Ayer vi
Deadpool, uno de los estrenos de este año. En ella se hace referencia al agente Smith, el villano de la trilogía
The Matrix, cuya primera película se estrenó en 1999. Eso significa que hay personas a punto de cumplir la mayoría de edad que no existían en este planeta cuando Neo tomó la pastilla
roja. Yo, por mi parte, recuerdo perfectamente el día que fui a verla al cine. No me sentía tan viejo desde que, visitando el Museo de Ciencia y Tecnología, vi expuestos distintos aparejos informáticos que yo había usado casi a diario... con
dieciocho años.
Por otro lado, la semana pasada anduve buscando algunas referencias en el blog y me quedé desconcertado una vez más por la manera en que el transcurso del tiempo está distorsionado en mi memoria. Tenía la sensación de haber escrito sobre
algoritmos e
inteligencia artificial este año cuando lo cierto es que eso fue el año pasado. No es la primera vez que reviso algunos artículos pasados y pienso: «caramba, si eso lo escribí ayer prácticamente» cuando en verdad fue hace dos o tres años. Este fenómeno se conoce como
telescopia:
En 1955, el estadístico norteamericano Gray descubrió una peculiaridad en las respuestas de las encuestas. Al controlar la exactitud de las respuestas a preguntas del tipo: «¿Cuántas veces ha visitado usted a su médico de cabecera en los últimos dos años?», se evidenciaba que los encuestados sobrestimaban la frecuencia. La causa era que incluían también las visitas realizadas justo antes de estos dos años. Es decir, que Gray constató que por lo general las personas creen que los sucesos son más recientes de lo que lo son en realidad. Este fenómeno ha suscitado muchas investigaciones y se le dio un nombre [...]: telescopia.
Y además ya estamos en Diciembre. Otro año que toca a su fin a velocidad pasmosa. Verdaderamente el tiempo vuela... a partir de cierta edad.
Hay un maravilloso
libro de Douwe Draaisma sobre cómo la vida parece acelerarse a medida que envejecemos que no puedo recomendarles lo suficiente. En sus páginas se analiza a través de bellas historias cómo funciona la memoria y sus fallos de funcionamiento. Lo leí allá por 2008, con veintiséis años. En el tiempo transcurrido desde entonces he experimentado en primera persona el fenómeno que trata de explicar y que no es nada obvio antes de los veinticinco.
Una posible explicación para este enigma podría ser que el paso de tiempo es relativo al total de nuestra vida, de manera que los mismos trescientos sesenta y cinco días son una fracción mucho mayor para un infante que para un
octogenario:
El filósofo francés Paul Janet sugirió en 1877 que la longitud aparente de un periodo en la vida de una persona guarda relación con la longitud total de la vida. Es decir, un niño de diez años experimentaría un año como una décima parte de su vida, mientras que un hombre de cincuenta como una décima parte.
Según explica Draaisma en su obra, para William James, el padre de la psicología, esta no era una explicación sino una descripción. Él atribuía el aparente acortamiento de los años a
la monotonía del contenido de la memoria y la resultante simplificación de la mirada retrospectiva. Durante nuestros años de juventud tenemos alguna experiencia totalmente nueva cada hora del día, subjetiva u objetivamente, la capacidad de comprensión está viva, la capacidad de retención es fuerte, y nuestros recuerdos de esa época, al igual que las impresiones que hacemos durante un viaje rápido y movido, tienen múltiples ramificaciones y formas, y son detallados. Pero cada año que pasa, parte de esta experiencia se convierte en una rutina automática de la que apenas somos conscientes. Los días y las semanas se diluyen en nuestro recuerdo hasta convertirse en unidades carentes de contenido. Los años se vacían y se derrumban.
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Foto de Dimitrios Zampelis |
Esta explicación es, al parecer, bastante popular. Me la he encontrado varias veces en redes sociales y blogs. Sin embargo, a mí no termina de convencerme. Desde pequeño he tenido una vida monótona y rutinaria, así que no estoy tan seguro de que el número de experiencias totalmente nuevas haya cambiado tanto a lo largo de mi existencia. De hecho, en mi caso, he experimentado muchas más cosas nuevas y vitalmente relevantes por primera vez a partir de los veinticinco, pues en mi biografía muchos elementos importantes (los viajes, el trabajo, el amor) aparecen tarde en la historia. Y aún así, tengo la impresión de que el tiempo se va acelerando.
Personalmente, las explicaciones que más me convencen respecto a este cambio en la experiencia subjetiva del tiempo son las que tienen que ver con el ritmo al que funciona el cerebro según la edad. Mis sospechas están basadas en un curioso dato, a saber, que casi todos los grandes avances en investigación matemática son llevados a cabo por jóvenes menores de veinticinco
años:
[S]egún apunta el eminente matemático Alfred Adler: «La vida matemática de un matemático es corta. Rara vez se progresa más allá de los veinticinco años. Si poco se ha logrado hasta entonces, poco se logrará jamás».
