lunes, 24 de noviembre de 2014

Por qué las personas inteligentes dicen tonterías

Tuve la suerte de conocer en persona a Fernando Jiménez del Oso. Para la gran mayoría su nombre está asociado a lo paranormal, a los programas de televisión Historias para no dormir y Más allá (entre otros), así como a las revistas Espacio y Tiempo y Enigmas. Sin embargo, para mí su nombre está ligado a su faceta más mundana, la de su trabajo diario. Jiménez del Oso era licenciado en Medicina y Cirugía y se especializó en psiquiatría. Tenía su consulta privada en un chalet de no recuerdo qué zona de una gran metrópoli. Allí fue donde le conocí, como el psiquiatra que ayudaba a uno de los miembros de mi familia. El despacho en el que atendía a sus pacientes era impresionante: espacioso, luminoso, decorado con gusto, repleto de libros y objetos exóticos traídos de sus viajes. Era verano y tenía sobre la mesa una jarra de agua helada para sus pacientes y un vaso de coca cola con hielo para él. Solo esos pedazos de cristal tenían aspecto de valer más que el coche en el que mi padre nos había llevado allí. Recuerdo al doctor como un hombre avejentado aunque físicamente imponente, alto y grande, vestido con su bata blanca, con grandes bolsas bajos los ojos y una voz profunda y penetrante que te encandilaba. Se mostraba amable, educado, accesible y poseía un gran sentido del humor. Que era sumamente inteligente quedaba claro enseguida. Afortunadamente, también era un buen psiquiatra y evitó que tuviéramos que ingresar a esa persona de nuestra familia en un hospital psiquiátrico.

Foto de Niels Linneberg
En mi charla con él comenté de pasada que nadie había vuelto de la muerte, a lo que replicó: «eso es lo que tú te crees». Jiménez del Oso fue un ejemplo perfecto de esas personas inteligentes que creen cosas raras a las que se refiere Michael Shermer en su libro Por qué creemos en cosas raras: pseudociencia, superstición y otras confusiones de nuestro tiempo. ¿Cómo puede un ser adulto bien educado, inteligente y con mundo creer en algo como «las caras de Bélmez»? El análisis de Shermer da tres razones principales que el autor resume en una única frase:

La gente lista cree en cosas raras porque está entrenada para defender creencias a las que ha llegado por razones poco inteligentes.
Como explica en otra parte del libro:

Como son más inteligentes y han recibido más formación que los demás, los listos son más capaces de justificar sus creencias con razones intelectuales, aunque las hayan adquirido por razones no intelectuales. Pero los listos, como el común de los mortales, se dan cuenta de que las necesidades emocionales y el hecho de haber sido educado para creer en algo es la forma en que la mayoría llegamos a creer en lo que creemos. Y entonces interviene el prejuicio de la atribución intelectual, especialmente en la gente lista, para justificar esas creencias por raras que sean.
John Stuart Mill, el célebre filósofo, político y economista del siglo XIX, defendió varias reformas sociales significativas adelantadas a su tiempo, tales como los sindicatos y las cooperativas, la abolición de la esclavitud en Estados Unidos y el voto femenino. Los argumentos que desarrolló tienen la solvencia y robustez propias de un filósofo que ha pasado la prueba del tiempo y cuyas obras siguen siendo leídas e influyentes dos siglos más tarde. En su crítica sobre la esclavitud en norteamérica, verbigracia, Mill preguntaba de forma retórica si alguien había preguntado a los esclavos qué querían ellos, una visión nada habitual en una época en la que las necesidades de esa clase social no se tenían en cuenta en los debates políticos:

Before admitting the authority of any persons, as organs of the will of the people, to dispose of the whole political existence of a country, I ask to see whether their credentials are from the whole, or only from a part. And first, it is necessary to ask, Have the slaves been consulted? Has their will been counted as any part in the estimate of collective volition? They are a part of the population. However natural in the country itself, it is rather cool in English writers who talk so glibly of the ten millions (I believe there are only eight), to pass over the very existence of four millions who must abhor the idea of separation. Remember, we consider them to be human beings, entitled to human rights.
En este sentido, el filósofo británico fue un progresista que defendió posturas que hoy nos parecen obviamente correctas, pero que contravenían lo que era la opinión común en su momento. Sin embargo, Mill también era miembro de la Compañía de las Indias Orientales, monopolio del imperio inglés que gobernaba la India por aquel entonces. Paradójicamente, mientras defendía la autodeterminación y los derechos de los esclavos en una parte del mundo, abogaba por un depotismo benevolente en otra, basándose en una visión de la India como sociedad bárbara que debía ser intervenida:

