lunes, 24 de marzo de 2014

Papá, ¿por qué somos del Atleti?

En el año 2000, tras el descenso del club a segunda división, el Atlético de Madrid lanzó una campaña publicitaria en la que un niño le preguntaba a su padre «Papá, ¿por qué somos del Atleti?», a lo que el progenitor no atinaba a responder, guardando silencio. «No es fácil de explicar. Pero es algo muy, muy grande» era el título del anuncio.

Foto de Kathleen Tyler Conklin
Si leen los comentarios del vídeo verán, como era de esperar, la típica discusión entre hinchas del Atleti y aficionados de otros equipos. Si leen los de cualquier vídeo de Los Simpson encontrarán el absurdo debate sobre si el doblaje de la serie es mejor en español de España o en español latino. Otro tanto ocurre con las canciones que abrían las series de la infancia de nuestra generación, cuya mejor versión siempre coincide con la que uno escuchó en su infancia (o la versión original en japonés, si procede), mientras que las demás son basura.

Estas discusiones están por todas partes. Allí donde haya más de una opción siempre hay bandos enfrentados dispuestos a informarnos de por qué el suyo es el mejor, a menudo con dos extremos reconocibles que aglutinan el grueso de opiniones. Cola-cao o Nesquik, Coca-cola o Pepsi, carne o pescado, tortilla de patatas con cebolla o sin cebolla, cerveza o vino, coches o motos, F. C. Barcelona o Real Madrid, Apple o Android, rap o ballet, Breaking Bad o The Wire. Precisamente al hilo de esta última se preguntaba Luis Tarrafeta a santo de qué discutimos con tanta pasión sobre asuntos tan triviales:
«Tengo mis comentarios respecto al “por qué”, pero el fenómeno es innegable. Nos hemos vuelto tan identitarios con nuestros gustos que hay incluso quien se ofende cuando no se comparten. O cuando se atacan, si lo preferís ver así, pero… aun con todo, ¿no es raro?
Es raro que pase cuando, como todo el mundo sabe (?), para gustos están hechos los colores.»
Nótese que la defensa partisana de las preferencias propias es de vieja data. Ya a principios del siglo XX José Ortega y Gasset incluyó esta característica en la estructura psicológica de lo que llamó el hombre-masa:
«[E]l hombre que analizamos se habitúa a no apelar de si mismo a ninguna instancia fuera de él. Está satisfecho tal y como es. Igualmente, sin necesidad de ser vano, como lo más natural del mundo, tenderá a afirmar y dar por bueno cuanto en sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos.»
Hace poco vimos que parece formar parte de la naturaleza humana esa disposición de los hombres a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos. También pienso, como Tarrafeta, que algo tienen que ver la afiliación y el reconocimiento, y que los gustos están relacionados con la propia identidad. Hay un concepto que los científicos sociales denominan «autoseñalización», cuya idea básica subyacente es que, pese a lo que solemos pensar, no tenemos una noción muy clara de quiénes somos. Según Dan Ariely:
«Por lo común creemos tener una visión privilegiada de nuestra personalidad y nuestras preferencias, aunque en realidad no nos conocemos muy bien (desde luego no tan bien como imaginamos). En vez de ello, nos observamos igual que observamos y juzgamos las acciones de otras personas —deduciendo de nuestras acciones quiénes somos y lo que nos gusta.
Por ejemplo, supongamos que vemos a un mendigo por la calle. En lugar de ignorarlo o darle dinero, decidimos comprarle un bocadillo. La acción en sí misma no define quiénes somos, la moralidad o el carácter, pero interpretamos el hecho como prueba de nuestra personalidad generosa y compasiva. Ahora, provistos de esta información «nueva», empezamos a creer más intensamente en nuestra benevolencia. Así funciona la autoseñalización.»
Escuchas un tipo de música, eliges una clase de ropa, ves cierto género de televisión, acudes a unos restaurantes concretos y ¡voilá! Eres rapero, indie, metalero, gótico, hipster o nada de lo anterior. De nuestras elecciones deducimos quiénes somos y lo que nos gusta. Si esa afirmación es cierta, entonces los gustos de una persona pueden decirnos cómo es de la misma manera que se lo dicen a ella misma.

