lunes, 10 de noviembre de 2014

¿Qué quieres ser de mayor?

Faltaban pocos meses para las pruebas de acceso a la universidad cuando nos llevaron de visita por las facultades a las charlas que cada año se organizaban para futuros estudiantes. Allí nos juntamos con otros tantos alumnos del resto de institutos de la ciudad a oír a los profesores contar lo que cada una de sus respectivas escuelas ofrecía, tanto en términos educativos como en lo referente a perspectivas profesionales. Háganse cargo de la situación: teníamos dieciocho años, no sabíamos nada de la vida, nuestro cerebro aún sufría los efectos secundarios de la adolescencia y no teníamos prácticamente experiencia en tomar decisiones importantes bajo condiciones de incertidumbre. En esas circunstancias nos hacían elegir a qué dedicar el resto de la vida.

Foto de Lauren Macdonald
Ante aquella encrucijada cada uno aplicaba su propia heurística. Algunos los tenían muy claro, bien porque iban a seguir la carrera de sus padres (como Jesús, que en lugar de licenciarse iba a convertirse en policía) o porque estos le habían impuesto prácticamente su sugerencia (el caso de Maru, quien ya sabía mucho antes de terminar el bachillerato que estudiaría ingeniería industrial). Otros optaron por lo que parecía que tenía más demanda en el mercado laboral en aquel entonces, y que no recuerdo qué era. Estaban los que, como Anita, eran reticentes a dejarse guiar por su pasión (la biología en este caso) cuando esta tenía altas probabilidades de resultar en ser profesor. Finalmente, había un grupo numeroso de compañeros que escogerían entre aquello que su nota les permitiera y que aterrizarían en Estadística, Informática y otras carreras que acabarían abandonando.

No hay que ser muy listo para darse cuenta de la cantidad de problemas que supone el sistema actual. Aún somos ignorantes cuando se nos obliga a decidir nuestra profesión y, para más inri, no se nos proporciona información adecuada sobre lo que significa optar por cada vía. Es como si se nos forzara a contratar una hipoteca para comprar una casa de la que hemos visto únicamente el anuncio en un portal inmobiliario (y sin fotos). Creo que en la mayoría de los casos uno no sabe si de verdad le gusta ser médico, ingeniero o profesor hasta que ha vivido el día a día de la profesión, pero para entonces ya es demasiado tarde y ya se está atrapado en cierta medida en lo que ha elegido. No es de extrañar que muchos se equivoquen y quieran cambiar de ocupación más adelante.

Por desgracia, en la era de la superespecialización cambiar de carrera es sumamente complicado. Para empezar, como todo hijo de vecino sabe es más difícil encontrar trabajo cuando no se tiene experiencia en el sector, lo que da lugar a esa situación del tipo «pescadilla que se muerde la cola» en la que a uno no le contratan porque no tiene experiencia pero no puede adquirir dicha experiencia porque nadie le contrata, precisamente por no tener experiencia. A esta primera limitación se le une la edad, tanto en forma de prejuicio como en realidades prácticas. Cuando aún se está estudiando es posible optar a una beca, pero esa es una baza que personas de treinta o más años tienen complicado jugar. Por un lado está, como digo, el prejuicio («¿becario con treinta años?») pero también el hecho de no poder alimentar a tu prole con un sueldo de becario.

No obstante supongamos, por mor del argumento, que con la educación formal adecuada cualquier persona pudiera cambiar de profesión. Ocurre que la mayoría de titulaciones exige un esfuerzo a tiempo completo, como bien se encargó de recordarnos nuestro profesor el primer día de universidad («olvídense de sacarse esta carrera mientras trabajan», nos dijo). Incluso los cursos de las escuelas de negocios, especializadas en dar formación a trabajadores sénior, suponen una carga de trabajo irreconciliable con una familia y un trabajo de cuarenta horas a la semana. El MBA es un bien cuyo acceso está restringido a los privilegiados con dinero para costeárselo y que además pueden tomarse un año sabático para sacarlo adelante.

Es por todo lo anterior que una decisión tomada a corta edad se convierte a menudo en un molesto corsé para toda la vida. Para los trabajadores del conocimiento, hacer esa «T» de la que nos hablaba Invisible Kid es casi imposible en la práctica (a menos, claro está, que no se dependa del sueldo para vivir). Como escribe el economista Raghuram G. Rajam:

In the United States, life expectancy has increased by about 30 years since 1900, almost the span of an entire working career. Although more people today acquire advanced degrees, most still stop their formal education early in life, much as they did a hundred years ago. Education is still geared toward the first job, even though technological change, competition, and greater job mobility means that for most people, that first job, or even that first career, will not be the last. A system of formal education that terminates when one is twenty-five probably provides too much information related to the first few years of one’s career and too little knowledge for the half-century that follows. Would it not make more sense to deemphasize early specialization and offer more doses of formal education later on, so that individuals can cope with changes in environment and preferences?

