sábado, 29 de junio de 2013

Lo que ves es todo lo que hay (II)

Probablemente conozcan alguna variante de la siguiente historia:
Un hombre lleva su lujoso coche al taller porque hace un ruido raro. El mecánico revisa el motor, saca un pequeño destornillador del bolsillo y da vuelta y media a un minúsculo tornillo. Entonces arranca el coche y comprueba que el ruido ha desaparecido. El cliente se dispone a pagar la cuenta:

- ¿Cuánto le debo?
- Son cien euros.
- ¿Cien euros por apretar un simple tornillito?
- Es que usted no me paga por apretar un tornillo, sino por saber qué tornillo apretar.
Foto de notsogoodphotography
Pocos nos sentiríamos cómodos abonando los cien euros en una situación así. Sin embargo, el asunto sería distinto si hubiéramos visto al mecánico bregar durante una hora con el coche, sudando y manchándose de grasa, tirándose por el suelo para revisarlo desde todos los ángulos. En ese caso la factura sonaría más razonable, lo cual es paradójico, ya que cuando llevamos el coche a reparar una de las cosas que más nos interesa es que tarden lo menos posible.

No nos gusta pagar por la experiencia en parte porque no la vemos. No estábamos al lado del mecánico durante sus horas de aprendizaje, ni le acompañamos cada uno de los días anteriores en los que acumuló el conocimiento suficiente para solventar nuestro problema en menos de un minuto. En lugar de eso nos quedamos con lo que vemos –ha apretado un tornillo– y lo usamos para calcular cuánto debería costarnos. Igual que los políticos que calibran la salud económica de un país basándose en el PIB nosotros utilizamos un indicador secundario (el tiempo empleado) para determinar el precio justo. Dan Ariely llevó a cabo un par de experimentos sobre esto y llegó a una lamentable conclusión (el énfasis es mío):
«We asked people how much they would pay us to recover information from their hard drive, and we asked them to think about losing one day of information, one week of information, two weeks, four weeks, three months, six months, a year of data. So, lots of different amounts of data they lost. And you know what? People in general were willing to play more money for more data recovery. That's good news. But you know what people really cared about? Was how long the technician worked on it. If the technician worked for five minutes to recover the data, they were not willing to pay so much. If the technician was working for a day, much more; for a week, much more. So, in a sense what we're doing is we're paying for incompetence
Muchos de nosotros nos encontramos en la misma situación que el mecánico. Si trabajan en una oficina sabrán a qué me refiero, especialmente si dicha oficina está en España. Por desgracia en este país se estila mucho el estar por estar. Si alguien se va temprano a casa no se le suele considerar un trabajador cualificado y eficiente, sino falto de compromiso o, directamente, un vago. Por eso todos tenemos compañeros que sistemáticamente se quedan largas horas a calentar la silla, leyendo el periódico por internet o tratando asuntos personales hasta que se va el jefe. Lo cierto es que tiene algo de sentido: para un jefe es difícil evaluar cómo de bueno es su subordinado en trabajos técnicos o que requieran creatividad, imaginación o capacidad para resolver problemas. Por contra, es muy fácil contar las horas que está en su mesa. De nuevo se sustituye una pregunta difícil por una más fácil que se puede responder con lo que es fácil de ver. Tal como explica Ariely:
«If you worked in such a place, you would want your managers to know how good you are—but if they couldn’t directly see your quality, what would you do? Working many hours and telling everyone about it might be the best way to give your employer a sense of your commitment—which they might even confuse with your quality.
This is a general tendency. Every time we can’t evaluate the real thing we are interested in, we find something easy to evaluate and make an inference based on it. I often hear people complain, for example, about the cleanliness of airplane bathrooms. The reality is that we don’t really care about the bathrooms—what we should all care about is the functioning of the engines. But engines are hard to evaluate, so we focus on the bathrooms. Maybe people reason that if the airline is taking care of the bathrooms, it is probably taking care of the engines a well.»
Para terminar de empeorar la situación mostramos una confianza desmedida en las conclusiones a las que llegamos mediante indicadores secundarios. Kahneman lo llama «ilusión de validez» (énfasis mío):
«Because of WYSIATI, only the evidence at hand counts. Because of confidence by coherence, the subjective confidence we have in our opinions reflects the coherence of the story that System 1 and System 2 have constructed. The amount of evidence and its quality do not count for much, because poor evidence can make a very good story. For some of our most important beliefs we have no evidence at all, except that people we love and trust hold these beliefs. Considering how little we know, the confidence we have in our beliefs is preposterous—and it is also essential.»
Y así, como decía Mary Warnock que le ocurría, profesamos nuestras creencias porque no pudimos encontrar otras.

