lunes, 14 de abril de 2014

Ilusos

Hoy les traigo un pequeño juego que no les tomará más de un minuto. De 1 a 7, donde 1 significa «no tengo ni idea» y 7 significa «tengo un conocimiento exhaustivo», valoren el conocimiento que tienen sobre cómo funciona una bicicleta. Tengan presente que no es necesario ser un mecánico experto para otorgarse un 7 (ese caso sería un 7++) y que lo que han de valorar es cuánto saben ustedes, no cuánto creen que saben comparados con otros. ¿Lo tienen? Ahora fíjense en el siguiente esquema:


Tomen una hoja de papel y traten de completar las partes que faltan: cuadro, pedales y cadena. Cuando hayan terminado pueden comparar el resultado con la imagen de una bicicleta real.

¿Qué tal les ha ido? Mi hermana ha dibujado una cadena que unía las dos ruedas y ha situado los pedales en la rueda delantera. Además ha pasado por alto las partes que faltan del cuadro. A mí me ha faltado dibujar la vaina inferior de la parte trasera del mismo, aunque he colocado correctamente cadena, pedales y el resto de la estructura. Después de haber pasado buena parte de mi adolescencia sobre un sillín pensaba que mi conocimiento era al menos un cinco, y aún así me he olvidado de una parte fundamental.

Esta tarea forma parte de un experimento ideado por la psicóloga británica Rebecca Lawson. En promedio, las personas que participaron en este estudio calificaron su nivel de conocimiento pre-test en 4,6. Aún así, más del 40% de ellos cometieron al menos un error.

Los psicólogos Christopher Chabris y Daniels Simons mencionan este estudio en su libro El gorila invisible para ilustrar lo que llaman «ilusión de conocimiento» (énfasis en el original):
«Sobre la base de nuestra amplia experiencia y familiaridad con las máquinas y herramientas comunes, solemos creer que tenemos una profunda comprensión de cómo funcionan. Invitamos al lector a que piense en cada uno de los siguientes objetos y que luego juzgue el conocimiento que tiene de ellos con la misma escala (de 1 a 7): un indicador de velocidad de un automóvil, una cremallera, la tecla de un piano, un inodoro, una cerradura cilíndrica, un helicóptero y una máquina de coser. Ahora, pruebe a hacer otra tarea: escoja el objeto al que le dio la mayor puntuación, el que cree que entiende mejor, y trate de explicar cómo funciona. Dé el tipo de explicación que le daría a un niño persistentemente inquisitivo –trate de generar una descripción detallada paso a paso de cómo y por qué funciona–. Es decir, intente dar cuenta de las conexiones causales entre cada paso.

[...] Antes de intentar realizar esta tarea, intuitivamente quizá pensaba que entendía cómo funcionaba un inodoro, pero lo que realmente entendía era cómo hacerlo funcionar –y es probable que supiera cómo desatascarlo–. Quizás entienda cómo interactúan sus diversas partes visibles y cómo se mueven en conjunto. Y, si ha estado mirando dentro de uno y jugando un poco con el mecanismo, su impresión de conocerlo es ilusoria: confunde saber lo
que ocurre con por qué sucede, y confunde su sentimiento de familiaridad con un conocimiento genuino.»
Chabris y Simons describen también el trabajo de Leon Rozenblit, quien llevó a cabo una serie de experimentos en los que preguntaba a alguien si sabía, verbigracia, por qué el cielo es azul, y después se comportaba como un niño pequeño, preguntando una y otra vez «¿por qué?» hasta que el sujeto se rendía (ibídem):
«El resultado inesperado de este experimento informal fue que las personas se daban por vencidas realmente muy rápido –respondían una o dos preguntas antes de llegar a un fallo en su conocimiento–. Más sorprendentes todavían eran sus reacciones cuando descubrían que de hecho no sabían algo.

Rozenblit estudió esta ilusión de conocimiento con más de una docena de experimentos durante los años siguientes, en los que hizo pruebas a personas de todas las profesiones y condiciones sociales [...], y los resultados fueron notablemente consistentes. No importa a quién se interrogue, siempre se llega a un punto en el que ya no se puede responder a algún porqué. Para la mayoría de nosotros, nuestro nivel de comprensión es tan superficial que podemos agotarlo después de la primera pregunta. Sabemos que hay una respuesta, y sentimos que la sabemos, pero parecemos no darnos cuenta de los errores de nuestro propio conocimiento.»
Dicen los autores antes mencionados que todos caemos presas de esta ilusión porque simplemente no reconocemos la necesidad de cuestionar nuestro propio conocimiento. Lo cierto es que son pocas las ocasiones en que nos molestamos en ponerlo a prueba. En mi caso, por ejemplo, y dada la naturaleza de mi trabajo, una de dichas escasas situaciones son las entrevistas de empleo (lo que es, a su vez, uno de los peores momentos para darse cuenta de que no sabemos la respuesta). También tengo una compañera que es como una niña pequeña y no para de preguntarme por qué sé lo que sé. Fuera del trabajo lo más parecido a una búsqueda del porqué es la búsqueda de referencias para los artículos de este blog. Al margen de esos casos concretos yo tampoco tengo por costumbre aplicar la duda cartesiana sobre todo lo que sé.

Al igual que no solemos examinar la profundidad de nuestra competencia tampoco es habitual que dudemos de la exactitud, actualidad o veracidad de nuestro saber teórico (lo cual es un tanto paradójico, ya que los errores pueden costarnos la salud o nuestro dinero). Considere la siguiente pregunta: ¿qué tiene más cafeína, el té o el café? Independientemente de la respuesta que haya dado ¿cómo lo sabe? ¿Recuerda la fuente donde lo leyó, o la persona que se lo dijo? Si se lo dijo alguien que no era una autoridad en la materia ¿comprobó si era cierto? Eso es algo que a menudo no hacemos cuando hablamos con alguien de un tema que desconocemos: simplemente damos por bueno el conocimiento del otro, aún cuando no sea un experto y no sepamos si lo ha obtenido de una fuente fiable. Esa es, supongo, una de las razones por las que perduran las leyendas urbanas, los mitos, las ideas falsas y los conceptos erróneos. Debido a ello albergamos y diseminamos multitud de creencias erróneas sobre los más diversos temas –algunas más absurdas que otras–, como esa sandez de que solo utilizamos un diez por ciento del cerebro.

La respuesta a la pregunta de la cafeína, por cierto, tiene un poco de truco. Tal como explica Anahad O'Connor, depende de si estamos considerando una cantidad determinada de materia prima o una taza de infusión:
«En comparación, el té tiene más cafeína que el café. Pero mientras que con cien gramos de hojas de té se obtienen cientos de tazas, con la misma cantidad de café se obtienen muchas menos tazas de café, lo cual hace de éste un estimulante muchísimo más potente.
Según la mezcla de hojas de té, su tipo y el tiempo de la infusión, una taza de té de 200 mililitros puede contener de 20 a 90 miligramos de cafeína, mientras que una taza de café del mismo tamaño, de 60 a 180.»
Esta semana he podido asistir a una masiva demostración de la ilusión de conocimiento gracias al bug bautizado como Heartbleed. A pesar de trabajar en el sector y formar parte de la industria que se dedica a desplegar medidas para mitigar este tipo de errores, muy pocos compañeros podían explicar en qué consistía exactamente y por qué era tan serio; incluso mi jefe tuvo que pedir ayuda para poder responder a las preguntas de los periodistas. A menudo es necesario un periodista, un niño pequeño, una entrevista de trabajo, un examen o una partida de Triviados para darnos cuenta de lo poco que sabemos en realidad.

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