The rules of ordinary international morality imply reciprocity. But barbarians will not reciprocate. They cannot be depended on for observing any rules. Their minds are not capable of so great an effort, nor their will sufficiently under the influence of distant motives. In the next place, nations which are still barbarous have not yet got beyond the period during which it is likely to be for their benefit that they should be conquered and held in subjection by foreigners. Independence and nationality, so essential to the due growth and development of a people further advanced in improvement, are generally impediments to theirs.
No deja de ser llamativo cómo uno de los grandes pensadores de la Historia pudo defender una postura tan racista y defectuosa, sobre todo si tenemos en cuenta que chocaba frontalmente con las tesis expuestas en sus obras más relevantes y conocidas. Sin duda, Mill era muy capaz de defender y justificar sus opiniones equivocadas.

Ronald Aylmer Fisher también era inglés, pero su campo del saber abarcaba la biología evolucionista (Richard Dawkins lo califica como el mayor biólogo desde Darwin), la genética, las matemáticas y la estadística. Es el responsable de muchos de los métodos que se usan ampliamente hoy día en este último campo, así como del desarrollo del método y el vocabulario de la significación estadística. Sin embargo, en los últimos años de su vida, también esta mente privilegiada cometió un notable error de juicio. Tal como relata Nate Silver:

The issue concerned cigarette smoking and lung cancer. In the 1950s, a large volume of research [...] claimed there was a connection between the two, a connection that is of course widely accepted today.
Fisher spent much of his late life fighting against these conclusions, publishing letters in prestigious publications including The British Medical Journal and Nature. He did not deny that the statistical relationship between cigarettes and lung cancer was fairly strong in these studies, but he claimed it was a case of correlation mistaken for causation, comparing it to a historical correlation between apple imports and marriage rates in England. At one point, he argued that lung cancer caused cigarette smoking and not the other way around—the idea, apparently, was that people might take up smoking for relief from their lung pain.
Fisher negó la relación entre tabaco y cáncer de pulmón aun cuando por aquel entonces ya había una buena cantidad de pruebas estadísticas y ensayos clínicos llevados a cabo por una amplia variedad de investigadores en diversos contextos que demostraban la relación causal entre ambos. La idea de que el tabaco podía causar cáncer de pulmón se había ido convirtiendo rápidamente en el consenso científico pero ¿cómo iba a discutirle nadie a un gigante de la estadística lo que podía inferirse de tales estudios? Actualmente, en uno de esos ejemplos de cómo la historia rima, no es difícil encontrar personas inteligentes que niegan el calentamiento global.

Una persona inteligente puede decir tonterías por muchas razones. Para empezar, puede que le estén pagando para ello, lo cual no es raro cuando se discuten cuestiones con valor político o económico. O puede que el asunto tratado se salga de su área de conocimiento pero la persona en cuestión sea de las que se comporta con la misma petulancia en aquello que ignora que en la porciúncula de universo en la que es eminente. Quizá estén en juego sus intereses y solo ande defendiendo sus privilegios. O tal vez se deba a que algo pone en entredicho sus creencias, en cuyo caso la inteligencia puede ayudarnos a construir sólidas defensas alrededor de las mismas. Los datos pueden escogerse y retorcerse para justificar lo que creemos y desdeñar a quienes piensan lo contrario. Siempre es posible cuestionar los números en sí, los métodos con que se obtuvieron, las interpretaciones de los mismos o la honestidad, intenciones e ideología de quien los proporciona. Las líneas argumentales pueden contorsionarse y adaptarse añadiendo excepciones o puntualizaciones según nos convenga. Los argumentos rivales pueden deformarse o caricaturizarse en alguna de las formas recogidas por Schopenhauer. La inteligencia no solo se convierte así en puntal de nuestras creencias, sino también en una muralla que impide a las de los demás trastocar nuestro mundo (ibídem Shermer):