domingo, 16 de junio de 2013

Lo que ves es todo lo que hay

Nunca antes había visto citado un estudio económico académico en la prensa general. Como suele suceder el trabajo en cuestión saltó a primera página por sus errores, no por sus virtudes. Probablemente les suene la historia. Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff publicaron un documento que parecía demostrar que un nivel de deuda pública por encima del noventa por ciento del Producto Interior Bruto interfería de manera notable con el crecimiento económico. Los funcionarios europeos partidarios de la austeridad se aferraron a ese trabajo para justificar su política de ajustes fiscales. Habían dado con un estudio (¡un estudio!) que daba pábulo a sus pretensiones de reducción de deuda a toda costa. Tenían una cifra, 90% del PIB. Ya no hacía falta nada más. Ya no había nada más. Esa recién nacida Estrella Polar económica determinaba el rumbo a seguir, y mientras no nos alejáramos del camino todo iría bien.
Foto de FeatheredTar

A la sazón tres economistas de la Universidad de Massachusetts descubrieron varios errores de método y de cálculo en el trabajo de Reinhart y Rogoff. Las pruebas que sostenían la cifra del 90% resultaron ser muy débiles, con serias dudas sobre el significado de la correlación entre crecimiento económico y nivel de deuda. A la vista están los resultados de las políticas de austeridad suicida. Ahora reculan.

En su día hablamos largo y tendido sobre los problemas de dejarse guiar por los números, en tanto en cuanto tratan de captar la abigarrada variedad del mundo humano a través del ojo de cerradura que son las cifras individuales. El caso de la fijación con el 90% ilustra dos debilidades de la mente humana cuando lidia con problemas complejos.

Los políticos se escudaron en lo que tenían –el mencionado estudio– para defender su postura. Todos hacemos lo mismo a diario (cuando juzgamos a los demás, por ejemplo): nos centramos en las pruebas que tenemos e ignoramos las que no tenemos, como si no existieran, y nos basamos en aquellas para dar forma a nuestras impresiones y arribar a nuestras conclusiones. Solo las pruebas que tenemos a mano cuentan, sin importar ni la calidad ni la cantidad de información que proporcionan. Daniel Kahnmenan llama a esta regla «lo que ves es todo lo que hay» (WYSIATI, por sus siglas en inglés). La consecuencia es una larga y variada lista de sesgos de juicio y de elección que incluyen, entre muchos otros, los siguientes:
  • «Overconfidence: As the WYSIATI rule implies, neither the quantity nor the quality of the evidence counts for much in subjective confidence. The confidence that individuals have in their beliefs depends mostly on the quality of the story they can tell about what they see, even if they see little. We often fail to allow for the possibility that evidence that should be critical to our judgment is missing—what we see is all there is. Furthermore, our associative system tends to settle on a coherent pattern of activation and suppresses doubt and ambiguity.
  • Framing effects: Different ways of presenting the same information often evoke different emotions. The statement that “the odds of survival one month after surgery are 90%” is more reassuring than the equivalent statement that “mortality within one month of surgery is 10%.” Similarly, cold cuts described as “90% fat-free” are more attractive than when they are described as “10% fat.” The equivalence of the alternative formulations is transparent, but an individual normally sees only one formulation, and what she sees is all there is.
  • Base-rate neglect: Recall Steve, the meek and tidy soul who is often believed to be a librarian. The personality description is salient and vivid, and although you surely know that there are more male farmers than male librarians, that statistical fact almost certainly did not come to your mind when you first considered the question. What you saw was all there was.»
El otro problema tiene que ver con nuestra vaguería mental. Cuando topamos con una pregunta difícil de contestar nuestra mente tiende a buscar respuesta a una pregunta relacionada más fácil. Kahnmenan llama a este proceso sustitución:
«When confronted with a problem—choosing a chess move or deciding whether to invest in a stock—the machinery of intuitive thought does the best it can. If the individual has relevant expertise, she will recognize the situation, and the intuitive solution that comes to her mind is likely to be correct. This is what happens when a chess master looks at a complex position: the few moves that immediately occur to him are all strong. When the question is difficult and a skilled solution is not available, intuition still has a shot: an answer may come to mind quickly—but it is not an answer to the original question. The question that the executive faced (should I invest in Ford stock?) was difficult, but the answer to an easier and related question (do I like Ford cars?) came readily to his mind and determined his choice. This is the essence of intuitive heuristics: when faced with a difficult question, we often answer an easier one instead, usually without noticing the substitution.»
El proceso es más o menos como sigue. Empezamos planteándonos un problema del estilo ¿cómo saber si a un país le va bien? Difícil pregunta, dado que es una cuestión muy general con multitud de facetas a considerar. Podemos suponer que si le va bien económicamente le irá bien a sus ciudadanos. ¿Y cómo sabemos si un país va bien económicamente? Bueno, podemos dar por hecho que el PIB está relacionado con la bonanza económica. Así, por un proceso de doble sustitución la inaprensible felicidad de los ciudadanos ha quedado ligada (y reducida) a lo que podemos medir, el PIB.

