultantes son irracionales en el sentido de que no son transitivas, es decir, no son consistentes. La fruta favorita por consenso no debería depender de con qué otra fruta se compare.

Que la no transitividad de las preferencias sea irracional puede ser discutible. En cualquier caso lo importante aquí es que, al sumar las preferencias racionales (es decir, transitivas) de varias personas, entramos en un bucle en el que los deseos de la mayoría entran en conflicto (siendo las preferencias colectivas irracionales). Es lo que se conoce como paradoja del voto o paradoja de Condorcet, en honor al matemático, filósofo y científico social francés Marqués de Condorcet, quien descubrió este tipo de circularidad en 1785. Por qué es una paradoja y por qué se conoce como «del voto» es evidente si sustituimos las frutas por candidatos electorales, tal como hace John Allen Paulos en su libro El hombre anumérico:

Consideremos tres candidatos que se presentan para un cargo público, a los que llamaré Dukakis, Gore y Jackson en conmemoración de las elecciones primarias de los demócratas en 1988. Supongamos que la preferencia de un tercio de los electores ordena los candidatos así: Dukakis, Gore, Jackson; que otro tercio los ordena: Gore, Jackson, Dukakis, y que el tercio restante los prefiere en el orden Jackson, Dukakis, Gore. Hasta aquí, nada que decir.
Pero si examinamos los posibles emparejamientos de los candidatos, nos encontraremos con una paradoja. Dukakis se jactará de que dos tercios del electorado le prefieren a Gore, a lo que Jackson contestará que dos tercios del electorado le prefieren a Dukakis. Finalmente, Gore podrá decir que dos tercios del electorado le prefieren a Jackson. Si las preferencias sociales se determinan por votación, «la sociedad» prefiere Dukakis a Gore, Gore a Jackson, y Jackson a Dukakis. Así pues, aun en el caso de que las preferencias de todos los votantes sean consistentes (es decir, transitivas: cualquier elector que prefiera X a Y e Y a Z, prefiere también X a Z), no se infiere necesariamente que las preferencias sociales, determinadas por la regla de la mayoría, hayan de ser también transitivas.
Ya en el siglo XX, el economista norteamericano Kenneth Arrow demostró que, dados ciertos supuestos (entre ellos: libertad de elección individual, que unas alternativas no dependan de la existencia de otras, o que no haya un dictador que determine las preferencias colectivas), no hay escapatoria a esta paradoja. Su conclusión, que contribuyó a que ganara el premio Nobel de economía en 1972, se publicó en un ensayo titulado A difficulty in the concept of social welfare y se conoce como el teorema de imposibilidad de Arrow (ibídem Paulos):

El economista Kenneth Arrow ha demostrado una generalización muy potente según la cual todos los sistemas de votación se caracterizan por presentar alguna situación parecida a la anterior. En concreto, demostró que no hay ningún modo de derivar las preferencias colectivas a partir de las individuales que garantice plenamente las cuatro condiciones mínimas siguientes: las preferencias colectivas han de ser transitivas; las preferencias individuales y sociales se han de limitar a alternativas asequibles, si todos los individuos prefieren X a Y, entonces la colectividad también ha de preferir X a Y, y las preferencias colectivas no son determinadas automáticamente por las preferencias de un solo individuo.
La simplificación del teorema de Arrow suele entenderse en el sentido de que ningún sistema de votación es justo salvo la dictadura, lo cual no es técnicamente cierto. En cualquier caso, paradojas electorales como esta pueden suponer un problema en las elecciones democráticas ya que el resultado de las mismas no puede sino ser intransitivo. Por consiguiente, siempre habrá conflictos. No parece, pues, que exista tal cosa como el consenso social.

No obstante, no todo está perdido. El propio Marqués de Condorcet desarrolló un método para elegir a una persona entre un grupo de candidatos. En un artículo sobre los temas desarrollados aquí, Luis Tarrafeta nos explica:

Aunque el método de cálculo es un poco farragoso (aunque una broma para la potencia de cálculo de los ordenadores actuales), para el votante no lo es en absoluto. Sencillamente hay que hacer que cada votante ponga todos los candidatos según su orden de preferencia. Además, se permiten los empates.
La principal ventaja de este método es que el ganador no es el que más votos recibe, sino el que más consenso encuentra a su favor. De hecho, es perfectamente posible que gane un candidato que no sea el preferido de nadie, siempre que cuente con una aprobación suficiente.
Por otro lado, dado que el teorema de Arrow descansa en varios supuestos, si alguna de las condiciones que se plantean no se cumplen, esa conclusión de imposibilidad de elección social transitiva ya no se sostiene. Para que eso ocurra puede darse el caso, verbigracia, de que las preferencias individuales estén restringidas de alguna manera. Como explica John D. Barrow:

Se puede evitar la imposibilidad de Arrow si las preferencias de los votantes exhiben cierto grado de semejanza y existe una tendencia en la opinión pública. [Amartya] Sen llamó a un conjunto de preferencias de votantes restringida en valor, si todos los votantes están de acuerdo en que hay alguna alternativa que nunca es la mejor, intermedia o peor para todo conjunto de tres alternativas (y análogamente para cualquier número de votantes y alternativas).
Otra posibilidad expuesta por Barrow es esconder la cabeza en el agujero de la probabilidad; quizá sea muy improbable que surja la paradoja. A este respecto, se puede demostrar matemáticamente que cuando aumenta el número de votantes la probabilidad de que surjan paradojas crece solo ligeramente, mientras que si lo que crece es el número de alternativas, entonces las paradojas son casi inevitables.

La tercera vía de escape es que cada elección hecha por los votantes no sea igualmente probable, lo que suele ser el caso en la práctica (por ejemplo, hay candidatos que solo reciben el voto que se dan a sí mismos). Y existe una última posibilidad que tiene la ventaja adicional de ser a prueba de estrategias electorales: dejar el resultado en manos del azar. Eso cuadraría en parte con la visión de aquellos votantes que, como mi abuela, se declaran incapaces de determinar quién es el menos malo. Cuando no hay una opción racional meridianamente clara un poco de aleatoriedad puede ser una respuesta adaptativa a largo plazo.

Barrow concluye su capítulo sobre Condorcet y Arrow diciendo:


[L]a tendencia hacia un futuro en el que las elecciones humanas se puedan sumar casi instantáneamente para dar a los miembros de las democracias mayores opciones en el modo en que son gobernados, o en los productos que están a su disposición, hace que, en cierto modo recóndito, el futuro sea menos racional, a no ser que se coloquen restricciones particulares sobre los electores y su variedad de opciones.
Los resultados de las últimas elecciones en España ponen de manifiesto el atractivo aparente de una menor variedad de opciones. Ahora que el gobierno de varios ayuntamientos y comunidades depende de pactos y alianzas (con todos los tejemanejes que eso conlleva) hay quien –como uno de mis compañeros de trabajo– defiende las elecciones a dos vueltas de tal manera que, en la práctica, solo se pueda elegir entre dos partidos. Ahora bien, como sucede con tantas otras cosas, sobre esto es ridículo e irrazonable pronunciarse sin haber reflexionado especialmente, cosa que haremos en el próximo «episodio».