[A] las personas inteligentes se les da mejor racionalizar sus creencias con argumentos razonados, pero, como consecuencia de ello, están menos abiertas a considerar las opiniones ajenas. Así pues, aunque la inteligencia no afecta a lo que creemos, sí influye en la forma en que las creencias se justifican, racionalizan y defienden, después de que las hayamos adquirido por razones que nada tienen que ver con la inteligencia.
Todos vivimos inmersos en la niebla de nuestras propias convicciones. Las observaciones se filtran a través de nuestro modelo del mundo. Los grandes pensadores de la historia, así como las personas más inteligentes del mundo actual, no son inmunes a ello. La inteligencia es un arma de doble filo que puede actuar como antídoto frente a historias mágicas, cuentos chinos y malos argumentos pero también nos sirve para proteger creencias que han crecido dentro de nosotros por razones aleatorias como nuestro año y lugar de nacimiento, nuestra clase social, nuestra cultura, etcétera.

Hubo una época en la que pensaba: «si ese tío tan listo defiende esa postura quizá sea porque su inteligencia le permite percibir algo que yo soy incapaz de ver. Si fuera tan listo como él ¿defendería su misma postura?». Con el tiempo he aprendido que no tiene por qué ser así. Parafraseando a Shermer, las personas inteligentes dicen tonterías porque están entrenadas para defender puntos de vista equivocados a los que han arribado por razones que poco o nada tiene que ver con su inteligencia. Y es que, como decía mi querido Jiménez del Oso (que en paz descanse): «en contra de lo que la mayoría cree, la inteligencia nada tiene que ver con la madurez: se puede ser una lumbrera en Biología o en Astrofísica y tonto de las posaderas en otros aspectos».

lunes, 17 de noviembre de 2014

Mamá, quiero ser artista

Siguiendo con la tradición familiar, Eduvigis estudió Derecho y comenzó a trabajar en el bufete de su padre con algunos de sus clientes. Aquello no le gustó mucho y optó por hacer unos cuantos cursos de gestión de proyectos IT, tras los cual dejó el negocio familiar en favor de la consultoría. Como era de esperar, ese cosmos de intercambio de tarjetas de visita, gráficos de colores, palabras que no existen, retrasos, lloros y gritos tampoco formaba ante sus ojos un cuadro deseable, por lo que empezó a dedicar parte de su tiempo libre a hacer pequeñas apuestas en forma de proyectos personales. Finalmente, una de dichas apuestas tuvo el éxito suficiente como para atraer clientes, lo que le permitió abandonar el mundo de la consultoría y establecerse como trabajadora autónoma, laborando como bloguera, community manager, diseñadora y maquetadora, todo ello sin necesidad de salir de su domicilio.

Foto de IM Seongbin
La historia de Eduvigis representa tres formas comunes de elegir una carrera profesional: la conformidad con la norma o el grupo, la búsqueda de la seguridad económica y, por último, la dedicación a lo que se nos da bien y nos entusiasma. Pero lo que es interesante de su experiencia es cómo ha ido pasando de un trabajo a otro obteniendo cada vez un grado mayor de control y de satisfacción, acabando en algo que nada tiene que ver con lo que empezó. No solo es su propia jefa y trabaja desde casa, sino que ha conseguido librarse de las cadenas de la especialización y «hacer la T» en el sentido expuesto por Invisible Kid.

No es el único ejemplo que conozco. Gertrudis trabajaba exitosamente en una empresa de publicidad hasta que se le hincharon los ovarios y decidió montar su propia consulta de psicología. Leopoldo pasó de la administración de sistemas a la seguridad corporativa, y de ahí al diseño de frontend como autónomo, lo que le permite trabajar a su aire desde cualquier parte del mundo, eligiendo el número de horas que quiere dedicar. Uno de mis mejores amigos solo terminó la educación básica pero ha logrado progresar desde el típico trabajo en la multinacional de las hamburguesas a uno de monitor de actividades físicas en el que trabaja la mitad de horas que un servidor y cobra el doble.