Mis compañeros de instituto y yo tuvimos la suerte de contar con multitud de opciones, lo cual es estupendo y mucho más de lo que otros muchos tienen al alcance de la mano, pero no es suficiente. No es suficiente cuando solo puedes elegir entre todas esas alternativas una sola vez en la vida y, en caso de equivocarte, has de cargar con las consecuencias durante tres, cuatro o cinco décadas. No es suficiente cuando existe la posibilidad de que tu valor como trabajador se reduzca a cero según cambian las necesidades de la economía y avanza la automatización, y eso suponga acabar condenado al desempleo perpetuo. En palabras de Hayek:

Todos conocemos la trágica situación de los hombres muy especializados, cuya destreza, de difícil aprendizaje, ha perdido repentinamente su valor por causa de algún invento que beneficia grandemente al resto de la sociedad. La historia de los últimos cien años está llena de hechos de esta clase, algunos de los cuales afectaron a la vez a cientos de miles de personas.
En una época en la que no existe el trabajo para todo la vida y en la que a los empleadores se les llena la boca con palabras como «movilidad» o «flexibilidad» se requiere un sistema que permita a los ciudadanos hacer frente a la creciente incertidumbre en su vida como trabajadores. Es absurdo estar constreñidos por una única decisión tomada en la juventud, como si el mercado laboral, la sociedad o nosotros mismos no cambiáramos. Lo habitual es que haya una asimetría cognitiva y epistémica entre el yo adolescente y el yo actual, una diferencia importante entre lo que creíamos que íbamos a querer y lo que ha resultado que queremos, que genera tensiones muy difíciles de reconciliar si no es con un cambio. Por tanto, es importante, como ya decía el economista austríaco a mediados del siglo pasado, tener libertad para cambiar de empleo (ibídem Hayek):

Pocas gentes han dispuesto jamás de abundantes opciones en cuanto a ocupación. Pero lo que importa es contar con alguna opción; es que no estemos absolutamente atados a un determinado empleo elegido para nosotros o que elegimos en el pasado, y que si una situación se nos hace verdaderamente intolerable, o ponemos nuestro amor en otra, haya casi siempre un camino para el capacitado, que al precio de algún sacrificio le permita lograr su objetivo.
Conforme avanza la especialización y aumentan los años de vida laboral más necesarias se hacen a mi entender medidas que permitan a los trabajadores desarrollar nuevas capacidades o actualizar las que ya tienen, de manera que su pericia siga siendo relevante y puedan afrontar las crisis del mercado de trabajo. Un gran problema para ello es, obviamente, que las empresas tienen pocos incentivos para formar a sus trabajadores en algo que no sea la tarea que ya desempeñan, tarea que, a menudo, además de ser altamente especializada está tan circunscrita al contexto de la empresa que las capacidades cultivadas son irrelevantes fuera de ella. Mi experiencia me dice que muy pocas empresas ofrecen oportunidades serias de desarrollo profesional. Lo normal es que busquen a trabajadores que vengan estudiados de casa, que se mantengan al día por su cuenta y que no demanden cierta flexibilidad en el horario para acomodar su formación. Algunas empresas, como aquella en la que trabajo, llegan al punto de denegar explícitamente a su plantilla cursos para el desarrollo de competencias que exige continuamente, como los idiomas. Por pedir que no quede.

Una de las ideas que Rajam propone en su libro con el fin de tratar estos problemas que conlleva la especialización son años sabáticos pagados por el Estado para que los trabajadores se reciclen:

[A]s the length of working lives increases and as technology changes rapidly, more and more workers, especially in knowledge-based industries, are likely to find themselves with outdated and excessively specialized human capital. Academics typically get a sabbatical year once every seven years to renew their knowledge. (University of Chicago faculty are an exception: there is a presumption that we could not possibly learn more anywhere else on earth, so we don’t have sabbaticals.) As more workers come to resemble academics, perhaps employee sabbaticals should become more widespread. As the government could well benefit from the renewal of worker human capital, it could contemplate offering tax credits for workers who have worked for a number of years and decide to take a break to study or retool. Such a move would also put pressure on employers to allow such sabbaticals.
Personalmente, me encantaría poder contar con un año libre para aprender otras cosas sin que ello suponga menoscabar mi probabilidad de ser contratado, pero no cuento con que algo así llegue a ser realidad algún día.

Hace no mucho una compañera se unía al club de las lamentaciones formado por quienes descubren a los treinta que aquello que estudiaron no les gusta ni les interesa. Como ella, todos estamos controlados por la mano muerta del pasado, en este caso la mano de un adolescente que, con su pinta estrafalaria (era la moda de entonces, nos decimos) y su comportamiento a menudo vergonzoso, eligió cierto camino como mejor le pareció en nombre de un fantasma del futuro, un extraño con el que compartía nombre pero cuyos deseos en realidad desconocía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario