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Si no está en mis manos solucionar el problema en sí, tal vez podría echarle un cable con su preocupación por el problema. A menudo buscamos formas de disipar las inquietudes de los demás, pero esa puede ser una respuesta inadecuada en el sentido que explica Simon Blackburn:
«Supongamos que me encuentro con una persona que quiere comer. [...] De modo que le de doy un puñetazo en el estómago, para que el dolor le haga olvidar la comida. ¿Acaso le he dado lo que quería? En absoluto (incluso si olvidamos el hecho de que el puñetazo debe de haber sido doloroso). Él no quería que le liberara de ninguna tensión. Lo que quería era comida. Asimismo, una persona normal que sienta un deseo sexual no busca liberar su tensión. El bromuro podría tener ese efecto, pero no es eso lo que quiere. Lo que quiere es sexo.»Para Penny el problema es su carrera, no su preocupación por su carrera. Como vimos al hablar de la pastilla roja, es posible que la gente no quiera dejar de preocuparse. Nos sentimos identificados con nuestras preocupaciones y a veces son importantes para nosotros, pues aquello que nos desasosiega en parte nos define y hace que nos consideremos de cierta manera. Si nos olvidáramos de ellas dejaríamos de ser nosotros. Por tanto, si yo consiguiera quitarle de encima a Penny la inquietud por su carrera tal vez no la estaría ayudando en absoluto, sino más bien al contrario: ella podría dejar de esforzarse por lo que quiere. No olvidemos que a menudo, como dice Victoria Camps, «las emociones son los móviles de la acción».
Incluso aunque Penny deseara borrar su preocupación yo tampoco podría serle de ayuda, como quedó patente en el caso de Ren. A pesar del amable comentario que dejó, lo cierto es que le fue mucho mejor con su receta que con la que yo le sugerí. No soy una de esas personas capaz de hacer que alguien olvide sus problemas.
Cabe considerar que, aunque no puedo influir en la carrera de Penny ni en sus desvelos asociados, aún pudiera serle útil asistiéndola en su angustia. Desgraciadamente, tampoco soy lo que se dice reconfortante. Me siento incapaz de pronunciar frases como «todo saldrá bien» o «ya verás cómo lo consigues» porque no sé si será el caso, y no quiero engañarte con mensajes que ni yo mismo me creo. El hecho desgraciado es que nos pueden pasar cosas muy malas durante mucho tiempo (para mensajes optimistas mejor lea el blog de Anyi). El único mensaje que he sabido enviar hasta la fecha a quienes sufrían es «¡ánimo!», y confieso que cuando lo hago me siento como si estuviera luchando con un huracán a base de regüeldos.
Otra vía de acción sería tratar de mejorar el estado de ánimo de Penny con pequeños gestos mundanos. Podría, verbigracia, enviarle chistes, vídeos de gatitos, comprarle algo de chocolate o regalarle un tratamiento en un balneario con la esperanza de que se sienta mejor y deje a un lado sus tribulaciones, aunque solo sea por un breve espacio de tiempo. Sin embargo, la utilidad real de estas acciones es efímera y baladí, e incluso pueden incomodar a la persona. Además, en una relación de amistad tales acciones se dan por descontado. No hace falta un motivo para hacerle un regalo a un amigo o enviarle algo que crees que le puede interesar o hacerle reír. Es algo que surge espontáneamente (al menos en mi caso) porque los tienes presentes.
Quizá Penny se conforme con que alguien la escuche. Lamentablemente, la ayuda que pueda suponer escuchar a alguien depende de que ese alguien quiera contarte sus problemas. Todos conocemos a gente a la que no le gusta hablar de ellos y no le dicen a nadie lo que le pasa, bien sea porque creen que pueden preocuparles, porque sienten vergüenza o porque no quieren mostrarse débiles. En estos casos poco se puede hacer salvo mostrar interés por la persona (¡sin agobiar!) y estar ahí, como dijo Silvi. No obstante, cuando presto mi oído y alguien lo rehusa no puedo dejar de pensar que he fallado a la hora de hacer que la persona se sienta cómoda o confíe lo suficiente en mí.
Si no puedo solucionar el problema de Penny, no consigo hacer que deje de preocuparse por ello, no logro que se sienta mejor y no soy capaz de hacer que desahogue, dudo que pueda afirmarse que la estoy ayudando. Cuando a un reloj le quitas la correa, la pila y las manecillas, entonces lo que tienes no es un reloj. Es un trasto inútil.
Zeta asegura que mi ayuda no pasa desapercibida, pero yo no acabo de ver que mis torpes esfuerzos puedan calificarse como tal, puesto que difícilmente han supuesto ninguna diferencia en su caso ni en ningún otro. Aunque las personas aprecien mis buenas intenciones lo cierto es que no viven de ellas. Nos guste o no, el intento es algo de una naturaleza muy distinta a la de la consecución (como se preguntaba el Actor Secundario Bob «¿acaso conceden el Nobel por intento de química?»). A mi modesto entender, en lo referente al auxilio del prójimo la ausencia de logro equivale al fracaso.
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