lunes, 21 de noviembre de 2016

Grasa (II)

Allá por mi adolescencia surgió en mi interior el deseo de lucir abdominales. Siempre fui un niño gordito así que tenía bastante trabajo por delante. Para saber qué plan seguir me pregunté quiénes tenían los mejores abdominales. La respuesta a la que arrivé fue: los culturistas. Así que me acerqué al quiosco y me hice con mi primer ejemplar de la venerable Muscle & Fitness, concretamente el número 202 de la edición en español (que aún conservo). En sus páginas descubrí el método culturista del momento para tener un buen desnudo: levantar pesos para ganar músculo y aumentar el metabolismo basal, hacer ejercicio cardiovascular para quemar grasa, comer cada tres horas para controlar el hambre y contar las calorías para crear un pequeño déficit energético diario.

Foto de ulterior epicure
Los expertos de nutrición que escribían para dicha revista, como Chris Aceto, recomendaban distribuir las calorías de manera que alrededor del total diario proviniese de los glúcidos, un treinta o treinta y cinco por ciento de la proteína y un quince o veinte por ciento de la grasa. Las fuentes de carbohidratos debían ser integrales, como la avena. Las proteínas habían de ser magras, como la conocida pechuga de pollo. Las grasas, saludables, como el aceite de oliva o el aguacate.

Ese era, como digo, el estándar del momento. Pero hete aquí que en otra revista culturista de la época, Musclemag, apareció un artículo de Charles Glass contraviniendo la doctrina del momento. Glass es un célebre entrenador de culturistas entre cuyos pupilos se cuentan varios participantes del Mr. Olympia (algo así como el campeonato del mundo de culturismo). En aquel artículo, este antiguo Mr. Universo aseguraba que los glúcidos no eran necesarios y que nos hacían engordar. Según él, un atleta de fuerza necesitaba cubrir primero sus necesidades diarias de proteína y, a partir de ahí, obtener el resto de calorías a partir de las grasas.

Sería el año 2002 o 2003 cuando leí el artículo de Glass. Más de diez años después, el péndulo se ha acercado más hacia su lado que al de Aceto. Hoy día las teorías sobre la obesidad se centran en el papel de la insulina, siendo la idea básica que la presencia de dicha hormona en sangre es lo que nos hace engordar. Como los carbohidratos son el macronutriente que más estimula la segregación de insulina las dietas bajas en glúcidos deberían ser mejores para perder peso:

In humans, high rates of insulin release from the pancreas due to genetic variants or other reasons cause weight gain. People with type 1 diabetes who receive excess insulin predictably gain weight, whereas those treated inadequately with too little insulin lose weight, no matter how much they eat. Furthermore, drugs that stimulate insulin release from the pancreas are also associated with weight gain, and those that block its release with weight loss.
If too much insulin drives fat cells to increase in size and number, what drives the pancreas to produce too much insulin? Carbohydrate, specifically sugar and the highly processed starches that quickly digest into sugar. Basically, any of those packaged “low-fat” foods made primarily from refined grains, potato products, or concentrated sugar that crept into our diet as we single-mindedly focused on eating less fat.
En la pasada década comenzaron a brotar como setas los estudios que comparaban ambos tipos de dieta y proclamaban superiores a las dietas bajas en carbohidratos y altas en grasa. Incluso si los sujetos de estudio consumían el mismo número de calorías en ambos grupos aquellos que tomaban menos azúcar y almidón perdían más peso. Se pusieron de moda las dietas cetogénicas, un estilo de alimentación en el que no se toma ningún tipo de glúcido, lo que obliga al cuerpo a fabricar cetonas (de ahí el nombre) para obtener la energía necesaria con la que alimentar el cerebro (los lípidos no pueden atravesar la barrera hematoencefálica por lo que la única forma de aportar energía a este órgano es con glucosa, que se puede sintetizar a partir de cuerpos cetónicos). Tiempo más tarde arrancó la moda del ayuno intermitente, la cual se oponía a la norma establecida de la década anterior de comer cada dos o tres horas para mantener el nivel de insulina estable y no pasar hambre. Según los defensores del ayuno comer cada pocas horas es un error ya que, como hemos dicho, la insulina nos hace engordar. Por el contrario, no ingerir alimentos durante largos periodos reduce los niveles de esta hormona en sangre y mejora nuestra sensibilidad a la misma, lo que nos llevaría a lucir un cuerpo esbelto y a ser felices y comer perdices (asadas y sin piel, por supuesto).