«Los jóvenes demuestran los teoremas, los ancianos escriben los libros», observó G.H. Hardy en su libro A mathematician's apology (Autojustificación de un matemático). «Ningún matemático olvida jamás que las matemáticas son un juego de juventud. Sirva como pequeña muestra que el promedio de edad para el ingreso en la Royal Society es menor en matemáticas».
Y así, Niels Henrik Abel realizó su mayor aportación con diecinueve años. Evariste Galois, a los quince. Srinivasa Ramanujan entró en la Royal Society con treinta y un años por los progresos logrados en su juventud. Albert Einstein formuló su celebérrima ecuación
E = mc2 con veintiséis. Etcétera.
Es posible que hoy en día la temprana fecha caducidad de los matemáticos sea más una
leyenda que un hecho, pero lo que es innegable es que nuestro cerebro está más despierto durante las dos o tres primeras décadas de vida. En esos años las emociones son más intensas, nuestros sentidos más agudos, nuestros reflejos más rápidos y nuestra memoria es mejor. Debido al envejecimiento, nuestros sentidos se abotargan, el sistema nervioso funciona más despacio y nuestra memoria se
deteriora:
[E]s en general cierto que casi todo el mundo ha perdido memoria ya a los treinta años. Pero el déficit no se puede, por lo normal, detectar a menos que se hagan tests. Para medir la memoria a corto plazo, por ejemplo, se prueba el recuerdo de una lista de 24 palabras. Cuando se le hace la prueba a una persona de veinte años lo normal es que tras un período determinado de tiempo recuerde catorce de ellas. Bajo las mismas condiciones una persona de cuarenta años puede recordar once; una de sesenta, nueve, y una de setenta sólo siete.
[...] Hay indicios de que también la memoria a largo plazo queda afectada. Pero parece que la mayor parte del problema no se debe a la pérdida irreversible del recuerdo de hechos concretos, sino a unos sistemas deteriorados de recuperación de los recuerdos.
Los cambios en nuestra memoria podrían ser claves para entender por qué parece que el tiempo vuela. Para el filósofo francés del siglo XIX Jean-Marie Guyau la vivencia del tiempo era una cuestión de «óptica interna». Enumeró algunos factores que influyen en dicha óptica, tales como la intensidad de nuestras percepciones y de las imágenes en nuestra memoria, la cantidad, la variación, la atención con que son observadas y las emociones asociadas.
Así:
Para Guayu, la longitud aparente de un periodo, al volver la vista atrás, viene determinada por el número de diferencias claras e intensas que percibimos en los sucesos que recordamos. Por ello, los años de nuestra juventud nos parecen tan largos y los de la vejez tan cortos.
Por tanto, si al envejecer el ritmo de nuestros relojes biológicos se ralentiza (como parece ser el caso) es plausible que ello produzca una aceleración subjetiva en la percepción del tiempo. Un cerebro en su cénit fisiológico puede guardar más imágenes en la memoria y reproducirlas a una velocidad mayor que uno vetusto. Como ocurre con un vídeo de Youtube, mayor velocidad de reproducción equivale a menor intervalo de tiempo de principio a fin.
Puedo aportar aquí otra anécdota personal que sirve de ilustración. Como tantos niños de mi generación, fui acérrimo seguidor del anime
Captain Tsubasa (Oliver y Benji en su traducción española). Quienes seguimos esa serie recordamos muchas de sus peculiaridades, siendo unas de las más destacadas la exagerada longitud del campo de fútbol y lo lenta que transcurría la acción. Al evocar aquellos dibujos nos
reímos de cómo podían tardar varios capítulos en llegar de una portería a otra o, simplemente, en tirar a puerta.
Yo he vuelto a ver esa serie de mayor, ya con más de treinta años. ¿Saben qué fue lo que pensé tras ver los primeros cien capítulos de nuevo? «Vaya, va todo mucho más
rápido de lo que recordaba». Efectivamente, la velocidad a la que transcurre la acción es bastante superior a lo que creía. Esa reminiscencia de lentitud exagerada ¿se debe a que media hora es una eternidad para un niño de siete años? ¿A que me sumergía en esa serie con los cinco sentidos? ¿O es porque al ir bromeando sobre el tema el recuerdo se ha ido distorsionando, guardándose deformado en mi memoria?
Aún no sabemos con certeza por qué nuestra percepción del tiempo cambia con la edad. Otras explicaciones alternativas a las aquí mencionadas son analizadas en distinto grado en el libro de Draaisma. Lo que parece claro, no obstante, es que todo tiene que ver con nuestra memoria.
Es curioso. Si pienso simplemente «ya es Diciembre otra vez» tengo la sensación de que el año ha pasado volando. Sin embargo, si hago inventario mental de todo lo que ha sucedido desde Enero, la impresión cambia. La muerte de David Bowie, verbigracia, se me antoja lejana en el tiempo. Lo mismo me ocurre con mi
síncope en la oficina o con la marcha de mi jefe. Dependiendo de cómo lo mire puedo ver un océano de tiempo o un solo instante.