Los problemas de esta forma de proceder son obvios. Sirva de ejemplo el campo de la medicina, donde el proceso de sustitución está presente en diagnósticos y tratamientos. Si el lector ha echado un vistazo al resultado de sus análisis de sangre tal vez recuerde, verbigracia, que el nivel de referencia para el colesterol se establece (dependiendo del laboratorio) en 200-220 mg/dl, y que si supera esa cifra el médico le recomendará abstenerse de las grasas durante un tiempo. Si es muy alto quizá le recete un medicamente para reducirlo. Algo similar es aplicable a la presión arterial, cuyo límite ronda los 120/80 mmHg. La cantidad de colesterol en sangre y la presión arterial son lo que se conoce como indicadores o referentes secundarios, y se toman como guía para evaluar el riesgo de desarrollar enfermedades cardíacas. No obstante, es posible bajar el colesterol o la tensión sin disminuir el riesgo de consecuencias como muertes o infartos. La explicación de este problema por parte de Ben Goldacre bien se merece una cita larga:
«Muchas veces se autoriza un fármaco pese a haberse demostrado que no sirve de nada en situaciones del mundo real, como son infartos o defunciones, y esto se hace porque simplemente se ha demostrado un beneficio en «referentes secundarios», como, por ejemplo, un análisis de sangre, que solo está ligera o teóricamente asociado a la auténtica dolencia y a la muerte que se pretende evitar.
Lo entenderán mejor con un ejemplo. Las estatinas son medicamentos que reducen el colesterol, pero no se administran para modificar los índices de colesterol de los análisis de sangre, sino para reducir el riesgo de infarto de miocardio, o de muerte. Los ataques cardíacos y las defunciones son las consecuencias reales que nos interesan, y el colesterol es un referente secundario, una manifestación del proceso, algo que creemos asociado a la consecuencia real, pero que puede no estarlo en absoluto, o no tanto, quizá.
Muchas veces es razonable guiarse por un referente secundario, no como indicador único, pero sí al menos como indicador de alguna manifestación. La gente tarda en morir (es uno de los grandes problemas de la investigación, si me lo perdonan), por lo que si se desea una reacción rápida, no se puede estar a la espera de que se produzca el infarto y la muerte. En tales circunstancias, un referente secundario, como es un análisis de sangre, resulta un parámetro provisional razonable. Pero habrá que hacer un seguimiento a largo plazo en determinadas fases para averiguar si la sospecha en relación con el referente secundario era correcta.
[...] Este es el principal problema para los pacientes, porque los beneficios sobre referentes secundarios no se traducen muchas veces en beneficios para la vida real. De hecho, la historia de la medicina está llena de ejemplos en que ocurre todo lo contrario.
Probablemente el caso más dramático y famoso es el del ensayo de supresión de las arritmias cardiacas (CAST, por sus siglas en inglés), en el que se estudiaron tres fármacos antiarrítmicos para ver si prevenían la muerte súbita en pacientes con un elevado riesgo por padecer un ritmo cardíaco anormal. Los fármacos prevenían esas arritmias, y todos pensaban que eran estupendos. Se aprobó su venta para evitar muertes súbitas en pacientes con ritmos cardíacos anormales y los médicos no tuvieron reparo en recetarlos. Pero las inquietudes surgieron al realizarse un ensayo específico para medir las muertes, porque los fármacos incrementaban el riesgo de muerte de tal modo que hubo que poner fin al ensayo antes de lo previsto. Se había estado prescribiendo alegremente pastillas que mataban a la gente (se calcula que murieron más de 100.000 personas).»