En la mayoría de los casos, sencillamente elegimos A porque nos gusta más que B; nuestra aprobación o desaprobación se halla implicada en el placer que nos producen. Sin embargo, cuando alguien nos pregunta por qué preferimos A siempre podemos dar con alguna justificación aparentemente racional. De acuerdo con Kahneman el sistema encargado de dichas racionalizaciones es también el que da lugar a nuestra identidad, a quién creemos que somos:
«The attentive System 2 is who we think we are. System 2 articulates judgments and makes choices, but it often endorses or rationalizes ideas and feelings that were generated by System 1. You may not know that you are optimistic about a project because something about its leader reminds you of your beloved sister, or that you dislike a person who looks vaguely like your dentist. If asked for an explanation, however, you will search your memory for presentable reasons and will certainly find some. Moreover, you will believe the story you make up.»
Así pues, aquello que Gazzaniga llama «el intérprete» no solo tiene justificaciones para nuestros actos, sino también para nuestras preferencias.

Dar razones de nuestras preferencias a menudo es un tanto absurdo. Uno no determina sus gustos culinarios, verbigracia, tras un análisis racional de las opciones disponibles; si ese fuera el caso sería razonable pensar que nos preocuparíamos en hacer que nos guste aquello que más nos conviene, es decir, lo más sano. Pero nadie se levanta diciendo: «hoy me va a gustar el brécol», como mucho podrá cubrirlo de bechamel para hacerlo llevadero. Gustos y racionalidad se sitúan en planos separados, si bien tendemos a entremezclarlos y formar una cadena causal que no tiene sentido. Como dice Julian Biaggini:
«Preferir el vino tinto al blanco no es irracional, pero tampoco racional. La preferencia no se basa en razones, sino en gustos.»
De manera que el silencio del padre es ciertamente la respuesta más honesta a la pregunta que da título a esta entrada.

lunes, 10 de marzo de 2014

Tener razón

El arte de tener razón es un pequeño tratado inconcluso escrito por Arthur Schopenhauer y publicado póstumamente en el que el célebre filósofo recogió treinta y ocho estratagemas que uno puede utilizar en sus discusiones para hacer prevalecer su propia opinión. Algunas de ellas son, según palabras del autor, «golpes desleales»: para Schopenhauer la dialéctica es «el arte de hacer que lo que se ha enunciado pase por verdadero», una «esgrima intelectual para tener razón en las discusiones» que nada tiene que ver con la búsqueda de la verdad objetiva. Como sucede en una riña espada en mano aquí no importa qué contendiente tenga efectivamente la razón, sino quién gana. Y si para vencer son necesarias arteras maniobras de dudosa probidad, adelante con ellas.
Foto de Global X

Schopenhauer captó y describió con maestría uno de esos vicios tan molestos y tan arraigados en la naturaleza humana: nos encanta tener razón. Independientemente de que creamos o no que estamos en lo cierto, y al margen incluso de que la tesis que sostenemos nos perjudique, defendemos nuestros puntos de vista con uñas y dientes:
«si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario. Tras esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su afirmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.»
Robert Burton sugiere que esa necesidad de llevar razón puede estar relacionada con el sistema dopaminérgico. Según esta línea de razonamiento cuando ganamos una discusión recibimos una recompensa en forma de liberación de dopamina, igual que si hubiéramos obtenido una victoria en un combate físico u otro tipo de victoria simbólica (como la de nuestro equipo de fútbol). Como es habitual, cuando se trata de dopamina siempre queremos más, de manera que en el siguiente debate buscaremos de nuevo esa sensación tan reconfortante aunque ello suponga llevarnos por delante nuestra integridad intelectual o hacer la vista gorda frente a nuestra hipocresía:
«once established, emotional habits and patterns and expectations of behavioral rewards are difficult to fully eradicate. This same argument applies to thoughts. Once firmly established, a neural network that links a thought and the feeling of correctness is not easily undone. An idea know to be wrong continues to feel correct. Witness the Challenger study student's comment, the geologist who accepts the overwhelming evidence of evolution, yet continues to believe in creationism, or the patient who continues to believe that his sham surgery repaired his knee.»
Burton se pregunta si algunas personas llegan a convertirse en esclavas del circuito de recompensa y son adictas a tener razón igual que hay personas adictas al juego:
«We all know others (never ourselves) who go out of their way to prove a point, seem to derive more pleasure from final answers than ongoing questions, and want definitive one-stop-shopping resolutions to complex social problems and unambiguous endings to movies and novels. In being constantly on the lockout for the last word, they often appear as compelled and driven as the worst of addicts. And perhaps they are. Might the know-it-all personality trait be seen as an addiction to the pleasure of the feeling of knowing?»
Dejo al criterio del lector la evaluación sobre la idoneidad de estas explicaciones fisiológicas. Lo que trato de poner de relieve aquí es ese impulso innato de hacer prevalecer nuestro punto de vista.