En So Good They Can't Ignore You, Cal Newport cuenta la historia de Lisa Feuer, una mujer que, como Eduvigis, estaba harta del mundo empresarial y decidió dedicarse a algo totalmente distinto que le apasionaba:

At the age of thirty-eight, Feuer quit her career in advertising and marketing. Chafing under the constraints of corporate life, she started to question whether this was her calling. “I’d watched my husband go into business for himself, and I felt like I could do it, too,” she said. So she decided to give entrepreneurship a try.
[...] Feuer enrolled in a two-hundred-hour yoga instruction course, tapping a home equity loan to pay the $4,000 tuition. Certification in hand, she started Karma Kids Yoga, a yoga practice focused on young children and pregnant women. “I love what I do,” she told the reporter when justifying the difficulties of starting a freelance business.
Por desgracia, las cosas no fueron bien para Lisa. Apenas un año después de su cambio de vida esta mujer necesitaba ayuda para poder comprar comida:

As the recession hit in 2008, Feuer’s business struggled. One of the gyms where she taught closed. Then two classes she offered at a local public high school were dropped, and with the tightening economy, demands for private lessons diminished. In 2009, when she was profiled for the Times, she was on track to make only $15,000 for the year. Toward the conclusion of the profile, Feuer sends the reporter a text message: “I’m at the food stamp office now, waiting.” It’s signed: “Sent from my iPhone.”
¿Es el éxito de Eduvigis y el fracaso de Lisa una cuestión de suerte? No según Newport. Este autor señala que cuando dedicamos años a una profesión no solo estamos pagando facturas, también estamos adquiriendo experiencia y ciertas destrezas circunscritas a un ámbito determinado, algo que él llama career capital. Como todas las inversiones, este «capital de carrera» toma cierto tiempo para construirse. El comienzo siempre es lo más difícil («como poner un tren en marcha»), pero una vez alcanzada cierta masa crítica el capital se retroalimenta y crece a mayor ritmo con el interés que genera. Dicho de otra forma: es mucho más difícil empezar de cero en una área nueva que aprender cosas nuevas en un ámbito en el que ya hemos trabajado, aunque solo esté parcialmente relacionado. El error de Lisa fue, por tanto, renunciar a todo lo que sabía y saltar directamente a un campo tan diferente donde no tenía «capital» suficiente para competir:

[G]reat work doesn’t just require great courage, but also skills of great (and real) value. When Feuer left her advertising career to start a yoga studio, not only did she discard the career capital acquired over many years in the marketing industry, but she transitioned into an unrelated field where she had almost no capital. Given yoga’s popularity, a one-month training program places Feuer pretty near the bottom of the skill hierarchy of yoga practitioners, making her a long way from being so good she can’t be ignored. According to career capital theory, she therefore has very little leverage in her yoga-working life. It’s unlikely, therefore, that things will go well for Feuer—which, unfortunately, is exactly what ended up happening.
Una de las lecciones que Newport enfatiza en su libro es que, si una persona decide cambiar y tratar de asumir más control sobre su vida, no debe renunciar al career capital que ha acumulado hasta ese momento para empezar de cero en algo nuevo. Sostiene que es mejor construir el nuevo «capital» requerido durante cierto tiempo y dar el paso únicamente cuando ya se tengan altas probabilidades de prosperar. Algo así es lo que hizo Scott Adams, el célebre dibujante de la tira cómica Dilbert. Como él mismo cuenta en sus memorias, Adams no dejó su empleo en Pacific Bell para ponerse a dibujar. En lugar de ello, además de trabajar en la compañía telefónica dedicaba un tiempo cada día a sus viñetas:

A principios de la década de 1990 Dilbert había tenido un éxito moderado, pero no hasta el punto, ni mucho menos, de que me sintiera tentado a abandonar mi trabajo diurno en la compañía telefónica Pacific Bell. Me levantaba a las cuatro de la madrugada para dibujar antes de ir al trabajo, y luego pasaba toda la jornada trabajando en mi cubículo carcelario y volvía a casa para dibujar toda la noche.
De manera similar, Eduvigis no dejó la abogacía para escribir un blog. Se valió de su formación en leyes para cambiar a otro sector –el de la consultoría IT– que en parte demandaba esos conocimientos (por ejemplo, para proyectos relacionados con la LOPD). Mientras se formaba en ese nuevo mundo fue probando diferentes tecnologías (redes sociales, foros, edición de vídeo) y haciendo pequeños experimentos con los que iba aprendiendo. Para cuando llegó el momento en que descubrió un hueco en la blogosfera que nadie había llenado, Eduvigis estaba perfectamente preparada para implementar su solución. Y eso fue lo que hizo.

