lunes, 8 de junio de 2015

Pactar con el diablo (I)

Fuera por aburrimiento o porque la profesora tratara de enseñarnos algo, hubo un año en el que las elecciones a delegado de clase se anunciaron con algunos días de antelación y se nos conminó a hacer campaña electoral. Por aquel entonces tendríamos unos nueve años. Imitando a los mayores, durante el recreo algunos candidatos repartieron propaganda electoral. Fieles a su papel abundaban las promesas imposibles, como la de eliminar todos los deberes y los éxamenes, alargar el recreo o establecer una hora de la siesta. Aquello, si la memoria no me falla, terminó en empate entre dos candidatos y hubo que hacer una segunda vuelta. De lo prometido por el ganador, por supuesto, jamás se supo nada.

Foto de UK Parliament
Ignoro cómo se hacía en otros colegios, pero en el mío el sistema de elección del delegado era del tipo «único ganador por mayoría simple»: aquel que recibía mayor número de votos era declarado (a menudo muy a su pesar) vencedor. Nunca se nos ocurrió pensar que un compañero por el que había votado menos del veinte por ciento de la clase no nos representara. En realidad nos daba igual; todo el mundo sabía que el delegado no servía para nada. Como mucho podía ejercer de chivato aquellas veces en que el profesor se ausentaba unos minutos y le sacaba a la pizarra a anotar los nombres de quienes no guardaran silencio.

Como ya sabrán, en una democracia representativa hay dos formas principales de repartir los asientos de la cámara de representantes. Por un lado tenemos los sistemas de ganador único y circunscripciones uninominales, aquellos en los que el ganador de un puesto en la asamblea legislativa es el candidato con mayor número de votos (más o menos, como la elección del delegado de clase). Es el sistema típico de países anglosajones y rige, verbigracia, en Estados Unidos, Reino Unido, Canadá o la India. Los países europeos y buena parte de latinoamérica, por el contrario, tienden a emplear sistemas representativos, aquellos en los que las divisiones del electorado se reflejan proporcionalmente en el cuerpo elegido. Por ejemplo, si el treinta por ciento del electorado apoya a un partido político en particular, entonces más o menos el treinta por ciento de los escaños serán para ese partido.

Allá por la década de los cincuenta y sesenta de siglo pasado, el sociólogo francés Maurice Duverger estableció un nexo entre el sistema electoral y el sistema de partidos resultante. El efecto, ley o principio de Duverger sostiene que el sistema de circunscripciones uninominales resulta en un sistema bipartidista (siempre y cuando el electorado de cada distrito sea representativo del país en su conjunto), mientras que la representación proporcional crea el caldo de cultivo para la profileración de partidos.

Las ventajas (teóricas) del sistema mayoritario son numerosas. Para empezar, se tiene más conocimiento sobre aquel al que se está votando. Como hay un solo candidato por partido es más fácil formarse una opinión sobre quién merece nuestro voto, mientras que en los sistemas proporcionales se presentan listas de personas, con el resultado de que a menudo solo sabemos algo de quien encabeza dicha lista. Por otro lado, si nuestro candidato sale elegido sabemos de antemano qué políticas implementará, pues no necesitará pactos ni negociaciones para legislar, algo que en un sistema proporcional no es posible si no hay mayoría absoluta. En dichos sistemas, partidos con una pequeña representación pueden obtener grandes primas a cambio de su ayuda. Si las elecciones han resultado en un cuarenta y nueve por ciento de votos para el Partido A, un cuarenta y nueve por ciento de votos para el Partido B, y un dos por ciento de votos para el Partido C, entonces el Partido C puede imponer su agenda a cambio de su apoyo a alguno de los otros dos partidos. Esto quiere decir que, en la práctica, ese dos por ciento de personas que votaron por el Partido C tiene tanto poder como el cuarenta y nueve por ciento que votó por el A o el B, algo que, efectivamente, suena injusto. Esta situación se da habitualmente en Israel, donde pequeños partidos religiosos tienen una influencia desproporcionada, pues se les necesita para formar una coalición de gobierno.

En su libro Qué hacer con España, César Vidal se apoya en los dos argumentos anteriores para proponer un cambio en la ley electoral española que implemente el sistema mayoritario en lugar del actual representativo:

[A] mí me parece mucho más adecuado un sistema mayoritario en el que todos los candidatos tengan que disputar la elección en circunscripciones uninominales. Con el actual sistema proporcional, en las campañas electorales españolas lo único relevante son los líderes de los partidos. Los demás miembros de la lista cerrada y bloqueada son ceros a la izquierda, ilustres desconocidos a los que a nadie importa qué piensan o qué dicen. Se cumplen los ciclos electorales uno tras otro y sigue sin saberse si piensan o si dicen. [...] La lealtad básica en un sistema mayoritario de circunscripciones uninominales va del cargo electo a sus electores, no del cargo electo hacia su partido. En un sistema proporcional, por razones obvias, la lealtad va al partido.
Y continúa:

[E]n los sistemas mayoritarios [...] la seriedad del programa electoral y, sobre todo, su cumplimiento tiene una importancia capital, porque no sólo los partidos sino cada uno de los cargos electos responden de su cumplimiento ante sus electores. Esto ya supone, en mi opinión, una clara ventaja frente a los sistemas proporcionales en los que las responsabilidades directas quedan más diluidas.
Otras ventajas que se pueden aducir de este sistema es que filtra las opciones populistas o demagógicas, y que, a lo largo del tiempo, hay alternancia entre las dos opciones (siempre que se trate de una auténtica democracia y no un régimen dictatorial disfrazado). Dicha alternancia encarna las ideas de Joseph Schumpeter acerca de la democracia. Explica Ian Shapiro que este economista veía la competencia en política tan necesaria como en economía, tanto por razones de eficiencia como de control de los abusos que conlleva el monopolio natural del poder. Según Schumpeter, los partidos políticos compiten por el voto de los ciudadanos, los cuales saldrían beneficiados de esta competencia como consumidores de leyes. Por otra parte, dado que (de nuevo, en teoría) la mayor parte de los votos se sitúa en la zona central del espectro de votantes, el sistema mayoritario es páramo yermo para los partidos más extremistas y las posiciones más radicales.

Continuará

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