Simplificar es útil y necesario. Un mapa a escala 1:1 contiene toda la información, pero no es práctico. Nuestra mente no puede lidiar a la vez con toda la información relevante. Sin embargo, siempre debemos hacer un esfuerzo consciente para tener presente que todo número, modelo o intuición es una simplificación de la realidad. Que además de las cosas que sabemos, hay que cosas que no sabemos que sabemos, cosas que sabemos que no sabemos, y cosas que no sabemos que no sabemos. No hay que olvidar que el mapa no es el territorio.

domingo, 9 de junio de 2013

Ser normal

Hace poco di por casualidad con este magnífico documental realizado por Chris Bell sobre esteroides anabolizantes y la cultura norteamericana. El debate sobre los esteroides está lleno de zonas grises que sirven al autor para retratar aspectos como la desinformación de masas acerca de sus riesgos (el CDC les atribuye tres muertes anuales en EEUU frente a las 435.000 del tabaco y las 75.000 del alcohol), la demagogia política (el congresista que no sabe dónde fueron a parar los quince millones de dólares destinados a educar sobre esteroides que gastó Bush) y la realidad humana («los uso porque todo el mundo lo hace»).

Me llaman poderosamente la atención los particulares valores que comparten acerca de lo que es el éxito y lo que significa ser «americano». Queda patente su creencia de que con trabajo duro y siguiendo las normas todo es posible (surgida, creo yo, de la ética protestante calvinista dentro de la cual floreció su cultura). Luego está el culto al héroe, en este caso Sylvester StalloneHulk Hogan y, sobre todo, Arnold Schwarzenegger. Todos ellos son buenos ejemplos de los personajes de MacIntyre:
«... cierta clase de papeles sociales específicos en ciertas culturas particulares [p]roporcionan personajes reconocibles, y el saber reconocerlos es socialmente crucial, puesto que el conocimiento del personaje suministra una interpretación de las acciones de los individuos que han asumido ese personaje, y precisamente porque tales individuos han utilizado el mismo conocimiento para guiar y estructura su conducta.
[...]
En el caso de un personaje, papel y personalidad se funden en grado superior al habitual; en el caso de un personaje, las posibilidades de acción están definidas de forma más limitada. Una de las diferencias clave entre culturas es el grado en que los papeles son personajes; pero lo específico de cada cultura es en gran medida lo que es específico de su galería de personajes.»
Foto de uaboverkentucky
Chris se sirve de la historia de sus propios hermanos –ambos consumidores del juice– para conducir la narración. El mayor, apodado Mad Dog, está obsesionado con hacer algo grande (en su caso, ser una súper estrella de la WWE). Nos dice que su mayor miedo en la vida es ser una persona corriente, que preferiría estar muerto a ser un tipo mediocre (cuando dejaron de llamarle de la WWF intentó suicidarse). Su casa en la playa y su estupenda mujer no son suficiente. Cerca del final del largometraje su hermano le pregunta qué problema hay en ser un tío más, que qué tiene de malo ser simplemente normal, a lo que Mad Dog responde:

«No tiene nada de malo. Bueno, en realidad sí que tiene algo malo. Lo que tiene de malo es que yo nací para alcanzar la grandeza y soy el único que me lo impide. Y necesito alcanzar la grandeza. Necesito hacerlo.»
Me quedé pensando un rato en qué tiene de malo ser uno más. Nada, supongo. Aún así para muchos de nosotros la idea de ser sólo uno más es deprimente. A mi modesto entender el deseo de destacar o ser el mejor viene de serie en las personas. Tal vez por eso hay tantos récords absurdos logrados por gente sin un talento concreto con ganas de hacer valer su nombre.

