lunes, 21 de abril de 2014

No hay mayor ciego

A primera vista cabría pensar que el remedio para la ilusión de conocimiento sería poner a prueba nuestro saber y, en caso de detectar lagunas o errores, aprender los hechos. Puede que eso funcione con seres lógicos y racionales pero desde luego no sirve con seres humanos. Recuerdo un desayuno en la oficina, hace ya algún tiempo, en el que comenté que, generalmente, las mujeres toleran peor el dolor que los hombres. No estaba expresando una creencia sino algo que había leído en un libro escrito por el cirujano Atul Gawande. A la única chica allí presente (que defendía la tesis contraria) aquello no le gustó, y me espetó una frase que a menudo me viene a la mente: «cómo tengo que decirte que no te creas todo lo que pone en los libros esos que lees». Rememoré esta escena allá por noviembre cuando encontré la misma información en otro libro «de esos que leo». En The Sports Gene David Epstein escribe:
Foto de troita_<><

«The idea that women are more pain tolerant than men because they go through childbirth is a myth contradicted by every study done on the topic. Women are more sensitive to pain and much more likely to be chronic pain patients. Women do, however, become less sensitive to pain as they approach childbirth.»
Es fácil encontrar algunos de esos estudios con una búsqueda simple en Google Scholar, si bien las razones de tal diferencia no parecen estar claras todavía (puede deberse a diferencias biológicas, culturales o psicológicas). En cualquier caso, los datos de los que disponemos actualmente muestran que, por lo general, las mujeres son más sensibles al dolor excepto durante las últimas semanas de embarazo.

En 1985 Amos Tversky, junto con sus estudiantes Thomas Gilovich y Robert Vallone demostraron que no existe tal cosa como un jugador «en racha» en el baloncesto, esto es, el acierto o fallo en el lanzamiento de un tiro libre no depende de si el anterior entró o no:
«In basketball, as in many sports, a player having consecutive successes is said to be on fire, and everyone involved – the player himself, his opponent, his teammates, fans and referees – can feel in their bones that he is on a hot streak. Gilovich et al.’s numbers proved that this feeling is simply and absolutely dead wrong. In fact the streaks that shooters have during games or in practice are identical to the sequences that arise based simply on the player’s average rate of making baskets. So, for a player who hits 50 per cent of his shots, his pattern of makes and misses will be identical to the runs of heads and tails that arise when flipping a coin.»
La respuesta de los aficionados y los profesionales de ese deporte a su trabajo fue de incredulidad y de encogimiento de hombros en general (ibídem):
«Even though the research is straightforward and the findings have been replicated a number of times, the paper created a furore in basketball circles – everyone who’s anyone just ‘knows’ that guys ‘get into a rhythm’ – and the paper’s findings continue to be debated by sports fans and analysts the world over. People just did not want to believe the study’s results.
Gilovich is sanguine about the reception his work received, even from basketball greats like Red Auerbach. Auerbach, voted the greatest coach in NBA history and an icon for the team Gilovich supports, the Boston Celtics, was unimpressed with the study. ‘So he made a study,’ he replied laconically. ‘I couldn’t care less.»
Por su parte, Richard Thaler y Daniel Kahneman mostraron que inversores y asesores financieros son víctimas de la ilusión de competencia: sus buenos o malos resultados son fruto del azar, no de su destreza. Así describe Kahneman lo que ocurrió (mejor dicho, lo que no ocurrió) tras presentar sus conclusiones a la firma financiera cuyos datos había analizado:
«Our message to the executives was that, at least when it came to building portfolios, the firm was rewarding luck as if it were skill. This should have been shocking news to them, but it was not. There was no sign that they disbelieved us. How could they? After all, we had analyzed their own results, and they were sophisticated enough to see the implications, which we politely refrained from spelling out. We all went on calmly with our dinner, and I have no doubt that both our findings and their implications were quickly swept under the rug and that life in the firm went on just as before. The illusion of skill is not only an individual aberration; it is deeply ingrained in the culture of the industry. »
Gilovich, Thaler y Kahneman fueron recibidos con indiferencia, aunque podía haber sido peor. Según una leyenda Pitágoras, el ilustre matemático que describió el universo en términos de números racionales, condenó a morir ahogado a su discípulo Hippasus de Metaponto tras haberle mostrado este el número irracional √2. «El padre de la lógica y del método científico» –escribe Simon Singh–, «recurrió a la fuerza antes que admitir que estaba equivocado».