Así pues, la forma recomendable de hacer «hacer la T» –según Newport– sería encadenar varias «Y», esto es, dedicar tiempo y esfuerzo a algo relacionado con lo que ya hacemos, apoyándonos en la experiencia y destrezas que ya poseemos para impulsarnos en un ámbito nuevo, pero no totalmente distinto. Una lección adicional que puede extraerse es la de abandonar pronto: si lo que haces no te gusta date prisa en cambiar, porque cuanta más experiencia acumules en un campo que quieres dejar más difícil te será y mucho más tendrás que perder.


Eduvigis es un ejemplo de éxito, pero también es mucho más la excepción que la regla. Para empezar, sus circunstancias personales no son nada comunes: procede de una familia adinerada, su padre regenta un negocio al que podría recurrir como última instancia, y posee otras fuentes de ingresos aparte de su trabajo que le permitieron acumular una cantidad de ahorros importante a la que pudo echar mano en la última parte del proceso. Además de todo lo anterior, hay que recalcar la fortuna que supuso para esta mujer el hecho de que apareciera un empleo en la economía (community manager) que no existía cuando empezó a estudiar, un rol que se adapta a sus gustos y preferencias. Si lo que le hubiera apasionado a esta mujer hubiera sido vender enciclopedias de puerta en puerta hoy no estaríamos hablando sobre ella.

Seguir el consejo de Cal Newport puede aumentar las probabilidades de éxito finales pero cada paso individual conlleva una nada despreciable probabilidad de fracaso (¿y si la crisis económica no me permite dejar mi puesto actual para ocupar el siguiente en mi plan?). La edad a la que decidimos cambiar, así como nuestro nivel de educación formal, pueden suponer un muro de gran altura (es mucho más difícil lograr una licenciatura a los cuarenta que a los veinte, no solo por capacidades mentales sino también por la cantidad de tiempo libre de la que uno dispone en cada etapa de la vida). Además, dado que cada paso depende del anterior, algunos caminos serán muy largos o difíciles, o directamente imposibles (de analista de malware a estrella del rock, por ejemplo).

En cierta modo, la evolución profesional se parece a la natural: cuando se escala el monte, una vez elegido cierto camino solo puede andarse por ramificaciones del mismo. Mejor eso que tener que empezar de nuevo desde abajo.

Obviamente un cambio radical de profesión requiere mucho tiempo y esfuerzo, así como una buena cantidad de coraje para afrontar la incertidumbre de cada paso (sin olvidar la imprescindible suerte a nuestro favor). No es de extrañar, por tanto, que sean pocos los que lo consiguen. Siempre es más fácil no hacer nada, refunfuñar, convencerse a uno mismo de que lo que se tiene no está tan mal, tratar de alargar la hora del café lo más posible y buscar solaz en otras áreas de la vida. Quién quiere aprender a desempeñar un nuevo trabajo cuando puede usar ese tiempo para ir a jugar con sus hijos en el parque.

lunes, 10 de noviembre de 2014

¿Qué quieres ser de mayor?

Faltaban pocos meses para las pruebas de acceso a la universidad cuando nos llevaron de visita por las facultades a las charlas que cada año se organizaban para futuros estudiantes. Allí nos juntamos con otros tantos alumnos del resto de institutos de la ciudad a oír a los profesores contar lo que cada una de sus respectivas escuelas ofrecía, tanto en términos educativos como en lo referente a perspectivas profesionales. Háganse cargo de la situación: teníamos dieciocho años, no sabíamos nada de la vida, nuestro cerebro aún sufría los efectos secundarios de la adolescencia y no teníamos prácticamente experiencia en tomar decisiones importantes bajo condiciones de incertidumbre. En esas circunstancias nos hacían elegir a qué dedicar el resto de la vida.

