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Schopenhauer captó y describió con maestría uno de esos vicios tan molestos y tan arraigados en la naturaleza humana: nos encanta tener razón. Independientemente de que creamos o no que estamos en lo cierto, y al margen incluso de que la tesis que sostenemos nos perjudique, defendemos nuestros puntos de vista con uñas y dientes:
«si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario. Tras esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su afirmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.»Robert Burton sugiere que esa necesidad de llevar razón puede estar relacionada con el sistema dopaminérgico. Según esta línea de razonamiento cuando ganamos una discusión recibimos una recompensa en forma de liberación de dopamina, igual que si hubiéramos obtenido una victoria en un combate físico u otro tipo de victoria simbólica (como la de nuestro equipo de fútbol). Como es habitual, cuando se trata de dopamina siempre queremos más, de manera que en el siguiente debate buscaremos de nuevo esa sensación tan reconfortante aunque ello suponga llevarnos por delante nuestra integridad intelectual o hacer la vista gorda frente a nuestra hipocresía:
«once established, emotional habits and patterns and expectations of behavioral rewards are difficult to fully eradicate. This same argument applies to thoughts. Once firmly established, a neural network that links a thought and the feeling of correctness is not easily undone. An idea know to be wrong continues to feel correct. Witness the Challenger study student's comment, the geologist who accepts the overwhelming evidence of evolution, yet continues to believe in creationism, or the patient who continues to believe that his sham surgery repaired his knee.»Burton se pregunta si algunas personas llegan a convertirse en esclavas del circuito de recompensa y son adictas a tener razón igual que hay personas adictas al juego:
«We all know others (never ourselves) who go out of their way to prove a point, seem to derive more pleasure from final answers than ongoing questions, and want definitive one-stop-shopping resolutions to complex social problems and unambiguous endings to movies and novels. In being constantly on the lockout for the last word, they often appear as compelled and driven as the worst of addicts. And perhaps they are. Might the know-it-all personality trait be seen as an addiction to the pleasure of the feeling of knowing?»Dejo al criterio del lector la evaluación sobre la idoneidad de estas explicaciones fisiológicas. Lo que trato de poner de relieve aquí es ese impulso innato de hacer prevalecer nuestro punto de vista.
Todos sabemos lo estéril que es discutir sobre religión, política, economía o fútbol. Estas conversaciones consisten principalmente en hablar a gritos, verter la ponzoña partidista y excitar las disensiones de parecer. ¿Alguna vez han presenciado un debate sobre alguno de esos temas que terminara en alguien adoptando el punto de vista contrario? Mercier y Sperber llevaron a cabo un estudio en el que concluían, tras analizar varios experimentos, que el propósito de las discusiones no es arribar a la verdad, sino convencer a otros. De hecho, al parecer se nos da mejor forjar argumentos en un contexto social, es decir, cuando hay alguien a quien persuadir que cuando tenemos que justificarnos únicamente ante nosotros mismos. Nos gusta tanto tener razón que a veces tomamos decisiones que no son las mejores desde un punto de vista objetivo, todo con tal de mantenernos en nuestros trece. Además, pretendemos que el resto de personas piensen como nosotros:
«Skilled arguers [...] are not after the truth but after arguments supporting their views. This explains the notorious confirmation bias. This bias is apparent not only when people are actually arguing, but also when they are reasoning proactively from the perspective of having to defend their opinions. Reasoning so motivated can distort evaluations and attitudes and allow erroneous beliefs to persist. Proactively used reasoning also favors decisions that are easy to justify but not necessarily better.»He aquí, pues, otro gran obstáculo en la práctica de la inteligencia emocional. En aquel artículo sobre el tema dirigí el foco al problema que supone para algunas personas dejar a un lado las emociones cuando tratan de resolver un conflicto interpersonal. Sumémosle a ello lo explicado hasta ahora: nuestra tendencia a confirmar lo que ya creemos, a imponer nuestra opinión cuando pensamos que tenemos razón, y nuestra reticencia a recular cuando sabemos que no la tenemos. El cóctel perfecto para no ponernos nunca de acuerdo. Si alguien piensa, por ejemplo, que le odiamos, que actuamos de mala fe o que estamos tratando de perjudicarle ninguna discusión va a convencerle de lo contrario. Tengo la impresión de que las desavenencias se superan porque se olvidan y se dejan atrás, no porque se llegue a un entendimiento mutuo o alguien reconozca que estaba equivocado. Eso solo ocurre en las series de televisión.
«Some of the evidence reviewed here shows not only that reasoning falls short of delivering rational beliefs and rational decisions reliably, but also that, in a variety of cases, it may even be detrimental to rationality. Reasoning can lead to poor outcomes not because humans are bad at it but because they systematically look for arguments to justify their beliefs or their actions.»
«People who have an opinion to defend don’t really evaluate the arguments of their interlocutors in a search for genuine information but rather consider them from the start as counterarguments to be rebutted»
Si no son demasiado jóvenes tal vez recuerdan el póster que tenía Mulder, el protagonista de la serie Expediente X, en su despacho. Era la imagen de un OVNI con la frase «I want to believe». Carl Sagan afirmó con tino que no podemos convencer a un creyente de nada porque su creencia (o, más en general, su marco, la estructura mental que conforma su modo de ver el mundo) no se basa en pruebas, sino en una profunda necesidad de creer. «Cuando los hechos no encajan en los marcos» —escribe Lakoff en su libro sobre discurso político—, «los marcos se mantienen y los hechos se ignoran». Y, aunque Sagan se refería a creyentes que profesaban alguna fe, el problema no se reduce a la religión. Sucede a diario en cualquier ámbito de la vida cotidiana.
Salimos de casa con las creencias puestas y nos mostramos resueltos a imponer nuestras opiniones, ya sea en persona o a través de internet. Mientras el otro habla no escuchamos realmente, sino que pensamos en contrargumentos con los que defender nuestra posición. Los datos en contra son soslayados o ninguneados. Y como los demás hacen lo mismo no queda otra que afear la conducta («te estás portando como un niño») o la gramática (típico de internet), o poner fin a la polémica con un ofendido «vale, lo que tú digas», «cada uno que saque sus propias conclusiones» (traducción: sois todos idiotas menos yo) o «no quiero hablar más de esto».
¿Tengo razón?
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