La historia de la ciencia está plagada de ejemplos de esa resistencia humana a aceptar los hechos contrarios al credo personal o la doctrina común. Cuentan que el filósofo Giulio Libri se negó a mirar por el telescopio de Galileo por una cuestión de principios. En aquel tiempo los aristotélicos se negaban a aceptar que lo que se veía a través del telescopio fuera real, imaginándose que eran artefactos producidos por las lentes. También la Iglesia católica había definido su cosmología a partir de un conjunto de axiomas y, por tanto, determinado de antemano que lo que se veía a través de ese aparato no existía en realidad. Todos sabemos cómo acabó Galileo. Varios siglos después el astrónomo inglés Fred Hoyle, quien acuñó sin querer el término Big Bang, murió en 2001 sin haber aceptado dicha teoría, sosteniendo en su lugar la validez de sus teorías alternativas del Estado Estacionario y, posteriormente, el Estado Casi-Estacionario. Así pues, incluso para los científicos, cuya honestidad intelectual se da por supuesta, es difícil cambiar de paradigma. Como decía Max Planck «una importante innovación científica raramente se impone convenciendo gradualmente y convirtiendo a sus oponentes: no sucede muchas veces que Saulo se convierte en Pablo. Lo que sucede es que sus oponentes se van muriendo poco a poco y que la nueva generación se va familiarizando desde el principio con las nuevas ideas».

Si ese es el panorama para científicos de sobradas capacidades intelectuales imagínense lo que ocurre con quienes no nos dedicamos a la ciencia. Es una cuestión de higiene mental el no creer a pies juntillas lo que cualquiera publica en internet, lo que pone en un libro, lo que dice un solo número estadístico o la conclusión de un estudio aislado. Pero hay una gran diferencia entre el sano escepticismo intelectual y el hacer caso omiso de los hechos que no encajan con nuestra visión del mundo. El problema es que, según nos alejamos de la certeza matemática, cuyos teoremas demostrados son ciertos hasta el fin de los tiempos, y nos acercamos a campos del saber donde los hechos se definen según la cantidad de pruebas a favor (o ausencia de pruebas en contra), cada vez es más fácil dar con justificaciones plausibles que disminuyan el peso de la evidencia, o encontrar datos que sostengan la postura contraria. Como bien dice Jonathan Haidt:
«[F]or nonscientists, there is no such thing as a study you must believe. It’s always possible to question the methods, find an alternative interpretation of the data, or, if all else fails, question the honesty or ideology of the researchers. And now that we all have access to search engines on our cell phones, we can call up a team of supportive scientists for almost any conclusion twenty-four hours a day. Whatever you want to believe about the causes of global warming or whether a fetus can feel pain, just Google your belief. You’ll find partisan websites summarizing and sometimes distorting relevant scientific studies. Science is a smorgasbord, and Google will guide you to the study that’s right for you.»
Sé que ninguna cantidad de estudios científicos perfectamente diseñados y ejecutados haría que mi prima se bajara del carro, algo que indicaba claramente el tono de indignación de su reproche. Cuando estamos seguros de tener razón y nos enfrentamos a pruebas contrarias a nuestro marco de creencias (ya sean convicciones sobre cómo es o cómo debería ser el mundo, ideas políticas, reglas morales o aquello que pensamos que sabemos), los marcos se mantienen y las pruebas se desechan (ibídem Kahneman):
«Facts that challenge such basic assumptions—and thereby threaten people’s livelihood and self-esteem—are simply not absorbed. The mind does not digest them. This is particularly true of statistical studies of performance, which provide base-rate information that people generally ignore when it clashes with their personal impressions from experience.»
El cerebro es, sin duda alguna, un órgano misterioso y maravilloso. Comienza a trabajar en el momento en que nos levantamos por la mañana y no se detiene hasta que nuestras creencias se ven amenazadas.

2 comentarios:

  1. Un ejemplo impresionante de estos temas es el que comenta Bill Bryson en su lilbro "En casa". No recuerdo el nombre del "científico". Pero ocurrió cuando se estaban tratando de detectar las causas del escorbuto (una enfermedad que se llevó por delante a millones, literalmente, de marineros durante cerca de dos siglos) cada médico tenía su opinión de a qué se debía. Unos pensabas que eran "los aires del mar", otros culpaban a unas comidas u otras... en fin, lo de siempre. El caso es que un tio decidió dividir a cinco grupos de pacientes aquejados de escorbuto y darles una dieta diferente a cada grupo. A unos les daba solo pan y agua. A otros carnes. A otros... no recuerdo. Y a un grupo les daba de comer únicamente naranjas y limones. Pues bien, todos los pacientes murieron excepto los de ese grupo que se recuperaron pronto y bien. Sin embargo, como lo que él quería demostrar era otra cosa, obvió los resultados y publicó otras conclusiones. Tuvieron que pasar otros cien años hasta que alguien descubrió las vitaminas y su efecto en el escorbuto.

    Muy buen post, tio. Como siempre. ;)


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    1. James Lind era su nombre, cuyo resultado replicó el capitán Cook :D Tengo el libro de Bryson en la pila de pendientes desde hace algún tiempo, me encantó Una breve historia de casi todo. Si te gustan los libros de Bryson creo que te gustarán los de Daniel Boorstin; fue en su obra Los descubridores donde leí por primera vez acerca de la historia del escorbuto.

      Muchas gracias por tus amables palabras, me alegro de que te haya gustado :))

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