Foto de Lauren Macdonald
Ante aquella encrucijada cada uno aplicaba su propia heurística. Algunos los tenían muy claro, bien porque iban a seguir la carrera de sus padres (como Jesús, que en lugar de licenciarse iba a convertirse en policía) o porque estos le habían impuesto prácticamente su sugerencia (el caso de Maru, quien ya sabía mucho antes de terminar el bachillerato que estudiaría ingeniería industrial). Otros optaron por lo que parecía que tenía más demanda en el mercado laboral en aquel entonces, y que no recuerdo qué era. Estaban los que, como Anita, eran reticentes a dejarse guiar por su pasión (la biología en este caso) cuando esta tenía altas probabilidades de resultar en ser profesor. Finalmente, había un grupo numeroso de compañeros que escogerían entre aquello que su nota les permitiera y que aterrizarían en Estadística, Informática y otras carreras que acabarían abandonando.

No hay que ser muy listo para darse cuenta de la cantidad de problemas que supone el sistema actual. Aún somos ignorantes cuando se nos obliga a decidir nuestra profesión y, para más inri, no se nos proporciona información adecuada sobre lo que significa optar por cada vía. Es como si se nos forzara a contratar una hipoteca para comprar una casa de la que hemos visto únicamente el anuncio en un portal inmobiliario (y sin fotos). Creo que en la mayoría de los casos uno no sabe si de verdad le gusta ser médico, ingeniero o profesor hasta que ha vivido el día a día de la profesión, pero para entonces ya es demasiado tarde y ya se está atrapado en cierta medida en lo que ha elegido. No es de extrañar que muchos se equivoquen y quieran cambiar de ocupación más adelante.

Por desgracia, en la era de la superespecialización cambiar de carrera es sumamente complicado. Para empezar, como todo hijo de vecino sabe es más difícil encontrar trabajo cuando no se tiene experiencia en el sector, lo que da lugar a esa situación del tipo «pescadilla que se muerde la cola» en la que a uno no le contratan porque no tiene experiencia pero no puede adquirir dicha experiencia porque nadie le contrata, precisamente por no tener experiencia. A esta primera limitación se le une la edad, tanto en forma de prejuicio como en realidades prácticas. Cuando aún se está estudiando es posible optar a una beca, pero esa es una baza que personas de treinta o más años tienen complicado jugar. Por un lado está, como digo, el prejuicio («¿becario con treinta años?») pero también el hecho de no poder alimentar a tu prole con un sueldo de becario.

No obstante supongamos, por mor del argumento, que con la educación formal adecuada cualquier persona pudiera cambiar de profesión. Ocurre que la mayoría de titulaciones exige un esfuerzo a tiempo completo, como bien se encargó de recordarnos nuestro profesor el primer día de universidad («olvídense de sacarse esta carrera mientras trabajan», nos dijo). Incluso los cursos de las escuelas de negocios, especializadas en dar formación a trabajadores sénior, suponen una carga de trabajo irreconciliable con una familia y un trabajo de cuarenta horas a la semana. El MBA es un bien cuyo acceso está restringido a los privilegiados con dinero para costeárselo y que además pueden tomarse un año sabático para sacarlo adelante.

Es por todo lo anterior que una decisión tomada a corta edad se convierte a menudo en un molesto corsé para toda la vida. Para los trabajadores del conocimiento, hacer esa «T» de la que nos hablaba Invisible Kid es casi imposible en la práctica (a menos, claro está, que no se dependa del sueldo para vivir). Como escribe el economista Raghuram G. Rajam:

In the United States, life expectancy has increased by about 30 years since 1900, almost the span of an entire working career. Although more people today acquire advanced degrees, most still stop their formal education early in life, much as they did a hundred years ago. Education is still geared toward the first job, even though technological change, competition, and greater job mobility means that for most people, that first job, or even that first career, will not be the last. A system of formal education that terminates when one is twenty-five probably provides too much information related to the first few years of one’s career and too little knowledge for the half-century that follows. Would it not make more sense to deemphasize early specialization and offer more doses of formal education later on, so that individuals can cope with changes in environment and preferences?