La moda del ayuno intermitente ya lleva unos cuantos años asentada como estrategia para mejorar la composición corporal y como estilo de vida a largo plazo. Durante este tiempo las librerías han ido poblándose poco a poco de libros que ensalzan sus virtudes y aportan pruebas científicas de su utilidad. Por ejemplo, de acuerdo con el doctor Jason Fung:

Fasting is the most efficient and consistent strategy to decrease insulin levels, a fact first noted decades ago and widely accepted as true. All foods raise insulin; therefore, the most effective method of reducing insulin is to avoid all foods. Blood glucose levels remain normal as the body switches over to burning fat for energy. This effect occurs with fasting periods as short as twenty-four to thirty-six hours. Longer fasts reduce insulin even more dramatically. More recently, alternate daily fasting has been studied as an acceptable technique for reducing insulin levels.
Regular fasting, by routinely lowering insulin levels, has been shown to significantly improve insulin sensitivity. This finding is the missing piece in the weight-loss puzzle. Most diets restrict the intake of foods that cause increased insulin secretion, but don’t address insulin resistance. You lose weight initially, but insulin resistance keeps your insulin levels and body set weight high. By fasting, you can efficiently reduce your body’s insulin resistance, since it requires both persistent and high levels.

Como ocurre con todas las cuestiones de la vida, las recomendaciones dietéticas hay que seleccionarlas de una cacofonía formada por todas las tribus que opinan al respecto, desde los seguidores de las dietas Paleo o libres de gluten hasta los expertos en nutrición reputados, pasando por los gobiernos, los medios de comunicación, los vegetarianos, nuestros amigos y (por supuesto) nuestros cuñados. Dejando a un lado los extremos, es mi opinión que actualmente las normas para evitar la obesidad se acercan a las que ya eran costumbre tiempo atrás: comer tres veces al día sin picar entre horas, siguiendo una dieta abundante en frutas, verduras, legumbres y hortalizas. Alimentos procesados, los menos posibles. Los glúcidos, pocos e integrales, aunque depende de cada persona. Y las grasas, saludables. Pero ¿qué grasas pueden calificarse como tales?

Continuará.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Grasa (I)

Power Eating (publicado en español como Alimentación y fuerza), escrito por Susan Kleiner y Maggie Greenwood-Robinson, fue uno de los primeros libros de nutrición que leí. Según dice en el apartado sobre las autoras, Kleiner «es la máxima autoridad en dietética para la fuerza». Publicado en el año 2000, en las páginas de esta obra se puede leer:

¿Desea librarse de esa grasa extra en su cuerpo? Entonces reduzca las grasas en su dieta. Es indiscutible que la grasa que se come se convierte en grasa corporal más fácilmente de lo que lo hacen los carbohidratos y las proteínas. Cuanta más grasa coma, más grasa llevará.
Compárase esa afirmación con este fragmento de la obra The Obesity Code, publicada en 2016:

The evidence on a link between dietary fat and obesity is consistent: there is no association whatsoever. The main concern about dietary fats had always been heart disease. Obesity concerns were just “thrown in” as well.
[...] Eating fat does not make you fat, but may protect you against it. Eating fat together with other foods tends to decrease glucose and insulin spikes. If anything, dietary fat would be expected to protect against obesity.
En lo atinente a la nutrición humana rara vez hay consenso en algo. Los hechos cambian a menudo. La grasa es mala, luego buena, luego mala otra vez, luego buena en parte, después mala según el tipo y, finalmente, cuestión de opinión. Es el tipo de problema que hace que la gente normal desconfíe de la ciencia en asuntos tan importantes como la salud.

La historia de los efectos de la grasa en la composición corporal es más antigua de lo que yo creía. En 1863, William Banting, un sexagenario de cien kilos, publicó un panfleto titulado Letter on Corpulence, Addressed to the Public en el que relataba su experiencia con la dieta de un cirujano llamado William Harvey. Harvey observó cierta relación entre diabetes y obesidad, y razonó que una dieta a base de comidas de origen animal y vegetales podía servir para dejar de engordar. Bajo la supervisión de este cirujano, Banting siguió lo que en hoy en día conocemos como dieta baja en carbohidratos, evitando ingerir alimentos que contuvieran almidón o azúcar. Perdió casi cuarenta kilos en alrededor de año y medio.