Sospecho que antes era más fácil considerarse entre los mejores, cuando el número de personas con las que uno se podía comparar era más reducido. Hoy, con la televisión e internet tenemos constancia de los logros y capacidades de gente de todo el planeta. Y hay mucha gente. Si se es honesto es mucho más difícil considerarse superior a la media. Cualquiera que haya participado en foros como los de Stack Exchange sabe que siempre hay un buen puñado de extraños que sabe más que uno*. Como decía Homer «por muy bien que hagas algo siempre habrá un millón de personas que lo harán mejor que tú». Eso, unido a la creencia de que el mundo es infinito en posibilidades y todo depende del empeño de uno acaba por generar ansiedad. Escribe Alain de Botton:
«Las poblaciones que gozan del privilegio de la riqueza y de posibilidades que van mucho más allá de lo imaginable por sus antepasados, que labraban las impredecibles tierras de la Europa medieval, han mostrado una notable capacidad para sentir que tanto lo que son como lo que tienen no basta.
[...] Nuestra percepción de cuál es el límite apropiado de cualquier cosa –por ejemplo, de la riqueza y de la estima– nunca se decide de forma independiente. Se establece comparando nuestra situación con la de un grupo de referencia, con la de aquellos que consideramos nuestros iguales. No podemos apreciar de manera aislada lo que tenemos, ni juzgarlo a partir de las vidas de nuestros antepasados medievales. No nos puede impresionar lo prósperos que somos desde el punto de vista histórico. Sólo nos consideraremos afortunados si tenemos tanto, o más, que las personas con las que crecemos, trabajamos, consideramos amigos y nos identificamos en el ámbito público.
[...] Lo que genera ansiedad y resentimiento es la sensación de que podríamos ser diferentes a lo que somos: un sentimiento que transmiten los mayores logros de aquéllos a quienes consideramos nuestros iguales.»
Yo me sentí identificado con Mad Dog. A los veinte años mi mayor miedo era acabar teniendo una vida mediocre. El camino habitual de obtener una licenciatura para conseguir un trabajo, casarme y tener hijos no tenía el menor atractivo para mí. Yo quería ser de los mejores. Lograr algo significativo. Ser el tipo de persona sobre la que se escriben libros o, al menos, que sale mencionado en ellos por alguna contribución importante a su campo, aunque fuera desconocido para el público en general. Sentir, en definitiva, que había hecho algo por el bien mayor, que el mundo era un lugar distinto por haber nacido yo. Ese es, para mí, el problema que tiene ser normal. La ausencia de logro. La falta de trascendencia. La vida vacía de significado. La sensación de que es culpa tuya porque no trabajaste lo suficiente.

Además de dotarnos de este deseo de ser mejor que el resto, la naturaleza puede proporcionarnos el antídoto: la ilusión de superioridad. Nos vemos a nosotros mismos desde una luz más favorable y nos medimos por estándares distintos de los que usamos para valorar a los demás. Enterramos nuestros fracasos en el fondo de la memoria atribuyéndolos a las circunstancias y sobrestimamos nuestra capacidad de influir en el curso de los hechos futuros. El resultado es que muchas personas piensan de partida que son mejores que el resto (más guapos, más inteligentes, más sensibles, más generosos, más divertidos, más educados o –el ejemplo más típico– mejores conductores). De acuerdo con Oliver Burkeman:
«a tendency to look on the bright side may be so intertwined with human survival that evolution has skewed us that way. In her 2011 book The Optimism Bias, the neuroscientist Tali Sharot compiles growing evidence that a well-functioning mind may be built so as to perceive the odds of things going well as greater than they really are. Healthy and happy people, research suggests, generally have a less accurate, overly optimistic grasp of their true ability to influence events than do those who are suffering from depression.»

«Yet though failure is ubiquitous, psychologists have long recognised that we find this notion appalling, and that we will go to enormous lengths to avoid thinking about it. At its pathological extreme, this fear of failure is known as ‘kakorrhaphiophobia’, the symptoms of which can include heart palpitations, hyperventilation and dizziness. Few of us suffer so acutely. But as we’ll see, this may only be because we are so naturally skilled at ‘editing out’ our failures, in order to retain a memory of our actions that is vastly more flattering than the reality. Like product managers with failures stuffed into a bedroom closet, we will do anything to tell a success-based story of our lives. This leads, among other consequences, to the entertaining psychological phenomenon known as ‘illusory superiority’. This mental glitch explains why, for example, the vast majority of people tell researchers that they consider themselves to be in the top 50 per cent of safe drivers – even though they couldn’t possibly all be.»
Por desgracia para mí carezco de la faculta de enjalbegar mis defectos. Igualmente ando ayuno de talento natural, capacidad de sacrificio, constancia o cualquier otra virtud requerida para el éxito. Ya hablé de cómo he fracasado como persona. Así, me hallo como tantos otros en el Primer Círculo del infierno, el limbo, recordando las palabras de Virgilio a Dante: «estamos condenados. Nuestra pena consiste en vivir con un deseo sin esperanza».

*Lo contrario también es cierto. Uno puede visitar ForoCoches o Yahoo Respuestas y sentirse superior al 90% de la raza humana.