Todos sabemos lo estéril que es discutir sobre religión, política, economía o fútbol. Estas conversaciones consisten principalmente en hablar a gritos, verter la ponzoña partidista y excitar las disensiones de parecer. ¿Alguna vez han presenciado un debate sobre alguno de esos temas que terminara en alguien adoptando el punto de vista contrario? Mercier y Sperber llevaron a cabo un estudio en el que concluían, tras analizar varios experimentos, que el propósito de las discusiones no es arribar a la verdad, sino convencer a otros. De hecho, al parecer se nos da mejor forjar argumentos en un contexto social, es decir, cuando hay alguien a quien persuadir que cuando tenemos que justificarnos únicamente ante nosotros mismos. Nos gusta tanto tener razón que a veces tomamos decisiones que no son las mejores desde un punto de vista objetivo, todo con tal de mantenernos en nuestros trece. Además, pretendemos que el resto de personas piensen como nosotros:
«Skilled arguers [...] are not after the truth but after arguments supporting their views. This explains the notorious confirmation bias. This bias is apparent not only when people are actually arguing, but also when they are reasoning proactively from the perspective of having to defend their opinions. Reasoning so motivated can distort evaluations and attitudes and allow erroneous beliefs to persist. Proactively used reasoning also favors decisions that are easy to justify but not necessarily better.»

«Some of the evidence reviewed here shows not only that reasoning falls short of delivering rational beliefs and rational decisions reliably, but also that, in a variety of cases, it may even be detrimental to rationality. Reasoning can lead to poor outcomes not because humans are bad at it but because they systematically look for arguments to justify their beliefs or their actions.»

«People who have an opinion to defend don’t really evaluate the arguments of their interlocutors in a search for genuine information but rather consider them from the start as counterarguments to be rebutted»
He aquí, pues, otro gran obstáculo en la práctica de la inteligencia emocional. En aquel artículo sobre el tema dirigí el foco al problema que supone para algunas personas dejar a un lado las emociones cuando tratan de resolver un conflicto interpersonal. Sumémosle a ello lo explicado hasta ahora: nuestra tendencia a confirmar lo que ya creemos, a imponer nuestra opinión cuando pensamos que tenemos razón, y nuestra reticencia a recular cuando sabemos que no la tenemos. El cóctel perfecto para no ponernos nunca de acuerdo. Si alguien piensa, por ejemplo, que le odiamos, que actuamos de mala fe o que estamos tratando de perjudicarle ninguna discusión va a convencerle de lo contrario. Tengo la impresión de que las desavenencias se superan porque se olvidan y se dejan atrás, no porque se llegue a un entendimiento mutuo o alguien reconozca que estaba equivocado. Eso solo ocurre en las series de televisión.

Si no son demasiado jóvenes tal vez recuerdan el póster que tenía Mulder, el protagonista de la serie Expediente X, en su despacho. Era la imagen de un OVNI con la frase «I want to believe». Carl Sagan afirmó con tino que no podemos convencer a un creyente de nada porque su creencia (o, más en general, su marco, la estructura mental que conforma su modo de ver el mundo) no se basa en pruebas, sino en una profunda necesidad de creer. «Cuando los hechos no encajan en los marcos» —escribe Lakoff en su libro sobre discurso político—, «los marcos se mantienen y los hechos se ignoran». Y, aunque Sagan se refería a creyentes que profesaban alguna fe, el problema no se reduce a la religión. Sucede a diario en cualquier ámbito de la vida cotidiana.

Salimos de casa con las creencias puestas y nos mostramos resueltos a imponer nuestras opiniones, ya sea en persona o a través de internet. Mientras el otro habla no escuchamos realmente, sino que pensamos en contrargumentos con los que defender nuestra posición. Los datos en contra son soslayados o ninguneados. Y como los demás hacen lo mismo no queda otra que afear la conducta («te estás portando como un niño») o la gramática (típico de internet), o poner fin a la polémica con un ofendido «vale, lo que tú digas», «cada uno que saque sus propias conclusiones» (traducción: sois todos idiotas menos yo) o «no quiero hablar más de esto».

¿Tengo razón?

lunes, 3 de marzo de 2014

Una reseña

No es el tipo de libro que suelo leer, ni acostumbro a hacer reseñas de libros individuales. Así que hoy les traigo dos excepciones por el precio de una. La obra en cuestión se titula El dilema: 600 días de vértigo, de José Luis Rodríguez Zapatero. Sí, ese Zapatero. El expresidente del gobierno español. Ya. Lo sé.

Son varias las razones por las que me interesaba el libro. Cualquier presidente de gobierno es blanco fácil para la crítica, pues están muy expuestos y de alguna manera u otra siempre acaban metiendo la pata. Habitualmente la razón que suele aducirse para ello es, sencillamente, que son idiotas. Obviamente, en tanto que humanos eso es cierto; ya lo hemos hablado varias veces en este blog. Pero aunque los primeros ministros tengan un intelecto limitado lo cierto es que cuentan con amplios (a veces demasiado) equipos de expertos para asesorarles; es de esperar que los puntos ciegos intelectuales de unos se cancelen con los de otros. Así pues, me interesaba conocer las circunstancias, información disponible y los razonamientos que le llevaron a tomar las decisiones que tomó. A menudo, cuando se tienen todos los datos uno concluye que hubiera hecho lo mismo, o comprende que no había un curso de acción claro. Siempre es interesante conocer las explicaciones de alguien para sus actos, si bien (como también hemos discutido anteriormente) hemos de ser escépticos. Y no perdiendo de vista, claro está, que uno elige lo que desvela y lo cuenta según le es más favorable.

A las razones anteriores se suma la simple curiosidad morbosa de un servidor: me pregunto cómo serán en persona Obama, Merkel y demás estadistas, de qué hablarán en las reuniones que mantienen y en qué tono, etc. En este aspecto el autor no es que se prodigue. Lo más reseñable al respecto es la cena del G-20 que tuvo lugar en Cannes a principios de noviembre de 2011:
«La ofensiva para que, allí mismo, Italia aceptase una ayuda financiera del FMI, y ésta se anunciase al mundo, fue, en efecto, intensísima. Sarkozy, Merkel, Barroso, Van Rompuy y Obama, todos ellos, se emplearon a fondo. Los argumentos eran coincidentes, los estilos, los propios de la personalidad de cada uno de los líderes. Sarkozy, vehemente; Merkel, rocosa; Barroso, incisivo; Van Rompuy, frío; Obama, respetuoso pero firme.

[...] En el debate hubo momentos de tensión, serios reproches, invocaciones a la historia, hasta recordatorios cruzados del papel de los aliados tras la segunda guerra mundial… Palabras mayores, argumentos que tocaban la médula de cada país. Y es que a veces los líderes y los socios políticos de las democracias consolidadas son capaces de decirse las cosas de una forma que la opinión pública no podría imaginar. Sobre todo, si nos atenemos a las fotografías de familia al uso y a los discursos prefabricados. En ocasiones, se siente el vértigo de la historia, la gigantesca responsabilidad que supone gobernar. Y debo decir que, en general, aunque los debates sean crudos y la tensión muy elevada, se preserva el respeto.

En la cena hubo momentos de intensidad inolvidables. Me impresionó singularmente que en una fase de la discusión algunos líderes europeos llegaran a esgrimir los agravios producidos en la posguerra. Fue sólo un destello, pero por un momento parecía que la dramática división europea del siglo pasado aún proyectaba sus consecuencias.»
Siempre que un famoso publica un libro cabe preguntarse si realmente lo ha escrito aquel cuyo nombre figura en la portada o uno de esos «negros» que Ana Rosa hizo famosos. Por el estilo diría que, o bien el texto de verdad ha salido de manos del expresidente, o no había mucho dinero para invertir en «negros». No es ninguna joya de la literatura, si bien tampoco es lo peor que he leído (ese título lo disputan Robert Kiyosaki y Josef Ajram). Lo más insufrible es, por un lado, la corrección diplomática, tan artificial, a la hora de describir personajes y argumentos; y por otro, los numerosos párrafos de discurso político enlatado, típicos de los debates en el Congreso y las ruedas de prensa, pasajes inanes y vacíos de todo contenido. Cosas del talante, ya saben. No olvidemos que este hombre fue el que propuso una alianza de civilizaciones. Por momentos dan ganas de crujirle la taba para que espabile y hable como una persona normal.

Que Zapatero vive en su propia burbuja (como cualquier otro político, en cualquier caso) quedó claro cuando dijo aquello de que un café costaba ochenta céntimos. Al leer el libro uno percibe cuán lejos están estos prohombres de la realidad de aquellos a quienes gobiernan, quienes no se creen ni una palabra de lo que nos cuentan y para quienes las prioridades son tan distintas. Poco o nada interesa a quien ha perdido su empleo quién gana o pierde los debates con la oposición.

El libro se centra en cuatro fechas principales, en este orden: la crisis de deuda de 2010, la contracción del crédito de 2008, la crisis global de 2009 y la crisis griega de 2011. En cada capítulo Zapatero da cuenta de buena cantidad de datos económicos en los que sustentaba su optimismo (ese dichoso reduccionismo numérico que analizamos largo y tendido). Cuando el sistema financiero explotó en 2008, España contaba con un superávit que –pensaba el autor– sería colchón suficiente para sobrevivir el 2009. Cuando empezó la crisis de deuda soberana, el PIB había vuelto a crecer y el empleo caía a menor ritmo. La productividad por hora aumentaba. El porcentaje de personas cubiertas por prestaciones por desempleo ascendía. Y así siguiendo. Siempre tiene algo a lo que aferrarse, a pesar de que el paro se disparaba, igual que lo hacían la prima de riesgo, el déficit público y la deuda externa.

El mismo Zapatero reconocer ser un optimista y defiende ese rasgo de su carácter, asegurando que su gestión de la crisis en nada se vio afectada por ese sesgo:
«Es cierto que siempre he tenido una visión optimista de la realidad. Es mi forma de ser y de aproximarme a los demás. Siempre he percibido más virtudes que defectos en nuestra sociedad. [...] No ignoro que ese optimismo me ha costado críticas, ha podido percibirse como inoportuno cuando las cosas se torcían, y ha dado bazas a los adversarios para abundar en una determinada representación de mi personalidad política. En épocas de bonanza el optimismo es simplemente un rasgo de carácter. En épocas de crisis se percibe como un irritante defecto.

No sería sincero si no reconociese que mi optimismo se atemperó a medida que la crisis iba mostrando su virulencia. Así fue, así ha sido. Pero sigo abjurando de quienes usan el pesimismo como una imprescindible, y muchas veces cómoda, credencial del esfuerzo intelectual de aproximación a la realidad.»
Personalmente, la impresión que me queda tras haber leído el libro es la contraria. A cada paso de la crisis este hombre parece confiar demasiado en las buenas noticias. La sensación que transmite es que siempre es capaz de dar con buenos datos macroeconómicos que de algún modo haría que la crisis se resolviera con el tiempo, y que los datos malos eran temporales o de poca importancia. Casi en ningún momento se para a pensar en lo peor. Un buen ejemplo de esto es el sistema financiero de nuestro país. Los bancos españoles no estaban tan expuestos a los activos tóxicos como otros bancos europeos, por lo que no eran preocupantes para su gobierno. Si finalmente hubo que rescatar alguna caja tal como ocurrió fue, sostiene el expresidente, porque la crisis duró más de lo previsto. Esta incapacidad de contemplar escenarios mucho peores es típica del sesgo optimista. Mal que le pese al exjefe de gobierno el pesimismo es necesario, y más aún cuando uno es consciente de que cojea del lado contrario. «Espera lo mejor pero prepárate para lo peor». Desde mi punto de vista hacer lo primero y obviar lo segundo es una mala política.

Sus palabras también vienen a confirmar ese otro rasgo de personalidad que siempre ha destilado en público: la de ser un hombre sin sangre, de carácter algo débil. No parece ser un gran negociador, algo que estimo muy necesario en un cargo de sus características. Él mismo reconoce haberse quedado quieto y mudo en la cena del G-20 antes referida para tratar de pasar desapercibido y que no volvieran a insistirle en que España pidiera el rescate. La imagen que me evocó fue la de un estudiante cualquiera (todos lo hemos hecho) que mira con inusitada atención su libro y sus apuntes a sabiendas de que un cruce de miradas con el profesor puede significar salir a la pizarra a que te pregunten la lección. Uno espera una personalidad más fuerte de aquel a cargo del timón. Quizá otro gallo le cantaría a España de contar con presidentes capaces de mantener sus calzoncillos limpitos y los pantalones a la altura de la cintura.

«La crisis» escribe Zapatero «también ha puesto de manifiesto que la arquitectura de la UE, y en particular de la zona euro, adolecía de importantes defectos de concepción». Por lo que cuenta la Unión Europea parece reducirse en la práctica a Alemania y Francia junto al BCE, hasta el punto de que los primeros ministros de ambos países se reúnen por separado entre ellos antes de las crisis para definir la política a seguir:
«En el modelo político y económico de Unión Europea, Francia se sitúa más cerca de los países del sur. Pero, fiel a su pacto de reconciliación con Alemania tras la segunda guerra mundial, que dio lugar al nacimiento de la UE, mantiene siempre una fidelidad incuestionable con la potencia germánica. No recuerdo que en el seno del Consejo hubiese ningún momento de tensión dialéctica entre Merkel y Sarkozy, apenas algún chispazo ocasional.

Los dos llegaban a los Consejos con un esquema acordado de respuesta a cada situación. Y, cuando en el transcurso de los debates había que definir las posiciones para formular los acuerdos concretos, se reunían bilateralmente. Si algo se bloqueaba, los colaboradores de Merkel y Sarkozy, o ellos mismos, buscaban el punto de encuentro; a veces, con presencia del presidente del Consejo, del presidente de la Comisión e incluso del presidente del Banco Central.»
No les sorprenderá saber que esos dos países los de mayor PIB de la Eurozona en proporción al total. Quien tiene el dinero manda, como de costumbre.

Otro de los problemas que ha nos ha afeado esta crisis ha sido, concluye ya en el epílogo, la globalización y sus desequilibrios, en especial el mercado financiero global. Según Zapatero los mercados son presas fáciles del pánico, están motivados por objetivos a corto plazo y su información sobre un país está muy condicionada por la que aparece en los grandes medios de comunicación internacionales con prestigio en temas económicos. Además de eso el mercado permite que el dinero se puede mover de un lado a otro del planeta a gran velocidad dejando a un país sin financiación. Para una contrargumentación de todo ello pueden consultar el libro de Lacalle.

No hay que olvidar nunca, al comentar un texto, hacer referencia a las omisiones. Por el fenómeno «lo que ves es todo lo que hay» que ya vimos una discusión tiende a centrarse en lo que se dice. Los políticos lo saben instintivamente y solo hablan de lo que les interesa, dejando el resto bajo la alfombra; de ahí que sea importante sacar a colación cualquier otro tema relevante. En el caso que nos ocupa no hay, en las más de trescientas páginas, ni una sola referencia a los desahucios, la corrupción o a las propuestas de reforma del sistema político y las administraciones. El 15M, verbigracia, sale mencionado una vez, y de pasada.

Entre las curiosidades del libro me quedo con las citas extraídas de libros que también forman parte de mi biblioteca, como Pensar rápido, pensar despacio de Daniel Kahneman, El triunfo del dinero, de Niall Ferguson o Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad financiera, de Rogoff y Reinhart. Me quedo también con la alusión al libro Rumorología. Cómo se difunden las falsedades, por qué nos las creemos y qué se puede hacer, de Cass R. Sunstein que no he leído pero parece interesante, y también es citado por Taleb en Antifrágil.

Este el primer libro que leo de este tipo (y quién sabe si el último) así que no tengo nada con qué compararlo, pero personalmente esperaba más detalle y menos discurso de rueda de prensa. La sensación final que deja tras su lectura no es nada halagüeña para el ciudadano de a pie: es evidente que esta gente está más preocupada por ganar el juego político en el que se hallan inmersos que en regir los asuntos públicos del Estado de forma conspicua.