De acuerdo con Gary Taubes, a partir de la publicación del librillo de Bating se sucedieron las dietas por el estilo durante décadas:

By the turn of the twentieth century, when the renowned physician Sir William Osler discussed the treatment of obesity in his textbook The Principles and Practice of Medicine, he listed Banting’s method and versions by the German clinicians Max Joseph Oertel and Wilhelm Ebstein. Oertel, director of a Munich sanitorium, prescribed a diet that featured lean beef, veal, or mutton, and eggs; overall, his regimen was more restrictive of fats than Banting’s and a little more lenient with vegetables and bread. When the 244-pound Prince Otto von Bismarck lost sixty pounds in under a year, it was with Oertel’s regimen. Ebstein, a professor of medicine at the University of Göttingen and author of the 1882 monograph Obesity and Its Treatment, insisted that fatty foods were crucial because they increased satiety and so decreased fat accumulation. Ebstein’s diet allowed no sugar, no sweets, no potatoes, limited bread, and a few green vegetables, but “of meat every kind may be eaten, and fat meat especially.” As for Osler himself, he advised obese women to “avoid taking too much food, and particularly to reduce the starches and sugars.”
Durante casi cien años el mensaje fue que para perder peso se debía minimizar la ingesta de glúcidos (almidón y azúcar) y sustituirlos por carne roja, pescado, aves y caza, recomendaciones que en el siglo XX se harían populares gracias al doctor Atkins.

Imagen de Just some dust
Sin embargo, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, en Estados Unidos el péndulo comenzó a oscilar en la dirección contraria. El trabajo del científico Ancel Keys puso sobre el escenario la idea de que la grasa debía ser evitada por su efecto nocivo en la salud. Paul Dudley White, cardiólogo de Harvard de fama mundial, alertó de una gran epidemia de enfermedades del corazón en su país desde el fin de la II Guerra Mundial causada, según él, por haber abandonado los cereales y el grano en favor de la comida de origen animal. El culpable de dicha epidemia era el colesterol:

In the 1950s, it was imagined that cholesterol circulated and deposited on the arteries much like sludge in a pipe (hence the popular image of dietary fat clogging up the arteries). It was believed that eating saturated fats caused high cholesterol levels, and high cholesterol levels caused heart attacks. This series of conjectures became known as the diet-heart hypothesis. Diets high in saturated fats caused high blood cholesterol levels, which caused heart disease.
Así, en la segunda mitad de siglo los carbohidratos pasaron a ser los buenos de la película. La grasa es más densa energéticamente (nueve calorías por gramo frente a los cuatro de los carbohidratos) y podía causar problemas coronarios al aumentar el nivel del colesterol. A consecuencia de ello, en el último cuarto de siglo se elaboraron las primeras guías dietéticas en forma de pirámide para la población, con los glúcidos en la base suponiendo al menos la mitad de las calorías diarias.

A finales de los noventa y principios del presente siglo el péndulo osciló de nuevo. Robert Atkins fue un cardiólogo norteamericano que, como William Banting, sufría sobrepeso, problema que solo pudo solucionar cuando pasó de las dietas altas en carbohidratos a una alta en grasa. Al lograr perder peso de esta manera empezó a recomendar ese tipo de dieta a sus pacientes. Con el paso de los años se convirtió en una celebridad si su apellido pasó a ser sinónimos de dietas altas en grasa y bajas en carbohidratos.

La cuestión de los lípidos ha ido complicándose con los años. No todas las grasas (saturada, monoinsaturada, polinsaturada) son iguales. Incluso para el mismo tipo, el origen (animal o vegetal) podría ser importante. Tampoco es lo mismo el colesterol «bueno» (HDL) que el «malo» (LDL). Es más, no es igual el LDL tipo-a (benigno) que el tipo-b (el cual sería el factor contribuyente a la formación de placas en los vasos sanguíneos). Lo mismo es aplicable a los carbohidratos, habiendo diferencias entre el almidón, la fructosa y el azúcar refinado, así como entre los alimentos procesados y sin procesar.

¿Comer grasa nos hace almacenar grasa? ¿Ingerir alimentos ricos en colesterol eleva el nivel de colesterol en sangre? ¿Comer más verdura torna de color verde nuestra piel? En la segunda parte trataremos de responder a estas preguntas revisando unos cuantos estudios científicos al respecto. Pero lo haremos de una forma peculiar, a saber, analizando los trabajos que autores con opiniones contrapuestas esgrimen como prueba. Veremos cómo en ocasiones el mismo estudio se utiliza para defender posturas contrarias, y cómo los problemas de hacer ciencia envuelven el debate en una densa niebla de sospecha y escepticismo.

Continuará.