Mis compañeros de instituto y yo tuvimos la suerte de contar con multitud de opciones, lo cual es estupendo y mucho más de lo que otros muchos tienen al alcance de la mano, pero no es suficiente. No es suficiente cuando solo puedes elegir entre todas esas alternativas una sola vez en la vida y, en caso de equivocarte, has de cargar con las consecuencias durante tres, cuatro o cinco décadas. No es suficiente cuando existe la posibilidad de que tu valor como trabajador se reduzca a cero según cambian las necesidades de la economía y avanza la automatización, y eso suponga acabar condenado al desempleo perpetuo. En palabras de Hayek:

Todos conocemos la trágica situación de los hombres muy especializados, cuya destreza, de difícil aprendizaje, ha perdido repentinamente su valor por causa de algún invento que beneficia grandemente al resto de la sociedad. La historia de los últimos cien años está llena de hechos de esta clase, algunos de los cuales afectaron a la vez a cientos de miles de personas.
En una época en la que no existe el trabajo para todo la vida y en la que a los empleadores se les llena la boca con palabras como «movilidad» o «flexibilidad» se requiere un sistema que permita a los ciudadanos hacer frente a la creciente incertidumbre en su vida como trabajadores. Es absurdo estar constreñidos por una única decisión tomada en la juventud, como si el mercado laboral, la sociedad o nosotros mismos no cambiáramos. Lo habitual es que haya una asimetría cognitiva y epistémica entre el yo adolescente y el yo actual, una diferencia importante entre lo que creíamos que íbamos a querer y lo que ha resultado que queremos, que genera tensiones muy difíciles de reconciliar si no es con un cambio. Por tanto, es importante, como ya decía el economista austríaco a mediados del siglo pasado, tener libertad para cambiar de empleo (ibídem Hayek):

Pocas gentes han dispuesto jamás de abundantes opciones en cuanto a ocupación. Pero lo que importa es contar con alguna opción; es que no estemos absolutamente atados a un determinado empleo elegido para nosotros o que elegimos en el pasado, y que si una situación se nos hace verdaderamente intolerable, o ponemos nuestro amor en otra, haya casi siempre un camino para el capacitado, que al precio de algún sacrificio le permita lograr su objetivo.
Conforme avanza la especialización y aumentan los años de vida laboral más necesarias se hacen a mi entender medidas que permitan a los trabajadores desarrollar nuevas capacidades o actualizar las que ya tienen, de manera que su pericia siga siendo relevante y puedan afrontar las crisis del mercado de trabajo. Un gran problema para ello es, obviamente, que las empresas tienen pocos incentivos para formar a sus trabajadores en algo que no sea la tarea que ya desempeñan, tarea que, a menudo, además de ser altamente especializada está tan circunscrita al contexto de la empresa que las capacidades cultivadas son irrelevantes fuera de ella. Mi experiencia me dice que muy pocas empresas ofrecen oportunidades serias de desarrollo profesional. Lo normal es que busquen a trabajadores que vengan estudiados de casa, que se mantengan al día por su cuenta y que no demanden cierta flexibilidad en el horario para acomodar su formación. Algunas empresas, como aquella en la que trabajo, llegan al punto de denegar explícitamente a su plantilla cursos para el desarrollo de competencias que exige continuamente, como los idiomas. Por pedir que no quede.

Una de las ideas que Rajam propone en su libro con el fin de tratar estos problemas que conlleva la especialización son años sabáticos pagados por el Estado para que los trabajadores se reciclen:

[A]s the length of working lives increases and as technology changes rapidly, more and more workers, especially in knowledge-based industries, are likely to find themselves with outdated and excessively specialized human capital. Academics typically get a sabbatical year once every seven years to renew their knowledge. (University of Chicago faculty are an exception: there is a presumption that we could not possibly learn more anywhere else on earth, so we don’t have sabbaticals.) As more workers come to resemble academics, perhaps employee sabbaticals should become more widespread. As the government could well benefit from the renewal of worker human capital, it could contemplate offering tax credits for workers who have worked for a number of years and decide to take a break to study or retool. Such a move would also put pressure on employers to allow such sabbaticals.
Personalmente, me encantaría poder contar con un año libre para aprender otras cosas sin que ello suponga menoscabar mi probabilidad de ser contratado, pero no cuento con que algo así llegue a ser realidad algún día.

Hace no mucho una compañera se unía al club de las lamentaciones formado por quienes descubren a los treinta que aquello que estudiaron no les gusta ni les interesa. Como ella, todos estamos controlados por la mano muerta del pasado, en este caso la mano de un adolescente que, con su pinta estrafalaria (era la moda de entonces, nos decimos) y su comportamiento a menudo vergonzoso, eligió cierto camino como mejor le pareció en nombre de un fantasma del futuro, un extraño con el que compartía nombre pero cuyos deseos en realidad desconocía.